Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
Índice
1. Naturaleza de la sindéresis
2. El comienzo de la vida moral
3. Guía de la vida moral
4. La sindéresis contiene los fines de las virtudes
5. Consecuencias para la moral y la vida moral
a) La ley natural, ley interior, ley del hombre y ley de Dios
b) Armonía de deber y virtud
6. Apertura a Dios
7. La ciencia moral
BibliografíaEl conocimiento de la verdad y del bien comienza por dos virtudes o hábitos intelectuales: el intelecto y la sindéresis. En realidad se trata de dos virtudes de la misma potencia: la razón. Del mismo modo que le razón, en su función especulativa, parte de verdades evidentes, gracias al hábito del intelecto (intellectus), la razón, en su función práctica, parte de principios conocidos de la misma manera, que provienen del hábito de la sindéresis[1].
El intelecto o entendimiento, virtud de la razón especulativa, nos da la evidencia de las primeras verdades del conocimiento humano, sobre las que se asientan los demás conocimientos. Son verdades evidentes –no necesitan fundamentación- y necesarias. De su necesidad se deriva la necesidad de las verdades que sobre ellas se asientan.
Estas primeras verdades corresponden a la realidad y suponen el conocimiento a través de los sentidos. Non son sólo verdades lógicas, sino que corresponden a la verdad de los seres (verdad ontológica).
Pero a pesar de su evidencia y necesidad, el hombre puede asentir o no a ellas. El papel de la voluntad consiste en hacer considerar al entendimiento esas verdades sin tergiversarlas, y en que sea coherente con ellas en sus razonamientos. En este sentido, el intelecto es educable: en la educación intelectual es importante llamar la atención sobre las verdades fundamentales, especialmente cuando alguna conclusión parece acertada pero no lo es porque contradice alguna de esas verdades.
Cuando el hombre, a pesar de la evidencia de los primeros principios, se niega a ser coherente, a respetar la realidad, manifiesta que su deseo no es el de buscar la verdad, y que tal vez está mediatizado por algún interés personal, por alguna pasión o sentimiento, que distorsiona su visión intelectual.
1. Naturaleza de la sindéresis
a) El término sindéresis procede del griego synteréo, que significa observar, vigilar atentamente, y también conservar. Para santo Tomás equivale a razón natural[2].
b) La importancia de la sindéresis radica en que constituye el comienzo y, a la vez, la guía natural de toda la vida moral de la persona.
c) Es un hábito que perfecciona a la razón práctica. Gracias a él, la razón, de modo natural, señala y preceptúa el bien y rechaza el mal. Por eso, el hombre no es indiferente ante el bien y el mal, sino que experimenta de modo natural que debe amar el bien y evitar el mal.
d) Es un hábito congnoscitivo: su función propia consiste en juzgar la conducta para orientar a la persona acerca de lo que debe obrar. Puede decirse que la sindéresis es el primer nivel de la conciencia moral, la protoconciencia.
e) Es un hábito prescriptivo: no sólo proporciona un conocimiento teórico del bien, sino también práctico; no se conforma con señalar el bien y el mal, sino que además prescribe o manda hacer el bien y prohibe hacer el mal.
f) La sindéresis puede juzgar y mandar el bien porque conoce de modo natural y habitual los fines virtuosos que la persona debe perseguir y, por tanto, los primeros principios de la ley moral natural.
g) Es un hábito natural a nuestra mente. Esto quiere decir que el hombre es dotado de este hábito naturalmente, de modo inmediato, por el Creador. No es un hábito adquirido como consecuencia de la repetición de actos: por eso, la existencia de este hábito no se ve amenazada por los actos posteriores, y gracias a eso siempre es posible la rectificación moral. Pero por ser un hábito, se puede usarse con libertad, es decir, podemos cumplir o no cumplir lo que preceptúa.
h) Una consecuencia de lo anterior es que la sindéresis es una luz inextinguible: permanece siempre en el hombre, aunque éste puede oscurecerla a fuerza de no seguir sus indicaciones. En este sentido, la sindéresis representa un punto de esperanza, porque siempre está ahí para hacer oír su voz a quien quiere encaminar su vida moral.
i) Otra consecuencia de su carácter natural es que no yerra nunca. Los errores morales no se deben a la sindéresis, sino a otras causas. La sindéresis señala siempre y a todos los hombres el verdadero bien.
j) La sindéresis es la versión práctica de la sabiduría: activa a la voluntad y encamina a la razón para que busque los bienes auténticos y, en último término, el Bien Absoluto.
2. El comienzo de la vida moral
La vida moral puede nacer y desarrollarse porque gracias a la sindéresis, de modo natural, conocemos el bien y el mal, y no solo lo conocemos sino que nos sentimos llamados a amar el primero y a evitar el segundo: el bien conocido no es algo que está ahí, sin más, ante lo que puedo permanecer indiferente, sino que me interpela, me exige una respuesta personal.
La sindéresis, por tanto, preceptúa a la persona que busque y realice el bien verdadero, y, de este modo, constituye el arranque de toda la vida moral (que tiene también otros supuestos, como la voluntas ut natura o tendencia natural de la voluntad al bien).
La sindéresis es el origen del deber moral, que no es otra cosa que el bien en cuanto mandado por la sindéresis. La sindéresis manda hacer el bien porque es un bien: el deber moral se funda en el bien que es propuesto como debido por la sindéresis. Por tanto, lo que mueve al deber es el bien. No se puede decir, en cambio, que lo que mueve al bien es el deber, pues lo primero en la intelección es el bien. Una consecuencia de esto es que todo el bien en su conjunto (alcanzar la perfección) es un deber para el hombre. No tiene sentido, por tanto, dividir la vida moral en dos niveles, el de lo debido (como un primer nivel obligatorio para todos) y el de lo perfecto (un nivel superior para los que “libremente” quieran aspirar a la perfección moral).
La orientación natural hacia el bien, que la sindéresis proporciona, no significa que el hombre no sea libre. La sindéresis no basta para determinar la conducta en una dirección; el hombre puede actuar en contra de lo que ella le señala.
Precisamente, ante el bien que me interpela como algo que debo hacer, adquiero conciencia de mi libertad, porque me doy cuenta de que depende de mí hacerlo o no. A la vez, experimento que mi libertad no es absoluta, porque el bien me reclama de modo absoluto, sin condiciones. Mi respuesta es libre, pero mi respuesta libre es la respuesta a una llamada absoluta, es un deber.
Mi respuesta positiva al deber es también el reconocimiento de que yo no soy un absoluto, y de que hay un absoluto que es quien me interpela absolutamente. Se puede decir, por eso, que el supuesto de la respuesta al bien que me interpela es la humildad: el reconocimiento de la verdad de mi ser y de la verdad del ser absoluto. La respuesta positiva al deber es el comienzo de la apertura al Absoluto.
Se puede recordar aquí que el deber moral, como acabamos de ver, no parte de la razón teórica, sino de la razón práctica. La razón teórica concibe los objetos como objetos de saber: A es A; la razón práctica, como objetos de realización: debo hacer A, es decir, como bienes. Este comienzo de la vida moral vacía de contenido la objeción conocida como “falacia naturalista”, según la cual la moral no tiene fundamento porque no se puede pasar del ser al deber ser. En efecto, el deber no se puede deducir del ser. Pero, como hemos visto, el comienzo de la vida moral es la sindéresis, no el intelecto.
3. Guía de la vida moral
Como afirma San Agustín, «en nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no estuviese impreso en nosotros un conocimiento fundamental del bien»[3]. Este conocimiento fundamental del bien, que nos proporciona la sindéresis, es lo que hace posible orientar y guiar toda la vida moral.
Para comprender cómo sucede esto nos ayuda considerar qué sucede en el conocimiento especulativo. Todo el conocimiento especulativo se deriva de un conocimiento cierto, en el que no puede haber error, el conocimiento de los primeros principios universales, que conocemos gracias al hábito del intelecto. Estas primeras verdades evidentes e indemostrables no solo son el fundamento de todas las demás, sino que examinan o juzgan todo conocimiento posterior, y aprueban todo lo verdadero y repudian todo lo falso. Si los primeros principios no fueran verdaderos y ciertos, no podríamos tener certeza alguna de todo conocimiento posterior.
Del mismo modo, en el conocimiento práctico –el que se refiere a las acciones humanas- existe un principio recto, permanente e inmutable -que nos proporciona la sindéresis-, que examina y juzga todas las acciones de la persona, se opone a todo lo malo y asiente a todo lo bueno[4].
Este principio primero y fundamental puede enunciarse así: «El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse». Este principio se funda sobre la noción de bien, que es lo primero que se alcanza por la aprehensión de la razón práctica[5].
Gracias a la sindéresis, la persona cuenta, en su propia naturaleza, con un guía infalible y permanente para discernir el bien del mal, y para orientar hacia el verdadero bien su pensamiento, su querer y sus afectos. Sin la sindéresis «no habría racionalidad alguna, sino solamente tendencias ciegas, condicionamientos afectivos, convenciones sociales, coerciones de la sociedad internalizadas por los individuos, la ley del más fuerte; no habría autoridad alguna que no fuese siempre una amenaza para la libertad; no habría vida práctica. No habría tampoco diferencia alguna entre “bien” y “mal”, a no ser la establecida por quien poseyese el poder necesario para imponer su modo de trazar dicha diferencia entre nosotros. Una razón sin “naturaleza” sería una razón carente de toda base y desorientada. Sería un mero instrumento para cualesquiera fines»[6].
De todo lo dicho se desprende que la sindéresis es el primer nivel de la conciencia moral, la protoconciencia. La conciencia moral propiamente dicha no es un hábito, sino un acto, un juicio de la razón práctica sobre la bondad o maldad de una acción concreta; supone la ciencia moral; no es infalible, puede errar; pero sin este primer nivel infalible y permanente, carecería de la orientación fundamental para poder juzgar la bondad o malicia de las acciones. La conciencia moral juzga la bondad o maldad de las acciones a la luz de los principios que le proporciona la sindéresis, pero en su juicio sobre la moralidad de la acción concreta puede errar por falta de sabiduría o de ciencia moral.
El relativismo moral suele afirmar que la conciencia habla de modo distinto a los distintos pueblos y culturas: a unos les dice que el canibalismo es bueno, y a otros que es malo. Esto es cierto, pero referido al juicio de la conciencia, no a la sindéresis. La sindéresis habla del mismo modo a todos los hombres[7].
La infalibilidad y permanencia en el hombre de esta brújula moral básica que es la sindéresis, solo se explica por ser un hábito natural, es decir, infundido de modo inmediato por Dios en la naturaleza humana[8].
«El nivel primero, por así decir ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que ha sido infundido en nosotros algo semejante a una memoria original del bien y de la verdad (ambas realidades coinciden); en que existe una tendencia íntima del ser del hombre, hecho a imagen de Dios, hacia cuanto es conforme con Dios. Desde su raíz el ser del hombre advierte una armonía con ciertas cosas y se encuentra en contradicción con otras. Esta anámnesis del origen, derivada del hecho de que nuestro ser está constituido a semejanza de Dios, no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre de contenidos que sólo esperarían ser sacados. Es, por así decirlo, un sentido interior, una capacidad de reconocimiento, de modo que el que se siente interpelado, si no está interiormente replegado sobre sí mismo, es capaz de reconocer en sí su eco. Se percata de ello: “A esto me inclina mi naturaleza y es lo que busca”»[9].
Decir que la sindéresis es un hábito natural no equivale a decir que es innato, entendiendo por innato algo que procede totalmente de la naturaleza. Sin el conocimiento sensible, no podría formarse el hábito de la sindéresis.
4. La sindéresis contiene los fines de las virtudes
La función de guía que ejerce la sindéresis sería demasiado genérica si solo se basase en el bien en general. La sindéresis no puede regular la conducta de la persona sólo señalando y preceptuando el bien moral en general, porque el bien moral adopta diversas formas, según los bienes a los que tienden las diversas inclinaciones naturales de la persona, que deben ser integrados en el bien de la persona como totalidad.
Ahora bien, la sindéresis no solo contiene el primer principio práctico (“el bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse”), que es el fundamento de toda la vida moral, sino que también señala y preceptúa los fines de las virtudes que la persona debe perseguir[10], y, en consecuencia, dirige la vida moral según los principios fundamentales de la ley natural.
Como se ha estudiado ya al hablar de la ley natural, el hombre está naturalmente inclinado a ciertos fines: la conservación de la vida, su transmisión a través de la unión del hombre y la mujer, la convivencia, el conocimiento de la verdad, etc. Estos fines son bienes para el hombre en cuanto son conocidos y regulados por la razón, en cuanto son integrados por la razón en el bien de la persona. En efecto, es la razón la que determina cuál es el modo “razonable” de buscar y realizar los bienes de las inclinaciones naturales para que contribuyan al bien de la persona.
Pues bien, los criterios genéricos según los cuales deben ser buscados y realizados los bienes de las tendencias para que contribuyan efectivamente al bien de la persona, son los fines virtuosos. Y estos fines virtuosos son captados de modo natural por la sindéresis.
La sindéresis, señalando y preceptuando los fines de las virtudes (justicia, fortaleza, templanza), ordena y regula, “forma”, a las inclinaciones naturales para que contribuyan al bien de la persona en su totalidad, es decir, al bien moral.
A partir de los fines virtuosos captados naturalmente por la sindéresis, se establecen los principios prácticos que siguen al primer principio de la razón práctica, y que no son otra cosa que los modos de regulación racional de las inclinaciones naturales[11].
Por eso se afirma que la sindéresis contiene los primeros principios de la ley moral natural, conocidos por sí mismos, inmutables y universalmente verdaderos[12].
Propiamente hablando, la ley natural no es un hábito, porque es obra de la razón[13]. Es la razón la que conoce y explica la ley natural. Pero los principios de la ley natural se encuentran en forma de hábito en la sindéresis, y por eso pueden emplearse cuando sea preciso[14].
A la luz de estas verdades, la sindéresis orienta a la razón acerca de lo que se va a realizar: juzga y advierte como malas las acciones que son contrarias a esas verdades, y como buenas o debidas las que están de acuerdo con ellas[15]. Es como una voz interior que asiente o, por el contrario, protesta de todo aquello que repugna a las verdades fundamentales de la ley natural, y así orienta a la persona acerca de la moralidad de su conducta.
Los juicios de la sindéresis no implican la existencia de ideas innatas. Se trata de algo análogo a lo que sucede en el plano especulativo. A la razón le basta con conocer los términos “todo” y “parte” para que el intelecto formule de modo natural el principio “el todo es mayor que la parte”. En el plano práctico, basta con saber qué significa mentir, robar, adulterar, para que la sindéresis capte estas acciones como contrarias a la justicia y prohiba hacerlas.
De este modo, la sindéresis es, al mismo tiempo, generadora de las virtudes[16] y regla y medida de todas las acciones humanas[17].
Como la sindéresis es una luz que no se puede extinguir, los fines de las virtudes y los principios de la ley natural no desaparecen nunca del corazón del hombre, aunque pueden irse oscureciendo en la práctica si el hombre se deja llevar por las pasiones, por errores y costumbres corrompidas, si actúa en contra de los que la sindéresis establece[18].
De todas formas, con la sindéresis no basta para dirigir la acción. Esta es siempre particular, y la sindéresis tiene carácter universal, sus principios quedan muy lejos de la práctica. Por eso es necesaria otra virtud: la prudencia. La sindéresis prescribe a las virtudes sus fines. La misión de la prudencia, en cambio, es determinar, en cada caso particular, según las circunstancias concretas, cuál es la virtud que se debe ejercer y de qué manera.
5. Consecuencias para la moral y la vida moral
De todo lo dicho se pueden extraer algunas consecuencias importantes para vida moral:
a) La ley natural, ley interior, ley del hombre y ley de Dios
El cometido de la sindéresis es orientar la actuación de la persona de acuerdo con los primeros principios de la ley natural, y lo que estos mandan es buscar los bienes a los que aspiran las inclinaciones esenciales de la naturaleza humana. De aquí se infiere que gracias a la sindéresis, la ley moral es una ley propia del hombre. No es una ley extrínseca: ajena al modo de ser del hombre y que se le impone desde fuera por una voluntad caprichosa[19].
Precisamente, a partir del momento en que la ley moral se considera como algo extrínseco a la persona, y se afirma que una acción es mala porque está prohibida por la ley, la sindéresis pierda toda su importancia[20].
La sindéresis vacía de sentido el dilema entre autonomía y heteronomía de la ley. El hombre es a la vez autónomo (la ley natural es su propia ley) y heterónomo (en cuanto que esa ley es participación de la ley divina). De ahí que ninguno de los dos conceptos (autonomía y heteronomía) puedan expresar la realidad por separado. La Enc. Veritatis splendor habla deteonomía participada, un concepto que solo puede entenderse adecuadamente a partir de la sindéresis.
La doctrina de la sindéresis aporta a la ciencia moral una idea importante: la expresa vinculación del obrar moral con Dios, y, en este sentido, el origen divino de la ley. Por eso Santo Tomás se refiere a la sindéresis como “la luz de la razón natural, por la que discernimos entre lo bueno y lo malo”, y que “no es otra cosa que la impresión de la luz divina en nosotros”[21].
b) Armonía de deber y virtud
En la sindéresis convergen los fines de las virtudes y los principios de la ley natural, que señalan los deberes del hombre. Se puede decir que los fines de las virtudes establecen los principios de la ley natural; y a la vez, que lo que la ley natural manda es vivir las virtudes[22].
En consecuencia, ley moral y virtud o, si se quiere, deber y virtud, lejos de oponerse, se identifican. No hay que optar entre una moral que manda cumplir el deber, obedecer a la ley moral o respetar las normas, y otra que prefiere buscar la perfección moral, la vida plena o lograda practicando las virtudes. Ambas cosas están íntimamente implicadas, a condición de que se entienda bien el deber y la virtud: el mejor modo de cumplir el deber moral es buscar la virtud, porque las virtudes son las normas morales en el sentido más propio.
6. Apertura a Dios
La voluntad apetece naturalmente el bien. Pero la voluntad no es una facultad cognosicitiva. Es la razón la que le da a conocer a la voluntad su verdadero bien, el Bien supremo, y los bienes mediales para llegar a Él. Y es la sindéresis, hábito cognoscitivo y preceptivo de la razón práctica, la que preceptúa a la voluntad buscar y amar el Bien supremo y los bienes genéricos que son medios para llegar a Él. Se puede decir, por tanto, que la persona está abierta a Dios de modo natural: no solo porque puede conocerlo con su razón, sino porque, gracias a la sindéresis, está inclinada naturalmente a reverenciarlo[23].
7. La ciencia moral
Reflexionando sobre sus propias acciones morales a partir de los principios de la sindéresis, el hombre llega a establecer un conjunto de enunciados normativos que constituyen la ciencia moral. Llegado el momento de la acción, la conciencia moral aplica al obrar concreto esta ciencia moral. La función de la conciencia consiste, por tanto, en aplicar la ciencia moral, los enunciados normativos, a acciones concretas que vamos a realizar o hemos realizado[24].
La ciencia moral es un saber sobre la bondad o maldad de los actos humanos, pero no tiene un carácter exclusivamente especulativo, porque los que pretende es regular dichos actos, y en este sentido es un saber práctico.
GONZÁLEZ, Ana Marta, Moral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 205-219.
RONHEIMER, M., La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, Rialp, Madrid 2000, 267-314.
TOMÁS DE AQUINO, “De veritate”, cuestiones 16 y 17. La sindéresis y la conciencia, Introducción, traducción y notas de Ana Marta González, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 61, Pamplona 1998.
ELLÉS, J.F., La sindéresis o razón natural como la apertura cognoscitiva de la persona humana a su propia naturaleza. Una propuesta desde Tomás de Aquino, “Revista Española de Filosofía Medieval”, 10 (2003) 321-333.
Notas
[1] «Así como en el alma humana hay un hábito natural al que llamamos intelecto de los principios, por el que se conocen los principios de las ciencias especulativas, así también en ella se da un hábito natural de los primeros principios que versan acerca de lo operable, que son los principios naturales del derecho natural; este hábito pertenece a la sindéresis» (De Veritate, q. 16, a. 1, sol.). Cfr. In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3.
[2] Cfr. S.Th., II-II, q. 47, a. 6, co y ad 1. J. Ratzinger propone sustituir el término sindéresis, un tanto problemático, por el concepto platónico de anámnesis, “que ofrece la ventaja no sólo de ser lingüísticamente más claro, más profundo y más puro, sino también de concordar con temas esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia” (La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Ed. Paulinas, Madrid 1992, 108).
[3] S. AGUSTÍN, De Trinitate, VIII, 3,4).
[4] Cfr. Sto. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 16, a. 2, sol.
[5] Cfr. S.Th., I-II, q. 94, a. 2, co.
[6] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, Rialp, Madrid 2000, 276.
[7] Cfr. J. MESSNER, Ética general y aplicada, Rialp, Madrid, México, Buenos Aires, Pamplona 1969, 25-26.
[8] Cfr. Sto. TOMÁS DE AQUINO, In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3, co; In III Sententiarum, d. 23, q. 3, a. 2, ad 1; S.Th., I, q. 111, a. 1, ad 2; CG, l I, cap. 7.
[9] J. RATZINGER, La Iglesia, cit., 109.
[10] Cfr. S.Th., II-II, q. 47, a. 6, co.
[11] Cfr. COLOM, E.-RODRÍGUEZ LUÑO, A., Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de Teología Moral Fundamental, Ed. Palabra, Madrid 2001, 328.
[12] Cfr. In II Sententiarum, d. 24, q. 2, a. 3, ad 4.
[13] Cfr. S.Th., I-II, q. 90, a. 1.
[14] Cfr. De Veritate, q. 16, a. 1, sol.
[15] Cfr. In II Sententiarum, d. 39, q. 3, a. 1; cfr. In II Sententiarum, d. 7, q. 1, a. 2, ad 3.
[16] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 1, a. 2, b, ad 2; De Veritate, q. 16, a. 2, ad 5.
[17] Cfr. S.Th., I-II, q. 91, a. 3, ad 2.
[18] Cfr. Q.D. De Malo, q. 4, a. 2, ad 22; cfr. Super ad Romanos, c. 7, lc. 1/39.
[19] San Basilio, en su regla monástica, afirma que «hemos recibido interiormente una capacidad originaria y la prontitud para cumplir todos los mandamientos divinos... Ellos no son algo que se nos impone desde el exterior» (Regulae fusius tractatae, Resp. 2,1; PG 31,908. Citado por J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, San Pablo, Madrid 2005, 166.
[20] Es lo que sucede a partir, sobre todo, de G. de Ockham. Santo Tomás, en cambio, afirma: «Non enim est peccatum solum quia est prohibitum, sed quia est contra rationem naturalem» (Quodlibet, n. 3, q. 7, a. 2co).
[21] S.Th., I-II, q. 91, a. 3, co.
[22] Cfr. S.Th., I-II, q. 94, a. 3.
[23] Cfr. S.Th., II-II, q. 81, a. 2, ad 3.
[24] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, pp. 310 ss.
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