Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, pp. 161-184.
1. Introducción al problema
2. La teología de la caridad
3. San Agustín y el ordo amoris
4. Los caminos de la caridad
5. La caridad como amistad con Dios
6. Una nueva correlación moral-espiritualidad
7. El crecimiento de la caridad
8. El camino abierto
“Y… ¿quién es mi prójimo?” (Lc 10,29). Con esta pregunta el escriba busca justificarse ante la claridad que suponía la respuesta que Jesús había sabido provocar ante el problema de la plenitud de la ley (vv. 25-28). La sencillez del doble mandato del amor frente a la complejidad de una multitud de preceptos, dejaba en entredicho la sabiduría del escriba que no había sabido descubrir la luz ante la variedad de colores. A pesar de la intención retórica de la que procede, el contenido de la pregunta es perfectamente coherente. Es más, un estudio de los paralelos de este pasaje lucano del precepto de la caridad permite ver la originalidad de esta pregunta como la clave de todo el relato[1]. No sólo se valora como introducción de la parábola del buen samaritano (vv. 30-37) que es su intención principal, sino también como exigencia de toda la redacción anterior que ofrece claras similitudes con el encuentro con el joven rico. Allí Jesucristo, ante la pregunta por la vida eterna, respondía señalando los preceptos que corresponden al prójimo; ahora, ante la respuesta del escriba, la dificultad está en determinar qué significa ese prójimo al cual se nos dice que hemos de amar “como a nosotros mismos” (v. 27).
La pregunta cumple así una función necesaria de clarificación de la complejidad con la que el hombre percibe lo sencillo del amor. El precepto de la caridad, siendo una luz, no es capaz de iluminarse a sí mismo y manifiesta en su doble referencia a Dios y al prójimo una estructura interior que no se comprende directamente[2]. La posibilidad de preguntar por el prójimo, no sólo se dirige a dilucidar quién se reconoce como tal, también lleva implícita la cuestión que se puede formular de la siguiente manera: “¿hasta dónde le he de amar?” Este planteamiento nos indica la necesidad de una comprensión racional de dicho precepto en su aspecto de ser directivo de la acción. No basta con responder “ama y haz lo que quieres” que expresa directamente la maravillosa capacidad efectiva del amor, también, y de modo primero, se ha de preguntar precisamente cómo sé que amo verdaderamente. El imperativo específico contenido en el mandato “ama a tu prójimo” que reclama la realización de su querer, no es siempre fácilmente identificable[3].
El modo narrativo de la respuesta que hace Jesús, indica el nivel sapiencial en el que se mueve todo el texto[4]. El discernimiento de la verdad del amor no está en la aplicación de una serie de normas, sino en la construcción de una historia en la que las personas se vinculan en una nueva comunión. Aquí está sin duda alguna la razón fundamental del pasaje.
Por eso, el relato, al mostrar el imperativo moral de no abandonar a un herido, va más allá de lo que podíamos denominar “lo obligado” para descubrir la fuente de la reacción del hombre en “ser movido a misericordia”, en la que se descubre precisamente el momento en el que el samaritano reconoce al otro como prójimo (v. 33). De este modo, el texto nos introduce en una auténtica “moral de la primera persona” en la que el prójimo no es quien recibe el amor, sino el “que se hace prójimo” de un modo activo, el agente de la acción caritativa[5]. Además, el hecho de pagar los gastos del herido y prometer una fianza respecto de los futuros (v. 35) es un modo de manifestar que el “hacerse prójimo” no es un mero actualismo que se agota en un encuentro dialógico sustentado sólo en el momento, sino la construcción de una vinculación estable también en la lejanía. La “proximidad” de la que se habla, nace y se sostiene en la misericordia del corazón y no se agota en las obras exteriores[6].
Para comprender la plenitud de esta enseñanza no podemos olvidar que, por el paralelo de este relato con el del joven rico, la parábola del samaritano se corresponde con la invitación al seguimiento que Jesús hace al joven (Lc 18,22). La consabida identificación de Jesús con el buen samaritano que se acerca al hombre herido[7] se explicaría en último término por lanecesidad del seguimiento como modo de construir una vida en la caridad que Cristo nos ha revelado[8].
Este modo de presentar el marco de la caridad, nos permite asegurar que la comprensión del mismo mandato del amor en su formulación cristiana no puede circunscribirse en la categoría de precepto, requiere el don primero que nace del corazón misericordioso de Cristo y que sólo se desarrolla en el seguimiento de Cristo que construye la historia de la Iglesia y de cada hombre[9].
Este relato contiene sin duda en una síntesis perfecta la moral cristiana. Al mismo tiempo, es un principio excepcional de su espiritualidad en cuanto enseña que el auténtico culto a Dios y el servicio que Él desea, no es el exterior del sacerdote o el levita, sino el de la misericordia del samaritano. No puede existir una vida espiritual centrada en el desarrollo de un trato exclusivo con Dios propiciado por obras exteriores o rituales[10], sin que esté abierto a esa irrupción inesperada de las personas que nos reclaman una respuesta de amor que es, en el fondo, una manifestación nueva de la presencia de Dios en este mundo.
El descubrimiento del Dios vivo parece tener entonces una insuperable dimensión moral que es una prueba de la veracidad de la experiencia de Dios como ya nos lo recuerda San Juan en su peculiar resumen del doble mandato donde la urgencia del amor al prójimo (1Jn 3,17; 4,20) es signo de la excelencia del amor de Dios que sólo se encuentra en el “Yo” de Cristo (Jn 13,34; 15,12; 1Jn 2,8; 3,16; 4,10)[11].
Con la referencia interna que nos presentaba Lucas y que se dirige al encuentro con el joven rico, se nos dice además que el seguimiento de Cristo consiste esencialmente, no en el cumplimiento de los consejos, sino en la vida en caridad. Esta afirmación se puede resumir en la hermosa expresión de S. Ambrosio: “manda seguirle no por los pasos del cuerpo, sino del afecto del alma.”[12] El reconocimiento que hace de este hecho el Concilio Vaticano II[13], ha sido recogido posteriormente por la encíclica Veritatis splendor[14] y la exhortación apostólica Vita consecrata[15] lo cual supone una confirmación de que es una doctrina ya asentada. Es decir, la caridad en su referencia cristológica se pone como fundamento tanto de la moral como de la espiritualidad. En ella parece encontrarse un punto de unión específico entre ambas disciplinas que nos permite entrar en el significado de tal unión. Esto implica percibir la caridad como fundamento de la vida cristiana en sus distintas dimensiones[16].
En este sentido, hemos de constatar que a lo largo del siglo XX se ha producido una fuerte renovación del tratado de la caridad. Este había perdido en el transcurso de los siglos XVII y XVIII su impronta teológica al caer en un tratamiento moral que buscaba en ella sólo los actos obligados de caridad[17]; o una espiritualidad que, encerrada en la controversia del amor puro,se debatía en un cierto psicologismo incapaz de alimentar toda la vida cristiana[18]. Los primeros intentos de Mersch y de Gilleman van a destacar el carácter dinámico de la caridad como fuente y dinámica de vida cristiana[19]. Ya en las vísperas del Concilio se trató el tema de la caridad en una clave más antropológica y en relación al debate sobre el sobrenatural cuyo representante más significativo fue Juan Alfaro[20]. Todas estas, forman un conjunto de aportaciones significativas que apuntan claramente en la dirección propuesta; pero, a pesar de ello, hemos de decir que la riqueza de sus investigaciones no ha encontrado realmente una continuidad suficiente en los manuales de moral y de espiritualidad. Estos reflejan un conocimiento superficial de la dinámica de la caridad y carecen casi siempre de un adecuado conocimiento de la dinámica afectiva[21]. El tratado de la caridad está ausente en muchos planes de estudio teológicos y, desde luego, no impregna interiormente la perspectiva teológica. Los intentos en este sentido son tímidos y limitados[22]. Se encuentra últimamente una cierta renovación de la literatura de manuales que tratan directamente de las tres virtudes teológicas; pero solamente a un nivel divulgativo y no técnico[23]. Pero no todo ha sido un abandono del tratado también hay que destacar la importancia de algunos estudios en torno a la caridad en los años 90 que parecen prometer un nuevo impulso en este campo[24].
En todo caso, se puede afirmar que la teología posconciliar ha perdido entonces una oportunidad de buscar un adecuado desarrollo de cómo la caridad es fundamento de vida cristiana en la línea marcada por el Concilio Vaticano II. Hay que señalar que en los mismos intentos antes señalados, la perspectiva que se tomó fue la del conocimiento de las características esenciales de la caridad para ver cómo se podía aplicar a la vida cristiana ya sea en una perspectiva moral o espiritual[25]. Es decir, se había perdido lo propio del texto evangélico de ver cómo la caridad inicial conforma una historia en la medida en que dinamiza internamente al sujeto agente. Para recuperar esta perspectiva, hemos de entrar en la lógica específica que se desprende del conocimiento amoroso.
“Os voy a mostrar un camino mejor” (1Cor 12,31). Estas palabras de Pablo que introducen el mayor de los cantos al amor cristiano que se encuentran en la Biblia nos indican con una extraordinaria precisión el modo de acceder a ese misterio de amor que estamos buscando. Ante la diversidad de elementos en los que se puede descomponer la experiencia cristiana y la multiplicidad de los carismas que fomenta el Espíritu (1Cor 12,4-30) existe un hilo conductor que les une a todos ellos. No se trata de una síntesis superadora de los elementos anteriores que sea expresión de una reflexión metódica de los mismos y contenga en sí todas sus características, es un camino que el hombre debe recorrer para llegar al conocimiento de ese “amor que no pasa nunca” (1Cor 13,8).
Es un camino ligado al conocimiento de Dios en ese crecimiento que pasa del reflejo propio de un espejo, al “cara a cara” de la gloria (1Cor 13,12) y que, sin identificarse con las obras exteriores (1Cor 13,1-3), está vinculado a la realidad operativa de una caridad que no queda en un mero deseo, sino que se vuelca en la comprensión y el servicio (1Cor 13,4). La interpretación de 1Cor 13 se ha realizado de un modo semejante al del mandato del amor pues se desarrolla en la doble vertiente del amor a Dios y el amor a los hombres[26]. En este camino podemos reconocer, por tanto, el modo paulino de presentar el “seguimiento de Cristo” en el que se da como fundamento la revelación del amor del Padre en Cristo (Ef 3,14-19).
En este ámbito es donde nace, por mediación de la interpretación del Ambrosiaster, la famosa expresión de la “caridad como madre de las virtudes” que une valientemente el don de Dios, principio de toda vida espiritual, con las virtudes humanas que piden el esfuerzo del hombre y su implicación en la acción[27]. Tal afirmación tiene como principio el reconocimiento de su valor teologal, dirigido y fundado en Dios en la relación vital que se expresa en la tríada: fe, esperanza y caridad (1Cor 13,13). En ella, siguiendo al Apóstol, se reconoce una primacía de la caridad que se extiende con naturalidad a toda la vida moral.
Entrar en este camino específico del amor de caridad requiere introducirse en el modo como su conocimiento y efectividad conforman el actuar humano y lo animan con la presencia de Dios.
El primero que realmente recorre intelectualmente este camino del conocimiento del amor es el genio de San Agustín. Recogiendo la tradición anterior del ordo amoris[29], va a analizarlo en la construcción de la acción. El objetivo que persigue es determinar, el modo como todo acto verdaderamente cristiano se ha de considerar una manifestación de la caridad.
Realiza este paso sólo después de analizar detenidamente la estructura humana del hecho amoroso que sólo poco a poco encuentra su expresión acabada en su pensamiento y que se traduce en su misma terminología que reivindica el término amor frente a dilectio[30]. Con ello, defiende las raíces humanas de la caridad y evita desde el principio la fácil tentación de un espiritualismo por el cual el amor de Dios sería tan espiritual que no podría denominarse verdaderamente humano. Es evidente que esta perspectiva hace imposible la unión de la caridad con las virtudes[31]. Por el contrario, la postura agustiniana supone un reconocimiento preciso del valor del amor natural que surge del acto de amor originario que es la creación misma[32].
Esta vinculación le permite mostrar un sistema relacional vinculado a la jerarquía de los seres que tiene un aspecto dinámico y moral por medio de la famosa distinción entre el uti y el frui[33]. A partir de la dinámica amorosa puede encontrar en referencia al amor divino una clave fundamental que le permita discernir tanto la moralidad de los actos, en cuanto el gozo divino y el gusto de Dios unido a ellos.
Con todos estos elementos, ofrece una sólida base a la dinámica del amor fundada en la divina y que reclama el conocimiento personal del hombre. Pero su enseñanza no acaba en esta exposición de elementos relacionales. En el tema que nos ocupa, su aportación principal es el de poner la primacía de la caridad en los actos humanos en la medida en que dirige la intención de la acción, según la conocida expresión: “no lo que se hace, sino con qué ánimo se hace… Una intención distinta realiza distintos hechos. … Tanto vale la caridad”[35].
Para San Agustín, la caridad define la intención del acto porque le da un fin preciso: el amor de Dios. Es lo que él define explícitamente con la expresión propter Deum que forma parte de la esencia de la caridad[36]. Una vez establecida la intención, queda a la caridad mostrar su propia virtud en la eficiencia de las obras. Es el sentido de la conocida frase: “dilige, et quod vis fac”[37]: el amor se ha de hacer efectivo y esto sería la dinámica que entra el dominio del hombre. La primacía es del todo la de aceptación de la aparición de Dios como fin último, como la verdad definitiva del hombre, algo separado de lo demás.
De esa primacía de la caridad en la intención puede definir la relación de ésta con el resto de las virtudes. La caridad se encarga de dirigirlas a un fin nuevo, por tanto sirve para ordenarlasal verdadero fin del hombre. La caridad usa de las virtudes para su propio fin que plasma en el dinamismo humano fuera de él. El papel propio de la virtud sólo quedaría en el orden material de especificación, en relación a las realidades materiales exteriores al amor. La virtud es simplemente una especificación del amor inicial en la medida en que se dirige a un ámbito específico de la vida. No aporta nada de sí misma, simplemente sirve como determinación exterior de la caridad.
Es así como llega a la definición de las virtudes como el ordo amoris que recorre sus escritos morales y que tiene un éxito inmediato: “La virtud nos conduce a la vida feliz, nada en absoluto se puede afirmar como virtud si no es el amor sumo de Dios. Pues lo que se dice de la virtud cuatripartita, se dice, en cuanto lo entiendo, desde el variado afecto del mismo amor.”[38]
A pesar de lo importante y lo acertado de este intento se pueden reconocer los límites del mismo. El punto es que se puede detectar una dificultad es en un elemento que podría pasar desapercibido a primera vista, pero que es fundamental, se trata del crecimiento de la caridad. Si no se aclara la naturaleza de este punto, se pierde la perspectiva de la caridad como un camino, y fácilmente el crecimiento humano y el sobrenatural aparecerán como dinámicas paralelas sin conexión entre ellas.
Si San Agustín insiste en el crecimiento en la vida espiritual y en la idea de camino es porque son los puntos fundamentales para la comprensión de toda su vivencia cristiana. Pero no está tan claro que en la realidad se trate de verdad de un auténtico crecimiento de la caridad en sí misma. Algunas veces plantea éste como un todo o un nada que se fortalece o debilita en sus efectos pero permanece igual en cuanto afecto[39]. El crecimiento estaría centrado entonces en el movimiento transformante en Dios, pero que no se podría calificar exactamente como un crecimiento amoroso.
Podemos entender el porqué de esta solución sorprendente en su propia teoría del conocimiento. El amor en sí mismo aporta un gusto, pero no supone realmente un modo nuevo de conocer. No comprende entonces la naturaleza íntima del conocimiento afectivo. El afecto en sí mismo parece que no hace crecer la caridad. En todo su pensamiento, la perfección propia de la caridad como amor divino no acaba de encajar dentro de su concepción de la dinámica del amor humana fundada en el deseo.
En el fondo, lo que le falta es introducirla en una lógica del don, pues sólo parte de la dinámica del conocimiento y el modo de actuar del hombre. Si la categoría de don tiene en él profundas raíces trinitarias, en ella, al mismo tiempo, se percibe la dificultad que S. Agustín encuentra de determinar su sentido personal que nunca queda aclarado[40].
La influencia de Agustín es enorme en toda la Edad Media, su insistencia en el propter Deumcomo definición de la dimensión divina de la caridad, va a brindar la terminología de la que se sirve la primera escolástica para encontrar un camino de profundización en el valor de la virtud de la caridad[41]. De aquí proviene la cuestión del sobrenatural que comienza a tratarse explícitamente en torno al amor primero con una clarificación de la primacía de la caridad en las virtudes[42] y, después, con la discusión entre Guillermo de Auxerre y Felipe el Canciller sobre el amor natural a Dios sobre todas las cosas[43].
Junto a este proceso de investigación teológica, a lo largo de toda la Edad Media se suceden los distintos modelos de crecimiento de la caridad como el modo de explicar la vida cristiana. Entre estos itinerarios de perfección, hay que destacar el de San Bernardo recogido en su librito De diligendo Deo[44], que se fundamenta en una concepción del amor como afecto. En este camino, la clave está en la acción afectiva de Dios que sostiene y provoca la conversión de la afectividad humana en la divina[45]. Igualmente, Ricardo de San Víctor con sus cuatro grados de la violenta caridad aplica a la caridad el esquema afectivo propio del amor cortés hasta llegar a ese amor obsesivo e insaciable de Dios[46]; San Buenaventura, con su Itinerarum mentis in Deum une el crecimiento de la caridad con el conocimiento afectivo de Dios con un fuerte contenido cristológico que acompaña todo este camino[47].
En estos itinerarios se puede apreciar la recepción del conocimiento afectivo que procede del Pseudodionisio Areopagita en el cual el planteamiento afectivo supera la mera referencia psicológica para entrar en sus raíces metafísicas que la unen al “amor natural” en la dinámica de la Creación[48].
En la lógica propia de estos itinerarios de caridad, que actualmente se denominarían “de espiritualidad”, sus dinamismos de crecimiento se entienden como descripciones de la vida cristiana, inseparables de la dinámica propia de la caridad y de la moral en general. Eso sí, se presentan con una gran vinculación a la experiencia de la vida religiosa dirigida a la contemplación mediante el seguimiento de una regla.
En todos ellos, se busca una correlación equilibrada entre la acción de Dios como don primero y la acción del hombre. Esa sinergia se realiza dentro de la dinámica del crecimiento afectivo para evitar todo paralelismo de una doble acción que separase lo divino de lo humano o que pusiese el momento divino fuera de la acción del hombre. Podemos admirar así una profunda sabiduría humana presente en sus descripciones, en ellas nos ofrecen unos conocimientos fundados en la realidad del corazón del hombre.
Pero todavía carecen de una estructura global que responda a cómo estos itinerarios de crecimiento en caridad pueden ordenar internamente todo el sistema de virtudes[49]. La distinción que ya se ha hecho clásica en esta época entre virtudes teologales y cardinales hace que se plantee la diferencia entre las mismas y que su relación siga adoleciendo del sentido de “uso” propio del “ordo caritatis” agustiniano.
Ya en el siglo XIII en el momento de la aparición de las universidades se descubre el concepto de virtud aristotélico por la traducción de la Ética a Nicómaco[50] que aporta a las discusiones escolásticas la gran novedad de su perspectiva en su doble aspecto de la racionalidad práctica y el valor insustituible de los afectos para la generación de las virtudes. La incorporación de estos elementos va a revolucionar la relación entre las virtudes y el valor específico de las virtudes teológicas.
En esta doble vertiente: de un itinerario fundado en un don primero divino y la virtud humana como el modo como el hombre se desarrolla a sí mismo, es como se ordena el valor personal y moral de la caridad. Esta cuestión se va a centrar en la discusión creada por Pedro Lombardo con su afirmación de que la caridad es la misma presencia del Espíritu Santo en el alma del justo porque es activa por sí misma[51]. Esta posición es un claro ejemplo de una explicación espiritual que llega a disolver la experiencia moral. En su interpretación, la presencia persona del Espíritu en el alma en gracia sería de tal potencia que actuaría inmediatamente. Esta conclusión le impide ver su repercusión moral en la acción del hombre, esto es, como engendra una acción. En el planteamiento del Maestro de las Sentencias, la acción o sería un efecto exterior del dinamismo del Espíritu o quedaría disuelto en éste.
El rechazo frontal que se produjo en todos los teólogos posteriores respecto a la tesis del Lombardo, contribuyó a realzar la unidad intrínseca que se da en la caridad del don divino y la acción humana entendida como una recepción[52]. Para ello, se vuelve a la categoría de virtud que se afirma con fuerza para insistir en que es en verdad un amor humano.
Es Alejandro de Hales el primero que profundiza en este tema en la medida en que aclara los presupuestos internos y personales de una dinámica del don, cuya razón primera es el amor que se configura así como el don primero. Tiene de este modo una relación con la receptividad del hombre y tiende intrínsecamente al don de sí. Estas son sus palabras: “nada es don sino por razón del amor… en todo don lo primero que se da es el amor, y así al Espíritu Santo se le llama gracia, porque es don y se le llama don porque es amor.”[53] En esta presentación, por medio de la dinámica del don que tiene como base el amor, se une el Amor trinitario con la gracia, abierta a la recepción humana del mismo don de Dios por medio del Espíritu Santo.
De este modo, introduce el amor con su estructura interpersonal en el fundamento de la dinámica del don que alcanza ahora un valor de fundamento para el ejercicio del amor de caridad del hombre. Al señalar que la misma recepción es una presencia, lo que indica es el valor personal de la gracia creada como un “ser grato” a Dios, que será el principio de todo el dinamismo humano[54].
La relación básica de todo don entre el donarse y el recibirse se va a estudiar en torno al conocido principio: “quiquid recipitur ad modum recipientis recipitur”. Se aplica en especial a la cuestión de Pedro Lombardo[55] para explicar que la recepción humana, por serlo, señala un modo específico de aceptación del don que va a marcar interiormente la dinámica misma de la gracia mediante la caridad.
El valor del don divino es entonces inseparable del modo humano de recepción que debe ser conocido y estudiado en sí mismo, para poder comprender el crecimiento de la caridad. Aunque siempre se tiene en cuenta que tal modo humano no determina el contenido del don divino.
Entonces, se puede llegar a aclarar que la misma recepción humana tiene un valor activo va a ser el fundamento del actuar moral del hombre, pero que tal recepción y actuar no son suficientes para la comprensión total del don divino que transciende completamente al hombre. En el mismo donarse de Dios siempre hay una dimensión de comunicación divina que supera el actuar humano y que no puede ser suficientemente conocida si se la redujera al conocimiento moral.
A pesar de esta aportación fundamental que hemos de reconocer a Alejandro de Hales, él todavía no desarrolla unitariamente la relación de la caridad con las virtudes. La moral, en su esquema global de la Teología va a estar más relacionado con los mandamientos que con las virtudes que en su Summa Theologica se tratan en la cristología.
En medio de esta expectación se va a producir uno de los momentos teológicos de mayor repercusión en la historia: se trata del tratado De caritate de Santo Tomás. Su importancia rebasa la influencia de la obra del Angélico porque, a diferencia de otras opiniones teológicas defendidas por el Aquinate, el eje fundamental de su conocimiento de la caridad, que es una novedad absoluta en su época[56], se va a convertir asombrosamente en una adquisición aceptada sin discusión por el conjunto de los teólogos posteriores.
Se trata de la definición de la caridad como la amistad con Dios[57]. Esta formulación presente desde el principio de su obra, va a dar lugar a una lenta evolución de su pensamiento en el que sabe encontrar una conjunción sorprendente entre corrientes muy distintas y en aspectos teológicos muy diversos que encuentran aquí una síntesis magistral[58].
La solución que Santo Tomás va a ofrecer se puede sintetizar en dos elementos básicos que van a cambiar sustancialmente el planteamiento de la cuestión que nos afecta:
1º El valor de virtud de la caridad es específico y dependiente de ser una amistad. Con este dato fundamental renueva profundamente la perspectiva moral de Aristóteles. Para éste la amistad era para la virtud y en sí misma no era una virtud[59]. En cambio, para Santo Tomás es la unión personal con Dios que se da en la caridad en cuanto es una amistad, lo que explica su valor de virtud, que es propio y distinto de las demás virtudes. Las otras virtudes, entonces, son para esa amistad especial que es la caridad.
2º La dinámica propia de la caridad es distinta de la de las otras virtudes porque se trata de la recepción de un don[60]. Por eso, comienza con la aceptación de la presencia divina que se produce por la unio affectus específica de la caridad en la que se encuentra su valor sobrenatural[61].
La primacía del amor que plantea Santo Tomás, deja de residir en la intención para situarse en un momento anterior de la acción del hombre como es el del afecto[62]. Se trata de un afecto especial, el de una amistad que se funda en una reciprocidad afectiva específica que se sostiene en la acción primera de Dios.
El valor de este afecto, que expresa mediante la fórmula personal: como el amante está en el amado[63], le va a servir a Santo Tomás a explicar en una continuidad maravillosa las procesiones trinitarias, la recepción de la gracia y la dinámica de la caridad[64]. Aquí se comprende su método teológico que se fundamenta en la interrelación de los misterios con una aplicación muy cuidada de la analogia fidei.
Todo esto se sostiene en una dinámica comunicativa que comienza con el donarse de Dios[65], pero que requiere internamente la aceptación humana por medio de un acto conversivo del hombre por el que es divinizado por Dios y que forma parte entonces de la dinámica básica de la caridad en relación a la gracia[66].
Entonces, por una parte, la caridad por su sola presencia se convierte en el motor de todas las acciones del hombre en la medida en que nacen de la unión afectiva propia la cual es en sí misma un don divino[67]. Por otra parte, requiere para construir la acción completa del ejercicio humano que precisará de las virtudes para poder hacer efectivo el primer impulso afectivo. Esta actuación virtuosa comenzará en el momento de la intención como el primer paso para concretar la solicitud de la caridad.
Las virtudes, entonces, tienen un valor propio que no difumina la caridad. Por tanto, no son la virtud de la caridad aplicada a ámbitos concretos como parecía conducir la impronta agustiniana, sino que gozan de propia autonomía. Cada virtud tiene su propio objeto, su característico finis virtutis que es distinto del de la caridad. La caridad lo que hace es ordenar esos fines virtutum al nuevo bien de la persona que trae consigo y que sólo ella comunica: la comunión con Dios[68].
Así, la caridad, por su propio dinamismo, impulsa al hombre para que obre con perfección y requiere para ello de un cuerpo de virtudes que conforman a ese hombre como virtuoso, connaturalizado con los bienes concretos operables que dispongan a realizar las acciones correspondientes. Esto se realizará según el orden propio de cada virtud que tiene sus fine específico.
En concreto, la caridad, para producir una acción perfecta, necesita del desarrollo de la prudencia para el conocimiento virtuoso de lo que es bueno hacer aquí y ahora y que la caridad por sí misma no puede determinar[69]. En consecuencia, la mediación de la prudencia será necesaria para la determinación de cualquier acción excelente que provenga de la caridad y cumple así su objeto específico que la hace directiva de la acción de las otras virtudes. La caridad, por ello, no deja informar la prudencia abriéndola a una nueva dimensión. El punto fundamental es el de ofrecer como fin de la acción un Amado específico en la comunicación del bien de la bienaventuranza. Ambos elementos dan una nueva dimensión a la determinación concreta del bien en la acción que ha de realizar la prudencia como su propia función[70].
La caridad como principio de actuaciones y centro de la vida moral no se pone así en paralelo con el cuerpo de las virtudes, sino en una mutua dependencia en la que lleva la primacía y que está intrínsecamente relacionada con la construcción de las acciones concretas del hombre y la verdad del bien.
Se evita así un dualismo intención-ejecución, como si la caridad ofreciera sólo una intención buena y necesitara de las virtudes sólo para hacer realidad esa buena intención en los casos concretos[71]. Tales actos serían entonces exteriores a la caridad en su realización y sólo se les podría considerar signos de la misma[72]. Por el contrario, en la visión de Santo Tomás, la intención, dentro del acto humano, sólo se construye con la intervención de las virtudes que son las que permiten que, por la prudencia, la acción se dirija de un modo más pleno a su fin y que, por la mediación de las otras virtudes morales, tal intención sea firme ante los cambios que se producen por los cambios de las circunstancias tanto exteriores como interiores. Todo esto sucede en el dinamismo propio de la unión afectiva y no como algo ajeno a él.
En consecuencia, sin quitar nada de lo propio del dinamismo humano y reconociendo la importancia imprescindible de las virtudes, se aprecia una primacía del don divino en el actuar humano que no aparecía en Aristóteles, y que permite alcanzar la perfección de la virtud, esto es, que realicen el bien completo de la persona en la comunión con Dios[73].
La caridad no prescinde del esfuerzo humano dirigido a producir acciones excelentes que connaturalicen al hombre respecto del bien. Lo que realiza es animarlo y vivificarlo para que llegue al fin de la bienaventuranza y, por ello, la virtud pueda ser perfecta. Sin la caridad existen, pues, virtudes verdaderas, ya que mantienen su objeto y su capacidad operativa, pero no son virtudes perfectas, porque por ellas solas no pueden conducir a la perfección al hombre en la bienaventuranza que sólo puede provenir de un don divino[74].
Esta interpretación no reduce para nada el valor de la caridad, al contrario, lo hace mucho más profundo en cuanto su primacía es más radical. Sólo en esta posición tan inicial del primer momento afectivo la caridad nos manifiesta toda su potencialidad que supera con mucho la ordenación adecuada de la intención del hombre.
Es decir, al mantener la diferencia real entre la caridad y las virtudes, al mismo tiempo, se defiende mucho mejor la unidad de dinamismo entre ambas. La unidad en la diferencia forma parte de la lógica del amor que sostiene toda esta relación dinámica. En cambio, si no se aprecia la diferencia, lo que se pierde es la autonomía de la virtud[75]; o si se separan ambos términos, todo queda en una dualidad de operaciones en un claro extrinsecismo de la gracia[76].
La primacía afectiva de la caridad se reconoce entonces en dos niveles que hay que estudiar brevemente porque van a ser fundamentales en el tema que nos corresponde de la relación entre moral y espiritualidad.
1º La caridad aporta al actuar del hombre una primera integración afectiva que es fundamental para el actuar humano. Recordemos que tal integración es la propia de la virtud por eso, la caridad en su específica unio affectus va a manifestar todo su valor de virtud en relación a este momento virtuoso inicial al ofrecer una primera integración que no dan las otras virtudes.
¿En qué consiste esta integración? Para Santo Tomás la respuesta procede del hecho de la correlación existente entre la integración y el bien comunicado en el ámbito virtuoso. Esto es, para el nacimiento de cada virtud existen unas semina virtutum en el modo como el hombre es afectado por los distintos bienes y se dirige a ellos en su actuación[77]. La integración de esos primeros impulsos es lo que constituye fundamentalmente la virtud. El bien comunicado en la caridad no es otro que la bienaventuranza divina, un bien de tal entidad que por sí mismo ofrece al hombre una unidad afectiva nueva que varía profundamente su dinamismo[78]. Es ella la que exige la necesidad de las otras virtudes de ser informadas por la caridad. Esta bienaventuranza es el último bien de la persona que dirige todos los actos del hombre de aquí que sea decisiva para el nacimiento de un dinamismo moral radicalmente nuevo el que se dé cómo don primero al hombre[79].
De esta forma, todas las realidades humanas que mueven a obrar en las distintas acciones: la familia, el trabajo, la sociedad, quedan remitidas a la comunión específica de la caridad que la vivifica interiormente con una unión más plena y universal. Es aquí donde la unidad entre las personas que produce de la caridad tiene en sí misma una dimensión eclesial y eucarística[80].
La intención de la unidad de la Iglesia: pro mundi vita[81], es un modo de superar la tendencia a la privaticidad que caracteriza el pensamiento moral y espiritual a partir del s. XVII y que ignora el valor eclesial de las acciones y la vida cristiana.
Con el don de la beatitudo el hombre tiene, ya de partida, una Comunión originaria que le permite precisamente esa primera integración que le capacita incoativamente para los actos de las virtudes[82]. Estos actos quedan a su vez integrados en la construcción de las distintas comuniones con los hombres como el modo de participar más plenamente en esa Comunión divina incoada en el hombre.
La dimensión integrativa es parte integrante de la categoría de virtud, pero, en el caso de la caridad, se ha de explicar también en su dimensión de don y esta conjunción va a ser el principio de toda la teoría de Santo Tomás sobre los dones del Espíritu Santo[83]. La presencia del Espíritu Santo como amante por el don de la caridad, no está explicada suficientemente mediante la caridad como virtud, pero, sin embargo, es un elemento requerido para la actuación del hombre. En cambio, sí se reconoce que está contenida en la unio affectus en la medida en que dispone a ser actuado por otra persona del modo específico que realiza la amistad. Es la búsqueda del bien en la medida en que relaciona con el Amado lo que ofrece ese conocimiento original que se especifica con cada amado. Aquí, por la efusión del Espíritu Santo, se nos concede el instinctus[84] por el que podemos dirigir todas nuestras acciones a Cristo pues “tenemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16).
Se supera así una interpretación meramente efectiva de la caridad que tiene su expresión máxima en la explicación luterana que la reduce a la beneficencia y que tanto se ha extendido por medio de un planteamiento filantrópico negador del afecto[85]. Esta perspectiva reduce el crecimiento de la caridad a las obras exteriores referidas a los demás que serían signos de la misma y no propiamente actos que realizan al hombre. Además, el reconocimiento de la misma unión afectiva que sostiene la amistad específica que es la caridad, se abre aquí a una dimensión directamente contemplativa dirigida a un conocimiento amoroso de Dios que transciende la acción concreta. La vida eclesial, litúrgica y eucarística muestra así esta revelación de la belleza de Dios que no es en sí misma un contenido de nuestras acciones y que, en cambio, se convierte en un fin para ellas.
2º Por eso, podemos entender la segunda aportación de la caridad en el dinamismo de las virtudes y es el fin que las ordena[86]. Se trata de la constatación de que la acción del hombre es dispositiva para una última recepción del don de Dios. Por consiguiente, la acción del hombre tiene una dimensión que apunta más allá de sí misma. Las virtudes no pueden producir la recepción plena de la beatitudo divina, ésta sólo es posible por un último don del mismo Dios. Tal donación exige del hombre una integración perfecta de sus dinamismos afectivos que sólo es posible realizar por el desarrollo de las virtudes.
Se entiende así la importancia de la dimensión integrativa de las virtudes como preparación para la contemplación. Es el modo de entender la bienaventuranza de los limpios de corazón a los que se promete “ver a Dios” (cfr. Mt 5,8). Nuestros actos no se miden sólo por los resultados exteriores de beneficencia y la integración que producen las virtudes no se dirige sólo a la construcción de un hombre perfecto, sino a la participación plena del don de Dios en la bienaventuranza.
En la caridad existe, por consiguiente, una dimensión escatológica que se introduce en la misma acción humana y en el ejercicio general de las virtudes. No es sino la conclusión del dinamismo básico del amor que nace de una unión afectiva y tiende a una unión real[87]. La tensión a esta unión última marca la realidad dinámica de la caridad que está dirigida toda ella hacia una plenitud que trasciende toda realización humana y espera un último don de Dios del que depende su cumplimiento. La caridad “que siempre permanece” (1Cor 13,8), permite dar a toda acción humana este valor escatológico que va a ser parte del testimonio que realiza ante el mundo. Tiene ese valor testimonial porque apunta más allá de la acción; no acaba en el mismo acto sino en el Amado y en toda su belleza.
En conclusión, partir del principio afectivo de la caridad sirve para ver como en la raíz de todo el dinamismo cristiano existe una dimensión moral insuperable. Nace de una recepción del don de Dios, esto es, de la misma comunicación del amor divino. No se puede considerar esta dimensión moral como secundaria o derivada, pertenece a título propio a la novedad radical de la unión afectiva. Con ello, se debe afirmar que la experiencia cristiana es moral de raíz, la moralidad no es un añadido a la misma. No se puede considerar que existiera un sustrato anterior de la experiencia del cual la moral fuera una derivación secundaria. La moral es una dimensión primigenia de la experiencia cristiana, no se deduce de ninguna otra, no requiere una previa recepción de un don diferente de aquel que es su fuente y motor. Cualquier interpretación que la ponga en un segundo puesto conducirá a considerar el amor como un mero signo de una presencia anterior, lo cual afectará fuertemente a la misma concepción de la caridad que se vaciaría de contenido al ser separada del inicio de la generación de la acción. En consecuencia, La mediación de las virtudes, comenzando por la prudencia, es un modo de afirmación de la racionalidad humana de la acción que está confirmada y no negada por la caridad.
Pero, al mismo tiempo, nos señala que la dimensión moral de tal dinamismo no explica completamente toda la riqueza contenida en tal unión afectiva. Existe un contenido en tal unión y que pertenece así al núcleo originario de la experiencia que no es directamente operable y que en una de sus dimensiones se dirige a la contemplación del Amado. Es decir, todas las acciones que surgen de la caridad se dirigen por medio de la presencia de esta dimensión espiritual hacia una última contemplación que va más allá de lo que se obra y es la unión perfecta con el Amado. La belleza del Amado no es un producto de mis acciones, sino aquello que se quiere contemplar. Este valor contemplativo último exige como medio para alcanzar la plena recepción del don ofrecido, apoyarse en la dimensión moral y el ejercicio de las virtudes. Eso sí, la dimensión de trascendencia de la espiritualidad no se puede reducir a ser impulso y motor de la vida moral. Su inserción en los dinamismos propios de la amistad que incluyen la libertad y la acción mutua impiden diferenciar la moral y la espiritualidad como si la primero significara obligación y la acción del hombre, y la segunda lo libre y la acción de Dios. La realidad moral que de brota del momento inicial de recepción del don tampoco nos permite despreciar el valor espiritual de la experiencia de la caridad, más bien lo engrandece en su valor de fin.
Lo moral y lo espiritualidad son dos dimensiones propias de la caridad en su valor afectivo y que se distinguen por su contenido y modo de realización en la unidad del desarrollo personal de las mismas. Para crecer, sin embargo, ambas necesitan de la participación de las virtudes. Éstas, sin ser el núcleo mismo de la experiencia cristiana no son ajenas, por consiguiente, a lo básico de la misma. No se pueden considerar las virtudes y su propia dinámica como un añadido exterior al cristianismo. Se las podría denominar “las virtudes de la caridad”[88] en la medida en que en ellas alcanza un valor nuevo, una singular perfección que se ha de comprender como participación de la caridad de Cristo[89]. El cristianismo las ha aprendido del mismo Cristo, hombre perfecto.
Queda por ver, entonces, el modo como esta correlación entre la caridad y las virtudes, se desenvuelve en el crecimiento de la caridad que, al apuntar a la última comunión con Dios, siempre contiene en sí misma una dimensión espiritual.
En la misma tradición cristiana, en relación a la doctrina de San Agustín sintetizada por la mediación de Pedro Lombardo, se distinguió la caridad en grados: incipiente, proficiente y perfecta[90]. Se sigue así el modelo de crecimiento de la vida personal. En algunas interpretaciones espirituales estos tres grados se han querido explicar por medio de una atribución directa a tres momentos de la moral: el primero correspondería a los mandamientos, el segundo a las virtudes y el tercero a los dones; y también se los relaciona con los tres momentos espirituales: de purgación, iluminación y unión[91]. Por medio de este paralelismo, se ha querido explicar adecuadamente la vida espiritual cristiana determinando los elementos divinos propios de cada estado. Se piensa así seguir el esquema propio de la donación: se parte de su recepción como justificación primera que va creciendo hasta dar fruto. Esta comparación es verdadera, en cuanto a la infusión de la caridad; pero la atribución de los elementos de definidos, no se corresponde adecuadamente al dinamismo al que se quiere aplicar.
Santo Tomás lo entiende de modo diverso; pues no aplica en ningún momento la atribución anterior. Los tres elementos: mandamientos, virtudes y dones, se dan desde un principio y permanecen como dimensiones del acto moral en los tres grados. Son partes integrantes de la acción del hombre, que se integra siempre en su dinamismo, ni siquiera se puede descubrir una presencia privilegiada de alguna de ellas en una determinada etapa de la vida espiritual. El elemento propio del crecimiento se describe, más bien, desde sus características en relación con el don de Dios y su vitalidad en las acciones[92]. La diferencia entre los distintos momentos no se da, entonces, por una “transformación” entendida como un cambio de dinámica, sino como un modo de realizar más profundamente en nuestras acciones el don recibido.
Todo apunta a un don último en la medida en que la caridad sólo será en verdad perfecta cuando “Dios sea todo en todo” (1Cor 15,28). Esto se produce en la estructura de la acción precisamente cuando, por haber alcanzado el fin, la acción deja de ser un “motus” para ser un “requies” que no es sólo un mero “gaudium” sino una verdadera “iucunditas amoris” derivada de una unión personal[93]. Esa unión consiste en la participación en la Comunión de Personas divinas, tiende a una última recepción del don divino que en la acción hace desaparecer el momento de la intención e introduce a la persona humana en el descanso activo de la contemplación y reposo en el amado. No es el fin de la actividad, pero sí de la acción del hombre en cuanto “motus in Deum”[94]. En ese momento, la recepción de la “unio affectus” será perfecta participación de esa “unio affectus” que es, según la explicación del Angélico, la misma Comunión trinitaria[95].
De aquí la importancia decisiva que tiene para la comprensión de la vida espiritual la valoración adecuada de la caridad y su dinámica de unión en la diferencia que mantiene con el resto de virtudes. De este modo se comprende que tanto la moral como la espiritualidad se fundamentan en la caridad, pero cada una con su propia especificidad y, además, que para la vida cristiana es imprescindible el ejercicio de las virtudes.
La respuesta última de Jesucristo al problema del escriba está llena del realismo propio del amor: “Haz tú lo mismo” (Lc 10,37)[96], un imperativo que aparece
como una síntesis de todo el texto. Es una invitación específica a realizar en la vida la enseñanza de la parábola. Significa aprender una lección que debe convertirse en un camino de vida. Une en sí la eficacia de la caridad como modo propio de gustar de la misericordia divina, con la iniciativa divina que se evidencia en el ejemplo operativo del samaritano.
Tal imperativo no es ajeno a la acción de Cristo. En el paralelo de Marcos la última afirmación así lo reconocía “no estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12,34). A la buena intención del interlocutor el Maestro divino le ofrece el don que esconde en su vida: el don de Dios al que se entra por la conversión y la fe (Mc 1,15) y que se ha hecho presente entre los hombres, se ha acercado a ellos, en la Persona de Cristo. Él es el sostén y el desarrollo de la caridad de todo cristiano.
El camino que abre la presencia de Cristo da identidad a la vida cristiana y contiene en sí tanto la dimensión moral como la espiritual de nuestra vida. Su seguimiento está unido a una transformación que sólo acaba en la unión definitiva con Él en la gloria. No existe una enseñanza definitiva de esta unión como si fuera una doctrina ya adquirida. La dinámica de crecimiento de la caridad exige el seguimiento de una Persona que nos abre el camino del amor.
Todo queda en la elección de ese único Maestro que ha venido a enseñarnos esa vida abundante de la caridad.
“Muchos han hablado sobre la caridad; pero si la buscaras, sólo la encontrarías entre los discípulos de Cristo. Pues sólo estos tenían como maestro de caridad a la caridad misma. De la cual decía el Apóstol: Si tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda ciencia, pero no tuviera la caridad, de nada me serviría. Quien ha nacido de la caridad, de Dios ha nacido, porque Dios es caridad.”[97]
[1] J.A. Fitzmyer, El Evangelio Según Lucas, III, Ed. Cristiandad, Madrid 1987, 276-291. Por este motivo, San Lucas saca la pregunta sobre el mandato mayor del marco del discurso en el Templo -donde aparece en Mt y Mc 12,28-34- y lo introduce en el paso de Jesús por Samaría dentro del itinerario lucano de peregrinación de Jesús a Jerusalén.
[2] Como aparece en las discusiones modernas: J. De Jong, A New Commandment. The Unity of Love of Neighbor and Love of God in Recent Theology, Priest of the Sacred Heart, Hales Corners, Wisconsin 1974.
[3] Cfr. S. Kierkegaard, Gli atti dell’amore, Rusconi, Milano 1982, 170-194.
[4] Todavía más evidente en la redacción de: Mc 12,28-34. Cfr. J. Gnilka, El Evangelio según san Marcos, II, Sígueme, Salamanca 1986, 190-197.
[5] Cfr. S. Pinckaers, El Evangelio y la moral, EIUNSA, Barcelona 1992, 66: “El prójimo ya no es aquel que está próximo sino aquel al que nos hacemos próximos al amarle. Aquí tenemos el principio motor del universalismo evangélico.”
[6] Cfr. M.-F. Sciacca, “La triple altérité et l’être «amoureux»”, en Aa.Vv., L’homme et son prochain. Actes du VIIIe Congrès des Sociétés de Philosophie de Langue Française. Toulouse 6-9 Septembre 1956, Presses Universitaires de France, Paris 1956, 236-239.
[7] Cfr. S. Agustín, In Iohannis Euangelium Tractatus, Trac. 41, 13 (CCSL 36,365): “Es el que ha prometido la santidad, el que se compadeció en el camino del que fue abandonado medio muerto por los ladrones”.
[8] Veritatis splendor, n. 19.
[9] Veritatis splendor, nn. 23. 110; y Evangelium vitae, n. 52.
[10] Como se insiste en el paralelo de Marcos donde se dice 12,33: “más vale que todos los holocaustos y sacrificios”.
[11] Cfr. D. Muñoz León, “La novedad del Mandamiento del amor en los escritos de San Juan: Intentos modernos de solución”, en Aa.Vv., La Ética Bíblica. XXIX Semana Bíblica Española (Madrid, 22-26 Sept. 1969), CSIC, Madrid 1971, 193-231.
[12] S. Ambrosio, Expositio Euangelii secundum Lucam, l. 5, 16 (CCSL 14,140). Cfr. S. Jerónimo, Commentariorum in Matheum libri IV, l. 2, supra IV, 27 (CCSL 77,172).
[13] Perfectae Caritatis, n. 2.
[14] Nn. 19-21.
[15] N. 18.
[16] Así lo intenta hacer: S. Pinckaers, La vida espiritual, “AMATECA, 17**”, Edicep, Valencia 1994, 165-179.
[17] Es la conclusión del estudio de: L. Cacciabue, La carità soprannaturale come amicizia con Dio. Studio storico sui Commentatori di S. Tommaso dal Gaetano ai Salmanticensi, Morcelliana. Brixiae 1972.
[18] Cfr. H. Bremond, Histoire littéraire du Sentiment religieux en France. Depuis la fin des guerres de religion jusqu'a nos jours, I: L’Humanisme dévôt. 1580-1660, Armand Colin, Paris21967, 378-385.
[19] Cfr. como ejemplo: É. Mersch, “La grâce et les vertus théologales”, en Nouvelle Revue Théologique 64 (1937) 802-817; G. Gilleman, Le primat de la Charité en théologie morale.Essai Méthodologique, E. Nauwelaerts-Desclée de Brouwer, Leuven-Paris 1952.
[20] Cfr. J. Alfaro, Fides, Spes, Caritas. Adnotationes in Tractatum De Virtutibus Theologicis, Pontificia Universitas Gregoriana, Ed. Nova, Romae 1968.
[21] Para ello ver el estudio de la continuidad de estos temas en: R. Caseri, Il principio della carità in Teologia morale. Dal contributo di G. Gilleman a una via riproposta, Glossa, Milano 1995. En la teología espiritual uno de los que tratan de ella es: Ch.-A. Bernard, Traité de Théologie Spirituelle, Cerf, Paris 1986, 183-206.
[22] Se puede sacar esta conclusión si analizamos las propuestas de: P. Scarafoni, Amore salvifico. Una lettura del misterio della salvezza. Uno studio comparativo di alcune soteriologie cattoliche post-conciliari, Editrice Pontificia Università Gregoriana, Roma 1998.
[23] Cfr. M. Cozzoli, Etica teologale. Fede, Carità, Speranza, Ed. Paoline, Cinisello Balsamo 1991; M. Lubomirski, Vita nuova nella fede, speranza, carità, Citadella Editrice, Assisi 2000; M. Gelabert Ballester, Para encontrar a Dios, San Esteban-EDIBESA, Salamanca-Madrid 2002; J.R. Flecha Andrés, Vida cristiana, vida teologal. Para una moral de la virtud, Secretariado Trinitario, Salamanca 2002.
[24] Cfr. como ejemplo: P.J. Wadell, La primacía del Amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002 (original inglés de 1992); E.C. Vacek, Love, Human and Divine: The Heart of Christian Ethics, Georgetown University Press, Washington, D.C. 1994; S.J. Pope., The Evolution of Altruism and the Ordering of Love, Georgetown University Press, Washington, D.C. 1994; D. Urrutigoity Pithod, El amor. Un acercamiento antropológico desde Tomás de Aquino, Excerpta e dissertationibus in Philosophia, VIII, Pamplona 1998, 435-543; J. Cruz Cruz, El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor humano en Tomás de Aquino, Rialp, Madrid 1999; M.C. Donadío Maggi de Gandolfi, Amor y bien. Los problemas del amor en Santo Tomás de Aquino, Universidad Católica de Argentina, Universitas S.R.L. Buenos Aires 1999.
[25] Para el aspecto moral: cfr. A. Bonandi, “Modelli di teologia morale nel ventesimo secolo (II)”, en Teologia 24 (1999) 206-243.
[26] Cfr. R. Balducelli, Il concetto teologico di carità attraverso le maggiori interpretazioni patristiche e medievali di I ad Cor. XIII, The Catholic University of America Press, Washington, D.C. 1951.
[27] Cfr. Ambrosiaster, Ad Corinthios Prima, 8, 2 (CSEL 81,92): “dum enim caritatem, quaemater omnium bonorum est”; Idem, In prep. ad Missam, 5 (PL 17,757): “Domine, quaeso, illud multiforme bonum... charitas scilicet, quae fundamentum est omnium bonorum.” Que llega al Lombardo como: Pedro Lombardo, Libri Sententiarum III, d. 23, c. 3, 2, ed. Collegii S. Bonaventura ad Claras Aquas, II, Grottaferrata, Romae 1981, 142: “Caritas... mater est omnium virtutum, quae omnes informat, sine qua nulla vera virtus est.” Para su historia: cfr. A.J. Falanga, Charity the Form of the Virtues According to Saint Thomas, The Catholic University of America Press, Washington, D.C. 1948.
[28] Cfr. H.-D. Simonin, “La Lumière de l’amour. Essai sur la connaissance affective”, en La Vie Spirituelle (Suplemént) 46 [a.18] (1936) 65-72. Para el conocimiento amoroso: cfr. M. Scheler,Liebe und Erkenntnis, Lehnen Verlag, München 1955; M.C. D’Arcy, The Meeting of Love and Knowledge. Perennial Wisdom, George Allen and Unwin, London 1958; M.C. Nussbaum,Love’s Knowledge. Essays on Philosophy and Literature, Oxford University Press, New York-Oxford 1990.
[29] Cuya tradición comienza con: Orígenes, In Canticum Canticorum, l. 3 (PG 13,156): “Hay un orden suyo y una medida de este modo, verbi gratia: amar a Dios sin ningún límite, no hay ninguna medida, sino esta sola que le exhibas todo lo tengas. Pues en Cristo Jesús Dios es amable con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. En esto no hay ninguna medida. En amar al prójimo hay una medida. A tu prójimo, dice, ámale como a ti mismo.”
[30] Cfr. H. Pétré, CARITAS. Étude sur le vocabulaire latin de la charité chrétienne, Spicilegium Sacrum Lovaniense, Louvain, 1948, 89-97.
[31] Como le sucede a Nygren con su explicación de la relación entre έρωςy αγάπη: cfr. A. Nygren, Érôs et Agapè. La notion chrétienne de l’amour et ses transformations, Aubier Montaigne, 3 vol., Paris 1952.
[32] Cfr. H. Arendt, El concepto de amor en san Agustín, Ed. Encuentro, Madrid 2001, 71-107.
[33] Para un análisis de esta distinción: cfr. A Di Giovanni, La dialettica dell’amore. “Uti-Frui” nelle preconfessioni di sant’Agostino, Ed. Abete, Roma 1965.
[34] Según el principio de la “via interioritatis”: cfr. S. Augustín, De Vera Religione, 39, 72 (CCSL 32,234): “No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad. Y si encuentras que tu naturaleza es mutable, trasciéndete a ti mismo”.
[35] S. Agustín, In Epistola ad Parthos, 7, 7 (PL 35,2033). A lo cual precede: “¿Buscas discernir al Padre que entrega al Hijo, al Hijo que se entrega a sí mismo y al discípulo Judas que entrega a su maestro? Pues el Padre y el Hijo lo hicieron por caridad y Judas como traición.” Es la frase que luego va a emplear Pedro Abelardo para iniciar la fortísima discusión sobre el valor de la intención dentro del acto humano: cfr. P. Abelardo, Ethica, c. 3 (PL 178,644).
[36] Según la definición de: S. Agustín, De Trinitate, l. 8, c. 8, 12 (CCSL 50,289): “Ex igitur eademque caritate deum proximumque diligimus, sed deum propter deum, nos autem et proximum propter deum.”
[37] S. Agustín, In Epistola ad Parthos, 7, 7 (PL 35, 2033) en la que da la explicación: “la raíz está dentro del amor, de esta raíz no puede existir sino el bien.” Para su comprensión: cfr. J. Gallagay, “Dilige et quod vis fac. Notes d’exégèse augustinienne”, en Recherches de ScienceReligieuse 43 (1955) 545-555.
[38] S. Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manichaeorum libri duo, l. 1, c. 15, 25 (PL 32,1322). Y la cita de: ibidem, l. 1, c. 25, 46 (PL 32,1330s.) citado en CCE, n. 1809.
[39] Cfr. S. Agustín, De doctrina christiana, 1, 28, 29 (CCSL 32,22): “Todos deben ser amados igualmente, pero como no puedes favorecer a todos, se debe aconsejar hacerlo en primer lugar a los que por algún azar te están unidos más estrechamente por la oportunidad de los tiempos y lugares.”
[40] Cfr. J. Granados, “‘Vides Trinitatem si caritatem vides’. Vía del amor y Espíritu Santo en elDe Trinitate de San Agustín”, en Revista Agustiniana 43 (2002) 23-61.
[41] Mediante la autoridad de: Pedro Lombardo, Sententiae III, d. 27, c. 2, l.c., II, 162: “Caritas est dilectio qua diligitur Deus propter se, et proximus propter Deum vel in Deo.”
[42] Cfr. A. Landgraf, “Studien zur Erkenntnis des Übernatürlichen in der Frühscholastik”, enScholastik 4 (1929) 1-37; 189-220; 352-389.
[43] Cfr. L.-B. Gillon, “Genèse de la théorie thomiste de l’amour”, en Revue Thomiste 46 (1946) 322-329.
[44] S. Bernardo, De diligendo Deo, en Sancti Bernardi Opera, III: Tractatus et opuscula, Ed. Cistercienses, Romae 1963, 109-154.
[45] Cfr. J. Leclercq, “Amore e conoscenza secondo san Bernardo di Chiaravalle”, en La Scuola Cattolica 120 (1992) 6-14.
[46] Cfr. Ricardo de San Víctor, De quatuor gradibus violentæ charitatis, (PL 196,1207-1224); E. Kulesza, La doctrine mystique de Richard de Saint-Victor, Université de Fribourg, Suisse, Éditions de la Vie Spirituelle, Saint-Maximin s.a.
[47] Cfr. S. Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, en Tria opuscula, Collegii S. Bonaventurae, Ad Claras Aquas, Quaracchi 51938, 287-361. H.-J. Ennis, The Primacy of Charity in Moral Theology According to Saint Bonaventura, Louvain 1972.
[48] Cfr. R. Roques, L’univers dionysien. Structure hiérarchique du monde selon le Pseudo-Denys, Éd. du Cerf, Maubourg 21983; Ch.-A. Bernard, “La doctrine mystique de Denys L’Aréopagite”, en Gregorianum 68 (1987) 538-540.
[49] San Buenaventura es el que profundiza más en el sistema de las virtudes: cfr. E.-A. Synan, “Cardinal Virtues in the Cosmos of Saint Bonaventura”, en Aa.Vv., S, Bonaventura 1274-1974, III, Grotaferrata 1974, 21-38.
[50] Cfr. M. Grabmann, Guglielmo di Moerbecke O.P. il traduttore delle opere di Aristotele, Pontificia Università Gregoriana, Roma 1946; G. Wieland, Ethica – Scientia pratica. Die Anfänge der philosophischen Ethik im 13. Jahrhundert, “Beiträge zur Geschichte der Philosophie und Theologie des Mittelalters, Neue Folge, 21”, Münster 1981.
[51] Cfr. Pedro Lombardo, Sententiae I, d. 17, c. 1, 2, l.c., I (1971) 141: “el mismo Espíritu Santo es el amor o la caridad por la cual amamos a Dios y al prójimo”. G.G. Meersseman, “Pourquoi le Lombard n’a-t-il pas conçu la charité comme amitié?”, en Miscellanea Lombardiana, Istituto Geografico de Agostini, Novara 1957, 165-174.
[52] Es decir, la caridad creada, como ya destaca el primero de sus comentadores: Alejandro De Hales, Glossa in quatuor libros Sententiarum Petri Lombardi, I, d. 17, 4, PP. Collegii S. Bonaventurae, Quaracchi, Florentiae 1951, 169: “Parece proceder por un término medio equívoco, en cuanto el amor por el que Dios es amado por nosotros es creado, y el amor que es Dios es increado”. Cfr. G. Hibbert, “Created and Uncreated Charity. A Study of the Doctrinal and Historical Context of St Thomas’s Teaching on the Nature of Charity”, en Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale 31 (1964) 63-84.
[53] Alejandro De Hales, Summa Theologica, l. 2, Pars III, inq. 1, Trac. 1, q. 2, a. 2, sol 1(n. 609), cura PP. Collegii S. Bonaventurae, Ad Claras Aquas, IV, Quaracchi 1948, 959.
[54] Ibidem: “en lo que digo ‘grato a Dios’ se pone alguna disposición en nosotros distinta de la gracia increada, por esta disposición decimos que somos gratos a Dios; pero ésta nos es dada gratis [gratis data] y nos hace gratos [faciens gratum]; por lo que es una gracia creada.”
[55] En el caso de Santo Tomás: cfr. cfr. I Sent., d. 17, q. 1, a. 1, s.c. 1: “Todo lo que se recibe en alguien, se recibe según el modo del recipiente. Pero el amor increado, que es el Espíritu Santo, es participado en la criatura. Por tanto, según el modo de la misma criatura.”; De Caritate, q. un., a. 1, s.c.
[56] Como lo demuestra: I. Keller, “De virtute caritatis ut amicitia quadam divina”, en Xenia Thomistica, II, Typis Poliglotis Vaticanis, Romae 1925, 233-276.
[57] STh., II-II, q. 23, a. 1: “caritas amicitia quaedam est hominis ad Deum.”
[58] Para la evolución de este pensamiento: cfr. J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, Amor es nombre de persona (I, q. 37, a. 1). Estudio sobre la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Mursia-PUL, Roma 2001.
[59] De hecho, Santo Tomás comienza pensando en la caridad con una concepción aristotélica de virtud y de amistad en el Scriptum super Sententiis que le obliga a matizar su valor de amistad en: III Sent., d. 27, q. 2, a. 1; incluso en el De Caritate comienza tratando el tema de la virtud en el a. 1, para luego hablar de la caridad en el a. 2.
[60] Como se puede ver por el estudio que hace del crecimiento de la caridad: cfr. STh., II-II, q. 24. Para este tema: cfr. el c. 8 de este libro: J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “«La fe que obra por la caridad» (Gal 5,6): un anuncio de vida cristiana”.
[61] Cfr. STh., II-II, q. 27, a. 1. Para su interpretación: J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, Amor es nombre de persona, cit., 573-587.
[62] Cfr. P.J. Wadell, La primacía del amor. Una introducción a la Ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002.
[63] Cfr. A. Combes, “‘Sicut cognitum in cognoscente et amatum in amante’. Essai d’exégèse thomiste”, en Miscellanea Antonio Piolanti, I, Pontificia Universitas Lateranensis, Romae 1963, 111-137.
[64] Cfr. R. Garrigou-Lagrange, “The Fecundity of Goodness”, en The Thomist 2 (1940) 226 -236.
[65] Cfr. J.-P. Jossua, “L’axiome ‘bonum diffusivum sui’ chez s. Thomas d’Aquin”, enRecherches de Science Religieuse 40 (1966) 127-153; A. Di Maio, Il concetto di comunicazione. Saggio di lessicografia filosofia e teologica sul tema di ‘communicare’ in Tommaso d’Aquino, Pontifica Università Gregoriana, Roma 1998.
[66] Como estudian: H. Bouillard, Conversion et grâce chez S. Thomas d’Aquin. Étude historique, Aubier, Paris 1944; J.-M. Laporte, Les structures dynamiques de la grâce, Desclée-Bellarmin, Tournai-Montréal 1973; J.P. Wawrykow, God’s Grace & Human Action, ‘Merit’ in the Theology of Thomas Aquinas, University of Notre Dame Press, Notre Dame-London 1995.
[67] Cfr. STh., II-II, q. 23, a. 8, ad 3: “se dice que la caridad es el fin de las otras virtudes porque las ordena a su fin y en cuanto la madre es la que concibe de otro, por esta razón se dice que es madre de las otros virtudes porque desde el apetito al fin último concibe los actos de las otras virtudes, imperándolos.” Se puede estudiar la evolución de esta afirmación respecto a: III Sent, d. 23, q. 3, a. 1; De Veritate, q. 14, a. 5; De Caritate, q. un., a. 3. Para su estudio: J.E. van Roey, De Virtute Charitatis. Quæstiones selectæ, H. Decían, Mechlinlæ 1929, 12-117; para los comentadores: J. Abel, “L’influence de la charité dans la vie morale. Une controverse entre comentateurs de saint Thomas”, en Recherches de Theologie Ancienne et Médievale 37 (1970) 58-74.
[68] Ya aparece esta distinción en: III Sent., d. 27, q. 2, a. 2, ad 2: “la caridad nos se dice que sea el fin del precepto en cuanto el último fin de las virtudes, sino en cuanto ordena todas las otras virtudes hacia el fin último”. Ver para este tema: J. Noriega, “Las virtudes y la comunión”, en La plenitud del obrar cristiano, cit., 403-411.
[69] Cfr. C.A.J. Van Ouwerkerk, Caritas et ratio. Étude sur le double principe de la vie morale chrétienne d’après S. Thomas d’Aquin, Drukkerij Gebr. Janssen, Nijmegen 1956.
[70] Cfr. D. Westberg, Right Practical reason. Aristotle, Action and Prudence in Aquinas, Clarendon Press, Oxford 1994.
[71] Es la tesis que defiende: J.F. Keenan, Goodness and Rightness in Thomas Aquinas's 'Summa Theologiae', Georgetown University Press, Washington, D.C. 1992.
[72] Es lo que propone la teoría crítica de la denominada “opción fundamental”: cfr. J. FuchsEsiste una morale cristiana? Questioni critiche in un tempo di secolarizzazione, Herder-Morcelliana, Roma-Brescia 1970.
[73]Cfr. A. Wohlman, “L’elaboration des éléments aristotéliciens dans la doctrine thomiste de l’amour”, en Revue Thomiste 82 (1982) 247-269.
[74] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., II-II, q. 23, a. 7.
[75] Como ocurría con el ordo amoris agustiniano.
[76] Que es la acusación de dualismo de la teoría crítica de la opción fundamental: cfr. Veritatis splendor, n. 67.
[77] Cfr. STh., I-II, q. 51, a. 1.
[78] Cfr. STh., II-II, q. 23, a. 1.: “En cuanto hay una comunicación del hombre hacia Dios porque nos comunica su bienaventuranza.”
[79] Cfr. L. Melina, “Actuar por el bien de la comunión”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 379-401.
[80] Santo Tomás trata esta dimensión eclesial de la caridad sobre todo en su Quaestio disputata De Caritate.
[81] Cfr. Optatam totius, n. 16.
[82] Es el fundamento para lo que Santo Tomás denomina “virtudes morales infusas”: cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 63. a. 3.
[83] Cfr. Para este tema: J. Noriega Bastos, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, Mursia, Roma 2000.
[84] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 68, a. 1.
[85] Cfr. S.J. Pope, The Evolution of Altruism and the Ordering of Love, Georgetown University Press, Washington, D.C. 1994; en donde responde a la teoría del “equal regard” de: G. Outka,Agape. An Ethical Analysis, Yale University Press, New Haven and London 1972.
[86] Elemento fundamental para la consideración de la “forma virtutum”: cfr. STh., II-II, q. 23, a. 8.
[87] Cfr. S. Tomás de Aquino, Summa Contra Gentiles, l. 1, c. 91 (n. 760).
[88] Que es una expresión de: P.J. Wadell, La Primacía del amor, cit., 137.
[89] Cfr. L. Melina, Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004.
[90] Cfr. Pedro Lombardo, Sententiae III, d. 29, c. 3, 1; l.c., II, 177: “Hay que saber también que hay diversos grados de la caridad: hay una caridad incipiente, proficiente, perfecta y perfectísima”. Que pone como fuente: S. Agustín, In Epistola ad Parthos, 5 (PL 35,2014).
[91] Cfr. J.-P. Torrell, Saint Thomas d’Aquin, maître spirituel, Cerf-Éditions Universitaires de Fribourg, Paris-Fribourg (Suisse) 1996, 481, nota 60.
[92] Como lo realiza Santo Tomás en: De perfectione spiritualis vitae, ed. Leonina, XLI/B, ad Sanctae Sabinae, Romae 1969; y STh., II-II, q. 24, a. 9.
[93] Según la hermosa expresión de: Ricardo de San Víctor, De Trinitate, l. 3, c. 14 (PL 196,925).
[94] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I, q. 2, prol. Cfr. A. Meli, “Beatitudo imperfecta”: considerazioni su un tema della Summa Theologiae di San Tommaso d’Aquino, Università Pontifica Salesiana, Roma 1986.
[95] Cfr. J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, Amor es nombre de persona, cit., 172-182.
[96] J.A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas, cit., 288.
[97] Máximo el Confesor, Capitum de charitate, Centuria IV, 100 (PG 90,1074).
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