Eucaristía y libertad: El método sacramental de la Revelación
Javier Prades
1. Jesucristo hace posible que el hombre responda a su vocación
A medida que pasan los años, la experiencia muestra que sólo quedan las cosas verdaderas y que se desvanecen las secundarias. Allí donde identificamos lo verdadero sorprendemos también la novedad; esa verdad que nos parece que ya conocemos, pero que siempre es más profunda de lo que habíamos imaginado. Por eso volvemos la mirada a Aquél que es el único fundamento de nuestra común pertenencia eclesial y de nuestra misión en el mundo. Las consideraciones que voy a hacer no añadirán ideas originales a lo que ya saben; quieren ser, más bien, unas reflexiones parciales que den ocasión para crecer juntos en el reconocimiento afectuoso de lo que es esencial para nuestra vida [1] .
Como broche de su encíclica Tertio Millennio Adveniente (nº 59), Juan Pablo II elegía un importante texto de la Gaudium et Spes que nos sirve para abrir nuestra reflexión. El texto conciliar dice:
“La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya de salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Por consiguiente, a la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo” (GS nº10).
La autoconciencia de la Iglesia proclama en este pasaje que sólo el encuentro de cada persona con Cristo le permite alcanzar su plena realización, y que, por tanto, la historia se ordena y esclarece sólo en torno al Señor. La posibilidad de que el misterio antropológico se ilumine y los problemas de nuestro tiempo se puedan resolver pasa por la respuesta que la libertad de cada hombre, históricamente situada, ofrezca a la iniciativa gratuita de Cristo. El anuncio cristiano está constituido en su núcleo más profundo por el encuentro salvífico entre el movimiento del Misterio de Dios hacia el hombre y el movimiento de respuesta del hombre hacia Dios, en la mediación única de Jesucristo. Ésta es, en consecuencia, la misión de la Iglesia y su única razón de ser y actuar en el mundo. El texto conciliar tiene una fuerte impronta cristológica y antropológica, dada su preocupación soteriológica, pero no carece de sentido trinitario y eclesial. De ahí que sirva para enmarcar nuestras reflexiones que se orientan hacia la Eucaristía.
2. Jesucristo es contemporáneo de todo hombre
Si Jesucristo, en su singularidad histórica, es el único Mediador (cfr. 1Tim 2,5; Hch 4,12), los hombres que entraron en contacto con Él, pudieron comprobar que su presencia y su manifestación les comunicaba la vida divina y transformaba sus existencias. Ahora bien, si la esperanza de que el hombre alcance su plenitud depende de ese encuentro, hay que responder a una objeción posible: ¿cómo se dará el diálogo de salvación entre el hombre y Jesucristo si ese acontecimiento se va perdiendo en el pasado? Es la pregunta por la continuidad del anuncio cristiano en las mismas condiciones con que se produjo originalmente. Von Balthasar se refiere a este problema, en el volumen inicial de su Trilogía, cuando dice: “Trataremos de la Iglesia tan sólo en la medida en que puede y pretende ser mediadora de la forma de la revelación de Dios en Cristo. Con ello hemos planteado probablemente la cuestión decisiva y, desde el punto de vista teológico, quizás no haya ninguna otra pregunta que hacer con respecto a la Iglesia” [2] . La Iglesia aparece referida por una parte a Cristo y su misión, y, por otra, a los hombres a los que es enviada como mediadora de la revelación cristológica.
Es bien sabido que la Ilustración promovió una enmienda a la totalidad frente a la pretensión de la mediación única de Cristo y, aún más radicalmente, frente a la pretensión mediadora de la Iglesia [3] . Quizá sea éste uno de los rasgos de la mentalidad ilustrada que más ha pervivido en la cultura dominante de occidente, hasta influir por desgracia en la misma conciencia de los cristianos, debilitando la razonabilidad de su fe. De ahí no sólo la importancia sino la urgencia de reflexionar sobre tal dificultad, aunque sea de manera tan fragmentaria como la que sigue.
La Iglesia pretende, en efecto, hacer presente el acontecimiento salvífico de Cristo a la libertad de los hombres de todo tiempo y lugar, no para determinar de antemano ese diálogo, sino, más bien, para hacerlo posible. Si la Iglesia no pudiera mantener tal pretensión y no pudiera asegurar que el hombre situado aquí y ahora alcanza a Cristo, habría una doble consecuencia: Cristo sería una figura del pasado que, a lo sumo, podría ser el inspirador de un comportamiento religioso o moral, y la Iglesia no tendría otra legitimidad que la que se concede a sí misma y no la que proviene de su Señor. Si esto fuera así, el cristiano no podría afirmar que Cristo le sea contemporáneo, a menos que se quisiera exponer a la acusación de visionario.
La encíclica Veritatis Splendor ha afrontado in recto nuestra cuestión cuando recuerda que la pregunta que alberga el corazón de cualquier hombre (¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?) sólo encuentra respuesta plena y definitiva en el diálogo con Cristo, que está siempre presente y actúa en medio de nosotros (cfr. Mt 28,20). Y añade: “La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia” (VS nº25). El texto vincula la permanencia de Cristo y su “contemporaneidad” como realidad presente al cuerpo viviente de la Iglesia, siguiendo así el camino trazado por Dei Verbum 7-8. La mediación de la figura irrepetible de Cristo no se confía a ninguna otra realidad que no sea la vida misma de la Iglesia en su integridad, alentada por el Espíritu [4] .
El Catecismo de la Iglesia Católica pone como fundamento de esa permanencia de Cristo en su Iglesia la singularidad del Misterio Pascual: “el único acontecimiento de la historia que no pasa... un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer sólamente en el pasado, pues por su muerte destruyó la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente” (nº 1085). El mismo Catecismo recuerda que Cristo glorioso derrama el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia y “actúa ahora” por medio de los sacramentos (nº 1084; cfr. nº 556; 1363). Tenemos pues enunciada elementalmente, en sus líneas básicas, la secuencia que nos lleva desde la libre iniciativa del Misterio de Dios en la historia (Cristo-Iglesia-sacramentos) hasta la posible respuesta libre del hombre.
Como vemos, para hacer frente a la objeción ilustrada, el catolicismo ha encontrado la respuesta en su genio propio mediante el gran acontecimiento del Misterio Pascual. Si bien se mira, ya el Jueves Santo resume este misterio, en cuanto que es el día en que Jesús instituye la Eucaristía y el Orden Sacerdotal y de este modo anticipa en el sacramento su ofrecimiento —pasión, muerte y resurrección— a la libertad de los discípulos y de los hombres de todos los tiempos. Lo mismo que sucedió con la libertad de los hombres de hace 2000 años, también la libertad de los hombres de los siglos posteriores, hasta el siglo XX, tiene la posibilidad de reconocer la contemporaneidad del acontecimiento de Cristo en la participación en la Iglesia según su lógica sacramental. Rahner se preguntaba hace ya algunos años:
“¿Dónde y cuándo se convierte la Iglesia en acontecimiento de la manera más intensa y actual? En su esencia más profunda, la Iglesia es la presencia, históricamente permanente en el mundo, del Verbo encarnado. Es la manifestación históricamente palpable de la voluntad salvífica de Dios, que se ha realizado en Cristo. Por eso, la Iglesia está presente más intensa y visiblemente como acontecimiento, allí donde Cristo crucificado y resucitado está Él mismo presente en su comunidad, como fuente de salvación, mediante la proclamación autorizada de las palabras de la consagración” [5] – refiriéndose expresamente a la Eucaristía.
Si el hombre no pudiera participar en el presente de esta realidad sacramental sería imposible reconocer el concepto católico de Iglesia en cuanto hecho que sucede en el presente, como memoria sacramental de un hecho que ha acontecido en el pasado.
Estas afirmaciones sobre la naturaleza de la Iglesia como “presencia” de Cristo y sobre los sacramentos como “acciones” de Cristo en el presente, presuponen teológicamente la perfecta mediación entre lo divino y lo humano acontecida en el Verbo de Dios encarnado. Hagamos, pues, una rápida alusión a la dimensión ontológica y soteriológica del acontecimiento de Cristo, en cuanto fundamento de la reflexión sobre la Iglesia y la Eucaristía.
3. La mediación entre lo divino y lo humano en Jesucristo
Jesucristo hace posible lo imposible, la comunicación entre Dios y el hombre, porque Él mismo, Palabra encarnada, establece la correspondencia adecuada entre lo divino y lo humano. Su vida, pasión, muerte y resurrección son el “lugar” en el que se fundamenta y plenifica cualquier relación pensable entre la iniciativa divina y la respuesta humana. En efecto, la acción salvífica de Cristo no elimina el drama de la relación entre el hombre y Dios sino que lo hace posible. Cristo esclarece el misterio del hombre, de su finitud y su pecado, pero no decide por adelantado sobre el destino de la libertad finita. Cualquier “predeterminación” es ajena a la economía salvífica.
En realidad, el hombre está, desde la creación, “incluido en Cristo” [6] , según la conocida doctrina paulina de los Adanes (cfr. Rom 5,12ss.; 1Cor 15,21), de tal manera que el primer Adán aparece destinado en su trascendencia creatural a un fin que le supera infinitamente y que no puede darse por sí mismo sino sólo recibir del segundo Adán. Pues bien, el acontecimiento singular de Jesús de Nazaret por un lado nos muestra que la libertad de Cristo es la realización completa de la libertad humana, y, por otro, hace posible que todo hombre tenga de hecho la experiencia plena de su libertad. El principio cristológico de la creación se realiza históricamente en la Encarnación redentora, en la que el viejo Adán no es aniquilado sino incorporado al nuevo Adán. Este proceso culmina en la resurrección de Jesús, como inicio del eón definitivo, y sigue todavía en devenir para la humanidad en camino (“ya-todavía no”).
En el acontecimiento de Jesucristo se ha llevado a término la más perfecta correspondencia amorosa a la manifestación del designio divino. Al entregarse libremente, Jesucristo ha revelado que la libertad finita es totalmente abrazada por la Infinita para que participe de la misión divina en favor del mundo. En este sentido, Jesucristo mismo es paradigma de toda existencia creada. En su vida, y de modo eminente en el misterio pascual, se revela también plenamente el amor divino, que aparece en su rostro trinitario por la participación del Padre y del Espíritu Santo en el sacrificio de la Cruz. Se produce así el “intercambio admirable” por el que la vida nueva se ofrece al hombre para que la ratifique libremente. Cristo crucificado no sustituye —en el sentido de que elimine— la libertad del hombre sino, al contrario, con su muerte “pone a disposición” de la criatura su propia libertad: si no se resiste a la acción redentora es liberada, es decir, capacitada para una acción nueva, a la medida de lo que Dios trino ha querido para ella desde la eternidad y el pecado había imposibilitado.
Este misterio de la redención sucede, como bien sabían los Padres de la Iglesia, en una adhesión de la libertad, desde dentro y sin coacción alguna, al plan divino. Si Ireneo hablaba de suasio, Agustín será el gran defensor de la voluptas trahens, para significar esta misteriosa comunicación suavísima del Espíritu que no es violencia ni seducción exterior sino descubrimiento de la más profunda libertad del corazón, y que consiste precisamente en el amor a Dios y al prójimo. Tomás escribirá páginas memorables sobre la acción del Espíritu Santo en el corazón del justo [7] .
Para comprender bien la categoría soteriológica de correspondencia perfecta en Jesucristo entre lo divino y lo humano, y así iluminar la participación criatural en ella, podemos recordar una página poco habitual de la historia del dogma. El III Concilio de Constantinopla (681) ayuda a una adecuada comprensión existencial del famoso texto cristológico de Calcedonia (451) [8] . Este concilio había definido el contenido ontológico de la Encarnación con su conocida fórmula de las dos naturalezas en una Persona (cfr. DS 302). El III Constantinopolitano tenía que resolver las polémicas desatadas después y se hace esta pregunta: ¿cuál es el contenido espiritual de esa ontología?, o, más concretamente, ¿qué significa práctica y existencialmente “una Persona en dos naturalezas”?, ¿cómo puede vivir una Persona con dos voluntades y un doble entendimiento? No eran preguntas nacidas de la mera curiosidad teórica, sino que se trataba también de comprender la vida cristiana como tal: ¿cómo podemos nosotros, en cuanto bautizados, participar de aquello de Pablo: "vivo yo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20)? En el siglo VII, como hoy, cabían dos soluciones, ambas insuficientes a la pregunta cristológica. Unos decían: Cristo carecía de voluntad humana. El Concilio rechaza esta imagen de un “Cristo sin voluntad y sin energía”. La otra posibilidad tendía por el contrario a construir dos esferas de voluntad completamente separadas. Así se llegaba a una especie de esquizofrenia inaceptable.
La respuesta dada por el Concilio fue que la unión ontológica de dos voluntades independientes y permanentes en la unidad de la persona implica existencialmente una comunión (koinonía) de ambas voluntades (cfr. DS 557). Con esta expresión de una unión como comunión el Concilio favorece una reflexión sobre la ontología de la libertad. Ambas “voluntades” están unidas de la forma en que se pueden unir voluntad y voluntad: en un sí común a un valor común. Dicho de otro modo, la doble voluntad de Jesucristo está unida en el sí de su voluntad humana a la voluntad divina del Logos. Así las dos voluntades se hacen concretamente, existencialmente, una voluntad, quedando ontológicamente como dos realidades independientes. Para el Concilio, así como se puede llamar carne del Verbo a la carne del Señor, igualmente se puede describir su voluntad humana como la voluntad propia del Logos. De hecho el Concilio aplica aquí el modelo trinitario a la cristología: la mayor unidad que existe (la unidad de Dios) no es la unidad de lo inarticulado y lo indistinto sino que es la unidad al modo de la comunión: una unidad que hace el amor y que el amor es. De ese mismo modo asume el Logos el ser del hombre Jesús en el suyo propio y habla de él con su propio yo: “Yo he venido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38). En la obediencia del Hijo, en el hacer uno de sus dos voluntades al decir “sí” a la voluntad del Padre, se plenifica la comunión entre el ser humano y el divino.
Lo que ya se ha cumplido en Cristo se prolonga en la historia como una comunicación liberadora y filial al cristiano, que participa adoptivamente de la “comunión” entre libertad humana y divina. En este “intercambio admirable” se plenifica la transformación redentora del hombre, que a su vez cambia el mundo; aquí se origina la comunión con Dios y entre los hermanos, de aquí brota la Iglesia. La participación en la obediencia del Hijo, en cuanto verdadero cambio del hombre, es a la vez el acto eficaz para la renovación y transformación de la sociedad y del mundo: sólo donde sucede esto acontece el cambio para la salvación.
La Encarnación, que hace posible la libre ratificación humana del designio divino en la historia y fundamenta la comunión teándrica, se prolonga en la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía, por la que el Padre sigue entregando al Hijo a los hombres, por el poder del Espíritu. La Iglesia y los sacramentos aparecen de este modo como las formas esenciales de mediación del acontecimiento de Cristo para la libertad humana (sacramentalem revelationis rationem afirma FR nº13). Escribe Von Balthasar: “la humanidad debe ser incorporada —por la mediación sacramental del «cuerpo» de Cristo que es la Iglesia— en el nuevo y definitivo principio. Así como el individuo libremente puede dejar que esto suceda en él, también puede negarse... y da inicio el periodo más marcadamente dramático de la historia de la humanidad” [9] .
4. La comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo mediante la Palabra y los sacramentos
La vida eclesial, y de modo eminente la participación en la Eucaristía, indican el modo en que se prolonga en la historia el designio divino para nuestra salvación, haciendo posible el encuentro de personal del hombre con Cristo. “La Eucaristía constituye la cumbre del misterio en el que, del modo más sencillo, el cumplimiento del designio divino ha superado con mucho toda posible esperanza. Ella procura a la humanidad, en el régimen de la fe, con un don definitivo que signará el camino de la Iglesia hasta el fin del mundo, lo que fue adquirido de una vez para siempre por la obra redentora” [10] . En estas líneas se resume la relación entre el designio de Dios trino y el hombre, a través del misterio eucarístico. La Eucaristía es “el sacramento en el que no sólo nos es dada la gracia sino el autor mismo de la gracia. En ella la persona de Cristo se manifiesta del modo más inmediato y actual” [11] . Debemos referirnos ahora por tanto a la modalidad con que la mediación sacramental sigue posibilitando el diálogo dramático entre la iniciativa salvadora de Cristo y la libertad humana. Para ello se debe caracterizar también a la Iglesia de modo “dramático”, es decir, de manera que la participación en los sacramentos no atribuya al hombre sus frutos de modo mecánico o extrínseco sino, por el contrario, como ofrecimiento-provocación a la libertad que los acoge.
En este intento, nos puede ser útil la categoría de “comunión”. Por un lado, el término era usado, como hemos visto, por el III Constantinopolitano referido a Cristo mismo y por tanto se enraíza directamente en la soteriología. Por otro lado, es bien sabido que, desde el Concilio Vaticano II, la palabra “comunión” (la communio latina, la koinonía griega) ha adquirido gran importancia para describir la naturaleza de la Iglesia, hasta el punto de que Juan Pablo II la situaba “en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia” [12] . Y, en tercer lugar, la palabra “comunión”, aun en el uso más habitual, evoca en nosotros tanto la comunión de la vida intradivina como la unidad de la comunidad eclesial y la participación en el sacramento de la Eucaristía. El carácter dinámico de la categoría de comunión y su polivalencia trinitaria, cristológica, eclesiológica y sacramental la convierten en un instrumento valioso para nuestra reflexión. Podemos servirnos del documento final de la Asamblea de 1985, con motivo del Sínodo extraordinario a los 20 años de la clausura del Concilio Vaticano II; allí se afirmaba:
“Koinonía-comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida. ¿Qué significa la palabra compleja comunión? Fundamentalmente se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión de la Iglesia; la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana (cf. LG 11). La comunión del Cuerpo eucarístico de Cristo significa y hace, es decir, edifica la íntima comunión de todos los fieles en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Cor 10, 16ss)” [13] .
La palabra “comunión” se refiere en el texto a la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo, que acontece por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía. De ésta se dice, siguiendo al Concilio Vaticano II, que es fuente y culmen de la vida cristiana, y que significa y hace la comunión de todos los fieles que es la Iglesia.
El centro de la comunión cristiana aparece situado en Cristo, en cuanto que el Verbo hecho carne es en sí mismo la comunión entre Dios trino y el hombre. Ser cristiano no es otra cosa, entonces, que participar en el misterio de la Encarnación, mediante la Iglesia que es su “cuerpo”, por el don del Espíritu Santo. Por eso son inseparables de Cristo la Iglesia y la Eucaristía, la comunión eclesial y la comunión sacramental [14] . Las palabras de Pablo en la Primera carta a los Corintios: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (10,16-17), indican este misterio de la comunión íntima del cristiano con Cristo mediante la participación en su Cuerpo y su Sangre y en la unidad de los creyentes [15] . Se comprende que en la experiencia de Pablo es real la permanencia del acontecimiento salvador en el presente, como verdadero memorial que actualiza una presencia y no como mero recuerdo del pasado.
5. La comunión eclesial y eucarística, lugar de la realización sacramental de la libertad del hombre
A través de la comunión eclesial y sacramental la libertad de la persona se ve permanentemente precedida por una invitación del Misterio para ponerse en juego, en la adhesión a la realidad que el signo sacramental le acerca a sus concretas condiciones espaciotemporales. Los cristianos pueden comprobar así, en el ámbito de su propia existencia lo mismo que vivieron los discípulos en contacto con Jesús [16] . La Iglesia aparece como la realidad de comunión interpersonal que llama a la libertad de cada uno para implicarse en el acontecimiento de Cristo. Esta es la lógica del sacramento que actualiza en el tiempo y en el espacio el acontecimiento de la comunión: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). Dentro de esta lógica se juega la pertenencia del creyente a Cristo y, con ello, su realización plena como sujeto libre. Al adherirse a Cristo a través del sacramento, la libertad encuentra el “objeto” —el único objeto— que satisface su exigencia original y empieza a gustar anticipadamente en la tierra la plenitud prometida definitivamente en el cielo. El encuentro con Cristo, como ya hemos dicho, no atenúa el drama de la libertad sino que lo exalta, abriéndola a un ulterior cumplimiento. No faltarán los momentos de oscuridad o de prueba en esta relación con la iniciativa que el Misterio ha tomado en nuestras vidas, pero las dificultades no eliminan la fascinación de esa Presencia que nos ha preguntado: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38). El dramatismo mayor de la vida es precisamente permanecer siempre bajo esa mirada amorosa, pase lo que pase, como atestigua admirablemente el “sí” de Pedro a Jesús después de la traición (cfr. Jn 21,15-17 ). La comunión con Cristo se dilata así en la vida de la persona y se hace visible en el mundo, se convierte en signo de referencia para otros hombres que, a su vez, se pueden incorporar al dinamismo eclesial. El creyente que vive “en Cristo” se convierte ipso facto en testigo de la novedad que Jesús ha traído al mundo, es decir, se implica en su misión.
La Encarnación, al producir la comunión entre Dios y el hombre, abre además la posibilidad de una comunión nueva de los hombres entre sí. La Eucaristía tampoco se reduce a un diálogo entre dos, Cristo y el individuo, sino que la comunión eucarística tiende a una conformación total de la vida, con todas sus dimensiones históricas y sus relaciones. Por así decir, crea un sujeto nuevo en la historia, la criatura nueva, como principio de una acción nueva. El yo individualista de cada uno se abre para constituir un nuevo “nosotros”, donde somos “uno” en Cristo Jesús (cfr. Gal 3,26-27). La comunión con Cristo es necesariamente comunicación con todos los que son suyos: nos hacemos en él parte del pan nuevo que Él elabora en la transformación de toda la realidad terrena. Esta “comunidad” entre los cristianos no se puede comprender sólo desde un punto de vista horizontal o sociológico, sino que la condición de su existencia es la relación con el Señor, de la que procede y a la que vuelve. La Iglesia es en su propia esencia una relación fundada en el amor de Cristo, que a su vez funda una relación nueva entre los hombres. Adaptando unas bellas palabras de Platón, podemos decir que la eucaristía es en verdad “la santificación de nuestro amor” [17] . Recibir al Señor en la Eucaristía significa entrar en la comunión del ser con Cristo, entrar en una apertura del ser humano hacia Dios que es la condición de la íntima apertura de los hombres entre sí. El camino de la comunión entre los hombres pasa a través de la comunión con Dios.
Aparece la estrecha conexión entre la comunión y la Iglesia como “cuerpo de Cristo” o, en otra imagen semejante, con Cristo como la Vid verdadera. Estos conceptos bíblicos iluminan el hecho de que la comunión cristiana nace de Cristo. Siendo la Eucaristía participación en el Misterio Pascual de Cristo, constituye a la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. La necesidad de la Eucaristía es pues la necesidad de la Iglesia y viceversa, según las palabras del Señor: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis su vida en vosotros” (Jn 6,53) [18] .
6. La comunión como método: ministerios, dones y carismas
Como reflexión final, podemos añadir algunas observaciones de tipo metodológico para la vida eclesial y la educación cristiana, a partir de lo que hemos expuesto. La introducción a la vida cristiana y la difusión misionera de la Iglesia pasan necesariamente por la posibilidad de que cada hombre pueda decir “sí” al signo eficaz de la presencia de Cristo en el mundo. Se prolonga así el diálogo de salvación entre el Misterio divino y la libertad históricamente situada. Por eso, la tarea educativa debe asentarse, en primer lugar, en una participación personalizada en el acontecimiento eclesial, esto es, en aquella trama de relaciones personales de la comunión viviente constituida por los que se adhieren con todo su ser a esta novedad encontrada y testimoniada, y cuyo corazón es el sacramento [19] . Si la experiencia de libertad comienza en el encuentro gratuito con Cristo, a través de los testigos, la continuidad del método no puede ser otro que el de la comunión, entendida como plena participación y pertenencia a esa realidad eclesial y sacramental, en la que se esclarecen y orientan los factores constitutivos del hombre. “La Eucaristía como gesto cotidiano es el signo eficaz del Misterio de la Resurrección que permite aceptar de forma razonable lo humano, de otra forma incompleto. Es el signo eficaz de lo eterno que emerge en lo contingente, en lo efímero de mi vida. Es el signo más grande de lo que hace de mi vida una historia de verdad y de amor” [20] . Sólo a través de este método comunional se logra superar la concepción ética u organizativa de la Iglesia, que descuida su naturaleza de acontecimiento presente al que incorporarse (seguimiento) y se ve obligada, en el mejor de los casos, a sustituirla por la aplicación generosa de criterios de acción, obtenidos a veces mediante los análisis propios de las ciencias humanas, como inspiración de un comportamiento.
La presentación de la lógica sacramental que constituye a la Iglesia como lugar de la decisión existencial del cristiano, reclama un último aspecto que tiene importantes consecuencias. En la decisión del hombre ante Cristo, la libertad no es abandonada a sí misma, sino que el Espíritu Santo sostiene ulteriormente el camino de los que se adhieren a Cristo a través de otros dones, que se llaman en la tradición teológica, “gratis datae”, gracias dadas gratis o carismas [21] . Son dones para la edificación común, para la construcción y la utilidad común, porque facilitan persuasivamente a la libertad la adhesión al contenido de la vida eclesial y de los sacramentos, que es el acontecimiento mismo de Cristo. Esta ayuda que el Espíritu Santo ofrece a la libertad a través de los carismas, permite comprender también que en la vida eclesial la dimensión carismática y la dimensión institucional son coesenciales en una relación de comunión [22] ; no pueden concebirse en una contraposición dialéctica, sino en una unidad orgánica. Así se puede afirmar que la fuerza de Cristo presente en el mundo dentro de la Iglesia alcance a una persona por medio de un carisma, de un don particular de gracia, con el que el Espíritu impregna la energía expresiva, la capacidad de actuación, la capacidad de incidir en otros de un temperamento, de una persona o de una historia. ¿De qué serviría todo lo que hay en la Iglesia, desde el punto vista de su realidad institucional, si no nos alcanzase con una energía luminosa, conmovedora, incidente en la vida de cada uno de nosotros? Así la Iglesia no es vivida como una abstracción organizativa, ni, mucho menos como una realidad de poder que hay que asaltar o de la que hay que defenderse, sino que la Iglesia vive en la persona históricamente situada. Romano Guardini recordaba, en una frase que se ha hecho célebre, que es necesario que la Iglesia renazca en las almas [23] . Pues bien, este acontecer de la Iglesia en la persona, este renacer de la Iglesia en las almas pasa también a través de diferentes carismas que se conceden a algunos para la utilidad del cuerpo común. Y la utilidad común se desprende precisamente de que hacen persuasivo y atractivo el acontecer en la historia de la realidad eclesial (Palabra y sacramentos). Por eso los carismas son factores en la autorrealización de la Iglesia, porque contribuyen a su autorrealización histórica, como movimiento en la historia. Por eso es parte de una concepción católica de los carismas el derecho de ser garantizados objetivamente por el discernimiento de la autoridad de la Iglesia, como afirma claramente el Concilio [24] . Se trata de un juicio sobre su valor genuino como fruto del Espíritu Santo para el servicio de toda la Iglesia y de su ejercicio ordenado en el ámbito práctico. Este juicio corresponde tanto al Papa como a los obispos en el ejercicio de la comunión del colegio episcopal.
La contemporaneidad de Cristo a la libertad de cada hombre es la gran condición de posibilidad de su vocación, y esa contemporaneidad queda garantizada por la naturaleza sacramental de la Iglesia, puesto que ésta es la única mediación que garantiza simultáneamente la permanencia del acontecimiento original, por un lado, y una modalidad adecuada a la libertad humana, por otra. En el corazón de esta mediación eclesial podemos reconocer la categoría de “comunión” en su doble vertiente de unidad de los creyentes y de actualización sacramental del acontecimiento pascual. Así la libertad históricamente situada puede adherirse eficazmente a Cristo e incorporarse a su misión, que prolonga el movimiento misericordioso de Dios trino hacia cada hombre y suscita el movimiento de respuesta del hombre a su Dios.
[1] Véanse los siguientes textos, en los que me inspiro: A. SCOLA, “Die Logik der Inkarnation als sakramentale Logik: kirchliches Ereignis und Freiheit des Menschen” en: Wer ist die Kirche? Einsiedeln-Freiburg, 1999. pp. 99-135; J. HAMER, La Chiesa è una comunione. Brescia, 19832. J. RATZINGER, “Kommunion-Kommunität-Sendung” en: Schauen auf den Durchbohrten. Einsiedeln, 1984. pp.60-84; L. SCHEFFCZYK, “Communio hierarchica. Die Kirche als Gemeinschaft und Institution” en: Glaube in der Bewährung. St. Ottilien, 1991. pp. 323-33; N. REALI, La ragione e la forma. Roma, 1999. M. OUELLET, “Trinidad y Eucaristía” en: R.C.I. Communio 2 (2000); M. FIGURA, “La Iglesia y la Eucaristía a la luz del misterio de Dios Trino” en: R.C.I. Communio 2 (2000).
[2] H.U. VON BALTHASAR, Gloria I. Madrid, 1985. p.496.
[3] “Desde la época de la ilustración y del historicismo se ha hecho problemática la pretensión de los cristianos actuales de establecer la posición central de Cristo en el drama de la historia del mundo apoyándose en la pretensión que en otros tiempos se le reconocía. ¿Cómo es posible que un individuo singular, que desde el punto de vista histórico parece estar en retirada, desnivele el platillo de la balanza... si en el otro platillo se encuentra toda la historia y hasta el futuro? Frente a la pretensión de Cristo de polarizar cualitativamente desde su persona el drama del mundo... se contrapone con su impresionante magnitud la pretensión de la historia de incluir por su parte en sí esta pretensión como un caso particular notable entre otros casos innumerables... para al final pasar de ese caso antiguo a las cuestiones de actualidad”. H.U. VON BALTHASAR, Teodramática III. Madrid, 1993. p.31.
[4] Cfr. también Lumen Gentium, 1-8.
[5] K. RAHNER, “Primat und Episkopat. Einige Überlegungen über Verfassungsprinzipien der Kirche”: Stimmen der Zeit 161 (1953) 321-336. Cfr. A. SCOLA, “La realtà dei Movimenti nella Chiesa universale e nella Chiesa locale” en: I Movimenti nella Chiesa. Atti del Congresso mondiale dei Movimenti Ecclesiali (Roma, 27-29 maggio 1998). Città del Vaticano, 1999. pp. 105-127.
[6] La expresión balthasariana alude a la doctrina revelada sobre la relación entre creación y elevación. Cfr. Teodramática III, o.c., pp.39ss. Sobre estas cuestiones remito más ampliamente a A. SCOLA, G. MARENGO, J. PRADES, Antropologia teologica (=AMATECA, vol.15), de próxima aparición.
[7] “Spiritus autem Sanctus sic nos ad agendum inclinat ut nos voluntarie agere faciat, inquantum nos amatores Dei constituit”. Contra Gentiles IV, 22. Véase passim los caps. 20-22.
[8] Cfr. RATZINGER, a.c. CH. SCHÖNBORN, El icono de Cristo. Madrid, 1999.
[9] Cfr. VON BALTHASAR, o.c., p.43. SCOLA, a.c.
[10] Comité para el Jubileo del año 2000. Eucaristía, sacramento de vida nueva. Madrid, 1999. p.17.
[11] Ibid., p.18.
[12] Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América. 16-IX-1987. Citado en CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión. Ciudad del Vaticano, 1992. nº1.
[13] Sínodo 1985. Relatio finalis. Madrid, 1985. p.15.
[14] En el texto ya citado, RAHNER añadía: Cristo está presente donde “la salvación redentora acontece realmente en la comunidad gracias a que Él se hace presente en su visibilidad sacramental, donde la «alianza nueva y eterna», que Él ha fundado en la Cruz, realiza su presencia más palpable y actual en la santa anámnesis de su primera fundación. La celebración de la Eucaristía es por lo tanto el acontecimiento más intensivo de la Iglesia. Pues en esta celebración Cristo está presente no sólo como redentor de su cuerpo, como salvador y Señor de la Iglesia en la celebración cultual, sino que en la Eucaristía se hace visible del modo más palpable la unidad de los creyentes con Cristo y entre sí, y en la comida eucarística se realiza del modo más profundo” (p.330).
[15] Para San Agustín, estas palabras eran el núcleo de su predicación en la noche de Pascua, cuando hacía la catequesis sobre la Eucaristía a los recién bautizados. Al comer el mismo pan, nos convertimos en lo que comemos. Este pan es el alimento de los grandes, dice Agustín. Normalmente los alimentos son menos fuertes que el hombre y le sirven a él, se reciben para ser asimilados y sostenerle. Pero con el alimento eucarístico sucede a la inversa: el hombre que recibe este pan, se asimila a él, es asumido por él, se tritura con él y se convierte en pan como Cristo: “Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no me mudarás tú en ti como el manjar de tu carne sino tú te mudarás en Mí”. Las Confesiones, VII, 10, 16.
[16] Para algunas de estas afirmaciones me permito remitir más ampliamente a J. PRADES, “El rostro de Cristo en el presente” en: AA.VV., En busca del rostro de Jesús. Madrid, 1998. pp.9-28.
[17] Cfr. El Banquete, 188b-c. Madrid, 1977. p. 574, citado por RATZINGER, a.c.
[18] Así se señala, de paso, la necesidad de una Iglesia visible y de una unidad visible y concreta. El misterio más íntimo de la comunión entre Dios y el hombre se hace accesible en el sacramento del cuerpo del resucitado; por su parte, el misterio reclama nuestro cuerpo y lo funde en un solo cuerpo. La Iglesia se construye desde el sacramento del cuerpo de Cristo, y debe ser un cuerpo, un cuerpo único, como único fue Jesucristo, que se presenta en la unidad y en la permanencia en la doctrina apostólica. Sobre la extensión y los límites de la tesis “la Eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la Eucaristía” véase H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia. Madrid 1980. pp. 112-132.
[19] Véase a este propósito el capítulo IX de Eucaristía, sacramento de vida nueva.
[20] L. GIUSSANI, “Un mistero di presenza, di perdono e di resurrezione” en: Tertium Millennium (Revista del Comité Central del Gran Jubileo del año 2000) 5 (1997) 6-8.
[21] Cfr. A. SCOLA, “La realtà dei Movimenti nella Chiesa universale e nella Chiesa locale” cit. Véase también J. RATZINGER, “I Movimenti eclesiali e la loro collocazione teologica”: I Movimenti nella Chiesa. o.c., pp.23-51.
[22] Cfr. “Messaggio di Giovanni Paolo II” en: I Movimenti nella Chiesa, o.c., p.18. Véase también LG 12.
[23] Cfr. R. GUARDINI, La realtà della Chiesa. Brescia, 1989. p.21.
[24] LG 12.
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