IGLESIA, ANTIJUDAíSMO E INQUISICIóN
Prof. José Hinojosa Montalvo
Universidad de Alicante
A finales del año 1999, en una entrevista realizada al escritor José Luis Sampredro, éste manifestaba públicamente su aversión hacia cualquier religión, y en concreto su repulsa hacia la Iglesia católica, a la que consideraba responsable de ir en contra del progreso; una vez más salía a reducir el nombre de Galileo. Junto con Inquisición, son las palabras mágicas que abren la veda en cualquier ataque contra la Iglesia. No se trataba de un hecho aislado, sino de una postura vital muy arraigada entre el mundo intelectual y las gentes del común, que identifican la Iglesia con el oscurantismo, el terror, el freno al progreso y todo lo que el lector quiera imaginar. Basta ojear la prensa diaria, semanarios… y ver las opiniones en torno al aborto, sexualidad, etc. Y de ahí a preguntarse para qué sirven Dios y la Iglesia, en un mundo en que el individuo considera que debe renunciar a cualquier atadura para conseguir su plena libertad, no hay más que un paso.
Parece como si la Iglesia fuera la culpable de todos los males que suceden o han acontecido a la humanidad, sobre todo en el terreno de las ideas y la religión: Juan Hus, Galileo, La Inquisición, los judíos —entre otros— son dardos que continuamente se arrojan contra la Iglesia, con una clara intención de desprestigio que a menudo consigue sus objetivos, sobre todo por la falta de cultura y desconocimiento de las gentes sobre estos temas, la manipulación de los mismos y la falta de información —o de la utilización de los cauces adecuados para transmitirla— por parte de la propia Iglesia. De ahí la trascendencia que tiene para la humanidad la política del papa Juan Pablo II de reconocer los errores cometidos por la Iglesia, asumirlos y pedir perdón, tal como se expone en los objetivos de la carta apostólica Tertio millenio adveniente, promulgada el 10 de noviembre de 1994, de fomentar la unidad de los cristianos y de mejorar el diálogo Iglesia-mundo.
“Así es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez de testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo”.
Dos son los ámbitos en los que La Iglesia va hacer particular hincapié: el del judaísmo y el de la Inquisición. Temas del pasado en ambos casos, pero también del presente; y mucho nos tememos que del futuro, al menos en lo que a la Inquisición se refiere. Las imágenes negativas transmitidas durante generaciones están tan profundamente arraigadas en el subconsciente de la civilización occidental, que deberá hacerse un gran esfuerzo informativo y educativo, honesto y sin prejuicios, para que la paz y la fraternidad vuelvan a reinar en los espíritus. Pero el primer paso, imprescindible, es acercarnos a la verdad del pasado, en su doble vertiente histórica y teológica, ya que de lo contrario todo se quedará en meras declaraciones sin avances realmente positivos. De la primera nos encargamos los historiadores, de la segunda, los teólogos. Veamos, pues, cuáles fueron las causas que han llevado a la Iglesia a pedir perdón por los errores de sus hijos en el tema del judaísmo y la Inquisición.
En el Documento de la Comisión vaticana para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo del 16 de marzo de 1998, titulado "Nosotros recordamos: una reflexión sobre la “Shoah”, sus autores reconocían que las relaciones entre hebreos y cristianos eran “una historia atormentada”, siguiendo la línea emprendida por el Santo Padre Juan Pablo II en sus numerosos llamamientos a los católicos para considerar nuestra actitud de enemistad, odio y enfrentamiento con los judíos; algo, por desgracia, todavía vigente en muchos corazones. Cerrar heridas cuesta, por ambas partes. En este sentido creo que la labor realizada por el Concilio Vaticano II, rechazando las interpretaciones erróneas del Nuevo Testamento sobre el pueblo judío, marcan una inflexión en el tema.
El problema es muy antiguo y con muchas ramificaciones. Para empezar, no hay acuerdo en la utilización de la terminología, en la que se mezclan indistintamente dos conceptos, uno religioso y otro étnico, de forma que se identifican antijudaísmo y antisemitismo, algo inadmisible antes del siglo XV. Los autores actuales consideran que un judío es siempre judío si ha nacido en el seno de esta comunidad, aunque no profese la religión mosaica. Para la Iglesia judaísmo era un término religioso, aplicado sólo a aquella parte del pueblo de Israel que había rechazado a Jesús, al Mesías. El bautizado dejaba de ser judío al convertirse en cristiano. Este fenómeno del rechazo al converso que se dio a partir del siglo XV señaló el pasó al antisemitismo, al surgir la teoría “racial”. Lo veremos al hablar de la Inquisición. Los conversos pasaron a ser llamados “cristianos nuevos”, “lindos” o “marranos”, para distinguirlos de los “cristianos viejos”, que presumían de no tener mancha judía, de no ser de “nación judía”.
Ahora bien, el antijudaísno no nació en el seno de la Iglesia, como pensaban autores como James Parkes o E. H. Flanery, sino que, en opinión de Benzion Netanyahu, surge en el Egipto faraónico y se difunde más tarde por el mundo griego. Para este autor, la pregunta clave es: ¿cuándo se produjo la total separación entre cristianismo y judaísmo en cuanto religión, culto y forma de vida? [1] . Esta tendencia a la separación entre ambos la había iniciado ya Pablo, al liberar a los gentiles del lastre de los preceptos judíos haciéndoles más fácil aceptar su versión de un judaísmo cristianizado. Pero la ruptura radical se detecta en el Evangelio según Juan (hacia el 125), en el que “se reemplazó la idea judía de Dios con la concepción básica de la Trinidad, la visión judía del Mesías (hijo de David) con la noción del logos encarnado y el programa paulino de su misión universal, con una orientación revisada que no otorga al judío preferencia en ningún aspecto”.
No voy a entrar en detalles del proceso de escisión y ruptura total del cristianismo respecto al judaísmo, bien conocido, que le proporcionó unas claras señas de identidad que cortaron toda conexión con la raíz judía. El esfuerzo de los pensadores cristianos por eliminar del cristianismo todo lo judío se tradujo en una animosidad al judaísmo y al pueblo judío visible ya desde el 125 d.C. “El instinto de odio se solidificó en una doctrina que constituye la base del nuevo edificio religioso” (Netanyahu).
La Iglesia veía al judío como “aquél que todavía no era cristiano”, aquel cuya ceguera le impedía conocer al verdadero Mesías (cecitate iudaica, en la terminología de la época), y si se le permitía vivir en territorio cristiano era para que —siguiendo la doctrina agustiniana— pudiera llegar a la verdad, recibir el mensaje cristiano y, por fin, convertirse. Algo a lo que no parecían muy dispuestos los judíos.
La hostilidad contra los judíos por parte cristiana comenzó ya en el mundo romano, apoyándose en interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento, y ya no cesaron en el futuro en todo Occidente. Merece especial atención el caso español, donde el judaísmo alcanzó una de las más brillantes etapas de su historia, además de ser la parte que más directamente atañe a la Iglesia y a nuestro pasado.
Ahora bien, antes de este breve repaso histórico, conviene dejar claro un punto respecto a la presunta convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes en la España medieval, que en nuestros días, por razones políticas, se ha calificado de “ejemplar”. Nada más lejos de la realidad. Los historiadores preferimos hablar de “coexistencia”, y no siempre pacífica, lo que no excluye que en determinados momentos hubiera buenas relaciones personales, a nivel individual, entre cristianos y judíos. Lo habitual fue la tolerancia de los monarcas, respaldada por el mensaje de la Iglesia, a la espera de su conversión.
La situación socio-histórica de las tres religiones (cristianismo, judaísmo, islam) cambió a lo largo de casi un milenio, entre el año 589 (IIIer concilio de Toledo, con graves medidas políticas y religiosas contra los judíos) y 1492, en que fueron obligados a convertirse o partir camino del exilio. Hay dos periodos con predominancia política cristiana (la etapa visigoda y los reinos cristianos) y uno con dominante musulmana (Al-Andalus). En ellos encontramos tres religiones, pero nunca tres culturas o tres grupos sociorreligiosos que vivan en un pie de igualdad. No hay, en cada época y lugar, más que una cultura dominante y un solo grupo dominante, el que ostenta el poder político, con dos subculturas o minorías, basadas en su religión (judaísmo, cristianismo e islam).
Los judíos no podían formar parte de la comunidad política ni considerarse súbditos de los reyes, porque dicha comunidad era la proyección de la Cristiandad en el orden temporal, de modo que sólo los que estaban bautizados podían participar en ella. Por tanto la permanencia de los judíos en territorio cristiano tendría su base en aquella figura del Derecho romano que era la “hospitalitas”: habitaban en el territorio, pagando por ello a cambio una compensación económica, pudiendo disfrutar del ejercicio de su religión (“su ley”, como se decía en los documentos), el uso de su lengua, jueces y leyes propias, posesión de casas de oración y enseñanza y cementerios propios.
Ni los reyes ni la Iglesia pensaron en España en su expulsión o en su conversión forzosa. Los judíos, a pesar de la legislación restrictiva contra ellos, les eran muy útiles en numerosos aspectos de la vida cotidiana y, sobre todo, eran una fuente regular de ingresos, por lo que no había razón para expulsarlos. Eso sí, tanto los monarcas como los judíos tenían clara la idea de que los primeros podían prohibir su residencia en determinados lugares o en todo el reino, si lo consideraban oportuno. La situación de inferioridad del judío fue clara en todo momento y, de forma más o menos rigurosa según las épocas, se les obligaba a vivir en barrios especiales (kahal, call, judería). Para los dirigentes cristianos, del Estado o de la Iglesia, el judaísmo era en sí mismo un mal, llamado a desaparecer, y como tal fue definido en la sentencia de la Universidad de París, que condenó a la hoguera el Talmud en 1248.
Aunque el recelo y el desprecio era mutuo entre los sabios judíos y cristianos, éstos eran conscientes de que los judíos se hallaban en posesión del texto fidedigno de la Escritura en su original hebreo, conocida como “hebraica veritas”, y en más de una ocasión los eclesiásticos hubieron de acudir a los rabinos y sabios hebreos en busca de versiones fiables de textos de la Escritura, que sustituyesen las deformadas versiones cristianas.
El resentimiento entre cristianos y judíos en nuestras tierras era muy viejo, de época visigoda. Los judíos asentados en Hispania eran en su mayoría de origen oriental, como en el resto del Imperio romano, aunque no pueda excluirse la existencia de algunos convertidos, indígenas o gentes de origen helenístico oriental. Ya en el concilio de Elvira, de los años 303 y 309, se prohibían los matrimonios mixtos o las relaciones sexuales entre los miembros de las dos comunidades religiosas, prohibiciones de bendiciones de frutas y de comidas compartidas, etc. Estas medidas de segregación, que buscaban impedir las influencias mutuas, habían sustituido a los códigos de diferenciación de las comunidades cristianas primitivas y preparaban medidas más estrictas, en un contexto de propaganda religiosa donde las autoridades cristianas intentaban impedir el proselitismo judío, a la vez que buscaban las conversiones de los judíos al cristianismo. El fondo del problema se encuentra, con todo, en la búsqueda de una unidad diferenciada del cristianismo como elemento fundamental del Estado visigodo, y en la búsqueda, por parte de ese Estado, de una unificación de su poder político, también en el campo religioso, mediante la eliminación de las disidencias.
Los rasgos diferenciales de los judíos hacían de éstos las víctimas más visibles de esta política religiosa, por su vida regida por la Biblia, por los preceptos rabínicos y su modo de vida oriental. A ello se añadían las condenas de los teólogos cristianos, entre ellos San Isidoro, obispo de Sevilla, que hacían una simplista lectura antijudía de los textos del Nuevo Testamento cristiano y de las polémicas de los Padres de la Iglesia, orientales y occidentales.
El resultado final de estas premisas teológicas fue una persecución política que pretendía eliminar el judaísmo, forzándoles a la conversión al cristianismo. Ningún medio se ahorró para ello, a partir de una legislación que seguía precedentes bizantinos. Incluso se preveía separar a los niños de sus padres, para educarlos como a los cristianos.
Este odio y persecución de los visigodos a los judíos explica por qué los judíos acogieron a los invasores musulmanes (711) como libertadores y colaboraron militarmente con ellos en el momento de la conquista de la península. Ello les acarrearía graves consecuencias para el futuro, pues los cronistas medievales se encargaron de difundir la imagen del judío como colaborador en la “pérdida de España”, como traidor, lo que se añadió al cúmulo de calumnias que tuvieron que padecer en el futuro.
La instalación del islam en la Península Ibérica (Al-Andalus) modificó radicalmente la situación social de los cristianos y los judíos hispanos. La conversión de la mayoría de los cristianos al islam hizo que los que quedaron pasaran a ser una minoría, los mozárabes, tolerados por el poder musulmán, igual que los judíos, por su condición de “portadores de Libro Revelado”. Los judíos se adaptaron a la legislación referente a las minorías religiosas y formaron comunidades locales regidas por sus tradiciones. El califato de Córdoba, en el siglo X, será un momento de gran esplendor de las comunidades y de la cultura judía en Al-Andalus, que se mantuvo en el siglo XI en algunos de los reinos de taifas en que se fragmentó el califato. Pero en los siglos XII y XIII la toma del poder en Al-Andalus por dos potentes dinastías reformistas —lo que hoy calificamos como “integristas”—, los almorávides y los almohades, hizo que los judíos fueran perseguidos y obligados a convertirse, lo que les forzó a emigrar a los territorios cristianos de la Península o al Próximo Oriente, como hizo Maimónides.
Durante la etapa de nacimiento de los Estados cristianos los judíos eran pocos y no hubo fobia contra ellos. Los ataques eran doctrinales, repetición de los textos clásicos del cristianismo, en particular los de San Agustín y San Isidoro.
La interrelación entre las tres religiones se puso de manifiesto en muchas ciudades, pero quizá Toledo ha sido la más ensalzada por la historia en esta faceta. Alfonso VII de Castilla no dudó en llamarse "emperador de las tres religiones”. Todas ellas invocan a Abraham como padre común y todas se consideran en posesión de la verdad, mientras que las demás se equivocan. Los judíos lo reflejaron en el cuento de los tres anillos. Un rey tenía tres hijas a las que quería mucho, pero una de ellas era la preferida. A ésta quería dejarle un anillo de mucho valor que poseía, pero sin provocar el disgusto de sus hermanas. Llamó a un orfebre y le encargó que elaborara dos anillos tan semejantes al primero que nadie pudiera descubrir la diferencia: así, sólo la poseedora del secreto sabría que el suyo era el anillo legítimo. Los tres anillos son las tres religiones, y que el pueblo predilecto disfruta del privilegio de la legitimidad. Por supuesto, también los judíos pensaban que los cristianos vivían en el error y consideraban que “Jesús defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe” (rabino Yehiel, en París, siglo XIII).
Reyes, nobles, la propia Iglesia, protegían a los judíos, pero las relaciones con el pueblo cristiano —las horizontales— estaban cargadas de odio, tanto por razones religiosas como de orden económico, dado su papel de arrendadores y recaudadores de impuestos, excelentes artesanos y, sobre todo, usureros. La herida nunca se pudo cerrar; al contrario, a partir del siglo XIII no hizo sino agrandarse, hasta culminar con la expulsión de 1492. Los reyes y la Iglesia defendían la permanencia de los judíos en sus tierras por razones económicas y para que un día descubrieran su error y se convirtiesen. Los judíos eran “propiedad del rey”, igual que en Alemania lo eran de la Cámara imperial, no del emperador. La prohibición del judaísmo hubiera resultado un grave perjuicio económico en los países cristianos.
La tolerancia que emanaba de Roma hacia los judíos no siempre era respetada por muchos obispos y predicadores, que consideraban que la presencia judía no acarreaba ningún bien, y lanzaron contra los judíos toda clase de invectivas. En 1199, Inocencio III publicó la Constitutio contra iudaeis, estableciendo las normas de obligado cumplimiento para los cristianos en relación con los judíos: estancia legal en tierra cristiana, protección de personas y bienes, conservación de la fe mosaica, inviolabilidad de sinagogas y cementerios. Para la Iglesia, el judaísmo se presentaba como el depósito de la revelación de la Verdad hasta la llegada de Jesucristo y, un día, acabarían por llegar al “nuevo” Israel.
Esta doctrina oficial fue tergiversada en la vida diaria por los ministros de la Iglesia, que no entendían como los judíos permanecían aferrados a su ceguera, al no querer reconocer al auténtico Mesías en Jesús, y desde el púlpito se recordaba continuamente a los fieles que los judíos crucificaron a Dios, que eran el pueblo deicida. No hace falta insistir en el odio que latía entre ambas comunidades. A pesar de todo, la Península era un remanso de paz para los judíos, en comparación con otros países, como Inglaterra, Francia o Alemania, donde fueron perseguidos y expulsados.
Las leyes, sin embargo, aunque reconocían jurídicamente a los judíos, les impusieron severas restricciones: prohibición de convivir con los cristianos o de contactos sexuales, ningún judío podía ostentar cargo u oficio que tuviera poder sobre un cristiano, la conversión al judaísmo era castigada con la pena de muerte, los judíos no podían formar parte de las corporaciones de oficios, obligación de vivir en barrios separados, de llevar señales distintivas, etc. Medidas que la Iglesia había aprobado en el IV concilio de Letrán (1215) y los Estados pusieron en práctica con mayor o menor celo, según el interés personal de los monarcas y la presión social y de la Iglesia. También los judíos se vieron muchas veces obligados a asistir a las predicaciones cristianas en sus sinagogas. Disputas públicas entre teólogos cristianos —no era raro que fueran conversos— y rabinos organizadas en presencia de las autoridades: Barcelona en 1263, Ávila en 1375, Tortosa en 1413, etc. A pesar de los peligros de estas reuniones, los dirigentes judíos no dejaban de responder a las interpretaciones cristianas de la Biblia y de defender el Talmud, que siempre salía derrotado. Los judíos se defendían atacando a la creencia fundamental del cristianismo, la figura de Jesús, originando una abundante literatura. La respuesta de los cristianos fue que Dios castigaba a los judíos su “perfidia” —resistencia a la fe— pues habiendo enviado a su Hijo en cumplimiento de la Promesa, le habían rechazado y llevado a la muerte. Por ello son acreedores del desprecio en el exilio y el desarraigo, condenados a vivir sin tierra propia, a errar por el mundo. La sentencia de la Universidad de París en 1248 que condenó el Talmud como herético y peligroso, dejó claro que el judaísmo era una perversión, principio que se mantuvo firme en obras de gran difusión como el Pugio fidei de Ramón Martínez y el Fortalitium fidei de fray Alonso de Espina.
Fueron precisamente las acusaciones procedentes de la esfera religiosa las que desencadenaron las más graves consecuencias. Se aplicó a todos los judíos la condición de usureros, actividad que sólo practicaban unos pocos, y en el siglo XIV, procedentes de centroeuropa, llegaron a España las dos grandes calumnias: se acusó a los judíos de rememorar, sacrílegamente, la Crucifixión, asesinando ritualmente a un niño para preparar con su sangre el matzot de la Pascua; también se dijo que compraban o robaban Formas consagradas para profanarlas. El pueblo creyó, sin más, tales calumnias.
Se fue creando la conciencia de una “solución final” para el problema judío, cuyo primer paso sería la práctica de su religión, mientras que otros, como Ramón Llull, aconsejaban la predicación y la conversión, o de persistir en el error judío, la expulsión. Pero la expulsión no fue una decisión tomada por el papado, sino por las monarquías europeas, que identificaron el reino con la comunidad política, a la que se reconocía una esencial dimensión religiosa. La paradoja se dio a finales del siglo XV y principios del XVI, cuando los judíos expulsados de todo Occidente encontraron refugio en los Estados pontificios.
Durante el siglo XIV, y a partir del concilio de Vienne (1311), se aceleró el antijudaísmo en la sociedad, tanto teórico como práctico, sobre todo desde mediados de siglo —en cuya trayectoria no me voy a detener— en el que intervinieron factores religiosos, sociales, políticos y económicos. La hostilidad contra los judíos alcanzó su punto culminante con las predicaciones incendiarias del arcediano de Écija, Ferrán Martínez, que provocó el saqueo y la destrucción de numerosas juderías hispanas, comenzando por la de Sevilla y siguiendo por Andalucía, Valencia, Cataluña, etc., con el resultado de la muerte y conversión de millares de judíos. A este duro golpe siguió la “era bautismal”, con las predicaciones de San Vicente Ferrer y la disputa de Tortosa (1413) y las leyes de Ayllón de Benedicto XIII (1411). Con todo, una vez vueltas las aguas a su cauce, la comunidad judía hispana comenzó a reconstruirse, sobre todo en Castilla, y reyes y nobles le brindaron su apoyo. La situación se complicó, sin embargo, con el problema converso, su imparable ascenso social y las sospechas de judaizar, lo que despertó el recelo y el odio de los cristianos viejos. Todo ello, mezclado con la compleja situación política de Castilla y la propaganda antijudía de un buen número de eclesiásticos —muchos de origen judío—, como el Fortalitium fidei, llevó hacia la solución final: la introducción en Castilla del procedimiento inquisitorial, para castigar a los culpables de judaizar, es decir de ser herejes, y la resolución del problema judío.
El judaísmo era un mal que los Reyes Católicos soportaban por utilidad; pero, salvo excepciones, la población y las autoridades, sobre todo las urbanas, odiaban a los judíos; lo cual facilitó el decreto de 31 de marzo de 1492, redactado por Torquemada, prohibiendo la estancia en Castilla y la Corona de Aragón de cuantos profesaran la religión judía, salvo el caso de que se convirtieran. Era el triunfo del principio monárquico: “cuius regio eius religio”, identificando comunidad política y religión, a la vez que daba al príncipe poder absoluto para imponer la religión de sus súbditos. Había triunfado el principio propuesto por la Inquisición de que era imposible alcanzar la unidad mientras los judíos permaneciesen en nuestro suelo (en base a las acusaciones de usura y “herética pravedad”), principio que más tarde se aplicó a los musulmanes. La Iglesia acogió la medida con gran alegría y el papa celebró festejos, en tanto que la Universidad de París felicitaba a los monarcas, que, no en vano, han pasado a la posteridad como “Reyes Católicos”.
La expulsión fue interpretada por cristianos y judíos desde una óptica religiosa. Para los primeros era resultado de la terquedad judía en reconocer al verdadero Mesías; para los segundos una prueba más enviada por Dios por el incumplimiento de la Ley, mediante la cual se avanzaba hacia la Purificación de Israel.
En el futuro, el antijudaísmo, transformado en antisemitismo, no hizo sino crecer con el transcurso del tiempo, y la historia de los judíos está llena de persecuciones, matanzas, vejaciones y discriminación de todo tipo, hasta culminar con “la Shoah”, el exterminio final del régimen nazi, en el que por desgracia no todos los católicos mostraron la sensibilidad acorde con la doctrina que profesaban. Razones todas ellas que llevan a la Iglesia del presente a pedir el perdón por tanto odio y tantas injusticias.
EL PESO DE LA INQUISICIÓN
Savonarola, Huss, Galileo, la Inquisición, son nombres que pesan como una losa sobre la Historia de la Iglesia, sobre todo a nivel popular y en determinados ámbitos intelectuales, que pretenden hacer a la Iglesia responsable de todos los males del pasado, depósito de oscurantismo y rémora para el progreso. El caso de la Inquisición es el más llamativo, porque casi doscientos años después de su supresión sigue siendo objeto de apasionados debates y encontradas posturas entre historiadores, habiéndose convertido en símbolo de fanatismo e intolerancia, en un mito en el que lo más difícil, como siempre, es encontrar la verdad. El propio Juan Pablo II, en 1998, no ha dudado en referirse a la “atormentada historia de la Inquisición” y en calificar el periodo de su actuación —sobre todo los siglos XIII al XVII— como una fase atormentada de la historia de la Iglesia, de la que hay que arrepentirse y pedir perdón. Pero, ¿qué fue lo que llevó a la Iglesia a crear un tribunal inquisitorial, que acabó convirtiéndose en un auténtico instrumento de terror?.
La bibliografía sobre la Inquisición es tanta y tan diversa que no voy a entrar en detalles sobre las corrientes historiográficas en torno al tema ni hacer un análisis detallado del funcionamiento del tribunal. Simplemente hay que recordar que el Tribunal de la Santa Inquisición era el organismo eclesiástico encargado de la represión de la herejía y demás delitos contra la fe cristiana (superstición, brujería, iluminismo, apostasía, etc.) establecido por el papado a mediados del siglo XIII —1233—en diversos países de Europa occidental. El nombre de Inquisición (inquisitio) venía dado por el procedimiento procesal que informaba su actuación, distinto del usual, que sólo actuaba a instancia de parte. En el sistema inquisitivo, era el juez el que procedía a buscar los herejes, para ser juzgados y sentenciados por dicho tribunal.
Hay que distinguir en este tribunal dos manifestaciones distintas: la llamada Inquisición medieval o Inquisición papal que funcionó en algunos países de Occidente entre los siglos XIII y XV, bajo la dependencia directa del Papa, y la Inquisición española o Tribunal del Santo Oficio, la que conocemos vulgarmente como Inquisición, creada por los Reyes Católicos, con la aprobación del papa Sixto IV. Aunque los principios que las inspiraban eran los mismos, presentan diferencias externas: más eclesiástica y universal la primera, más nacional y sometida a la autoridad civil, la segunda.
La Inquisición medieval fue creada para combatir la herejía de los cátaros o albigenses, la segunda para combatir la herejía judía que —supuestamente— practicaban en el siglo XV los conversos del judaísmo en la Península Ibérica. Recordemos, y esto es algo muy importante que se olvida cuando se escribe sobre la Inquisición —o que la gente ignora— que la Inquisición no podía actuar contra los judíos, que tenían reconocida la libre práctica de su religión —igual que los musulmanes—, ni lo hizo de forma habitual, sólo en algún caso excepcional. Lo que se trataba de perseguir era a los judaizantes, los falsos cristianos. Este era el problema, los conversos, sobre todo en la Corona de Castilla.
Sobre los conversos hay dos puntos de vista, opuestos: uno, representado por buena parte de la historiografía clásica y de la judía actual, que opina que su cristianismo era fingido: judíos en la práctica que durante el siglo XV siguieron practicando el rito judío, de forma más o menos pública. La otra corriente histórica, que tiene su máximo representante en Benzon Netanyahu, y cada vez con más adeptos, considera que éstos hacia 1480 eran cristianos con apenas rescoldos de judaísmo residual. La Inquisición operaría, desde su punto de vista, sobre una auténtica ficción. Sostiene el citado autor que al principio los conversos trataron de vivir secretamente como judíos, pero pronto comenzaron a sentir la dificultad de llevar una doble vida. Gradualmente fueron abandonando en número creciente las costumbres y leyes judías, y comenzaron a vivir como verdaderos cristianos. La falta generalizada de esperanza sobre el futuro del judaísmo aceleró ese proceso, así como el deseo de librar a los hijos de una crisis de identidad. Por eso los hijos se educaron como cristianos y a partir de la segunda generación la mayor parte no sabía nada del judaísmo. Cuando se creó la Inquisición, aunque había criptojudíos en España —esto nadie lo niega— eran pocos.
Para reconstruir la identidad de aquellos conversos, Netanyahu se sumergió en las fuentes hebreas de la época, especialmente en los responsa rabínicos, y estas fuentes demuestran que los citados conversos eran considerados por las autoridades judías como apóstatas, gentiles o renegados, pero en ningún caso criptojudíos. Ello forma parte de una corriente historiográfica judía minoritaria (a la que se sumó Cecil Roth antes de morir) que replanteaba su propio devenir histórico. No se trataba de llorar las penas de lo que fue el holocausto español, sino de deslegitimar desde el principio todo el discurso represivo, subrayando la paradoja de que no fue la Inquisición la culpable del exterminio judío, sino al revés, la provocadora de que la identidad judía, prácticamente residual, resurgiera de sus cenizas como reacción a la propia represión inquisitorial.
El problema es por qué la Inquisición atacó tan duramente a una comunidad que ya existía desde 1391, era esencialmente cristiana y en la no existía el problema religioso.
Netanyahu sitúa los orígenes de la Inquisición en el Toledo de 1449 como un proyecto “urdido por los racistas eclesiásticos dirigidos por el vicario de la diócesis toledana”. El proyecto se aparcó momentáneamente, Alonso de Espina con su Fortalitium fidei desarrolló una campaña de relanzamiento de la idea, secundado por franciscanos, jerónimos y dominicos, y los Reyes Católicos en 1480, legitimados por la bula de Sixto IV de 1478, nombraron los primeros inquisidores de Sevilla.
¿Por qué la Inquisición? Por supuesto que hace tiempo que quedó abandonada la teoría de Menéndez y Pelayo, quien vio la amenaza de que toda España se volviera judía a causa de la influencia de los conversos sobre toda la cristiandad peninsular; o la de aquellos que la atribuían al deseo de los Reyes Católicos de quedarse con las riquezas de los conversos. Para Netanyahu la clave está en el racismo (obsesión por la conspiración y la amenaza de contaminación), que traslada el odio hacia los judíos existente en la sociedad española a los conversos, acrecentado por el éxito de éstos en la vida social. También los matrimonios mixtos entre conversos y cristianos viejos, en particular en la nobleza eran vistos como una amenaza. El racismo tendría un substrato de factores socioeconómicos (la competencia por el poder en el seno de la oligarquías urbanas) y político-nacionales (configuración de los conversos como elemento étnico aparte en un momento de formación de la identidad española). Los Reyes Católicos crearían la Inquisición como concesión a los racistas del partido anticonverso. Al mismo tiempo tendría un sentido pragmático y no se violaría el sistema legal, permitiendo discriminar convenientemente a los conversos auténticos de los herejes, desviando la atención de unas masas que podían haber puesto en peligro a la propia monarquía. La Inquisición sería el resultado de la combinación de un fondo ideológico racial con una estratégica maniobra política de los Reyes Católicos. El citado autor compara el racismo español con el nazismo alemán (“En Alemania, como en España cuatro siglos antes, la teoría racial reemplazó ampliamente a la doctrina religiosa para justificar la discriminación de los judíos”) y fustiga a la Inquisición más que por la crueldad, por los “falsos pretextos” y por la hipocresía que alimentaba su “impulso destructivo”.
El planteamiento es arriesgado y rompe los clásicos esquemas en torno a la Inquisición. Se le ha acusado de hacer historia desde la catástrofe por esa identificación del nazismo alemán con la España del siglo XV, es decir la tesis del eterno antisemitismo, y de tener una perspectiva monolítica del cristianismo hispano del Cuatrocientos.
Hay quien sugiere que el problema de los orígenes de la Inquisición 1478/1481 es el de un cristianismo diversificado y tensionado quizá hasta el límite de la ruptura, al que venía a superponerse, con la cristianización de los conversos, un entendimiento de la Ley Nueva como cumplimiento —pero no necesariamente abrogación— de la Ley Vieja: cristianos de Israel, capaces de autoidentificarse como nación. Nación, esto es, “pueblo mesiánico”, no necesariamente “raza”, concepto diferente al actual. La situación en el siglo XV sería de larvada guerra de religión, que las partes contendientes estarían dispuestas a decidir mediante una “inquisición” acerca de los fundamentos de la fe. Se enfrentaba en suelo castellano dos entendimientos distintos y distantes de la Ley.
El problema de la herejía, real o supuesta, de los conversos fue la justificación que utilizaron los Reyes Católicos para la creación de la Inquisición, habida cuenta que la herejía era entonces no sólo una cuestión religiosa, que solo afectaba al que caía en ella, sino que concernía a toda la comunidad al desestabilizar la armonía del cuerpo social. Era un pecado y un delito político, y como tal había de ser castigado. Y Fernando el Católico, por cuyas venas corría sangre judía (su tatarabuela fue la amante de don Fadrique, hijo bastardo de Alfonso XI de Castilla), se encontró con un nuevo poder político institucional, la Inquisición, que no tenía fronteras entre Castilla y la Corona de Aragón, y serviría no sólo para erradicar la herejía sino también para afianzar el autoritarismo monárquico. La inútil oposición foral al rey de Aragón, Valencia y Cataluña fue acallada con la fuerza del temor, y la Inquisición desplegó su máquina represiva durante siglos contra conversos, moriscos, homosexuales, iluminados, protestantes y cualquier desviacionismo de la ortodoxia.
Antijudaísmo, envidias y recelos por el ascenso social, odio y fanatismo, autoritarismo regio, etc. Factores todos ellos que propiciaron la creación de la Inquisición y hacen muy difícil conocer la verdad histórica, porque la recta visión de la misma se ha visto enturbiada por los prejuicios ideológicos, políticos y religiosos. La leyenda negra española y los enciclopedistas franceses la utilizaron para atacar a España y a la Iglesia, mecanismo que sigue funcionando, aunque a distintos niveles, en nuestros días. Los historiadores debaten su contenido histórico, intentando aproximarse —o encontrar— la verdad, en tanto que la Iglesia analiza “si la teología cristiana rectamente entendida, pudo ser la base lícita de la creación de este tribunal, o si su origen está en razones de mera política eclesiástica, en cuyo caso la Iglesia habría traicionado las bases mismas en que se apoya su existencia histórica” (Ecclesia, nº 2.918, 7—11—1998, p. 23). La opinión del cardenal Roger Etchegaray y del Santo Padre es muy clara: asumir las culpas por el antijudaísmo y la Inquisición —entre otros temas— y entonar el “mea culpa” en el jubileo del año 2000, pidiendo perdón por sus culpas a Dios y a los hermanos. No es un acto de fingida humildad, ni se trata de dar la razón a los enemigos de la Iglesia ni de rechazar su bimilenaria historia: responde a la irrenunciable exigencia de la verdad, una verdad que nos libera del error y que nos libera para amar. Se podrá estar o no de acuerdo con estos perdones y su oportunidad, pero creemos que la reconciliación, el perdón, es el camino hacia la unión auténtica con Cristo, con nuestros hermanos de fe y con nuestros hermanos judíos.
Para saber más
ALCALÁ, Angel y otros, Inquisición española y mentalidad inquisitorial, Ariel, Barcelona, 1984.
BAER, Yitzhak, Historia de los judíos en la España cristiana, edición original, Tel-Aviv, 1945. 2ª edición: Barcelona, 1998.
MARTINEZ SARRADO, Sergio, “Las formas de antitestimonio y la Historia de la Iglesia”, en VV.AA., Qué es la Historia de la Iglesia, Actas del XVI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona, 1996, pp. 671-687.
NETANYAHU, Benzon, Los orígenes de la Inquisición, Crítica, Barcelona, 1999.
SUÁREZ FERNANDEZ, Luis, La expulsión de los judíos de España, Mapfre, Madrid, 1991.
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