El contenido de estas páginas se centra en la relación entre la Eucaristía y la vida mística cristiana. Pero antes de entrar de lleno en la cuestión, me parece necesario aclarar en qué sentido entiendo el concepto de mística, ya que éste ha recibido varias interpretaciones a lo largo de la Historia de la Espiritualidad cristiana.
Por ello, el primer punto de esta exposición tratará del origen y evolución semántica del término «mística».
1. Origen y evolución semántica del término «mística»
A. Etimología y sentido original de «mística»
La palabra «mística» procede del adjetivo griego «mystikós», que dice relación al sustantivo «mystêrion». Ambos términos se remontan a la raíz griega «myô», que significa «cerrar» y se usaba generalmente en el sentido de cerrar los ojos o la boca.
La palabra «mystêrion», sobre todo su plural «ta mystêria» (los misterios), designaba en la antigüedad griega las ceremonias religiosas secretas, a las que ninguno era admitido sin un periodo de iniciación, por ejemplo, los misterios de Isis en Egipto o en honor de la diosa Demetria, en la ciudad de Eleusis. Estos cultos esotéricos se llamaban misterios porque los que participaban en ellos debían mantener cerrada la boca, evitando explicar a los no iniciados el contenido de los mismos.
El adjetivo «mystikós» dice relación a los misterios paganos. Para los antiguos es místico todo lo que se refiere a ellos. De este modo, el significado original del término tiene una índole religiosa, al designar un secreto de carácter sagrado.
B. Sentidos cristianos de «mística» [1]
En ambiente cristiano, el adjetivo «mystikós» adquiere tres significados estrechamente relacionados entre sí y que aparecen sucesivamente en el tiempo.
Sentido bíblico. El uso cristiano más antiguo de esta palabra aparece con Orígenes, en un contexto bíblico. Para él, es «místico» el sentido pleno de las Escrituras donde convergen todas las líneas de la Revelación, es decir, lo que San Pablo llama «el Misterio», el eterno designio divino de salvación manifestado en Cristo: «Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este Misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria» [2].
Sentido sacramental. Algunos Padres de la Iglesia llaman «místico» a lo que se refiere a la celebración de los misterios cristianos, los sacramentos, en cuyos ritos no puede participar quien no haya recibido la necesaria iniciación con el sacramento del Bautismo. En este sentido, San Gregorio Nacianceno habla de la Eucaristía como «mesa mística» [3], mientras que San Nilo, el asceta del monte Sinaí, la llama «mística cena» [4]. Por su parte, San Cirilo de Alejandría aplica al banquete eucarístico la expresión «mística comunión» [5], y llama al pan consagrado «mística alabanza» [6].
Este segundo sentido mantiene una estrecha relación con el primero, que no se pierde, ya que señala la profunda realidad de los sacramentos, lo que se encuentra velado y al mismo tiempo se manifiesta a través de sus signos visibles, esto es, el misterio de Cristo y de su Cruz redentora, cuyos frutos se nos hacen asequibles a través de su celebración en la comunidad cristiana.
Sentido espiritual. Un autor del siglo IV, Marcelo de Ancira, utiliza por vez primera la expresión «teología mística», con la que quiere designar un conocimiento de Dios misterioso e inefable, que se distingue del conocimiento común de las realidades divinas. Posteriormente, el Pseudo-Dionisio Areopagita emplea dicha expresión en el título de su obra De mystica theologia, añadiendo una precisión decisiva al afirmar que este conocimiento misterioso de Dios constituye el vértice de la vida espiritual [7].
De este modo, el tercer sentido del término señala el conocimiento profundo que el cristiano alcanza --como fruto de su unión con Dios-- de lo que se anuncia en la Palabra de Dios y se contiene en los Sacramentos: la plenitud de la vida nueva que se nos ha comunicado en Cristo. Existe, por tanto, una estrecha conexión entre los tres sentidos sucesivos del adjetivo «místico», porque el tercero de ellos, el conocimiento místico, es la asimilación personal del misterio revelado en las Escrituras y donado por Dios en los Sacramentos.
A partir del siglo XVII se puede constatar un uso sustantivado del término en su sentido espiritual, de tal modo que se hablará simplemente de «mística» para designar el conocimiento místico de Dios y se identificará esta realidad con los fenómenos extraordinarios de la vida espiritual, tales como locuciones, visiones, revelaciones privadas, etc., que requieren una intervención especial de Dios en forma de una gracia extraordinaria o gratis data, la cual no es exigida necesariamente para el desarrollo ordinario de la vida espiritual hasta su plenitud. Este tipo de conocimiento místico de Dios --mediante gracias extraordinarias-- ha sido llamado habitualmente, en el campo de la Teología Espiritual, «experiencia mística».
En el presente estudio empleo la noción de mística en el sentido indicado por el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando afirma: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos --"los santos misterios"-- y en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos» [8]. Siguiendo las enseñanzas del Catecismo, utilizaré la expresión «vida mística» para distinguir la unión mística con Cristo asequible a los que progresan en su vida espiritual [9], de la experiencia mística extraordinaria, que es concedida por Dios solamente a algunos mediante gracias especiales, y que se manifiesta bajo la forma de fenómenos místicos extraordinarios. Como veremos, en la «vida mística» se puede llegar también a una experiencia vital de las realidades divinas a través del desarrollo ordinario de la vida espiritual, con la gracia santificante, las gracias actuales y los dones del Espíritu Santo, sin necesidad de la aparición de nuevas gracias extraordinarias.
Debo precisar ahora que tampoco voy a tratar aquí de los milagros eucarísticos que Cristo mismo ha querido realizar en algunas ocasiones, como pueden ser el milagro de los corporales de Daroca o el milagro eucarístico de Lanciano (Italia).
El objetivo de este trabajo es simplemente estudiar cómo los santos han percibido y han expresado su vida mística a través de una unión profundísima con Cristo en la Eucaristía, tanto durante la celebración del sacrificio eucarístico, como en la recepción de la Sagrada Comunión. Para ello me serviré de una antología de textos que contienen testimonios de santos canonizados y de otros maestros de la vida espiritual, advirtiendo de antemano que no pretendo ofrecer un elenco exhaustivo. Algunos de ellos se limitan a describir su experiencia de unión con Cristo en la Eucaristía. Otros son teólogos que intentan ofrecer además una explicación de dicha experiencia espiritual. Presento los textos siguiendo un orden cronológico.
2. Testimonios de la tradición teológico-espiritual sobre la unión mística con Jesucristo en la Eucaristía.
A. Época patrística
No encontraremos en los Padres de la Iglesia narraciones de vivencias espirituales eucarísticas. Ellos hablan más bien de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía en un sentido objetivo, es decir, señalan que en este Sacramento se contiene objetivamente todo lo que Dios puede dar a sus fieles, y por tanto, a través de él podemos alcanzar la máxima unión con Jesucristo. En este sentido, San Cirilo de Jerusalén enseña que «al tomar el Cuerpo y la Sangre de Cristo llegamos a ser concorpóreos y consanguíneos con Él. Pues al pasar su Cuerpo y su Sangre a nuestros miembros, nos convertimos en portadores de Cristo y nos hacemos partícipes de la naturaleza divina» [10]. Y su homónimo, San Cirilo de Alejandría, afirma que en la Eucaristía, Cristo y el hombre son como dos trozos de cera que se funden conjuntamente [11]. En el mismo sentido, San Juan Damasceno pone el ejemplo del carbón incandescente que forma una sola cosa con el fuego [12]. El Pseudo-Dionisio presenta una idea muy original sobre la unión mística con Jesucristo en la Eucaristía, cuando afirma que todos los sacerdotes --y especialmente los obispos-- gozan de la unión mística por el hecho de ejercer el ministerio eucarístico [13].
En las enseñanzas patrísticas sobre la Eucaristía, es frecuente hallar una interpretación en sentido eucarístico de ciertos versículos de los Salmos 23 y 34, que se cantaban durante la Comunión en las Misas solemnes. Concretamente, algunos autores se han fijado en estas palabras del Salmo 23, 5: «Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa», y las han aplicado a la Eucaristía. En la copa que rebosa o «copa que embriaga», como tradujeron los Setenta, ven los efectos espirituales de la Comunión eucarística, análogos a los que produce el vino profano, pero no idénticos, porque la embriaguez que produce el vino eucarístico es una sobria ebrietas, una «sobria embriaguez». Esta expresión antitética es utilizada primeramente por Orígenes en el sentido cristiano que acabamos de señalar [14]. También San Cipriano interpreta en el mismo sentido esas palabras del Salmo: «El Espíritu Santo no calla el misterio de esta sangre en los Salmos, mencionando el cáliz del Señor y diciendo Tu cáliz que embriaga es muy excelente (Sal 23, 5) (...) El cáliz del Señor embriaga, como Noé se embriagó, en el Génesis, bebiendo vino. Pero la embriaguez del cáliz del Señor y de su sangre no es como la del vino profano, pues al decir el Espíritu Santo en el Salmo tu cáliz que embriaga, añadió es muy excelente, es decir, que el cáliz del Señor embriaga de tal modo a los que beben que los hace sobrios, que conduce los ánimos a la sabiduría espiritual, que cada uno se convierte de este sabor de lo profano al conocimiento de Dios y, como con este vino común se pierde la razón y se relaja el alma y se echa toda tristeza, así bebiendo la sangre del Señor y el cáliz de salvación se disipa el recuerdo del hombre viejo, y se echa en olvido la conducta anterior del mundo, y la tristeza que antes acongojaba el ánimo por los pecados se expele por el gozo del perdón» [15].
Posteriormente, también San Ambrosio, siguiendo a Orígenes, utiliza esta expresión para hablar de los efectos que produce el vino eucarístico. Así, en el himno Splendor paternae gloriae, invita a cantar: «Sea Cristo nuestro manjar / y la fe nuestra bebida: / bebamos con alegría / la sobria embriaguez del Espíritu (sobriam ebrietatem Spiritus)» [16]. Y en su libro De sacramentis, enseña que cada vez que se bebe del cáliz de Cristo, se recibe la remisión de los pecados y la embriaguez del Espíritu: «Quien se embriaga de vino, se tambalea y vacila; quien se embriaga del Espíritu, está enraizado en Cristo. Por eso es una excelente embriaguez, porque produce la sobriedad de la mente» [17].
Con el concepto de sobria embriaguez del Espíritu, San Ambrosio da a entender que la plena unión con Cristo en la Eucaristía produce embriaguez espiritual y alegría, pero sin provocar una exaltación desmedida, sino más bien una sobriedad operativa, es decir, un obrar virtuoso. A este propósito escribe un autor actual: «La sobria embriaguez no es un tema solamente poético, sino que está lleno de significado y de verdad. El efecto de la embriaguez es siempre hacer salir al hombre de sí mismo, de su estrecha limitación. Pero mientras que con la embriaguez material (...) el hombre sale de sí para vivir por debajo de su nivel racional, casi a la manera de las bestias, en la embriaguez espiritual, sale de sí para vivir por encima de la propia razón, en el mismo horizonte de Dios» [18]. Por otra parte, el deseo de alcanzar el pleno efecto de la Sagrada Comunión está magníficamente expresado con estas palabras de una conocida oración eucarística: «Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame».
Enseñanzas muy parecidas se encuentran asimismo en las catequesis sacramentales de otros Padres, como San Cirilo de Jerusalén, de San Gregorio de Nisa y San Juan Crisóstomo [19].
Por lo que se refiere al Salmo 34, algunos Padres se han fijado en estas palabras del versículo 9: «Gustad y ved qué bueno es Yahvéh, dichoso el hombre que se cobija en él», y las han aplicado a los efectos de la comunión eucarística. Como ejemplo sólo mencionaré al Pseudo-Dionisio, quien recurre a este texto bíblico para dar a entender la grandeza del «sacramento de la reunión», como él designa a la Eucaristía. Este autor enseña que esas palabras del Salmo constituyen una invitación a recibir la Eucaristía como medio para llegar a entenderlas plenamente, porque es en la Comunión donde se puede saborear la dulzura de Cristo [20].
B. Época Medieval
Entre los santos y teólogos medievales mencionaré en primer lugar a los dos mayores representantes de la Escolástica: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. Ninguno de los dos ha dedicado un tratado específico a la unión mística con Cristo en la Eucaristía, pero en sus obras encontramos algunas referencias dispersas sobre el tema.
Santo Tomás afirma que hay dos modos de conocer la Bondad divina: «El conocimiento de la bondad y voluntad divinas es doble: uno es especulativo (...) y el otro es afectivo o experimental, que se tiene cuando alguien experimenta en sí mismo el gusto de la divina dulzura y la complacencia de la divina voluntad» [21]. Aunque aquí no se refiere directamente a la Eucaristía, sí lo hace en este otro texto: «Con este sacramento, por virtud propia, no sólo se confiere el hábito de la gracia y de la virtud, sino también se actualiza, como dice San Pablo: "La caridad de Cristo nos urge" (2 Cor 5, 14). Por tanto, por la virtud de este sacramento el alma encuentra una refección espiritual, y de algún modo se embriaga con la dulzura de la bondad divina» [22].
Como Santo Tomás, también San Buenaventura admite un doble conocimiento de la bondad divina, especulativo y experimental, y afirma que la Eucaristía es un memorial que Cristo nos ha dejado para que recordemos su Pasión, no de modo especulativo, sino mediante una cierta experiencia [23]. El Doctor Seráfico llama a la Eucaristía la gracia suprema por lo que contiene y por lo que obra [24]. Bajo el primer aspecto, contiene al autor de la gracia con la plenitud de sus carismas [25]. Bajo el segundo, la Eucaristía produce, entre otros efectos, un deleite interior: «Este alimento (...) conserva la devoción para con Dios, la dilección para con el prójimo y el deleite dentro de uno mismo: y la devoción para con Dios se ejercita ofreciendo sacrificios, la dilección para con el prójimo comulgando en un solo sacramento y el deleite interior por medio de una refección para los caminantes» [26]. Este deleite se capta mediante el sentido espiritual del gusto, como señala al comentar el pasaje de la multiplicación de los panes y de los peces, donde dice que el Señor nos ha dado un pan, su propio cuerpo «con cuyo gusto el alma se enciende con tanto ardor que destruye toda tibieza y carnalidad y se une por amor a este único alimento y se transforma en él. Y entonces gusta qué suave es el Señor, experimenta que su Espíritu es más dulce que la miel, y comprende sensiblemente la gran cantidad de dulzura que se esconde en este Sacramento del amor» [27].
San Buenaventura atribuye el conocimiento por experiencia de las cosas divinas al Don de Sabiduría: «La Sabiduría, en su sentido más estricto, significa conocimiento experimental de Dios, y de este modo es uno de los siete Dones del Espíritu Santo, cuyo acto consiste en saborear la divina suavidad» [28]. Por ello, la posibilidad de gustar la suavidad divina en la Eucaristía depende de la actuación de este Don: «Quien quiere comer el pan de vida y beber el vino de la Sabiduría, es necesario que venga al Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Pues aquí sentirá cómo la Sabiduría corresponde a su propio nombre (es decir, sabrosa) y gustará sensiblemente que su espíritu es más dulce que la miel y que la inmensa cantidad de dulzura escondida en ella absorbe y aquieta el deseo infinito del alma» [29].
Durante varios siglos fue atribuida a San Buenaventura una obra titulada De septem itineribus aeternitatis, cuyo autor es en realidad otro franciscano, llamado Rodolfo de Biberach († hacia el 1350) [30]. En ella se describen siete vías que conducen a la contemplación mística del Verbo Encarnado, en y a través de su Humanidad Santísima. La sexta vía trata expresamente del conocimiento experimental de Dios a través de la Eucaristía. En primer lugar, el autor considera necesario precisar qué entiende por «experiencia», y dice que es «un conocimiento en acto adquirido mediante la presencia del objeto propio de cada potencia» [31], o sea, de cada sentido, y lo explica con un ejemplo: «Si todos me dicen que una cosa es dulce, no tengo ya por eso un conocimiento experimental de ella. Aunque se esfuercen en darme razones, mi opinión será o fe o ciencia. Pero si mi gusto toca algo gustoso o es tocado por ello, entonces adquiero un conocimiento experimental. Así sucede con el gusto interior y con los otros sentidos espirituales. Por tanto, si leo u oigo decir que el Señor es dulce, no puedo decir que tengo un conocimiento experimental de ello hasta que el gusto espiritual sea tocado por la dulzura divina» [32]. A continuación, de Biberach pone en relación el sentido espiritual del gusto con la sabiduría, pero no del mismo modo en que lo había hecho anteriormente San Buenaventura, sino identificándola con Cristo, que es la Sabiduría del Padre. Por esta razón, afirma que el conocimiento experimental de Dios sólo es posible cuando se gusta a Cristo mismo, lo cual tiene lugar sólo en el Sacramento de la Eucaristía: «Ha salido la sabiduría del Padre, y se ha hecho pan para poder decir: "Yo soy el pan de vida" y "el Padre os da el pan verdadero que ha bajado del Cielo". Por tanto, Jesús en el Sacramento es verdadero alimento, y verdaderamente gustoso, para que mediante el gusto de su cuerpo se llegue al gusto de su divinidad» [33].
Como vemos, de Biberach afirma que la gracia de experimentar a Cristo es el fruto peculiar de la Eucaristía y que en este Sacramento, Él es la vía de acceso para alcanzar el conocimiento experimental de Dios. Estas ideas, debido al prestigio de que gozaba San Buenaventura --a quien se atribuía esta obra-- ejercieron un influjo notable en otros autores, como Enrique Herp, Dionisio el Cartujo y Luis de la Puente [34].
Para acabar la visión de la época medieval mencionaré brevemente a otro importante autor espiritual, Juan Gerson (†1429), quien sin duda conoció las obras de San Buenaventura y de Rodolfo de Biberach, pero se mueve más bien en el ambiente intelectual del Pseudo-Dionisio. En el otoño del Medioevo, el Canciller de la Universidad de París enseña que la Eucaristía es la vía por excelencia que conduce a la «teología mística», es decir, a la percepción experimental de Dios: «El hombre se hace devoto y capaz para la teología mística sobre todo por la recepción frecuente de la Sagrada Comunión, si no omite conformar la vida y las costumbres a este sacramento salvífico» [35].
C. Época Moderna (siglos XVI-XVIII)
En la experiencia espiritual de Santa Teresa de Jesús (†1582), la Eucaristía se sitúa en el centro de las comunicaciones divinas. Enseñando a sus hijas espirituales a recogerse después de haber comulgado, afirma que es en el Santísimo Sacramento donde se realiza la mayor manifestación de Jesucristo al alma: «Mas acabando de recibir a el Señor, pues tenéis la mesma persona delante, procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y miraros al corazón; que yo os digo --y otra vez lo digo, y muchas lo querría decir-- que, si tomáis esta costumbre todas la veces que comulgardes --y procurad tener tal conciencia que os sea lícito gozar a menudo de este Bien, que no viene tan disfrazado-- que, como he dicho, de muchas maneras no se dé a conocer conforme a el deseo que tenemos de verle; y tanto lo podéis desear que se os descubra del todo» [36]. Y, refiriéndose a su propia experiencia, Santa Teresa cuenta cómo se le manifestaba el Señor en la Sagrada Comunión: «Y viene a veces con tan grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma: se ve consumir en Cristo» [37].
En otras ocasiones, y precisamente en el momento de la Comunión, la Doctora de la Iglesia recibió poderosas luces divinas para profundizar en los misterios de la fe, como señala, por ejemplo, en este texto: «Una vez, acabando de comulgar, se me dio a entender cómo este Sacratísimo Cuerpo de Cristo le recibe su Padre dentro de nuestra alma, como yo entiendo y he visto están estas divinas Personas, y cuán agradable le es esta ofrenda de su Hijo (...) Importa saber cómo es esto, porque hay grandes secretos en lo interior cuando se comulga» [38].
San Juan de la Cruz (†1591) no nos ha transmitido descripciones de sus vivencias eucarísticas, pero en una de sus poesías se vislumbra con claridad su profunda unión con Jesús sacramentado. En ella, contempla a la Eucaristía como una fuente viva que brota del misterio de la Santísima Trinidad, y escribe: «Aquesta viva fonte está escondida / en este vivo pan por darnos vida, / aunque es de noche. / Aquí se está llamando a las criaturas, / y de esta agua se hartan, aunque a escuras, / porque es de noche. / Aquesta viva fuente que deseo, / en este pan de vida yo la veo, / aunque es de noche» [39].
A partir de las enseñanzas de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, en el siglo siguiente, algunos teólogos carmelitas intentaron explicar la unión mística con Jesucristo en la Eucaristía. Por ejemplo, Tomás de Jesús (†1627) sostiene que es posible alcanzar una unión experimental con Cristo en la Eucaristía, por la que se llega a la certeza de la presencia de Cristo en ella. Así lo explica: «Además de la unión de afecto con Cristo, estimo que se da otra unión real e inefable con él en este divino Sacramento, la cual suele acaecer solamente en las almas purificadas y que desean ardientemente al mismo Cristo. Esta felicísima unión no es más que la íntima manifestación de la presencia de Cristo escondido en este Sacramento, no por visión o revelación, sino mediante abrazos dulcísimos con los que inefablemente y suavemente estrecha al alma, de tal modo que ésta percibe de modo ciertísimo su presencia real (...) Y ésta es la verdadera unión y el verdadero conocimiento del mismo Cristo no sólo mediante el afecto, sino también por un misterioso contacto e unión inmediata y real de nuestra alma con Cristo» [40]. Tomás de Jesús añade que la única razón que puede explicar esta unión es el sumo amor de Jesucristo, el cual «suele llegar a veces a tal extremo que no es capaz de ocultar por más tiempo su presencia en este Sacramento al alma sedienta» [41]. Otro teólogo carmelita, Antonio del Espíritu Santo (†1674), enseña que entre el alma y Cristo eucarístico puede darse una simple unión afectiva y una unión real e inmediata. La primera se realiza por el amor, pero sin percibir la presencia de Cristo, por lo que en rigor no se puede llamar real. Por el contrario, en la segunda se gusta, se saborea, la presencia de Jesús: «Hay una sensación vital de Cristo mismo existente en el Sacramento, por la cual se percibe realmente su presencia y se gusta su bondad e inefable dulzura en la misma fuente» [42]. Antonio del Espíritu Santo explica que tal unión no se realiza por visiones o revelaciones, sino porque el intelecto, iluminado por la fe y los dones intelectuales del Espíritu Santo, percibe inmediatamente la presencia de Cristo en la Eucaristía, sin ninguna posibilidad de duda, mientras que la voluntad experimenta inmediatamente a Cristo bajo la forma de un gusto inenarrable [43].
San Francisco de Sales (†1622) experimentó ciertamente la unión mística con Jesús en la Eucaristía. En un texto de indudable sabor autobiográfico, habla del recogimiento infuso del alma en la contemplación, y pone como modelo a la Santísima Virgen, después de haber concebido a su divino Hijo: «El alma de la amantísima Madre se concentra toda, sin duda alguna, alrededor del amado Infante, y, como este celestial Amigo estaba en sus sagradas entrañas, todas sus facultades se recogen en sí misma (...) y su espíritu se estremece de gozo dentro del cuerpo (como el de San Juan en las entrañas de su madre) alrededor de su Dios, a quien Ella siente dentro de sí. No deja salir fuera ni pensamientos ni afectos; su tesoro, sus amores y sus delicias están en sus entrañas benditas. Gozo parecido pueden tener por imitación los que, habiendo comulgado, notan por la certidumbre de la fe lo que ni la carne ni la sangre, sino el Padre celestial les revela (Mt 16, 17): que su Salvador está en cuerpo y alma dentro de sus cuerpos y sus almas por el adorable Sacramento (...) En muchos santos y fieles devotos, habiendo recibido al Santísimo Sacramento, sus almas se cierran y todas sus facultades se recogen, no sólo para adorar al Rey soberano, presente de nuevo con realidad admirable en su pecho, sino para sentir en su interior increíble consuelo y refrigerio espiritual, percibiendo mediante la fe este germen divino de inmortalidad» [44].
La doctrina eucarística de la Beata María de la Encarnación (†1672) [45], es también de gran interés. Para ella, la Eucaristía es sobre todo el alimento de la vida cristiana, donde el alma encuentra los mayores alivios. «Es en la comunión diaria --escribe-- donde el alma recibe la seguridad de que posee la vida de Cristo. No sólo se lo dice la fe viva, sino que el Señor le hace experimentar que es Él, por una unión de amor que la hace gozar de una manera inexplicable» [46]. Y en otro momento narra su descubrimiento de la presencia de toda la Trinidad en la Eucaristía: «Yo permanecía en el gozo de la Divinidad y de toda la Trinidad, la cual yo sabía que estaba en este divino Sacramento; pues, aunque viera que éste pertenecía al Sagrado Verbo encarnado, yo tenía también un conocimiento de que, siendo la Divinidad indivisible y las Personas inseparables, yo poseía todo esto en este sacramento de amor» [47].
D. Época contemporánea (siglos XIX-XX)
La última Doctora de la Iglesia, Santa Teresa del Niño Jesús (†1897), nos ofrece un testimonio espléndido de su profunda experiencia unitiva con Jesús eucarístico en el día de su Primera Comunión, al que llama el «día hermoso entre todos»: «¡Ah, qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma!... Fue un beso de amor, me sabía amada, y decía: "Os amo, me doy a vos para siempre". Y no hubo interrogantes, luchas, sacrificios. Desde hacía tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Este día no fue sólo una mirada, sino una fusión, ya no eran dos, Teresa había desaparecido, como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo quedaba Jesús, Él era el dueño, el Rey» [48].
En los escritos espirituales de Santa Edith Stein (†1942), se subraya fuertemente la fuerza santificadora de la Eucaristía cuando enseña que en la Eucaristía es donde se obtiene «la unión más íntima con Cristo» [49], y que «Cristo se une con nosotros del modo más íntimo en la Santa Comunión» [50]. En la Eucaristía recibimos la misma vida de Cristo: «Si el hombre en la Comunión acoge dentro de sí al Señor, Él le toma consigo, vive en Cristo y Cristo en él» [51]. Aunque la santa carmelita no ha dejado en sus escritos descripciones de sus experiencias eucarísticas, algunos de sus textos tiene un claro contenido autobiográfico, y reflejan su profunda unión con Cristo en la Eucaristía, como se puede observar en este bellísimo párrafo: «Una vida de mujer que haya de tener como forma interior al amor divino deberá llegar a ser una vida eucarística. Olvidarse de sí misma, liberarse de todos los deseos y aspiraciones propios, obtener un corazón para todas las penurias y necesidades ajenas, eso sólo puede darse en la relación diaria, confiada, con el Salvador en el Tabernáculo. Quien visita al Dios eucarístico y con él se aconseja en todas las ocasiones, quien se deja purificar por la fuerza divina que surge del Sacrificio del Altar y se ofrece al Señor en ese mismo sacrificio, quien en la Comunión recibe al Salvador en lo más íntimo de su alma, ése se verá sin excepción cada vez más profunda y fuertemente atraído en la corriente de la vida divina, crecerá en el Cuerpo Místico de Cristo, y su corazón será configurado según el modelo del Corazón divino» [52].
Para finalizar esta serie de testimonios de maestros de la vida espiritual, haré referencia a algunas enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, donde se refleja su profunda unión con Jesús en la Eucaristía. En el Decreto pontificio que proclama la heroicidad de sus virtudes, se lee: «Amó ardientísimamente a la Santísima Eucaristía, y consideró constantemente el Sacrificio de la Misa como "centro y raíz de la vida cristiana"» [53]. En efecto, la expresión, «centro y raíz de la vida cristiana» se encuentra repetidas veces en la predicación del Beato Josemaría [54], como muestra de su esfuerzo constante por transformar cada jornada en una prolongación del Sacrificio del Altar. Según refiere el testigo más cualificado de la vida santa del Fundador del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo: «La Santa Misa era el centro de su heroica dedicación al trabajo y la raíz que vivificaba su lucha interior, su vida de oración y de penitencia. Gracias a esa unión con el Sacrificio de Cristo, su actividad pastoral adquirió un valor santificador impresionante: verdaderamente, en cada una de sus jornadas, todo era operatio Dei, Opus Dei, un auténtico camino de oración, de intimidad con Cristo en su entrega total para la salvación del mundo» [55].
Los que asistían a la Santa Misa del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer quedaban impresionados por el amor y el recogimiento del celebrante, como se pone de relieve en el siguiente testimonio de Antonio Ivars Moreno, cuando un día de 1939 asistió a la Misa que celebró en un pequeño entresuelo de la calle Samaniego, donde estaba el primer Centro del Opus Dei en Valencia, ciudad a la que tanto amaba y donde celebró varias veces el sacrificio eucarístico: «No perdí ni una palabra. Ni un gesto. Cuando celebraba, hacía sentir a los que estábamos con él que había penetrado en las profundidades del gran misterio de nuestra Redención. Aquella Misa era verdaderamente el mismo Sacrificio incruento del Calvario. No había lugar a las distracciones» [56].
El siguiente episodio muestra con claridad el fervor con que el Beato Josemaría trataba a Jesus Sacramentado: «Se le ve intensamente conmovido durante la consagración del pan y del vino: tocando a Dios con delicadeza de hombre enamorado. A veces dirá que no quiere acostumbrarse y que desea "mantener siempre viva aquella emoción de la primera vez", cuando en 1924, siendo diácono, tuvo en sus manos la Sagrada Forma, para dar la bendición con el Santísimo Sacramento: en aquella ocasión primera, le temblaban los dedos. ¡Había esperado ese momento con tanto afán! Cuarenta años después, en 1964, celebrando la Santa Misa una mañana, al acercarse a la derecha del altar para el lavabo, el hijo suyo que le ayuda observa cómo, de repente, al Padre empiezan a temblarle las manos... Mira su rostro y le ve muy sereno; eso sí, del todo ensimismado, metido en oración. Más tarde, Escrivá le confiará a don Álvaro: "Me acordé de aquella vez primera... y, sin ruido de palabras, con el corazón, le dije: ¡Señor, que no me acostumbre jamás a tratarte!"» [57].
Mons. Álvaro del Portillo narra otro episodio significativo a este respecto: «Esa intensidad, con la que se unía personalmente al Sacrificio del Señor en la Eucaristía, culminó en algo que no dudo en considerar un peculiar don místico, y que el mismo Padre contó, con gran sencillez, el mismo día 24 de octubre del 1966: "A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Santa Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino» [58].
En una acción de gracias después de la Santa Misa, que el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer formuló en voz alta ante un grupo de hijos suyos un año antes de su marcha al Cielo, se pone de manifiesto su profunda unión con Jesucristo, a quien acababa de recibir en la Sagrada Comunión: «Es bueno que cada uno de nosotros invoque a su Ángel Custodio, para que sea testigo de este milagro continuo, de esta unión, de esta comunión, de esta identificación de un pobre pecador --eso es cada uno de vosotros, y sobre todo yo, que soy un miserable-- con su Dios (...) Entonces, sabiendo que nos escucha, que nos ama; sabiendo que somos Cristo --porque Él nos asume de alguna manera--, nos da alegría alabarlo así: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo» [59].
3. Epílogo
Para finalizar estas páginas presentaré una breve reflexión sobre cuanto hemos visto a lo largo de ellas.
Los testimonios que hemos traído a colación muestran que la unión mística con Cristo en la Eucaristía es la máxima unión con Dios que el cristiano puede alcanzar en esta tierra. En el Sacramento del Amor, Cristo se manifiesta de modo supremo a los fieles que gozan de una vida espiritual muy desarrollada y que, como fruto de su gran amor a Dios, desean unirse verdaderamente con Cristo en la Eucaristía. Así, éstos adquieren una profunda certeza de la presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento, siempre a través de la fe, pero de una fe que se ha hecho gustosa, contemplativa, cuyo contenido ya no es posible poner en duda, porque es capaz de percibir de un modo vivencial o experimental dicha presencia. Por ello, hemos comprobado que se utilizan vocablos relacionados con el conocimiento sensible, como sentir, gustar, tocar, etc., para expresar ese contacto inefable con Jesús eucarístico.
Aun cuando en la unión mística con Cristo en la Eucaristía se hayan producido en algunos casos fenómenos extraordinarios concomitantes, sin embargo, pienso que es posible afirmar que la mayoría de las veces, esta unión se verifica sin la presencia de tales fenómenos. En algunos de los testimonios antes ofrecidos, hemos visto que se dan explicaciones basadas en la actuación de las virtudes teologales enriquecidas por los dones del Espíritu Santo, especialmente por el don de Sabiduría, y tanto esas virtudes como estos dones son otorgados a todo cristiano con la gracia bautismal. En buena lógica, pienso que se deba concluir que la unión mística con Cristo en la Eucaristía, que lleva a una percepción viva de su presencia en este Sacramento, está al alcance de todos los fieles que aspiren seriamente a la santidad y sean dóciles a la actuación santificadora del Espíritu Santo.
Notas
1 Cfr. L. Bouyer, Mysterion. Du mystère à la mystique, Paris 1986, caps. 12-14, pp. 193-238.
2 Col 1, 26-27. Cfr. Col 2, 2-3; Rom 16, 25-27; Ef 1, 9; 3, 3-6.
3 Oratio 40, 31 (PG 36, 404).
4 Capita paraenetica, 120 (PG 79, 1260).
5 In Ioann. Ev., lib. 11, c. 11 (PG 74, 560).
6 Ibid., lib. 13, cc. 26-27 (PG 72, 58.74, 141).
7 Cfr. De mystica theologia, 1, 1 (PG 3, 997B - 1000A)
8 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2014.
9 Louis Bouyer utiliza la expresión «vida mística» en este mismo sentido, cuando afirma: «Una introducción a la vida espiritual cristiana y católica debe, pues, concluir necesariamente por un estudio a la vida mística, o, si de prefiere, del aspecto místico inherente a toda vida cristiana, pero que, al parecer, debe tender normalmente a predominar en ella cada vez más a medida que progresa», y añade poco después: «La mística cristiana no es otra cosa que la vida de la gracia que se convierte en experiencia indudable, a partir de la fe y en la misma fe» (Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964, p. 331s.)
10 Catechesis, 22. Mystagogica 4, 3 (PG 33, 1100).
11 Cfr. In Ioann. Ev. (PG 73, 584; EA 910)
12 Cfr. De fide orthodoxa, l. 4, c. 13 (PG 94, 1150).
13 Cfr. De ecclesiastica hierarchia, c. 1, n. 1; c. 3, n. 3 (PG 3, 372, 429; EA 1046; 1049).
14 Cfr. H. Lewy, Sobria ebrietas. Untersuchungen zur Geschichte der antiken Mystik, Giessen 1929, pp. 115-118.
15 S. Cipriano, Carta 63 a Cecilio, en Obras de San Cipriano, edición bilingüe por J. Campos, B.A.C. 241, Madrid 1964, p. 607.
16 Hymni, II, en Sancti Ambrosii episcopi Mediolanensis Opera (=SAEMO), Città Nuova, Milano-Roma 1977-1994, vol. 22, p. 38: «Christusque nobis sit cibus / potusque noster sit fides: / laeti bibamus / sobriam ebrietatem spiritus».
17 De Sacramentis, V, 3, 17 (SAEMO 17, 108).
18 R. Cantalamessa, L'Eucaristia nostra santificazione, Ancora, Milano 1997, p. 44.
19 Cfr. E. Longpré, Eucharistie et expérience mystique, en «Dictionnaire de Spiritualité Ascétique et Mystique», vol. 4/2, Paris 1961, col. 1593-1595.
20 Cfr. È. Boularand, L'Eucharistie d'après le pseudo-Denys l'Areopagite, en «Bulletin de littérature ecclesiástique» 59 (1958) 169.
21 Summa theologica, II-II, q. 97, a. 2, ad 2.
22 Summa theologica, III, q. 79, a. 1, ad 2.
23 Cfr. IV Sent., dist. 12, p. 2, a. 1, q. 1, en Opera omnia, 10 vols., edición crítica de Quaracchi 1882-1902, vol. IV, p. 290 (En lo sucesivo Opera).
24 Cfr. Ibid., dist. 8, p. 1, dub. 2 (Opera IV, 188).
25 Cfr. Sermo III: De sanctissimo corpore Christi, nn. 30-31 (Opera, V, 563).
26 Breviloquium, p. 6, c. 9, n. 2 (Opera V, 274).
27 Sermo I in dom. VI post Pent. (Opera IX, 379).
28 III Sent., dist. 35, a. 1, q. 1 (Opera III, 774).
29 Sermo I in dom. IX post Pent. (Opera IX, 388).
30 De hecho, el libro se encontraba entre las obras de San Buenaventura en las ediciones anteriores a la de Quaracchi. La edición aquí citada es la Vaticana, del 1596, en 7 volúmenes: tomo VII, pp. 145-146.
31 De septem itineribus aeternitatis, cit., p. 186: «Experientia videtur esse obiecti cuiuslibet potentiae praesentialis actus et notitia».
32 Ibid.
33 Ibid., p. 188: «Egressa est ergo sapientia Patris, et quasi iam panificata ut iam dicat: Ego sum panis vitae, et Pater dat vobis panem de caelo verum, qui de caelo descendit. Igitur Jesus in sacramento est verus cibus et vere gustabilis, ut per gustum corporis eius perveniatur ad gustum divinitatis eius».
34 Cfr. S. Pani, L'Eucaristia e la mistica, en A. Piolanti (ed.), Eucaristia, Il mistero dell'altare nel pensiero e nella vita della Chiesa, Desclée, Roma 1957, p. 1099.
35 J. Gerson, Tractatus de elucidatione scholastica mysticae theologiae, consid. 10, en Opera omnia, t.. 3, ed. L.E. du Pin, Amberes 1706, col. 426.
36 Camino de perfección (Códice de Valladolid), c. 34, 13, en Obras Completas, B.A.C. 212, p. 385s.
37 Vida, c. 28, 8, en Ibid., p. 151.
38 Cuentas de conciencia, 47, en Ibid., p. 614. Aunque se trata de una gracia extraordinaria, no quiero dejar de mencionar que fue también después de la Comunión, cuando Dios le concedió la visión intelectual de la Santísima Trinidad: «Haviendo acabado de comulgar el día de San Agustín --yo no sabré decir cómo--, se me dio a entender, y casi a ver (sino que fue cosa intelectual y que pasó presto) cómo las tres Personas de la Santísima Trinidad que yo trayo en mi alma esculpidas, son una cosa. Por una pintura tan estraña se me dio a entender y por una luz tan clara, que ha hecho bien diferente operación que de sólo tenerlo por fe» (Cuentas de conciencia, 40, 1, en Ibid., p. 612).
39 Poesía La Fonte, 11-13, en Obras Completas, B.A.C. 15, Madrid 1982, p. 12s.
40 Tomás de Jesús, De oratione divina, lib. 4, c. 27, en Opera omnia, t. 2, Colonia 1684, p. 354.
41 Ibid., c. 29, p. 361.
42 Antonio del Espíritu Santo, Directorium mysticum, tract. 4, disp. 5, sect. 1-2, n. 525, Paris 1904, p. 619.
43 Cfr. Ibid., nn. 530-531, p. 626s.
44 S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, lib. 6, c. 7, B.A.C. minor 82, Madrid 1995, p. 360s.
45 Marie Guyart (Tours 1599-Québec 1672), ursulina francesa que se trasladó de Francia a Canadá, fue beatificada por Juan Pablo II en junio de 1980.
46 Beata María de la Encarnación, Écrits spirituels et historiques, t. 2, Québec-Paris 1929, p. 222s.
47 Ibid., t. 1, p. 227s.
48 S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrito «A», fol. 35 rº, en Historia de un alma, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1982, p. 109.
49 S. Edith Stein, La vocación profesional del hombre y de la mujer según el orden de la naturaleza y el orden de la gracia, en Idem, La mujer, Madrid 1998, p. 69.
50 Idem, Die Mitwirkung der klösterlichen Bildunganstalten an der religiösen Bildung der Jugend, en Edith Stein Werke (ESW), vol. 12, Herder, Freiburg, 1990, p. 100.
51 Idem, Überleitung von der philosophischen zur theologischen Betrachtung des Menschen (ESW 16, 197).
52 Idem, La vocación profesional del hombre y de la mujer según el orden de la naturaleza y el orden de la gracia, cit. p. 42.
53 Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990, en «Romana» 6 (1990/1) 25.
54 Cfr. por ejemplo, Es Cristo que pasa, n. 87; Forja, n. 69; Sacerdote para la eternidad, en Amor a la Iglesia, Madrid 1986, p. 81.
55 Mons. Álvaro del Portillo, Sacerdotes para una nueva evangelización, en Aa. Vv., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Actas del XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 1990, p. 996.
56 Testimonio recogido en Romana Postulación de la Causa de Beatificación y canonización del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. Artículos del Postulador, Roma 1979, n. 384. Otros testimonios en el mismo sentido, en los nn. 378-387.
57 Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1995, p. 193.
58 Mons. Álvaro del Portillo, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit. p. 996s.
59 Acción de gracias después de la Santa Misa, 26 de mayo de 1974, en el Centro de Estudos de Extensão Universitaria (São Paulo), recogida en la revista Palabra, n. 336, mayo de 1992, p. 285.
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