Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Parte de la tesis doctoral presentada en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra, 2007
ÍNDICE:
Introducción
1. Partes subjetivas
2. La abstinencia
3. La sobriedad
4. La castidad
Bibliografía
Introducción
El presente trabajo tiene por objeto el estudio del conjunto de virtudes que constituyen lo que Santo Tomás llamaba “partes subjetivas” de la templanza, que vienen a ser la misma templanza aplicada a una parte específica y restringida de su materia propia. Constituyen, pues, la esencia de la templanza como virtud especial[1], y son la abstinencia, la sobriedad y la castidad.
Su estudio nos permitirá ilustrar algunos aspectos propios de estas virtudes específicas, pero, sobre todo, profundizar en la comprensión de la naturaleza propia de la virtud cardinal de la templanza.
1. Partes subjetivas
Antes de seguir adelante, conviene profundizar en el concepto tomista de “partes subjetivas” de una virtud. Como ya hemos dicho, son las especies en que puede dividirse una virtud, que realizan su esencia formal referida a los actos y materias principales. En el caso de la templanza, en todas sus partes subjetivas se realiza la noción esencial de moderación del apetito, excitado por el sentido del tacto, sea en actos que se refieren a la conservación del individuo o a la conservación de la especie. Estas partes subjetivas son tres: abstinencia, sobriedad y castidad. La abstinencia modera los apetitos de la comida; la sobriedad, los de la bebida; la castidad, el apetito sexual.
Al tratar sobre la castidad, Santo Tomás parece opinar que esta virtud modera la unión venérea, mientras que otra virtud, a la que llama en latín “pudicitia”, pondría orden en los actos secundarios de la materia sexual, o “placeres concomitantes, tales como besos, tocamientos y abrazos”[2]. Esta segunda virtud se traduce con frecuencia como “pudor”, en parte porque el propio Santo Tomás relaciona ambas palabras[3]. Sin embargo, el término “pudor” ha adquirido un significado diverso, específicamente relacionado con la vergüenza, como veremos más adelante, por lo que no parece adecuado su empleo en este contexto. El término preciso para traducir “pudicitia” es pudicia[4], pero esta palabra es poco usada. Tampoco la palabra “pureza” resulta adecuada, pues más bien se emplea para incluir todo lo relativo a la castidad y la pudicia conjuntamente. Quizás lo más sencillo sea emplear la palabra castidad para referirse al conjunto de los placeres sexuales, sin más distinciones, tal y como, según observa el mismo Santo Tomás[5], se hace en el lenguaje ordinario.
2. La abstinencia
Se habla de la abstinencia como virtud, no en cuanto a la sustracción total de alimento[6], de por sí indiferente éticamente, sino en cuanto que, de acuerdo con la razón, lleva al hombre a “abstenerse del alimento en la medida de lo conveniente, conforme a las exigencias de los hombres con los que vive y de su propia persona, además de la necesidad de su salud”[7]. En esta definición interesa resaltar algo que el propio Santo Tomás explica en una cuestión anterior[8]: que la regla de la templanza incluye, además de la conservación de la vida, las necesidades más perentorias de la misma, como son la vida social y el estado en que nos encontramos[9].
Santo Tomás cita a Macrobio como autoridad a la hora de incluir la abstinencia como parte especial de la templanza[10], pero también llega a esta conclusión partiendo de premisas básicas de su propia doctrina sobre la virtud. En efecto, puesto que la virtud moral guarda el bien de la razón contra los ataques de las pasiones, “dondequiera que haya una razón especial por la que una pasión aparte del bien de la razón, allí debe existir una virtud especial. Ahora bien, los placeres de los alimentos pueden apartar al hombre del bien de la razón de un doble modo: bien por la fuerza de los placeres o bien por la necesidad de los alimentos, puesto que el hombre los necesita para conservar su vida, que es el objeto más deseado por él. Por consiguiente, la abstinencia es una virtud especial”[11].
Santo Tomás recoge unas palabras de San Agustín que tienen gran interés: “En orden a la virtud, no importa en modo alguno qué alimentos o qué cantidad se toma (mientras se haga en conformidad con el orden de la razón bajo la regla de la templanza), sino con qué facilidad y serenidad de ánimo sabe el hombre privarse de ellos cuando es conveniente o necesario”[12]. Conveniencia o necesidad que corresponde determinar a la razón. Por eso, es la recta razón la que nos manda practicar la abstinencia, “con alegría de espíritu y por un motivo conveniente”[13], moderando el apetito de comer. Y además, la razón modera este apetito de comer “desde dentro” del propio apetito, que, en el hombre virtuoso, no desea deleitarse con la comida que le resulta superflua, bien porque no sea necesaria o porque no sea conveniente. Es decir, la verdadera abstinencia no es un mero “contenerse”, sino una transformación del “deseo” mismo, del apetito, para que no pida lo que no necesita o no le conviene.
Sobre el ayuno voluntario, hay motivos por los que la razón puede aconsejarlo. Santo Tomás cita los siguientes: evitar una enfermedad, realizar con más agilidad unos ejercicios corporales, evitar males espirituales o conseguir bienes espirituales[14]. Pero aclara: dando siempre por supuesto que “la razón no quita el alimento en tal cantidad que no se atienda a la conservación de la naturaleza”[15] o “que el hombre se vuelva incapaz de llevar a cabo ciertas obras”[16]que manifiestan la dignidad de su naturaleza racional, por ejemplo, por su extrema debilidad causada por la falta de alimento.
No ha de extrañar, afirma Santo Tomás, que la abstinencia tenga nombre de negación, puesto que la alabanza de la templanza consiste en un cierto defecto[17]. Se trata de frenar los deleites que atraen al alma hacia ellos de un modo excesivo, y de esta forma precisamente alcanza su justo medio la abstinencia, como es propio de toda virtud moral. Lo importante es que con esa privación “se mantiene el justo medio, en cuanto que se conforma con la recta razón”[18]. Esta necesidad de aplicar un freno es particularmente clara en el caso de los deleites de la comida porque, como observa León Kass, el hombre, por su condición fisiológica de omnívoro más alto, está dotado de apetitos indeterminados y de una apertura casi ilimitada. A diferencia de lo que ocurre en los demás animales, a los que la naturaleza conduce a comer lo necesario, el hombre puede perseguir los “placeres del paladar” como un fin en sí mismo, “desligados de la finalidad a la que en principio sirven”[19]. En el caso extremo, por esa persecución del placer del paladar en sí mismo, “la imaginación humana ofrece a la voluntad como atractivos algunos alimentos –y algunas cantidades- que natural o instintivamente no son ni deseables ni sanos”[20]. Por eso lo primero que se necesita es la restricción, decir que no. Como dice Kass, “si el problema es el exceso de amplitud, entonces la prohibición es el inicio del proceso civilizador”[21].
El vicio por defecto de la abstinencia (y también de la sobriedad como veremos) es la gula, que no es “toda apetencia de comer y beber, sino sólo la desordenada (...), la que se aparta de la razón”[22]. Es el deseo -no la sustancia del alimento- en cuanto no regulado por la razón lo que constituye la esencia del vicio de la gula. Por eso, quien se excede en la cantidad de comida por creer que es necesario comete un error de cálculo, pero no incurre en el vicio de la gula[23]. Además, hay que distinguir este deseo del apetito sensitivo, del instinto del apetito natural, en el que no cabe vicio, porque no puede someterse a la razón, y al que pertenecen el hambre y la sed[24].
Hasta aquí las afirmaciones de Santo Tomás. Conviene sin embargo añadir que, indirectamente, por el descuido habitual de esta virtud, se puede desordenar no sólo el apetito sensitivo, sino hasta el mismo organismo, de forma que sienta sed y hambre por encima de lo que le es necesario o conveniente[25]. Una vez más se puede apreciar la estrecha relación entre templanza y salud (psíquica y física)
3. La sobriedad
La palabra sobriedad deriva de medida; por eso, genéricamente, la sobriedad puede aplicarse a cualquier materia, para indicar que se guarda una medida. Para Santo Tomás, sin embargo, el sentido propio de la sobriedad es más reducido de lo que se entiende coloquialmente. Concretamente, afirma que “a la sobriedad se le apropia, de un modo específico, una materia en la cual es sumamente laudable observar una medida”[26], cual es la bebida alcohólica[27]. El motivo por el que se adjudica una virtud especial a esta materia, es porque supone un especial impedimento para la razón, cuyo uso puede perturbar, e incluso impedir, el exceso de bebida alcohólica. De ahí que se requiera una virtud específica que conserve el bien racional contra este obstáculo, y esta virtud es la sobriedad[28].
En efecto, si bien es conocido que el vino, en cantidades moderadas, inspira y estimula[29]; es igualmente claro que, en exceso, no contribuye al perfeccionamiento de la vida racional o moral, sino que vuelve a los hombres salvajes. “O quizás se diría mejor que desata las poderosas fuerzas animales que laten en el alma; fuerzas que nublan nuestra capacidad de discernimiento; que actúan socavando nuestras costumbres y nuestro dominio de nosotros mismos; que arrastran a la violencia; que buscan, por así decirlo, disolver toda forma y formalidad en el caos oceánico primitivo”[30]. En esto, como tantos otros aspectos, el vino participa de la ambigüedad moral de lo humano. Se requiere una vez más un término medio entre dos extremos, y esa es la virtud de la sobriedad.
Ahora bien, la sobriedad no es considerada por Santo Tomás tan sólo como un medio útil para un fin (mantener la lucidez mental), al modo utilitarista[31]. La sobriedad, como parte de la templanza, es no sólo útil, sino buena en sí misma. Como manifestación de la genuina excelencia de la virtud, se produce de manera voluntaria y consciente, no a regañadientes, sino con agrado, y manifiesta que no se es esclavo del apetito de beber, sino que se domina y se es libre: muestra el predominio de la razón en el propio deseo de beber y, por eso, la nobleza del propio carácter.
Como ya dijimos, la gula es el vicio por exceso de la sobriedad. Santo Tomás considera que laembriaguez (en cuanto vicio, no en cuanto estado), pertenece a la gula como una especie a su género[32]. Consiste en el uso y la apetencia del vino sin moderación.
4. La castidad
La materia específica de la castidad a la que aplica la moderación propia de la templanza está constituida por “los deseos de deleite que se dan en lo venéreo”[33]. Ya sabemos que la templanza, en sentido propio, se ocupa de los deseos de los placeres del tacto, y que éstos son más fuertes en cuanto que se siguen de las operaciones más naturales. Tal es el caso de las operaciones dirigidas a la conservación del individuo (el apetito de comer y beber, regulado por la abstinencia y la sobriedad), y a la conservación de la especie (el apetito sexual, regulado por la castidad). Ambas operaciones son distintas y dan lugar, por tanto, a virtudes distintas. Además, Santo Tomás ve un motivo especial para la existencia de la castidad, como virtud distinta de la abstinencia, y es “que los deleites venéreos son más fuertes y atacan a la razón más que los de los alimentos”[34]. Por eso necesitan un freno mayor, que aporta la virtud (“vis”= fuerza) de la castidad.
Esto no significa que la sexualidad se valore negativamente, al contrario. Bastaría recordar que Santo Tomás reconoce el deseo y el placer sexual como parte de la humana naturaleza, buenos en sí mismos y dignos de alabanza cuando se experimentan de acuerdo con el verdadero bien humano[35]. El mero hecho de que Santo Tomás considere la castidad como una parte de la templanza, con la flexibilidad y riqueza que conlleva su doctrina sobre esta virtud, señala el camino hacia una ética positiva de la sexualidad, aún cuando él mismo no la desarrollara explícitamente[36]. Es más, precisamente por ser la tendencia sexual un bien tan elevado y tan necesario, es por lo que necesita más la salvaguarda y defensa por medio del orden de la razón que le es propio y le aporta la castidad, ya que, para Santo Tomás, “cuanto más importante es una cosa, tanto más ha de seguirse en ella el orden de la razón”[37]. Por tanto, “lo que constituye la esencia de la castidad como virtud es que por medio de ella se verifica el orden de la razón, ordo rationis, en lo sexual”[38], y de este modo se logra que el apetito sexual alcance el verdadero bien humano.
Desde un punto de vista fenomenológico, no directamente abordado por Santo Tomás, podemos descubrir la existencia y necesidad de un orden de la razón en la sexualidad al comprobar que la atracción entre un hombre y una mujer incluye varias dimensiones que no siempre se encuentran en armonía, y que requieren de la virtud de la castidad como fuerza integradora capaz de llevarlas a su propia plenitud. Una somera enumeración de estas dimensiones y sus características[39] podría ser la siguiente:
1/ La dimensión corporal-sensual, en la que la persona reacciona ante los valores corporales ajenos con una excitación corporal y un dinamismo naturalmente finalizados en la unión de los cuerpos. Se logra así la complementariedad corporal-genital, a la que sigue un placer-necesidad, propio de la satisfacción de una carencia. Normalmente adquiere una preponderancia mayor en el varón.
2/ La dimensión afectivo-psicológica, en la que la reacción ante los valores humanos ligados al hecho de ser varón o mujer es de tipo emocional y afectiva: se da en la interioridad de la persona. Se busca la complementariedad o resonancia afectiva, vivida como empatía, a la que sigue una complacencia, fruto del mutuo enriquecimiento. Habitualmente es la dimensión preponderante en la mujer.
3/ La dimensión personal, en la que se despierta la admiración no ante los valores del otro, sino ante el valor que supone la otra persona en sí misma. Se busca el don de sí recíproco, que hace posible una particular comunión interpersonal, y genera un gozo espiritual o “gaudium”.
4/ La dimensión religiosa, en la que se descubre con estupor el misterio de Dios en la otra persona. Se busca una comunión con Dios en la comunión con la otra persona, y se alcanza un gozo particular o “beatitudo”.
De todas ellas, “la dimensión corporal-sensual es la más inmediata a la conciencia, imponiéndose como un hecho”[40]. Pero el deseo sexual, aún dirigiéndose a algo sensible, incluye en sí el deseo de algo más, pretende la felicidad[41], y no sólo el placer sensible que se obtiene en la dimensión corporal-sensual. “El deseo sensible esconde en sí un deseo espiritual, está habitado por él”[42]. Por eso, reducir la sexualidad a lo genital o, incluso, a lo afectivo, hace imposible comprender su valor específicamente humano[43], la plenitud de sentido que implica en el hombre.
Las distintas dimensiones se implican mutuamente, de manera que “lo que está en alto se sostiene en lo que está debajo, y a su vez, lo que está en alto equilibra lo que está debajo”[44]. Así, por ejemplo, el placer despierta el deseo y, con ello, nos hace caer en la cuenta de la conveniencia y bondad de determinadas acciones que conducen, no sólo a la unión sexual, sino a una unión afectiva y personal. La bondad de estas acciones “no depende del placer que producen, sino de la plenitud que confieren, pero sin el deseo de placer que despiertan, estas acciones pasarían desapercibidas”[45]. De este modo, “el placer sexual es la repercusión consciente de la plenitud de un amor”[46]. Tiene un valor simbólico de la plenitud humana, de la excelencia a la que remite: la comunión interpersonal. Es un momento en que se resume toda una vida.
Se requiere, por tanto, un principio unificador distinto de los apetitos (que no son capaces de captar más que una dimensión –la suya: la sensible-), que sea capaz de atender simultáneamente a todas estas dimensiones, y ordenar las inferiores a las superiores, y este principio no puede ser otro que la razón. Surge así la necesidad de la castidad, “a la que compete la integración de los dinamismos afectivos”[47], bajo el orden de la razón. Ni basta la razón, ni bastan las inclinaciones naturales. Se precisa una armonización.
Esto significa que en el caso del hombre, la sexualidad está condicionada, pero no guiada, por el instinto. El control o guía de la sexualidad corresponde a la razón y la voluntad, que tienen en cuenta todas las dimensiones de la experiencia amorosa y configuran las relaciones surgidas entre el hombre y la mujer en virtud del instinto sexual, así como el comportamiento ante las consecuencias procreativas de la unión sexual. Estas relaciones son –apunta Rhonheimer- amor, autoentrega de una persona a la otra, fidelidad, responsabilidad procreativa, indisolubilidad de la unión. “Todos estos no son bienes que se añadan a la sexualidad. Son la sexualidad como bien humano; es decir, son el instinto sexual mismo de una persona humana en su interpretación por la razón de la persona que tiene ese instinto”[48].
Pero es preciso advertir que la verdadera castidad no se reduce a una vigilancia y controlracionales de los movimientos tendenciales de las dimensiones inferiores (corporal y afectiva) de la sexualidad, dirigiéndolos hacia los bienes específicos de las dimensiones más elevadas (personal y religiosa). “La capacidad de controlar y refrenar, de contener la energía que se libera, en modo tal que la voluntad no se vea arrastrada, es el primer paso para adquirir el hábito. Pero tal control va dirigido a la plasmación del afecto”[49] (con el sello de la racionalidad). Se trata de configurar la capacidad de reacción sexual y afectiva interviniendo sobre las mismas potencias cognoscitivas que implican (sensibilidad, imaginación y memoria), de tal manera que la misma atención que se preste a los valores sexuales y afectivos esté en relación con la promesa de comunión[50]. La castidad es como un arte: quien va rectificando su deseo y armonizando su atención, su impulso, su valoración, va adquiriendo una destreza que afecta al mismo modo de ser impactado por, de desear, y de valorar la sexualidad. Se adquiere un nuevo gusto para lo sexual, que respeta todos sus aspectos y se manifiesta a la vez en todos ellos. El mismo amor y el deseo se convierten ahora en amor y deseo inteligentes, que tienen una racionalidad intrínseca.
Con el hábito de la castidad “la persona se posee en una forma nueva, esto es, posee su impulso sexual, su reacción afectiva, su capacidad de donarse en una forma original”[51]. La castidad posibilita el don de sí, la entrega de la totalidad de lo que el hombre y la mujer son y, por eso, les permite alcanzar la excelencia del amor[52]. Como sentenció San Agustín: la castidad, como parte de la templanza, es “aquel amor capaz de entregarse por entero a la persona amada”[53].
Repitámoslo una vez más: con la castidad el apetito sexual es más espontáneamente fiel a sí mismo, a su verdad más íntima. La castidad no impone desde fuera unas “manillas de acero” que violenten la naturaleza del apetito sexual, sino que lo ordena desde dentro según la verdad de lo real, de su auténtica y única verdad, percibida por la razón, que es la única capaz de hacerlo. Este es el sentido del orden de la razón. “La reproducción humana se hace así reconocible como el tipo de procreación que surge del amor entre dos personas, así como también ese amor está esencialmente constituido para servir a la transmisión de la vida humana. Se explica de este modo la inseparable unidad esencial que forman en la sexualidad humana los dos contenidos de sentido que denominamos reproducción y comunidad amorosa: la sexualidad humana es amor personal que sirve a la transmisión de la vida”[54].
La pudicia
Como ya vimos, Santo Tomás habla en su último artículo sobre la castidad de una virtud a la que denomina pudicia (del latín “pudicitia”), y afirma que su nombre procede de pudor (en latín, “pudor”). La pudicia se refiere más a los actos secundarios que suelen tener lugar en la unión venérea o que pueden precederla, mientras que el objeto de la castidad sería el acto más intenso, más completo, más natural y, por tanto, más deleitable (la unión sexual en sí)[55]. Así, para Santo Tomás, la pudicia se ocuparía de poner orden y discreción en los movimientos secundarios: tocamientos, besos, miradas, comportamientos, etc.; es decir, en todos los aditamentos externos que pueden influir directamente en la excitación y provocación del deseo acerca del placer perfecto que se da en la unión venérea. Esta excitación sexual prepara y hace posible ese acto de entrega total que es la unión conyugal y, por tanto, en sí misma es algo bueno, cuando se dirige a la unión sexual como fin, dentro del matrimonio. La ternura física, cuando prepara para el amor entre los esposos, expresa esa verdadera unión personal entre dos personas que se han entregado mutuamente la vida entera[56]. Como lo secundario se da en razón de lo principal, bien podríamos decir que la pudicia es una parte de la castidad. También se puede decir que la pudicia es el camino para la castidad, su defensa y sostén. Quien somete estos actos externos al dominio de la razón, es más fácil que modere el acto principal y completo al que se ordenan, pues lo inicial e incompleto busca la plenitud. Por ello, afirma Santo Tomás, “la pudicia se ordena a la castidad, no como virtud distinta de ella, sino en cuanto que se ocupa de una circunstancia especial. Pero en el lenguaje ordinario se toman indistintamente”[57].
La lujuria
El vicio contrario a la castidad, por defecto, es la lujuria[58], “cuya materia principal son los placeres venéreos, que desatan el alma humana de una manera particular y, de modo secundario, otras materias pertenecientes al exceso”[59]. El defecto de la lujuria consiste principalmente en el desorden del deseo de placer venéreo, que no se somete a la recta razón. Por tanto, la abundancia de placer que se siente en el acto venéreo ordenado por la recta razón no se opone al justo medio de la virtud, es decir, no es vicioso en absoluto[60]. Corresponde a la recta razón establecer tanto el orden como la medida del placer sexual. Concretamente, y aunque suponga adelantar acontecimientos, “la medida de la satisfacción sexual es aquella que respeta los fines unitivo y procreativo del matrimonio”[61]. Toda búsqueda o deseo de placer sexual fuera de estos límites, va contra razón y es viciosa.
Es muy interesante, para ver cómo actúa esta característica falta de sometimiento del apetito sexual al bien de la razón, considerar el motivo por el que Santo Tomás piensa que lafornicación simple, una de las especies de la lujuria, es una conducta desordenada y viciosa: “La fornicación simple va contra el amor al prójimo en cuanto que se opone al bien de la prole, como ya dijimos (in corp.), ya que no engendra conforme a lo que es conveniente para ésta”[62]. En efecto, explica Santo Tomás, con palabras adecuadas a la época histórica y social en que le tocó vivir[63]: “es evidente que para la educación del hombre se requiere no sólo el cuidado de la madre que lo alimenta, sino mucho más el del padre, que debe educarlo, defenderlo y guiarlo. Por eso es contrario a la naturaleza humana el que el hombre practique indiscriminadamente el trato carnal, siendo preciso, por el contrario, que sea marido de una determinada mujer, con la que ha de permanecer no durante un corto período de tiempo, sino por mucho tiempo, incluso durante toda la vida (...) Esta seguridad desaparecería si se admitiera un trato carnal no definido. Esta concreción de una mujer se llama matrimonio, y por eso se dice que es de derecho natural. Pero dado que el comercio carnal se ordena al bien de todo el género humano, y los bienes comunes están sujetos a la determinación de la ley, es lógico que esta unión del macho y de la hembra, llamada matrimonio, esté sujeta a alguna ley (...) De aquí se deduce que, siendo la fornicación un contacto indeterminado, al no darse dentro del matrimonio, va contra el bien de la educación de la prole”[64], y es, por ello, vicioso. En el adulterio, aún queda aún más claro el aspecto de injusticia, también con el otro cónyuge no culpable, inherente a todo pecado de lujuria. Evidentemente, sólo la razón –nunca el apetito- es capaz de captar estas exigencias de justicia implícitas en la conducta sexual.
Es decir, la unión sexual de un hombre con una mujer no es viciosa en sí, sino en tanto que no se somete al bien de la razón, que exige –entre otras cosas- que sólo se efectúe dentro del matrimonio, por un motivo de justicia con la prole (y en cierto sentido con la madre). De este modo, Santo Tomás introduce el punto de vista de la justicia para analizar la moralidad de los actos sexuales[65]. Precisamente porque implican normalmente dos personas directamente, y muchas más indirectamente, estos actos plantean cuestiones de justicia que no pueden ser resueltas atendiendo tan sólo a su similitud con el ideal personal de templanza del agente. “Así, comparada con otras formas de templanza la castidad implica un especial compromiso con las normas de la justicia”[66]. Este aspecto de la justicia, que va dirigido al bien común, constituye la parte extrapsicológica de la castidad o de la lujuria, y evita estrechar falsamente tanto el horizonte de la virtud como del vicio, al insistir únicamente en el aspecto subjetivo, en lo que hay de deshonestidad en la lujuria[67]. Además, como dice Jean Porter, es importante hacerlo así, porque en el caso del sexo, a diferencia de lo que ocurre con la comida y la bebida, no hay una conexión tan clara entre la satisfacción de los instintos y las necesidades biológicas de los individuos, en cuanto miembros de la especie humana. Así, mientras que comer inmoderadamente deteriora siempre la salud, no ocurre necesariamente lo mismo con la falta de moderación en la satisfacción del impulso sexual[68].
Pero conviene advertir que la lujuria, y más en concreto, la fornicación, no es sólo, ni principalmente, un vicio contra la justicia, sino contra la castidad, parte subjetiva de la templanza. En efecto, en la fornicación se da rienda suelta al apetito sexual de manera que se busca el placer por sí mismo, desligado –al menos- de uno de sus fines[69]: la conservación de la especie, que incluye no sólo engendrar vástagos, sino criarlos y educarlos de la manera más conveniente, es decir, en una familia. Para verlo más claro es preciso recordar la doble regla de la templanza: las necesidades de la vida, y la conveniencia para la misma. Por tanto, en las relaciones sexuales fuera del matrimonio estable no se sigue el verdadero orden de la razón en lo sexual, que es la esencia de este vicio de la lujuria.
También en el adulterio se da un vicio contra la castidad y no sólo contra la justicia, ya que se rompe la integración de los diversos aspectos de la sexualidad humana que la castidad se encargaba de integrar. En el adulterio la persona “pretende gozar de lo que la sexualidad y el afecto ofrecen pero sin entregar la libertad. Y no la entrega porque no puede entregarla, ya que pertenece a otra persona. Busca sexo, cierto, busca cariño, cierto: y puede que lo obtenga. Pero, sobre todo, busca comunión, plenitud humana. Y esta sin el don de sí no es posible”[70]. De este modo, en la unión adúltera se entrega y se acoge “algo” de la persona, su sexualidad, su corporeidad, su temporalidad, su afectividad, pero no la persona misma, por mediación de estas realidades. No hay verdadero don de sí[71].
Volviendo a Santo Tomás, afirma que la lujuria es un vicio capital: siendo el fin que la lujuria persigue el deleite venéreo, que es el más fuerte, y por tanto sumamente apetecible para el hombre, se ve cuán fácilmente puede llegar el hombre a caer en muchos vicios para conseguirlo, “todos los cuales se dice que proceden de aquel vicio como un vicio principal”[72], o capital. Además, “el vicio de la lujuria hace que el apetito inferior, el concupiscible, se ordene de un modo vehemente a su objeto propio, lo deleitable, debido a la impetuosidad del deleite. De ello se sigue, lógicamente, que las potencias superiores, entendimiento y voluntad, se sientan altamente desordenadas (e impedidas en sus actos) por la lujuria”[73]. Concretamente, Santo Tomás, entre las consecuencias de la lujuria, cita: la ceguera mental, la inconsideracióny la precipitación, corrupciones todas ellas de la prudencia; la inconsistencia, corrupción de la fortaleza; el egoísmo, corrupción de la justicia; etc.[74] Queda claro, pues, que la lujuria es un vicio capital, madre de muchos otros.
La lujuria anula la capacidad de contemplar serenamente el mundo. En efecto, “es propio del hombre aquello que es de acuerdo con la razón. Por eso, cuando se tiene en uno lo que conviene a la razón, se dice de él que se posee a sí mismo”[75]. Pues bien: “la lujuria destruye de una manera especial esa fidelidad del hombre a sí mismo y ese permanecer en el propio ser. Ese abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia”[76]. La obsesión de gozar, que tiene siempre ocupado al hombre lujurioso, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento, imprescindible para juzgar con prudencia. “En un corazón lujurioso se ha quedado bloqueado el ángulo de visión en un determinado sentido, el mirador del alma se ha vuelto opaco, está empolvado por el interés egoísta, que no deja pasar hasta ella las emanaciones del ser”[77]. Santo Tomás pone el ejemplo del león, que al encontrar un ciervo, no ve en él más que el carácter de presa[78]. Lo mismo ocurre con el lujurioso, que en su contacto con las personas y el mundo, no los ve más que como objetos de placer, como bienes sensibles: es incapaz de ver los bienes del espíritu, y de ver a los demás como personas (y, por tanto, como seres espirituales)[79]. Por eso, la virtud de la castidad, más que ninguna otra, hace capaz al hombre y lo dispone para la contemplación, algo que los autores espirituales cristianos descubrieron hace tiempo.
Además, y precisamente en cuanto que la belleza es la extensión de lo verdadero a lo bueno[80], es decir aquello que agrada y deleita al ser conocido, es claro que la lujuria, al impedir que el espíritu se impregne de verdad (Santo Tomás cita la “ceguera de la mente” como uno de sus efectos[81]), destruye el verdadero goce sensible de lo que es sensiblemente bello. “Sólo el que tiene un corazón limpio es capaz de reír de verdad (...) Sólo percibe la belleza del mundo quien lo contempla con la mirada limpia”[82]. En el fondo, el vicio limita, incapacita, el conocimiento de lo bueno y, por tanto, el disfrute de lo verdaderamente hermoso.
Una última observación: Santo Tomás afirma que existe una determinada especie de lujuria, a la que llama vicio contra la naturaleza, en la que hay una doble razón de torpeza que hace que el acto venéreo sea malo: “en primer lugar porque repugna a la recta razón, lo que es común a todo vicio de lujuria; y en segundo lugar porque también repugna al mismo orden natural del acto venéreo apropiado a la especie humana, y entonces se llama vicio contra la naturaleza”[83]. Esta categoría de lujuria incluiría cualquier clase de acto sexual que sea estructuralmente incapaz de servir a la función reproductiva[84]. Tal sería el caso, entre otros, de los vicios de masturbación, unión homosexual, bestialidad y la unión heterosexual que sea intrínsecamente no procreativa, como ocurre con el uso de instrumentos anticonceptivos en la unión de un hombre con una mujer dentro del matrimonio. Todos estos vicios son para Santo Tomás “contra natura”, pues no sólo violan –en algún caso- las obligaciones hacia otras personas, como ocurría con los demás pecados de lujuria, sino que van en contra de la naturaleza que compartimos con otros animales[85]. Y precisamente por eso introducen un tremendo desorden en la persona que los comete: “en cualquier orden de cosas, la corrupción de los principios es pésima, porque de ellos dependen las consecuencias. Ahora bien, los principios de la razón son los naturales, ya que la razón, presupuestos los principios determinados por la naturaleza, dispone los demás elementos de la manera más conveniente. Esto se nota tanto en el orden especulativo como en el operativo.
Por ello, así como en el orden especulativo un error sobre las cosas cuyo conocimiento es connatural al hombre es sumamente grave y torpe, así es también muy grave y torpe, en el orden operativo, obrar contra aquello que ya viene determinado por la naturaleza. Así, pues, dado que en los vicios contra la naturaleza el hombre obra contra lo que la misma naturaleza ha establecido sobre el uso del placer venéreo, síguese que un vicio en tal materia es gravísimo”[86],no sólo en sí mismo considerado, sino por las consecuencias que tiene: deteriora de tal manera la naturaleza de las cosas, que la razón se vuelve incapaz de juzgar con acierto, no sólo en lo relativo a la castidad, sino a otros aspectos de la vida humana. De aquí se sigue el deterioro de la prudencia, y con ella, de todas las virtudes, por donde se ve el gran daño que hacen al hombre estos vicios.
Desde otro punto de vista, ajeno pero no contradictorio a Santo Tomás, se puede ver como lacontracepción[87] dentro del matrimonio es también viciosa, pues atenta a la misma esencia del acto conyugal. Al perder el significado procreativo, la donación deja de tener un significado unitivo, porque a nivel intencional no se incluye la totalidad de entrega. ¿Qué queda en él? Queda la función sexual. Aquí está el drama de la contracepción. La intención de hacer infecundo el amor contradice la verdad del amor conyugal: lo hace imposible. De ser un regalo mutuo que los esposos se hacían, pasa a ser la ocasión de saciar una carencia, un deseo. Ya no es la lógica de la donación, sino la lógica de la necesidad. Aquí está el cambio simbólico que se ha introducido, y que como un germen de corrupción se introduce en el matrimonio. Por eso, los actos conyugales contraceptivos no pueden unir verdaderamente a los esposos, aunque la mayoría de las veces procuren expresar el amor en ellos. No son verdaderos actos conyugales, aunque externamente posean sus cualidades físicas y afectivas: faltan las cualidades intencionales: la totalidad de la entrega.
BIBLIOGRAFÍA
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TOMÁS DE AQUINO: Summa Theologiae.
ZWEIG, S., Ardiente secreto, Acantilado, Barcelona 2004, pp. 12-13
NOTAS:
[1] Recordemos que esta acepción de la templanza como virtud especial designa la moderación de lo más difícil y costoso de moderar en el hombre. Tal es el caso de los placeres y deseos producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes que el ser humano posee: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos a la conservación de la naturaleza (individuo y especie), y que se refieren principalmente al sentido del tacto (cfr. Summa Theologiae –en adelante S. Th.-, II-II q141 a2 co). Por el contrario, la acepción de la templanza como virtud general se refiere más bien al sentido genérico de moderación o atemperación impuesta por la razón a todos los actos y pasiones humanos, y que es común a toda virtud moral (cfr. Ibidem).
[2] S. Th., II-II q143 a1 co.
[3] Cfr. S. Th., II-II q151 a4 arg2 y co. Concretamente, Santo Tomás afirma que “pudicitiae” viene de “pudore”.
[4] En castellano: “Virtud que consiste en guardar y observar honestidad en acciones y palabras” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª edición, 2001).
[5] Cfr. S. Th., II-II q151 a4 co.
[6] Esta es la primera acepción en el diccionario: “Acción de abstenerse”. Pero la segunda acepción es más acorde –aunque no completamente- a nuestro sentido: “Virtud que consiste en privarse total o parcialmente de satisfacer los apetitos” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).
[7] S. Th., II-II q146 a1 co.
[8] Cfr. S. Th., II-II q141 a6.
[9] En este sentido, resulta interesantísimo el estudio de León Kass sobre los aspectos sociales de la comida, distinguiendo los “placeres de la mesa” de su antecedente necesario: el “placer de comer”: cfr. KASS, L. R., El alma hambrienta: la comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, Cristiandad, Madrid 2005. Este autor hace ver cómo estos placeres de la mesa vienen exigidos por la propia naturaleza humana, de manera que no son algo meramente conveniente sino, en algunos casos, necesario. Más en concreto, aborda la costumbre de la hospitalidad en las pp. 170-180, el carácter civilizador del comer en la mesa y las buenas maneras en las pp. 218-249, el sentido del banquete y la conversación en la mesa en las pp. 265-279.
[10] Cfr. S. Th., II-II q146 a2 sed contra.
[11] S. Th., II-II q146 a2 co.
[12] S. Th., II-II q146 a1 ad2.
[13] S. Th., II-II q146 a1 ad4.
[14] Este es el sentido del ayuno: “El ayuno es como una medicación preparada en los laboratorios de la templanza. Con ella podremos rechazar las incursiones hostiles de la sensualidad y liberar el espíritu para que se eleve a regiones más altas donde poder saturarse con los valores que le son propios” (PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, p. 269).
[15] S. Th., II-II q147 a1 ad2.
[16] S. Th., II-II q147 a1 ad2.
[17] En cambio, la alabanza de la fortaleza consiste en un cierto exceso. Cfr. Quaestiones disputatae de virtutibus (en adelante De Virt.), q1 a13 ad13.
[18] S. Th., II-II q146 a1 ad3.
[19] KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 155. Ahora bien, no conviene perder de vista que, como observa el mismo Kass, esta amplitud y falta de restricción del apetito humano, es también una prueba de su dignidad y de su condición ética. El hombre puede y debe modelar sus gustos, su apetito y el modo de satisfacerlo, de manera que reflejen su racionalidad y libertad. Todas las convenciones llevan a humanizar el acto de comer, distinguiéndolo del modo en que lo llevan a cabo los animales. Por ejemplo, gran parte del placer del sentido del gusto es de hecho intelectual: hay un placer en reconocer lo distintivo de los diversos sabores y en el mero hecho de identificarlos. Se trata, en cierto modo, de una experiencia estética, en la que “el placer en las distinciones realizadas lleva al alma más allá de la preocupación por lo meramente necesario, trascendiendo la preocupación por la supervivencia precisamente en la propia actividad cuya finalidad primera es asegurarla”. En este sentido, el “gourmand no es, como afirman algunos un esclavo de su estómago, un glotón con cerebro. Al contrario, es un esteta cuya necesidad de comer sirve a una aspiración más refinada y superior, el deseo de conocer y apreciar” (Ibidem, p. 157).
[20] Ibidem, p. 148.
[21] Ibidem, p. 168. El inicio, pero no el final, naturalmente.
[22] S. Th., II-II q148 a1 co.
[23] Cfr. S. Th., II-II q147 a1 ad2.
[24] Cfr. S. Th., II-II q147 a1 ad3.
[25] Tal es el caso, por ejemplo, de algunas personas obesas, en las que el estómago está tan dilatado que continuamente tienen sensación de hambre, aún cuando hayan comido más de lo que necesitan y les conviene.
[26] S. Th., II-II q149 a1 co.
[27] También este sentido de “sobrio”, junto al más corriente de: “templado, moderado. Que carece de adornos superfluos”, se recoge en el diccionario: “Dicho de una persona: que no está borracha” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).
[28] Cfr. S. Th., II-II q149 a2 co.
[29] Ya los griegos, como muchos otros pueblos, afirmaban que debía haber sido un dios el que enseñó a los hombres a hacer vino, no sólo porque el hombre, sin la inspiración divina, no podía haber descubierto el proceso de su fabricación, sino, sobre todo, porque el vino inspira estados del alma elevados y excepcionales. En cierto modo, no sólo el vino eleva, sino que también puede hacerlo un banquete preparado con arte. Gracias al genio y al gusto del cocinero, y a la generosidad, franqueza e ingenio del anfitrión y sus invitados, la representación de lo eterno se manifiesta en medio de lo más temporal, de modo que la comida y el vino excelentes nutren también los hambrientos de espíritu que se han reunido para comer. No encuentro mejor ejemplo de este fenómeno que el narrado por Isak Dinesen en su relato El festín de Babette (cfr. DINESEN, I., Anécdotas del destino, Alfaguara, Madrid 1986, pp. 31-75).
[30] KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 208. Por eso los griegos atribuyeron al dios Dionisio, vinculado a la sangre, estos amenazantes poderes.
[31] Tal sería el caso, por ejemplo, de Benjamin Franklin, que propone la templanza como la primera de las virtudes porque “suele procurar aquella serenidad y claridad de juicio tan necesarios para mantener una vigilancia constante y una guardia sostenida contra la vuelta de antiguos hábitos y la caída en tentaciones constantes” (FRANKLIN, B., The Autobiography of Benjamín Franklin, Modern Library, New York 1981, p. 106). En cambio, para Santo Tomás, la templanza, por más que sea condición necesaria para la lucidez mental, es la última de las virtudes, por detrás de la justicia por ejemplo, que se dirige a un bien mayor.
[32] Cfr. S. Th., II-II q150 a1 co.
[33] S. Th., II-II q151 a2 co.
[34] S. Th., II-II q151 a3 ad2.
[35] Cfr. S. Th., II-II q153 a2 ad2. Lamentablemente, el diccionario da esta acepción negativa de castidad: “Virtud de quien se abstiene de todo goce carnal”. Si bien es cierto que, en una de las posteriores acepciones de “casto”, se puede leer un añadido que la mejora ligeramente, aunque todavía con un criterio excesivamente legalista: “Dicho de una persona: que se abstiene de todo goce sexual, o se atiene a lo que se considera como lícito” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001: las cursivas son mías). Como se ve, el propio lenguaje no ha entrañado el verdadero sentido positivo de esta virtud.
[36] Mostrar esta idea es el objetivo del artículo: PORTER, J., “Chastity as a virtue”, Scottish Journal of Theology 58 (2005), pp. 285-301, tal y como se señala en la página 286 del mismo.
[37] S. Th., II-II q153 a3 co.
[38] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 234.
[39] Sigo en este punto a: NORIEGA, J., El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005, pp. 42-46. En opinión de este autor, los diversos niveles del amor –corporal, afectivo, personal y espiritual- encierran un peligro, que hace necesario el esfuerzo por lograr la mutua armonización: “Se trata de experiencias que pueden vivirse en forma fragmentada haciendo verdaderamente difícil a la persona su gobierno e integración, pidiendo cosas distintas. El hombre experimenta una división dentro de sí, que tiende a ahogar la apertura del deseo a la felicidad última, concentrándose en sus dimensiones parciales” (Ibidemp. 145). Cfr. también SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo. Ecología sexual, Palabra, Madrid 2000, pp. 15-19, donde se incluye una sencilla explicación de los tres primeros niveles y su necesidad de integración. Este autor prescinde del cuarto nivel.
[40] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 42. También la dimensión afectivo-psicológica es, en cierto modo, espontánea, no voluntaria: uno no decide fríamente enamorarse. Ahora bien, en la misma dinámica del amor sexual, superados los primeros estadios de mero “impacto” y “resonancia” subjetiva, en el mismo momento de la “complacencia” y el “deseo” consiguiente, puede ya intervenir la voluntad, rechazándolos o siguiéndolos. Comienza la libertad.
[41] No en vano, el deseo natural de felicidad es la estructura formal de todo deseo humano: “En toda acción se da un dinamismo previo a la libertad del hombre. Esto es, una apertura a una plenitud última que es más grande que la particularidad de la acción, porque lo que queremos en concreto no es capaz de llenar la amplitud del querer como tal” (Ibidem, p. 81).
[42] Ibidem, p. 77.
[43] Cfr. Ibidem, p. 75.
[44] Ibidem, p. 47.
[45] Ibidem, p. 82.
[46] Ibidem, p. 83. “La misma dinámica física del sexo, que enloquece y está hecha para llegar al final, es una expresión adecuada de ese amor libre y voluntario de la persona que se entrega del todo, hasta el final” (SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, p. 18).
[47] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 151.
[48] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, p. 299.
[49] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 173. El “deseo sexual puede ser plasmado por la razón transformándose en virtud, como verdadero principio operativo de acciones excelentes” (Ibidem, p. 247).
[50] Cfr. Ibidem, p. 170. Este mismo autor escribe: “Un elemento crucial en este proceso educativo [de la castidad] es aprender a dirigir la verdadera atención a lo que verdaderamente importa: el impulso sexual y el estado emotivo tienden a absorber la atención, centrándola en la particularidad del bien sensual o afectivo que está en juego (...) La capacidad de recrear un mundo interior de narraciones e historias se muestra al respecto decisivo, junto con el sano realismo que sabe huir de aquellas circunstancias en las que la atención queda presa, y con ella, el dinamismo sexual” (Ibidem , p. 199).
[51] Cfr. Ibidem, p. 172.
[52] Cfr. Ibidem, p. 173. “Este es el fin de la virtud de la castidad: dirigir a la persona al don de sí” (Ibidem, p. 176).
[53] SAN AGUSTÍN, De Moribus Ecclesiae et de Moribus Manichaeorum, I, XV, 25.
[54] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, p. 300. Con esto no se quiere decir que el significado de la unión conyugal radique en la razón. Tal significado radica en el deseo de los esposos y, desde él, se desvela a la conciencia. Pero es un deseo que ha sido ordenado y plasmado interiormente por la razón (Cfr. NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 237).
[55] Recordamos que en el diccionario para “pudicia” se lee la siguiente definición: “virtud que consiste en guardar y observar honestidad en palabras y acciones”; mientras que “pudor” significa: “Honestidad, modestia, recato” (cfr. Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).
[56] “Buscar la excitación es bueno –y necesario-, tiene sentido, es verdadero cariño y sabe a cariño, cuando se va a realizar el acto sexual. Y éste tiene sentido cuando es verdaderamente hacer el amor, dentro del matrimonio” (SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, pp. 27-28).
[57] S. Th., II-II q151 a4 co.
[58] El vicio por exceso de la castidad sería la insensibilidad que lleva, por ejemplo, a negar el débito al cónyuge sin causa justificada.
[59] S. Th., II-II q153 a1 ad1.
[60] Esta idea no ha sido siempre convenientemente entendida, dando lugar a frecuentes deformaciones. Recuérdese la novela El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa, en la que se describe como Stella, la mujer del príncipe Fabricio, siente vergüenza en cada ocasión en que usa del matrimonio con su marido, como si el placer consiguiente fuera algo malo en sí (Cfr. LAMPEDUSA, G., El Gatopardo, Noguer, Barcelona 1966, p. 36). Pero quizás ha sido el puritanismo, con sus raíces en el calvinismo y el jansenismo, el que, con su interpretación funcionalista-biologicista de la sexualidad –se le atribuye como único fin la generación-, ha tratado de excluir más claramente de la experiencia amorosa toda relación al placer (Cfr. NORIEGA, J., El Destino del Eros, p. 27).
[61] CESSARIO, R., Las virtudes, EDICEP, Valencia 1998, p. 234.
[62] S. Th., II-II q154 a2 ad 4.
[63] A los ojos de un ciudadano del siglo XXI, esa época se podría juzgar, bastante burda y superficialmente, de “machista”, y la lectura de la Summa Theologiae no está exenta de ciertos “sobresaltos” al tropezarnos con pasajes de esta índole. Este es uno de ellos. No es posible ahora hacer un análisis crítico de esta cuestión, que requeriría un amplio estudio histórico, sociológico y antropológico.
[64] S. Th., II-II q154 a2 co.
[65] El motivo por el que puede hacerlo es porque la justicia incluye, en cierta manera, en su propio campo de operaciones, cualquier virtud moral que gobierne las relaciones con los demás (cfr. S. Th., I-II q60 a2 co).
[66] PORTER, J., “Chastity as a virtue”, p. 291: “Thus, seen in comparison to other forms of temperance, chastity implies a distinctive commitment to norms of justice”.
[67] Cfr. PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 238. Conviene observar que el propio uso del matrimonio de manera absolutamente egoísta por parte de uno de los cónyuges, sin buscar la unión y el bien de la otra parte, supone una conducta inmoral (cfr. SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, pp. 29-30). El mismo Pieper afirma un poco más adelante: “La forma de buscar el propio interés en la lujuria lleva sobre sí la maldición de un egoísmo estéril (...) La lujuria no se entrega, no se da, sino que se abandona y se doblega. Va mirando la ganancia, corre tras la caza del placer (...) La esencia de la lujuria es el egoísmo” PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 241).
[68] PORTER, J., “Chastity as a virtue”, p. 294.
[69] En muchos casos tampoco se da una verdadera comunión amorosa, sino que se reduce a un intercambio de placer, o se buscan otros objetivos. Tal es el caso de las relaciones prematrimoniales: aunque exteriormente nos encontramos ante el mismo tipo de acto que en el matrimonio, la perspectiva del sujeto que actúa tiene una intencionalidad muy diferente. Al faltar un acto de donación mutua irrevocable que genere una pertenencia recíproca, tal acto no puede dirigirse a la donación de sí mismo, sino a un experimentarse sexualmente. Este “probarse sexualmente” es intencionalmente incompatible con “querer a la persona como tal”, con entregar la propia libertad y asumir el destino de la otra persona en su totalidad. La lógica de la prueba ensombrece la lógica del don, aunque sea con el consentimiento de la otra parte: siempre es posible un egoísmo a dúo (cfr. NORIEGA, J., El Destino del Eros, pp. 216-220).
[70] Ibidem, p. 276.
[71] Cfr. Ibidem, p. 245. Otro tanto se podría decir de las relaciones prematrimoniales donde, de hecho, no se ha dado una entrega total, no porque no se quiera o no se pueda hacerlo –como en el caso el del adulterio- , sino porque se está a la espera de hacerlo: por eso son relaciones prematrimoniales y no matrimoniales. En algunos casos se está, incluso, dependerá de cómo resulten las propias experiencias prematrimoniales. Se introduce así una condición a la radicalidad de la entrega, que deslegitima las mismas relaciones sexuales.
[72] S. Th., II-II q153 a4 co.
[73] S. Th., II-II q153 a5 co.
[74] Cfr. S. Th., II-II q153 a5 obj.
[75] S. Th., II-II q155 a1 ad2.
[76] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 240.
[77] Ibidem, p. 241.
[78] Resultan reveladores estas palabras de un psiquiatra, hablando de la asociación norteamericana “Sexalholics Anonymus”: “Los que pertenecen a este colectivo son personas para las cuales la actividad sexual se ha convertido en un impulso incoercible e incontrolable, una obsesión y una dependencia de las que no es posible escapar. Con respecto al sexo, es algo irresistible, insaciable, que obliga a pensar en tener una relación física con cualquier persona que se le aproxima; una cuestión que se reduce a una búsqueda sin tregua y desesperada de sexo una y otra vez... Así sucesivamente, y el sexoadicto acaba por no ver en los demás más que simples objetos como consecuencia de una conducta primaria” (ROJAS, E., El hombre light, Ediciones Bolsillo, Madrid 1998, p. 71).
[79] Stefan Zweig ha descrito magistralmente en una de sus novelas el tipo del lujurioso seductor con estas palabras: “ya al primer vistazo captan a cada mujer desde el punto de vista sensual, tanteando y sin distinguir si se trata de la esposa de su amigo o de la criada que les abre la puerta que conduce hasta ella. (...) La vida entera se les convierte en una incesante aventura, un único día se les descompone en cientos de pequeñas experiencias sensuales: una mirada al pasar, una sonrisa fugaz, el roce de una rodilla cuando se sientan frente a alguien. Para ellos, la experiencia sensual es una fuente que fluye eternamente, alimentando y estimulando su vida” (ZWEIG, S., Ardiente secreto, Acantilado, Barcelona 2004, pp. 12-13).
[80] En opinión de Aertsen, esta es la determinación que parece describir mejor el lugar de la belleza en Santo Tomás: Cfr. AERTSEN, J.A., La filosofía medieval y los trascendentales, EUNSA, Pamplona 2003, p. 347 y, en general, todo el Capítulo VIII, donde se recoge un excelente estudio de ese trascendental.
[81] Cfr. S. Th., II-II q153 a5 co y I-II, q15 a1 co.
[82] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 249.
[83] S. Th., II-II q154 a11 co.
[84] Cfr. PORTER, J., “Chastity as a virtue”, p. 289. Conviene advertir que, en opinión de este autor, esta distinción entre los vicios naturales y los vicios contra naturaleza, de acuerdo con la cual, la homosexualidad y la masturbación son actos más desordenados que el adulterio o el rapto, es “poco persuasiva para muchos profesores modernos”, y “puede ser sólo descrita como escalofriante” (Ibidem, p. 285).
[85] Cfr. S. Th., II-II q154 a1, a11 y a12. El motivo para esta calificación como “contra natura” es que impiden, en sí mismos, el fin propio al que tiende intrínsecamente el acto venéreo: la generación. Ciertamente, desde otro punto de vista, se podría decir que, en realidad, todo pecado, en cuanto que viola el orden que la razón práctica impone en las inclinaciones y acciones (esto es, la ley natural), es “contra natura”.
[86] S. Th., II-II q154 a12 co.
[87] Cfr. NORIEGA, J., El Destino del Eros, pp. 247-259.
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