Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
Índice
1. La ética filosófica o filosofía moral.
2. La ética teológica o teología moral.
2.1. El sujeto moral cristiano.
2.2. Naturaleza de teología moral.
2.3. Fuentes de la teología moral.
2.4. Teología moral: razón y fe.
3. Ciencia moral y ciencias positivas.
4. Ciencia moral y derecho
La ciencia moral es un saber sobre la bondad o maldad de los actos humanos, no solo teórico o especulativo, sino práctico, ya que tiene una finalidad directiva, que consiste en ayudar a la persona a realizar una conducta buena.
Este saber puede ser fruto o bien de un estudio filosófico-práctico: se trata entonces de la ética filosófica o filosofía moral, o bien teológico: en este caso hablamos de teología moral o ética teológica.
La ética, como estudio científico-sistemático sobre la conducta humana, presupone como punto de partida propio y específico, la experiencia moral. La reflexión sobre esta experiencia da lugar al hábito intelectual de la ciencia moral. La reflexión científico-sistemática correspondiente constituye la ética filosófica o filosofía moral. A continuación desarrollamos estos momentos.
La vida moral puede nacer y desarrollarse porque gracias a la razón práctica, de modo natural, la persona conoce el bien y el mal, y no solo los conoce sino que se siente llamada a amar el primero y a evitar el segundo: el bien conocido no es algo que está ahí, sin más, ante lo que se puede permanecer indiferente, sino que interpela y exige una respuesta personal. Esta función de la razón práctica es conocida con el nombre de sindéresis o razón natural.
La sindéresis es el origen del deber moral, que no es otra cosa que el bien en cuanto mandado o preceptuado por la razón porque es un bien. Lo que mueve al deber es el bien, que es lo primero en la intelección. No se puede decir, en cambio, que lo que mueve al bien es el deber. En consecuencia, todo el bien en su conjunto (alcanzar la perfección) es un deber para el hombre. No tendría sentido, por tanto, dividir la vida moral en dos niveles, el de lo debido (como un primer nivel obligatorio para todos) y el de lo perfecto (un nivel superior para los que “libremente” quieran aspirar a la perfección moral).
Ante el bien que le interpela como algo que debe hacer, la persona adquiere la conciencia de su libertad, porque experimenta que depende de ella hacerlo o no. A la vez, percibe que su libertad no es absoluta, porque el bien la reclama de modo absoluto, sin condiciones. Su respuesta es libre, pero su respuesta libre es la respuesta a una llamada absoluta, es un deber.
La respuesta positiva al deber es también el reconocimiento de que la persona no es un absoluto, y de que hay un absoluto que es quien la interpela absolutamente. Se puede decir, por eso, que el supuesto de la respuesta al bien que nos interpela es la humildad: el reconocimiento de la verdad de nuestro ser y de la verdad del ser absoluto. La respuesta positiva al deber es el comienzo de la apertura a Dios.
Es importante poner de relieve que el deber moral no parte de la razón teórica, sino de la razón práctica. La razón teórica concibe los objetos como objetos de saber; la razón práctica, en cambio, como objetos de realización, es decir, como bienes. Este comienzo de la vida moral vacía de contenido la objeción conocida como “falacia naturalista”, según la cual la moral no tiene fundamento porque no se puede pasar del ser al deber ser. En efecto, el deber no se puede deducir del ser. Pero, como hemos visto, el comienzo de la vida moral es la sindéresis, hábito de la razón práctica, y no el intelecto, hábito de la razón especulativa o teórica.
En el primer momento, el de la experiencia moral, cuando la persona conoce un bien y experimenta que su razón práctica realiza un juicio práctico que manda o preceptúa realizar ese bien, el objeto de la razón práctica es el bien debido.
Sólo después, la persona, como consecuencia de una reflexión espontánea (a la que se puede prestar mayor o menor atención) sobre su inclinación al bien o huida del mal y los correspondientes juicios prácticos, enuncia “preceptos” y “normas morales” en forma de deber: “se debe hacer el bien y evitar el mal”, “no se debe hacer a nadie lo que no quiero que los demás me hagan a mí”, etc. El producto de esta reflexión es el saber moral habitual o hábito de la ciencia moral (cfr. M. Rhonheimer, 2000, 310-311).
La ética filosófica o filosofía moral no es otra cosa que una reflexión científica y sistemática que presupone la experiencia moral y la toma como punto de partida. En consecuencia, debe tener en cuenta las condiciones específicas del ejercicio directo de la razón práctica en la vida moral (cfr. Rodríguez Luño, 2001, 51).
Concretamente, no puede soslayar que el hábito del saber moral de la persona parte de unospresupuestos naturales específicos: los primeros principios prácticos. Además, debe contar con que en la formación de ese hábito no solo interviene el uso de la razón, sino también otros factores como la experiencia y el contexto ético e histórico en el que la persona crece: la educación en la familia, en la Iglesia, en la escuela, etc.; factores que pueden favorecer o dificultar el conocimiento de los principios y normas morales (cfr. Rodríguez Luño, 2001, 52).
Si no quiere incurrir en el error del racionalismo ético, la moral filosófica debe tratar de comprender y fundamentar los contenidos de la experiencia moral. Ahora bien, como esta puede ser fuente de errores, debido a los diversos condicionamientos de la persona, la moral -si quiere evitar el positivismo ético- tiene que afrontar la misión de “esclarecer, purificar, precisar y desarrollar los criterios de juicio y las motivaciones presentes en la moral vivida” (Rodríguez Luño, 2001, 53)
La ética teológica o teología moral es la ciencia que trata de comprender, a partir de la Revelación, la vida moral del cristiano. El sujeto de esta vida moral es una “nueva criatura” (Gá 6,5), es el hombre divinizado por la gracia, hijo de Dios en Cristo, templo del Espíritu Santo, capacitado para una nueva conducta moral por las virtudes sobrenaturales y los dones.
En consecuencia, la vida moral a la que el cristiano está llamado es muy superior al modelo ético humano más elevado. Esa vida moral consiste en la progresiva identificación con Cristopor la fe, la esperanza y el amor.
Sin la fe y la gracia, que son los principios de la vida sobrenatural de los hijos de Dios, es imposible desarrollar perfectamente la vida cristiana. De ahí que esta deba considerarse original y específica, radicalmente diferente de cualquier ética sólo humana. Sin embargo es, al mismo tiempo, la vocación universal, pues Cristo ha derramado su Sangre por todos los hombres para la remisión de sus pecados y su salvación eterna (cfr. Mt 26,28).
La conducta moral del cristiano, como es lógico, asume todas las exigencias de la moral humana: el orden de la redención implica el orden de la creación; la gracia supone la naturaleza, lo sobrenatural se asienta sobre lo natural, lo perfecciona y lo eleva.
A partir del conocimiento del sujeto moral cristiano, podemos ahora definir la ciencia teológico-moral. Entre las innumerables definiciones que se han propuesto, una de las más acertadas es la que ofrece S. Pinckaers: “La teología moral es la parte de la teología que estudia los actos humanos para ordenarlos a la visión amorosa de Dios, como bienaventuranza verdadera y plena, y al fin último del hombre, por medio de la gracia, de las virtudes y de los dones, y esto a la luz de la Revelación y de la razón” (Pinckaers, 2007, 32).
La teología moral se ocupa de los actos humanos en sus dimensiones internas y externas, para ordenarlos a la visión amorosa de Dios, que es el destino al que todo hombre está llamado (cfr. 1 Co 13,12; 1 Jn 3,2), su fin último, la meta a la que debe orientar toda su vida, y en la que encontrará la felicidad que colmará todos sus deseos. Por tanto, el acto humano, el fin último y la felicidad, tratados a la luz de la Revelación, son tema esenciales de la ciencia teológico-moral.
La teología moral estudia también los medios para alcanzar el fin. Teniendo en cuenta la altura del fin y la perfección de la felicidad a la que está llamado, el hombre no cuenta con las fuerzas suficientes para alcanzarlos. Sólo Dios lo puede conducir a esa meta, por pura gracia. De ahí la importancia para la teología moral del estudio de la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
La teología moral puede considerarse como una parte de la teología, pero sin olvidar que la teología es una única ciencia, pues su objeto es uno. La moral cristiana forma parte de la Doctrina de la Salvación y no se puede separar de la entera Revelación divina. El dogma y la moral son indisociables, como lo son la fe y la vida: forman parte de una sola ciencia teológica, que es a la vez especulativa y práctica. Por tanto, el estudio de la moral no puede olvidar en ningún momento las verdades de la fe, si no quiere perder la perspectiva de la Revelación y falsear el método propio de la ciencia teológica (crf. García de Haro, 1992, 28ss).
La división de la teología en dogmática y moral es una distinción fundamentalmente didáctica y pastoral, realizada sobre todo a partir del siglo XVII. Por desgracia, tal división se convirtió a veces en una exagerada separación de la que surgieron no pocos inconvenientes, como el descuido de la fundamentación propia de la moral cristiana y el oscurecimiento de su especificidad.
Por otra parte, en cuanto guía hacia la santidad, la teología moral es inseparable de la teología espiritual, aunque también en este caso su división se consideró, en ocasiones, como si correspondiese a una parcelación de la vida cristiana en dos niveles según el grado de perfección.
Por estas y otras razones el Concilio Vaticano II pidió un “especial cuidado en perfeccionar la Teología moral, cuya exposición científica, nutrida con mayor intensidad de la doctrina de la Sagrada Escritura, deberá mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo” (Optatam totius, 16).
La Revelación es la fuente principal y directa de la moral cristiana. En la Sagrada Escritura se encuentran las principales verdades de la moral cristiana, expuestas no al modo de un tratado de moral, sino según el estilo propio de los libros sagrados: en forma de enseñanzas más o menos amplias, dichos concisos, exhortaciones, ejemplos, comparaciones, etc.
El centro y culmen de la moral cristiana es la vida y enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo. En Él tenemos el modelo perfecto al que el cristiano debe imitar y con quien debe identificarse: “Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana” (Veritatis splendor, 19).
La Sagrada Escritura, por una parte, nos enseña la verdad sobre el hombre, su conducta y su destino eterno; por otra, nos ofrece indicaciones generales sobre el seguimiento de Cristo; y, por último, nos proporciona enseñanzas precisas sobre el modo de vivir las virtudes sobrenaturales y humanas, y normas objetivas de moralidad válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana (cfr. Veritatis splendor, 53).
El contenido moral de la Sagrada Escritura exige ser interpretado siempre en su unidad con la Tradición y bajo la guía del Magisterio. El recurso exclusivo a la Escritura es un defecto metodológico que tiende a falsear la doctrina de Cristo en materia moral. Por eso, es de capital importancia atenerse al principio de “mirar el contexto y unidad de toda la Escritura para recabar con exactitud el sentido de los textos sagrados, teniendo en cuenta también la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (Dei Verbum, 12).
Sobre el fundamento de la Escritura y la Tradición, y bajo la asistencia del Espíritu Santo, la autoridad del Magisterio no se extiende solo a las verdades dogmáticas y morales contenidas en la revelación cristiana, sino también a la moral natural. Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, “la Iglesia católica es la maestra de la verdad y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana” (Dignitatis humanae, 14).
“Es, en efecto, incontrovertible —como tantas veces han declarado nuestros predecesores— que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos (cfr. Mt. 28, 18-19), los constituía en custodios y en intérpretes auténticos de toda la ley moral, es decir no sólo de la ley evangélica sino también de la natural, expresión asimismo de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse (cfr. Mt. 7,21)» (Humanae vitae, 4). En razón de esta asistencia divina, constituyen para el creyente una guía segura.
Sin fidelidad al Magisterio no se puede hacer una verdadera teología, ni ésta ser una válida guía para la vida cristiana. La teología moral no puede edificarse ni progresar “sin una convencida adhesión al Magisterio, que es la única guía auténtica del Pueblo de Dios” (Familiaris consortio, 32).
¿Significa esto que la teología debe limitarse a exponer las verdades enseñadas por el Magisterio? En absoluto. Su misión es, por el contrario, esclarecer y explicar su contenido. La Teología –afirma Santo Tomás- “debe enseñar cómo es, es decir, cómo podemos entender aquello que afirma la fe; de otra manera, si se limitase a repetir lo que dicen las autoridades, certificaría que tal cosa es verdad, pero no daría ciencia ni inteligencia, y la mente de los que escuchan saldría vacía” (Quodlibet, IV, c. 9, a. 3 resp.). En concreto, “las certezas que nos ofrece el Magisterio no pueden eximirnos de la reflexión personal, teológica y filosófica, con el fin de mostrar a los hombre de nuestro tiempo el carácter razonable, la inteligibilidad y la profunda humanidad de las exigencias éticas” del cristianismo (Del Portillo, 1988, 23).
La razón, lejos de ser entorpecida por la fe, resulta perfeccionada. La teología moral no anula a la ética filosófica, sino que la presupone, la introduce dentro de sí y la lleva a su plenitud (Rodríguez Luño, 48). Gracias a la Revelación, las verdades de la ética filosófica que la razón alcanza adquieren en el ámbito de la ciencia teológica todo su sentido y profundidad, al mismo tiempo que se superan sus límites. “La verdad ofrecida en la revelación de Dios sobrepasa ciertamente las capacidades del conocimiento del hombre, pero no se opone a la razón humana. Más bien la penetra, la eleva y llama a la responsabilidad de cada uno (cfr. 1 Pt 3,15) para ahondar en ella” (Donum veritatis, 1).
La teología moral es “racional”, porque responde plenamente a las exigencias de la razón humana; y es “sobrenatural”, porque, fundada en la Revelación divina, conoce el fin sobrenatural del hombre y los medios sobrenaturales para alcanzarlo. Es más, si puede responder plenamente a las aspiraciones esenciales de la persona hacia el bien y la felicidad, es gracias a la Revelación. La teología moral, afirma Juan Pablo II, es la “ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología moral es una reflexión que concierne a la ‘moralidad’, o sea, al bien y el mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en Aquel que ‘sólo Él es bueno’ y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina” (Veritatis splendor, 29).
La ética filosófica busca su objetivo –orientar la vida moral del hombre hacia su fin último- bajo la luz de la razón, y su autoridad se funda en la evidencia racional. En cambio, la teología moral, que dirige la conducta del cristiano, hijo de Dios, hacia la visión directa de Dios Uno y Trino, lo hace no solo a la luz de la razón sino sobre todo a la luz sobrenatural de la fe. Gracias a la fe, la teología moral cuenta con verdades fundamentales sobre la divinización del hombre, sobre su situación de caído y redimido, etc., que son inaccesibles a la razón. Su autoridad se apoya, sobre todo, en la veracidad de Dios.
Al mismo tiempo, la teología moral posee un conocimiento más perfecto y seguro que la ética sobre verdades morales que la razón ha descubierto o podría descubrir. En efecto, después de la caída original, las heridas de la naturaleza y las producidas por los pecados personales, hacen más difícil conocer la verdad moral natural, y es imposible cumplirlas íntegramente sin la gracia. Esa es la causa de que Dios haya querido incluir en su revelación las principales verdades naturales necesarias para la salvación (Dei Filius, cap. 2).
A su vez, la teología moral necesita de la razón. “En efecto, en la Nueva Alianza la vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua. La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto principios generales de conducta cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias particulares de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales de una decisión ética” (Fides et ratio, 68).
Si la moral cristiana viene a perfeccionar y a dar su cumplimiento a la moral humana, la teología no puede dejar de lado el conocimiento de esa realidad a la que viene a dar cumplimiento. Ahora bien, las exigencias morales racionales del nivel natural no pueden ser deducidas o inferidas de un orden sobrenatural de la gracia y de la caridad. Del mismo modo que en Cristo la persona divina ha asumido la naturaleza humana, tales exigencias sonasumidas, lo que sólo es posible si poseen una inteligibilidad propia e independiente de los contenidos esenciales de la ley nueva. Existe, por tanto, un discurso específicamente filosófico sin el cual la teología moral no podría cumplir su función. Concretamente, sin tal discurso no se podría llegar a identificar las acciones intrínsecamente malas, ni a explicar por qué precisamente la ley nueva es realmente el cumplimiento y la perfección de la moral (cfr. Rhonheimer, 1995, 147-168.
Existen interesantes relaciones de la ética con las ciencias positivas, especialmente con la psicología y la sociología. Todas ellas pueden proporcionar datos importantes para la ética: dan a conocer de manera científica factores de orden psicológico, social, histórico, etc. que están implicados en la conducta humana, y cuyo conocimiento puede hacer más preciso el juicio moral.
Sin embargo, mientras la ética es una reflexión filosófica sobre los actos humanos desde la perspectiva del sujeto que actúa, para ordenarlos al verdadero bien de la vida humana vista en su conjunto, es decir, al bien perfecto o fin último (cfr. Rodríguez Luño, 2001, 25-26), las ciencias positivas contemplan los mismos actos desde el exterior, y según el método de observación que es propio de cada una. Estas ciencias no son suficientes para conocer a la persona como persona, ni para dar respuesta a sus interrogantes fundamentales, ni para discernir los bienes que la perfeccionan como tal. En consecuencia, sería un error que la ética filosófica o la teología moral buscasen en ellas los criterios de discernimiento moral.
Concretamente, “la utilización por parte de la Teología de elementos o instrumentos conceptuales provenientes de la filosofía o de otras disciplinas exige un discernimiento de esos elementos o instrumentos conceptuales, y no al contrario” (Donum veritatis, 10). Cuando las ciencias positivas se constituyen en fuentes de la moral se comete un grave error metodológico en la ciencia moral, y las mismas ciencias positivas pierden su credibilidad porque abandonan su específico campo de investigación.
En muchos ámbitos actuales del pensamiento se suele considerar que la moral y el derecho son dos órdenes totalmente independientes: la moral –se afirma- afecta exclusivamente al campo de la conducta privada, en el que el sujeto es plenamente autónomo; el derecho, en cambio, se refiere al orden social y su fuente directa no es el propio sujeto, sino una autoridad que puede imponerlo incluso por la fuerza.
Este planteamiento, imposible de mantener racionalmente, ha conducido a graves problemas políticos, sociales y jurídicos. El derecho y la moral, si bien son ciencias diferentes, no son disociables.
Son ciencias diferentes porque la moral se refiere a la dimensión del hombre como persona, mientras el derecho se ocupa del orden social, del conjunto de estructuras que ordenan y organizan a las personas en la comunidad. La especificidad del derecho está íntimamente relacionada con las características propias de esas estructuras: la positividad (entran en vigor solo en el momento en que quedan asumidas en la comunidad como orden propio) y la historicidad (la necesaria adecuación a la situación real de la comunidad) (cfr. Del Portillo, 1974, 495). Esto es aplicable también al derecho canónico, que consiste en “una estructura ordenadora del Pueblo de Dios, en cuanto éste es una comunidad, con dimensión terrena e histórica, de creyentes con una organización social y una vida comunitaria. Es función del Derecho Canónico estructurar y ordenar, según principios de justicia, las relaciones entre los miembros de la Iglesia (relaciones entre hombres)” (Del Portillo, 1974, 495).
A pesar de estas diferencias, el orden moral y el orden jurídico no se pueden disociar porque la comunidad –cuyo orden justo es el derecho- es la expresión de una dimensión esencial de la persona, la inclinación natural a la vida en sociedad (socialidad). Y si la comunidad tiene su fundamento en la dimensión personal de la socialidad, es preciso afirmar que el derecho se funda en la moral.
Esto no quiere decir que el derecho deba ser un desarrollo completo de las normas morales. Concretamente, si bien la ley humana debe promover positivamente la conducta ética, solo puede exigirla en cuanto a sus actos externos; no puede imperar todos los actos de virtud que exige el bien común, sino los que son accesibles a la mayoría; ni prohibir expresamente todos los vicios, sino aquellos que dañan más directamente al orden social. Por tanto, el derecho no agota el campo de la moral.
En la Iglesia estas características de la ley humana se dan con ciertas peculiaridades, porque su fin es sobrenatural: la salvación de las almas. Por eso el derecho canónico no solo mira al fuero externo, sino también al interno, es decir, puede mandar actos interiores, dentro del poder concedido por Cristo a la Iglesia.
Por otra parte, precisamente por ser la socialidad una dimensión esencial de la persona, y por ser Dios el origen de todo poder, el cumplimiento de las leyes humanas justas afecta a la esfera moral de la persona: ese cumplimiento es la respuesta a la llamada que Dios hace a la persona para que se realice como persona en la comunidad (cfr. Del Portillo, 1974, 497).
Ahora bien, las leyes humanas son justas y legítimas en la medida en que derivan de la Sabiduría de Dios, es decir, de la ley eterna, y en esa medida tienen fuerza de obligar. La opinión de que los legisladores humanos no necesitan fundarse en un orden que les precede –afirma Sto. Tomás- es “máximamente nociva para el género humano, porque quitado el gobierno de la providencia, no permanece en los hombres ningún temor ni reverencia a Dios ni a la verdad, de lo que se sigue la desidia en cultivar las virtudes, y se intuye a cuánto puede llegar la concupiscencia del mal. Nada hay que tanto induzca al bien y retraiga del mal como el amor y el temor de Dios” (Sto. Tomás, In Job Lect., Prol.).
Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius.
Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum; Decr. Optatam totius; Decl. Dignitatis humanae.
Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 25-VII-1968.
Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998; Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993; Exhort. ap.Familiaris consortio, 22-XI-1981.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, 22-II-1987; Instr. Donum veritatis, 24-V-1990.
A. Del Portillo, Moral y Derecho, en “Persona y Derecho”, I (1974) 493-500; Id., Magisterio della Chiesa e Teologia Morale, en “Persona, Verità e Morale”, Roma 1988.
J. Fornés, La ciencia canónica contemporánea (Valoración crítica), EUNSA, Pamplona 1984, especialmente pp. 155-162.
R. García de Haro, La vida cristiana. Curso de Teología Moral Fundamental, EUNSA, Pamplona 1992.
S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia, EUNSA, Pamplona 32007, especialmente pp. 25-39.
M. Rhonheimer, Morale cristiana e ragionevolezza morale: di che cosa è il compimento la legge del Vangelo?, en G. Borgonovo (ed.), Gesù Cristo, legge vivente e personale della Santa Chiesa, Atti del IX Colloquio Internazionale di Teologia di Lugano sul Primo capitolo dell’Enciclica “Veritatis splendor” (Lugano, 15-17 giugno 1995), Piemme, Casale Monferrato 1996, 147-168; Id., La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, Rialp, Madrid 2000, especialmente pp. 310-333.
A. Rodríguez Luño, Ética general, EUNSA, Pamplona 42001, especialmente pp. 19-84.
Sto. Tomás de Aquino, Quodlibet, IV; In Job Lect.
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