1. Implicaciones morales en la inmigración.- 2. Algunos textos de la Sagrada Escritura.- 3. Enseñanzas del Magisterio de la Iglesia.- 4. El testimonio de los católicos.- 5. Posibles iniciativas en situaciones concretas.- 6. Conclusión.
1. Implicaciones morales de la inmigración
Como es lógico, en el contexto en que estamos realizando esta presentación, vamos a tratar ahora con mayor detalle de las implicaciones morales y doctrinales que la inmigración representa, haciendo referencia a algunos documentos del Magisterio reciente sobre este tema.
La visión de la Iglesia sobre las migraciones tiene como punto de partida su propia visión del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, sujeto de un valor inalienable, independiente de su situación social o de su lugar de residencia. La Iglesia es madre, y como madre acoge a todos los hombres, estén donde estén. Como Pablo VI declaró en la homilía de clausura del Concilio Vaticano II: «Para la Iglesia Católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos».
2. Algunos textos de la Sagrada Escritura
Esa visión hospitalaria y caritativa que promueve la Iglesia sublima el fondo natural radicado en todo hombre y enlaza perfectamente con todos aquellos que, desde muy diversas culturas, han abogado por atender con solicitud al extranjero en necesidad. Leemos en la Odisea: «Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y pobres son de Zeus y un exiguo don que se les haga le es grato» (Homero, Odisea, 700ac).
En varios pasajes del Antiguo Testamento nos señala el Señor la importancia de guardar una especial consideración hacia el foráneo, mientras recuerda al pueblo elegido su reciente pasado emigrante. Así, señala el Éxodo: «No hagáis daño al extranjero; ya sabéis lo que es un extranjero, pues extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex. 23,9), y en el Levítico se lee: «Si viene un extranjero para habitar en vuestra tierra no le oprimáis; tratad al extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros; ámale como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Lev. 19, 34).
Con la predicación de Jesucristo, ese respeto y atención al forastero se convierte en amor y entrega por todos los hombres, pero especialmente por quien sufre y está más necesitado de nuestro amor. Entre las condiciones que nos marca para acceder a su Reino, hace una especial mención a la acogida al extranjero: «Venid, benditos de mi Padre (...) Porque era forastero y me acogisteis» (25, 34-35). Él también sufrió el rechazo de los habitantes de Belén, que no supieron encontrar sitio en su pueblo para que naciera el Hijo de Dios, y vivió como emigrante en Egipto, cuando marchó con San José y La Virgen huyendo del decreto exterminador de Herodes. «Jesús ha vivido y muerto --nos señala la Comisión Episcopal de Inmigración-- para derribar el muro de la enemistad que separaba a judíos y gentiles, haciendo de los dos pueblos un hombre nuevo, una humanidad nueva, mediante su sangre. De esta forma, para los cristianos y toda la Iglesia, el inmigrante es signo de su propio caminar, como extranjeros y forasteros, hacia la patria de la realización definitiva» (CEM, 1995).
3. Enseñanzas del Magisterio de la Iglesia
Aunque la atención que la Iglesia dedica a los inmigrantes puede rastrearse a lo largo de toda la historia cristiana, es en los siglos XIX y XX cuando el Magisterio comienza a dedicar una atención especial a este problema. León XIII es el primer papa que dedica un documento específico al tema de las migraciones, autorizando mediante la carta Quam aerumnosa la constitución de parroquias nacionales, sociedades y patronatos a favor de los emigrantes. Los sucesores de este Papa continúan la línea de su predecesor, al instituir obras católicas específicas para los emigrantes. S. Pío X subraya el papel de las diócesis de origen en este servicio; mientras Benedicto XV y Pío XI hacen ver la responsabilidad de la acogida por parte de las iglesias locales.
Con Pío XII, se consolida y refuerza esta tradición magisterial. Sobre la base del derecho natural de cada hombre a usar de los bienes materiales de la tierra, pues son creados por Dios para todos los hombres, formula un doble principio: todos los hombres tienen derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen, pero en caso de que aquel se frustre, tienen derecho a emigrar y ser acogidos en cualquiera otra nación que tenga espacios libres. Por eso, aboga por una mayor colaboración entre los países receptores y los emisores: «si las dos partes --indicaba el Papa---, la que permite dejar la tierra natal y la que admite a los advenedizos, continúan lealmente solícitas en eliminar cuanto podría impedir el nacimiento y el desarrollo de una verdadera confianza entre los países (...) todos los que participan en este cambio de lugares y de personas saldrán favorecidos» (La solemnitá della Pentecoste, 1941).
En las encíclicas Pacem in Terris y Mater et Magistra, Juan XXIII reafirma los principios incoados por Pío XII, y aporta nuevas luces ante los crecientes fenómenos de globalización que se iniciaban en los años 60. Reafirma con toda claridad el derecho a emigrar cuando las circunstancias económicas o sociales impidan garantizar las necesidades básicas. Leemos en la Pacem in Terris: «entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo permita el verdadero bien de su comunidad, favorecer los propósitos de quienes pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros» ( nº 106). A la vez, insiste en la importancia de promover el desarrollo en los países de origen, primando el movimiento de capitales (inversión donde está la mano de obra) sobre el de personas (concentración laboral en las regiones más desarrolladas).
El Concilio Vaticano II abundó en la misma línea, a la vez que proponía una legislación generosa con los recién llegados. La Gaudium et Spes incluye numerosas referencias al problema de los movimientos migratorios. Reclama el reconocimiento de derechos a los inmigrantes y la eliminación de toda discriminación que puedan sufrir, insistiendo en el carácter inviolable de la dignidad de toda persona: «Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción. Deben ayudarles para que puedan llamar junto a sí a la familia y procurarse alojamiento decente y favorecer su inserción en la vida social del país o de la región que les acoge» (Gaudium et Spes, n. 66)
Pablo VI continúa en esta línea marcada por el Concilio y sus predecesores e instituye la Comisión Pontificia para la Pastoral de las Migraciones, a la que confía la misión de coordinar el cuidado pastoral de las personas desplazadas. Insiste en los derechos básicos de todo emigrante: el propio derecho a emigrar, a convivir con su familia, a disponer de los bienes necesarios para la vida, a conservar y desarrollar el propio patrimonio étnico, cultural y lingüístico, a profesar públicamente la propia religión; en definitiva, a ser tratado en conformidad con la dignidad de persona en cualquier circunstancia (cfr Mensaje de Pablo VI a la ONU, 1973).
Finalmente, el Papa Juan Pablo II ofrece en sus escritos múltiples referencias al problema de los emigrantes, desarrollando ampliamente la Doctrina Social de la Iglesia sobre este tema. Comentaremos ahora con más detalle algunos de estos textos al repasar una serie de consecuencias prácticas que se derivan de estos documentos magisteriales.
Tal vez sea el Papa actual la figura pública que más frecuente y profundamente ha hablado de la solidaridad, anclándola sobre la fraternidad universal que se deriva de nuestra condición de hijos de Dios, hermanos en Cristo. Esta virtud tiene manifestaciones de especial nitidez en lo que se refiere a la emigración, al tratarse de sectores de población especialmente necesitadas de nuestro compromiso vital. En su Mensaje para la jornada mundial del Emigrante y Refugiado, en 1995, nos indicaba: «La solidaridad es asunción de responsabilidad ante quien se halla en dificultad. Para el cristiano el emigrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia lo interpela y cuyas necesidades se transforman en un compromiso para su responsabilidad».
4. El testimonio de los católicos
A los católicos nos toca, entonces, ser testimonio de apertura, de acogida, ante una sociedad que llevada del egoísmo teme a los inmigrantes como sospechosos de poner en peligro su nivel de confort material. Siguiendo la parábola del buen samaritano, Jesucristo nos interpela para no ser indiferentes ante las situaciones de abandono o indigencia que podemos encontrar en los recién llegados. No se tratará únicamente de soluciones materiales, sino también de dedicarles nuestro tiempo y afecto, pues se trata muchas veces de personas que han abandonado a su familia y se encuentran especialmente solos. Nos recordaba Juan Pablo II, en su homilía en la Misa del Jubileo de los emigrantes e itinerantes del año 2000 que «desde el momento en que el Hijo de Dios "puso su morada entre nosotros" todo hombre, en cierta medida, se ha transformado en el "lugar" del encuentro con él. Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad es la condición para poder encontrarse con él "cara a cara" y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena».
Por tanto, parece consecuente que un católico ofrezca una mentalidad abierta ante la población inmigrante, ya que se trata de hermanos nuestros en Cristo, a quienes es preciso acoger con caridad sincera, dando así testimonio al resto de la sociedad civil de los valores auténticamente cristianos. La búsqueda del bien para el recién llegado tiene múltiples manifestaciones, que van desde la atención de sus necesidades materiales y educativas, hasta su mejoramiento espiritual. Esta actitud abierta nos llevará a implicarnos por resolver los problemas que puedan encontrar a su llegada (inseguridad jurídica, desconocimiento del idioma, acceso a la sanidad o a la educación, alimentación y vestido...).
Además, podremos encontrar, también entre la población inmigrante, nuevos frentes de apostolado de amistad y confidencia, tan propio de nuestro espíritu, siendo conscientes de que muchas veces estas personas traen consigo un bagaje humano de una riqueza extraordinaria. En tantas ocasiones, además, el trato con estas personas nos llevará a poder ejercitar el "apostolado ad fidem" tan grato al Beato Josemaría. Ya en 1990 nos alentaba el Papa en esta misma línea en su carta encíclica Redemptoris missio: «Más numerosos son los ciudadanos de países de misión y los que pertenecen a regiones no cristianas, que van a establecerse en otras naciones por motivos de trabajo, de estudio, o bien obligados por las condiciones políticas o económicas de sus lugares de origen. La presencia de estos hermanos en los países de antigua tradición cristiana es un desafío para las comunidades eclesiales animándolas a la acogida, al diálogo, al servicio, a compartir, al testimonio y al anuncio directo. De hecho, también en los países cristianos se forman grupos humanos y culturales que exigen la misión ad gentes. Las Iglesias locales, con la ayuda de personas provenientes de los países de los emigrantes y de misioneros que hayan regresado, deben ocuparse generosamente de estas situaciones» (n.82, 1990).
Con la gracia de Dios, con un trato perseverante, tal vez de largos años, a través de nosotros el Señor puede dar la gracia de la Fe a personas que carecen de ella, o no la tienen en plenitud. También el Señor sabrá enviar vocaciones entre esas personas, que tal vez en el futuro --ellos o sus hijos-- serán piedra angular de la labor en sus países de origen. Esto ha ocurrido ya en muchas ocasiones en otros países, donde la Obra promueve labores de apostolado entre población extranjera. En definitiva, como escribió el Beato Josemaría Escrivá:«El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos --con su trato-- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos [1 Cor IX, 22.]» (Es Cristo que pasa, n. 124).
5. Posibles iniciativas en situaciones concretas
Esta actitud abierta, además, se manifestará en múltiples iniciativas concretas, que implicarán frecuentemente una mayor dedicación personal de nuestro tiempo y esfuerzo. Enlazando con los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia sobre este tema, podemos citar algunos aspectos específicos en donde puede mostrarse esa actitud:
1º) En primer lugar, promover la solución de las condiciones de conflictividad política o subdesarrollo económico causantes de la emigración en los países de origen. Este aspectos puede concretarse en varias acciones: rezar y trabajar, en la medida de nuestras posibilidades, por la solución a los conflictos bélicos; estimular una ayuda (y no sólo económica) más generosa de nuestro país hacia los más necesitados, que se traduzca en acciones eficaces que mejoren el sistema productivo, alivien la ineficacia económica, reduzcan la corrupción política, faciliten una distribución más justa de los recursos en los países en vías de desarrollo, principalmente en aquellos más directamente relacionados, ya sea por lazos culturales (Latinoamérica), ya por proximidad (Magreb). En este sentido, nos indicaba el Papa en 1998 que cualquier intento de regular la inmigración debe considerar sus causas: «poniendo en marcha una cooperación internacional encaminada a promover la estabilidad política y a eliminar el subdesarrollo. Es un desafío que hay que afrontar con la conciencia de que está en juego la construcción de un mundo donde todos los hombres, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, libre de la esclavitud bajo otros hombres y de la pesadilla de tener que vivirla en la indigencia» (Juan Pablo II, Discurso al IV Congreso mundial sobre la pastoral y refugiados, nº 3).
2º) En segundo lugar, impulsar un ordenamiento jurídico generoso que proteja los derechos de la población inmigrante en el país de acogida, evitando discriminaciones sociales o económicas de todo tipo. Como ya hemos señalado, la Iglesia reconoce como un derecho humano universal la capacidad de emigrar, cuando se desea mejorar la situación personal, familiar o del propio pueblo, teniendo en cuenta el bien común particular y universal. Junto a ello, también reconoce el derecho del Estado a regular los flujos migratorios, lo que puede generar situaciones de ilegalidad entre la población inmigrante, con sus consecuencias de indefensión y de marginalidad. Ya hemos comentado algunos aspectos donde esa legislación de extranjería puede resultar especialmente gravosa con el inmigrante, como el difícil acceso a un permiso oficial de residencia y de trabajo, la plena equiparación con los derechos laborales de los nacionales, el derecho a la reagrupación familiar, o el respeto a la propia identidad cultural del inmigrante, aspectos todos ellos que han sido repetidamente defendidos en la Doctrina Social de la Iglesia (Cfr. CEM, 1995, p. 147). Basten por ejemplo, las siguientes palabras de Juan Pablo II en la Laborem Excersens: «La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión de explotación económica o social. En lo referente a la relación del trabajo con el trabajador inmigrado, deben valer los mismos criterios que sirven para cualquier trabajador de aquella sociedad. El valor del trabajo debe medirse con el mismo metro y no en relación con las diversas nacionalidades, religión o raza. Con mayor razón, no puede ser explotada una situación de coacción en la que se encuentra el emigrado» (nº 23).
Las situaciones de discriminación jurídica resultan especialmente graves en el caso de los inmigrantes irregulares, los denominados "sin papeles", que, como nos indicaba la Comisión Episcopal de Inmigración en 1996, se «encuentran en la situación más dura de todas las que puede generar la emigración, ya que administrativamente no existen, por lo que no son sujetos de ningún derecho, pero que tienen que vivir» (CEM, 1996). Esto les lleva a sufrir precariedades de todo tipo: en su atención sanitaria, en la educación de sus hijos, en el acceso a la vivienda, y en las condiciones laborales, pues «son sujetos ideales para la explotación fácil por parte de empresarios poco escrupulosos, puesto que nunca podrán reclamar nada» (CEM, 1996). Incluso en estas situaciones, la Iglesia sale al paso de cualquier ser humano para servir de voz a quien no la tiene, defendiendo sus derechos inalienables. Como señalaba el Papa Juan Pablo II en 1995, «La condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del emigrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni desconocerse» (Juan Pablo II, Mensaje para la jornada mundial del Emigrante y Refugiado, 1995).
3º) La Doctrina Social de la Iglesia nos llevará, en tercer lugar, a evitar cualquier discriminación del inmigrante, en razón de su raza, cultura o religión. La diversidad cultural no puede ser motivo para la segregación de los recién llegados, sobre los que con frecuencia caen tópicos que les hace aparecer como responsables de situaciones de conflictividad social a las que con tanta frecuencia son ajenos, cuando no sus principales víctimas. De ahí al nacimiento de fenómenos de racismo y xenofobia, puede mediar un corto trayecto. En este aspecto, la visión de la Iglesia es especialmente firme. Como indicaba el Papa en 1995: «Es necesario vigilar ante la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que pretenden hacer de esos hermanos nuestros chivos expiatorios de situaciones locales difíciles (...) Cuando la comprensión del problema esté condicionada por prejuicios y actitudes xenófobas, la Iglesia no debe dejar de hacer oír la voz de la fraternidad, acompañándola con gestos que testimonien el primado de la caridad». Y más recientemente, el propio Juan Pablo II denunciaba que «por desgracia se dan aún en el mundo actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y su Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad, de la convivencia entre personas diferentes, que también hoy podemos experimentar durante este encuentro».
En suma, parte de nuestro compromiso cristiano es alentar la integración de la población extranjera, con toda la prudencia que sea precisa, mediante una sincera apertura hacia sus valores culturales, de tal forma que participar en la sociedad de acogida no signifique automáticamente perder su propia identidad y sus raíces.
5º) Finalmente, una manifestación concreta de nuestra acogida cristiana a los inmigrantes será promover eficazmente su atención material y espiritual, que puede concretarse en múltiples iniciativas: apoyo jurídico para los inmigrantes irregulares, asistencia sanitaria elemental, cursos de español y de las lenguas autóctonas, actividades de formación profesional, etc. Lógicamente, como antes hemos indicado, de ese trato personal también surgirá un apostolado eficaz, a través del trato personal o de medios de formación cristiana, que incluso pueden ser específicos para estas comunidades de inmigrantes, como de hecho ocurre en otros países, donde la Obra organiza actividades de formación para determinadas comunidades étnicas o lingüísticas; por ejemplo, con los hispanos en EE.UU., en su propio idioma.
A este respecto, la Iglesia sugiere una prudencia específica, que lleva a discernir lo que resulte más apropiado para la atención pastoral de estas personas, ya sea a través de los medios pastorales ordinarios o de estructuras específicas. Como indicaba el Papa en 1995: «es preciso considerar esa atención pastoral a la luz de los principios de valorización y discernimiento que regulan la relación entre la única fe y las diversas culturas (...) Los obispos se esfuerzan por formar comunidades étnicas o lingüísticas, creando parroquias personales o misiones con cura de almas en los lugares donde, a su juicio, se dan las condiciones de utilidad y oportunidad pastoral. La integración en la comunidad de acogida es ciertamente un proceso natural y sin duda alguna también deseable; sin embargo, la prudencia insisten en que no debe apresurarse. Una acción pastoral específica, dirigida a respetar su diferente identidad cultural y particular patrimonio espiritual, servirán de garantía a sus legítimos vínculos con su país de origen en la fase de integración social gradual» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial del emigrante, 1995).
6. Conclusión
En resumen, como acabamos de ver, los movimientos migratorios han acompañado el devenir de las generaciones humanas. No es una novedad, por lo tanto, que determinados contingentes de población se muevan de unos países a otros. La novedad está en el marco en el que se producen hoy esos movimientos: los países ricos, tradicionalmente exportadores de savia joven, son hoy los receptores; un planeta globalizado económicamente, aunque con graves desequilibrios sociales y de bienestar, a la vez que bien comunicado, despierta el interés de amplios sectores de población de los países en vías de desarrollo que, en buena medida, acuden a la llamada del primer mundo.
La fe cristiana, expandida a lo largo y ancho de todo el mundo con la generosa contribución de misioneros, peregrinos y, al fin y al cabo, de multitud de emigrantes, debe impulsarnos a desplegar todas nuestras energías a favor de una justa acogida a todos aquellos inmigrantes que llegan a nuestra sociedad.
Las líneas maestras del mensaje de la Iglesia sobre las migraciones pueden resumirse en los siguientes aspectos, tomados de la Comisión Episcopal de Migraciones: «primero, la defensa de la dignidad del ser humano y el consiguiente reconocimiento del destino universal de los bienes; segunda, la denuncia de las estructuras y mecanismos internacionales que originan los grandes desequilibrios mundiales con la consiguiente apelación a los pueblos y sus gobernantes para que busquen soluciones a los mismos, dando prevalencia al trabajo sobre el capital; tercera, trátese al inmigrante con justicia y fraternidad socio-económicas, lo que exige el reconocimiento de sus derechos humanos --civiles, económicos, sociales--, al igual que se le exige su aportación productiva y su adaptación; cuarta, en definitiva, la apertura de la sociedad, en la acogida y el reconocimiento del otro, con su propia cultura, que conduzca a la auténtica integración y no a la simple asimilación" (CEM, 1995, n. 71).
La dignidad como personas e hijos de Dios exigen de nuestra parte no sólo un trato fraterno hacia los inmigrantes, sino caritativo, es decir, pleno del amor de Dios, y ese trato forma parte de nuestro propio compromiso cristiano. A este respecto, termino citando al Beato Josemaría: «No me asegures que vives cara a Dios, si no te esfuerzas en vivir -siempre y en todo- con sincera y clara fraternidad cara a los hombres, a cualquier hombre» (Surco, n. 624).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |