Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
Publicado en: A.SARMIENTO-T.TRIGO-E.MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.
Índice
1. Noción
2. El estudio: templanza y fortaleza
3. El diálogo
4. La reflexión
1. Noción
El estudio es la virtud que modera y orienta según la razón el deseo de conocer[1]. Y precisamente por eso, influye en toda la conducta, pues toda actividad del hombre, si se quiere desarrollar bien, comienza por el conocimiento y reclama, a lo largo de su ejecución, la aplicación de la mente. La actividad técnica o artística, por ejemplo, exige que previamente se sepa hacer lo que se quiere hacer, que se piense sobre los medios que hay que poner para conseguir hacer lo que se pretende, y que se sepa cómo aplicarlos adecuadamente.
El estudio tiene que ver, por tanto, con todo lo que en la vida es ocupación (studium, en el sentido latino). Ahora bien, la «ocupación» fundamental de la persona –que incluye y da sentido a las demás- es la tarea de su propia vida: alcanzar su plenitud como persona, su felicidad y salvación. Esta es la ocupación –la investigación de las verdades relevantes para la persona- a la que debe aplicarse, en primer lugar, la virtud del estudio.
La fe cristiana debe ser un acicate para el estudio y la formación intelectual en todos los campos: «Tened en cuenta –anima el Apóstol- todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio»[2]. La fe nunca es una barrera para profundizar en la verdad científica y técnica, como quiere hacer creer la crítica racionalista. El reto que en otro tiempo lanzó la Ilustración al cerrilismo, aude sapere!, lo lanza de continuo la fe a la razón para que trascienda sus propios límites.
El cristiano, que está llamado a poner a Cristo en la cumbre de su actividad humana[3], debe sentirse impulsado a adquirir la mejor formación intelectual que pueda, no sólo en el ámbito teológico, sino también científico y técnico, sabiendo distinguir entre la verdadera y la falsa ciencia. Esta es la que aparta de la fe[4], la que se busca para exaltar la propia excelencia, y no para el servicio del bien de la persona[5]; la que se cierra orgullosamente a la verdad divina, convirtiéndose en necedad[6].
«La investigación metódica en todas las disciplinas, si procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque la realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerzo por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son»[7].
2. El estudio: templanza y fortaleza
El objeto propio de la virtud del estudio, lo que ella ordena, no es la actividad del conocimiento como tal, sino el deseo de conocer. Esta virtud proporciona al hombre un deseo recto de conocer la verdad, y de aplicar rectamente su entendimiento a lo que debe aplicarlo y no a otra cosa[8], evitando así toda curiosidad impertinente. Desde este punto de vista, es decir, como virtud moderadora del deseo de conocer, el estudio es un aspecto de la templanza.
Pero el estudio participa también de la virtud de la fortaleza, pues estimula a adquirir conocimiento cuando tendemos a evitar el esfuerzo que implica su búsqueda. Conocer la verdad, en efecto, supone dedicación de tiempo, concentración de la mente, reflexión, constancia, respeto a la realidad, etc. Para evitar estas dificultades, sucede a veces que la persona, en lugar de estudiar un asunto, se conforma con la opinión más difundida, o con la que más le agrada a primera vista, la toma acríticamente por verdadera y la defiende como si fuera cierta. La virtud del estudio, en cambio, confiere al deseo de conocimiento la fuerza necesaria para vencer la tendencia a la comodidad[9]. El hombre «estudioso» –que no se identifica necesariamente con el «intelectual”- no se conforma con el «se dice», con la opinión dominante o con las ideas de moda; sólo se conforma con la verdad.
3. El diálogo
Además del estudio propiamente dicho, también la conversación, el coloquio o diálogo puede ser un medio para conocer la verdad. «Es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana»[10].
El presupuesto de todo diálogo es la existencia de la verdad y la capacidad del hombre para conocerla. Si se parte de que todas las opiniones son igualmente válidas, el diálogo se convierte en una actividad estéril. Por otra parte, el diálogo no es un fin en sí mismo –como pretende la posición relativista-, ni un regateo para consensuar verdades al gusto de todos, sino un medio para la búsqueda y la comunicación de la verdad entre las personas.
El diálogo, especialmente sobre las cuestiones más relevantes para la persona, no es fácil. Aunque le cueste admitirlo, el hombre tiene una fuerte tendencia a «cerrarse» a las opiniones contrarias a las suyas; siente una cierta fobia ante lo que no ha descubierto por sí mismo, especialmente si contradice sus opiniones. De ahí que, para que el diálogo sea fructuoso, se requiera una previa educación que, entre otras, ha de fomentar las siguientes actitudes:
a) El amor a la verdad. La finalidad del diálogo es la búsqueda o la comunicación de la verdad, y no la victoria dialéctica sobre los que piensan de modo diferente. Los que dialogan deben tener el deseo sincero de acoger la verdad. Para ello es imprescindible saber escuchar, con ánimo de comprender, sin encerrarse obstinadamente en la propia posición.
b) La claridad, que exige esforzarse por expresar el pensamiento y comunicar la verdad de modo inteligible para el oyente. En muchas ocasiones, la falta de entendimiento se debe a la falta de inteligibilidad del discurso. Y no rara vez esa falta de claridad esconde la vanidosa pretensión de que el propio pensamiento sea juzgado profundo por ser oscuro.
c) La mansedumbre, necesaria para no enfadarse con las ideas ni mucho menos con quienes las defienden. Sustituir las razones por la descalificación personal puede manifestar debilidad de carácter, ignorancia o poco respeto por la dignidad de la persona. La verdad no puede imponerse nunca por la violencia física o verbal.
«El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso»[11]. En el diálogo debe realizarse la unión de la verdad con la caridad[12], de la inteligencia con el amor.
d) Atenerse a las ideas: son estas las que hay que entender, afirmar o rebatir. Para dialogar es imprescindible la disposición interior de aceptar la verdad venga de quien venga: no «mirar a quien habla», sino prestar atención a lo que dice.
«Al aceptar o al rechazar una opinión, no debe el hombre dejarse conducir por el amor o por el odio hacia el que opina, sino por el amor a la verdad misma. De ahí que conviene amar a todos, tanto a aquellos cuya opinión seguimos como a aquellos cuya opinión rechazamos, porque unos y otros nos ayudan en la adquisición de la verdad. Y por ello es justo decirles: gracias»[13].
4. La reflexión
Al estudio y al diálogo debe añadirse la reflexión, sin la cual incluso la verdad conocida queda en la superficie del alma, no se asienta en la profundidad de la persona, y corre el riesgo de perderse, por no haber sido convertido en vida.
Reflexionar significa «pensar atenta y detenidamente sobre algo»[14]. Consiste en entrar en uno mismo, en el hombre interior, para buscar la verdad[15]. Es una actitud definida por la concentración de nuestras potencias cognoscitivas hacia la búsqueda de la verdad sobre un asunto. Tal actitud exige recogimiento: silencio, cese de la actividad, un cierto aislamiento del exterior, y dominio de los sentidos –especialmente de la imaginación y la memoria- para que colaboren con la inteligencia.
La reflexión implica salir del anonimato, de la frivolidad, y superficialidad en las que se vive habitualmente; quitarse las máscaras con las que se pretende aparentar ante los demás algo que no se es; renunciar a las actividades alienantes a las que el hombre se entrega para no pensar; y superar el miedo a enfrentarse con el mundo interior personal, si se sospecha que está vacío o es falso. Sólo así puede la persona entrar en sí misma, no para hacer una especie de introspección psicológica, sino para encontrar la verdad profunda de lo que es y de lo que puede ser[16].
El silencio necesario para la reflexión no es sólo el silencio exterior, sino, sobre todo, el interior, que consiste en hacer callar los propios intereses y conveniencias, las preferencias, ambiciones y gustos, para que pueda hacerse oír claramente la voz de la verdad. Se requiere una cierta ascesis de la inteligencia para liberarla de todo aquello que distorsione la realidad, de modo que pueda verla tal como es, incluso cuando resulte desagradable o penosa. La peor deformación de la inteligencia es tomar los deseos por realidades.
5. La curiosidad
El significado más obvio del término curiosidad es querer enterarse de lo que a uno no le afecta. De modo más preciso, la curiosidad puede definirse como el exceso del deseo de conocer[17]; es un modo impertinente, moralmente malo, de ejercerlo. En realidad, a la persona curiosa le importa más satisfacer su afán de conocer que la verdad en sí misma.
El deseo de conocimiento, que en sí es bueno, puede convertirse en algo desordenado o nocivo[18], dando lugar a diversas formas de curiosidad.
a) Buscar la verdad con una intención mala. Es el caso, por ejemplo, del que desea saber más para tener motivos de orgullo, o el de quien estudia los mejores medios para realizar una acción inmoral. En ambos casos, la posesión de la verdad se convierte en medio: en lugar de servir a la verdad, el hombre se sirve de ella y la utiliza para fines inmorales.
b) Descuidar el estudio de las verdades necesarias, relevantes para la vida de la persona (formación profesional, moral y religiosa), por dedicar el tiempo a enterarse de cosas menos útiles. La dedicación de tiempo al estudio y su oportunidad, dependen en gran parte de las circunstancias personales. En todo caso, deben ordenarse lo intereses según la importancia y hacer compatible el estudio de la verdad con los deberes familiares, civiles, etc.
c) Empeñarse en aprender de personas a quienes no se debe escuchar. Santo Tomás pone como ejemplo a «los que preguntan a los demonios algunas cosas futuras, lo cual es curiosidad supersticiosa»[19]. El ejemplo es, por desgracia, plenamente actual. En las últimas décadas ha crecido de modo notable el número de adivinos de todo tipo, y el de personas que acuden a ellos con la curiosidad malsana de saber cosas sobre el futuro de sus vidas. Existen también, como en otras épocas, los falsos maestros, con más capacidad que nunca para hacerse oír, gracias a los medios de comunicación: prensa, revistas, libros, televisión, etc. Es preciso, en estas circunstancias, moderar el deseo de estar al día de todo lo que se dice y escribe, y tamizar con un sano espíritu crítico las opiniones que se difunden, especialmente las relativas a cuestiones morales y religiosas.
d) Desear conocer la verdad sobre las cosas sin ordenar dicho conocimiento al fin debido, que es el conocimiento de Dios. El conocimiento científico y filosófico, si es verdadero, puede y debe llevar a Dios. Pero el hombre puede también encerrarse en sí mismo, y utilizar su ciencia incluso para negar la existencia del Creador.
e) Tratar de conocer verdades que superan la propia capacidad. La causa de este tipo de curiosidad es casi siempre la soberbia y al deseo de ser admirados por los demás. Hay que saber detenerse con humildad ante lo que se encuentra por encima de nuestra comprensión, siguiendo el consejo de san Pablo: «No pretendáis saber más allá de lo que conviene saber, sino saber sobriamente; cada uno según Dios le repartió la medida de la fe»[20].
Un caso concreto en el que es especialmente importante regular, con la prudencia y la humildad, el deseo de saber, es aquel en el que la investigación de la verdad implica ponerse en cierto peligro de errar. Sucede, por ejemplo, cuando alguien, por justas razones, debe leer libros contrarios a la verdad. En tales situaciones, es importante tener en cuenta que:
a) la verdad ya conocida exige fidelidad (como veremos más adelante);
b) el error de la inteligencia implica normalmente errores prácticos: las ideas tienen consecuencias en la conducta;
c) el error se presenta con frecuencia bajo formas atractivas y mezclado con la verdad, y esto lo hace más creíble;
d) nadie puede considerarse inmune al error; sólo una persona pagada de sí misma puede pensar que tiene suficiente madurez intelectual para distinguir siempre lo verdadero de lo falso. La madurez intelectual, por el contrario, se caracteriza por la aceptación de los propios límites;
e) en consecuencia, es necesario poner los medios adecuados en cada situación para no dejarse engañar.
El vicio de la curiosidad no se da sólo en el ámbito del conocimiento intelectual, sino también del conocimiento sensible. Esta curiosidad, que se identifica con la «concupiscencia de los ojos», de la que habla San Juan[21], es un deseo de ver que pervierte la finalidad original de la vista, pues al hombre curioso no le interesa percibir la realidad, sino simplemente ver para deleitarse con ese conocimiento y dejarse absorber por él. Una de sus más graves consecuencias es que el hombre se incapacita a sí mismo para entrar dentro de sí y para conocer la verdad sobre la realidad más profunda.
En muchos casos, la curiosidad es consecuencia de la negación de la verdad y de la consiguiente renuncia a buscarla. Si no hay verdad, no hay esperanza, y sin esperanza el hombre no puede tener alegría. «Pero si el fondo del alma es la tristeza, se llega necesariamente a una continua huída del alma de sí misma, a una profunda inquietud. El hombre tiene miedo de estar sólo consigo mismo, pierde su centro, se convierte en vagabundo intelectual, que siempre se está alejando de sí mismo. Síntomas de esta inquietud vagabunda del espíritu son la verbosidad y la curiosidad. El hombre al hablar huye del pensamiento. Y puesto que se le ha quitado la visión hacia lo infinito, busca insaciablemente sustitutos»[22].
Notas
[1] Cfr. S.Th., II–II, qq. 166–167. Un estudio moderno sobre el tema puede verse en A. MILLÁN- PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 161–169. Sto. Tomás utiliza, para referirse a esta virtud, la palabra latina studiositas, que puede traducirse por estudiosidado estudio. El empleo de este segundo término no debe hacer olvidar que estamos tratando de una virtud y no de una actividad.
[2] Flp 4,8.
[3] Cfr. S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa: Homilías, Rialp, Madrid 2000 (38ª), nn. 156 y 183.
[4] Cfr. 1 Tm 6,20-21.
[5] Cfr. 1 Co 8,1.
[6] Cfr. 1 Co 1,19-20.
[7] GS, n. 36.
[8] Cfr. S.Th., II–II, q. 166, a. 2, ad 2.
[9] Cfr. S.Th., II–II, q. 166, a. 2, ad 3.
[10] PABLO VI, Enc. Ecclesiam suam (6.VIII.1964), n. 31.
[11] Ibidem.
[12] Cfr. Ef 4,15. Sobre la necesidad de evitar las discusiones, cfr. 2 Tm 2,14; 23-24.
[13] J. DUNS SCOTO, Expositio in Metaph. Aristo., l. XII, sec. 2, n. 56.
[14] Diccionario de la Real Academia Española.
[15] Cfr. S. AGUSTÍN, De vera religione, c. 39, n. 72: «Entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad».
[16] Cfr. R. SIMON, Morale, Beauchesne, Paris 1961, 9-10.
[17] Cfr. S.Th., II–II, q. 167, a. 1.
[18] Cfr. S.Th., II-II, q. 167, a. 1c.
[19] Ibidem.
[20] Rm 12,3.
[21] 1 Jn 2,16. Cfr. S. AGUSTÍN, Confesiones, X, 35, 55.
[22] J. RATZINGER, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 1990, 83.
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