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Redescubrir “el alma de Europa” supone bucear en sus raíces cristianas hasta encontrar el oxígeno necesario para restaurar el equilibrio
El pasado 11 de abril, en su discurso al nuevo embajador de Croacia ante la Santa Sede Benedicto XVI reafirmaba gráficamente lo que fue un verdadero leitmotiv en la predicación de Juan Pablo II: «afirmar que Europa no tiene raíces cristianas equivale a pretender que un hombre pueda vivir sin oxígeno y sin alimento». Coincidía así con lo que, muchos años antes, decía Arnold Toynbee: que para recuperar los valores espirituales de la cultura europea había que regresar “a respirar oxígeno” en la herencia de la cultura occidental cristiana.
Un observador superficial podría entender estas reiteradas afirmaciones de los últimos pontífices como nostálgicos ensueños de mentes ancladas en el pasado, mientras la gran sociedad sigue su curso por otros derroteros. Se equivocaría. Esas bases cristianas permanecen en capas subterráneas como lo hace el petróleo en la piedra pómez, hasta que súbitamente emergen en la escena política, social o cultural, como se dispara un muelle comprimido ante un estímulo externo.
Pensemos en un solo ejemplo: el derrumbamiento de los sistemas ideológicos que durante más de setenta años sustentaron a los países del Este europeo. Lo que provocó ese monumental seísmo político fue la conjunción de dos fuerzas cuya vitalidad había sido negadas por los ideólogos más sesudos de uno y otro lado de Europa: religión y nacionalismo. A través de ellas la nueva Europa redescubrió las viejas fuerzas que mueven la historia. El legado común y los valores ético-espirituales hicieron emerger esa comunidad de derechos fundamentales sobre las que se asienta.
Bajo una capa de hielo
En otras palabras, la vieja Europa puede a primera vista haberse convertido en un desierto espiritual sobre el que abaten los rigores de un invierno que cubre de hielo la superficie de la tierra. Sin embargo, «bajo la capa de hielo permanecen adormecidas unas raíces cristianas, prontas a despertar de su letargo» (Orlandis).
Permítanme, para explicar lo que quiero decir, un desahogo poco técnico pero sintomático. Hay una novela de John Le Carré (“El espía no vuelve”) en la que se desarrolla una sombría conversación entre un agente del MSI (servicio de espionaje británico) y otro del KGB soviético. Este pregunta al británico, cuál es la ideología que representa el Cambridge Circus (sede del MSI). Este contesta que evidentemente ellos no son marxistas. El soviético inmediatamente afirma: «entonces, sois cristianos». E insiste, «si no sois marxistas, la sociedad occidental tiene que ser cristiana». Repárese que, para la mente agnóstica del agente soviético, no hay más alternativa, por lo menos en Occidente, que una mente, al menos, potencialmente cristiana.
Efectivamente, cuando se contempla el complejo entramado de relaciones entre cristianismo e instituciones jurídicas occidentales se detecta que nuestras opciones políticas fundamentales, nuestras esperanzas y reacciones más profundas dejan entrever reflejos secularizados y democratizados de lo que Moulin llama “infraestructuras religiosas”, que más de veinte siglos de cristianismo han inscrito en el patrimonio sociocultural de Europa. El influjo cristiano sobre nuestra cultura es simplemente abrumador: en la arquitectura, en la música (sobre todo clásica), en las artes figurativas, en la literatura o en la poesía. Como dice Weiler, «no cabe eliminar el cristianismo de la historia de Europa, como no se pueden eliminar las cruces de los cementerios».
Tiene así razón la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (hoy incorporada al tratado de Lisboa) cuando hace depender del “patrimonio espiritual y moral” en el que se basa Europa, —en otras palabras, la tradición judeo-cristiana— los valores indivisibles y universales de dignidad humana, de libertad, de igualdad y solidaridad
Las raíces del viejo tronco
Se entiende que, cuando hace un par de días, el pasado 16 de abril, la nueva embajadora de España ante la Santa Sede presentaba sus credenciales, el Papa mostrara su extrañeza ante «formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe», que, en definitiva, suponen «renegar de la historia de la mayoría de los ciudadanos de un pueblo».
La impresión que da es que Benedicto XVI se encuentra hoy en el centro de una borrasca alimentada por dos turbulencias radicales: la de los fundamentalistas pseudoreligiosos, empeñados en hacer la voluntad de Dios, “lo quiera Dios o no lo quiera”, y el de los laicistas de viejo cuño, que proponen una versión extravagante, en clave ideocrática, del cementerio de la teocracia: prohibido pensar diferente.
La respuesta equilibrada del problema es ir a las raíces del árbol de nuestra civilización, el humus común en que se insertan. Redescubrir “el alma de Europa”, supone, en definitiva, bucear en sus raíces cristianas hasta encontrar el oxígeno necesario para restaurar el equilibrio. Es lo que, al principio de estas líneas, describía como la gran meta a la que hoy apunta el Papa Ratzinger y, ayer, pedía el filósofo de la historia británico.
Rafael Navarro-Valls
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