Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
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El fin de la investigación que nos proponemos realizar es profundizar en el estudio de la virtud que regula el uso de los bienes materiales: la generosidad. El motivo principal para emprender esta investigación se encuentra en la insistencia con que el Magisterio contemporáneo enseña la necesidad que tiene toda persona de «dejarse guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales»[1].
Esta «visión integral» del hombre implica un conocimiento de su compleja realidad, a la vez espiritual y corpórea, necesitada, por tanto –en su dimensión corporal– de bienes materiales que permitirán su natural desarrollo y la obtención del fin para el que ha sido creado.
Cuando esta «visión integral» es sustituida por un enfoque parcial de la naturaleza humana, la lícita búsqueda de la satisfacción de las necesidades del hombre pierde el norte, y pasa a convertirse en un fin en sí misma que «abaja» las altas aspiraciones que el hombre, por naturaleza, posee.
Para evitar este reduccionismo, la lucha por conseguir el progreso material debe ir siempre acompañada de un fundamento que la oriente: una concepción adecuada del hombre y de su verdadero bien.
El avance tecnológico ha permitido satisfacer un sinnúmero de necesidades, proporcionando al hombre de nuestros días un alto grado de bienestar. Ante esta situación, es necesario que no se pierda de vista que la persona humana es una criatura llamada a la bienaventuranza eterna en el cielo y no a la esclavitud de sus pasiones. Por este motivo Juan Pablo II afirma que «no es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que esté orientado al “tener” y no al “ser” y que quiere tener más, no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo»[2].
La sustitución del «ser» por el «tener» denunciada por el Papa implica una deformación no sólo de la verdad sobre el hombre, sino también de la verdad sobre los mismos bienes materiales. Se pierde de vista su condición de instrumentos, que, como tales, permiten llevar a la plenitud la obra creadora de Dios, hacen posible el servicio entre los hombres y favorecen el cumplimiento de los designios de Dios en la historia[3].
El hombre debe luchar con ahínco por obedecer el mandato de Dios de dominar la tierra, que implica que los bienes materiales deben ponerse al servicio del hombre y no al contrario. Las realidades terrenas, cuando se emplean en servicio de Dios por medio del servicio a los demás, adquieren su más pleno sentido.
De esta forma, luchando por vivir desapegado de los bienes materiales, el hombre se abre a lo realmente importante, a lo trascendente, y se prepara con mayor facilidad a la unión con Dios, su fin último[4].
Es constante el llamamiento del Magisterio a los fieles para que descubran la importancia que el correcto uso de los bienes materiales tiene en el camino de los hombres hacia su último fin. Este trabajo pretende secundar este llamamiento.
Otro motivo que nos mueve a realizar este estudio es la limitada atención que, en el campo de la investigación teológica, se ha prestado a la virtud de la generosidad, como se refleja en la escasa bibliografía específica sobre el tema.
Una de las causas de este olvido de la virtud de la generosidad es, a mi entender, un enfoque parcial del uso de los bienes, que se centra de forma exagerada en la posesión o propiedad exterior y no presta suficiente atención a las disposiciones interiores que rigen dicho uso. De esta forma, la imitación de la pobreza de Cristo se limita principalmente al abandono material de bienes exteriores, relegando el desprendimiento interior a un segundo plano, como si no fuese éste su fundamento. Se pretende en este trabajo resaltar la importancia del desprendimiento interior, especialmente para aquellos cristianos que desarrollan su vocación en medio del mundo, haciendo presente a Cristo justamente mediante el adecuado uso de sus bienes materiales.
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Si tuviéramos que determinar un contexto teórico adecuado donde enmarcar este estudio, sería el de la teología de las realidades terrenas. No es una tarea fácil definir este concepto, pues son muchos los temas involucrados en él. Frente a este problema, considero oportuno recurrir a la afortunada síntesis que G. Thils realiza en su famosa obra sobre el tema: «Reducir a la unidad el dualismo que separa el mundo de Dios; restablecer una armonía nueva y sana entre Cristo y la humanidad; restaurar la unión de la religión con la vida, éste parece ser el significado primero y fundamental de la labor llevada a cabo en nuestros tiempos en busca de una teología de las realidades terrenas»[5].
Como se deduce de esta definición, la tarea que debe caracterizar una teología de las realidades terrenas es unir dos mundos que, a lo largo de la historia y por causas diversas y complejas, han sido separados: la vida teologal, de unión con Dios, y las ocupaciones terrenas, la vida profesional, económica, política, etc.; la construcción de la Ciudad de Dios y la edificación de la Ciudad de los hombres; lo sobrenatural y lo humano.
Esta ruptura no surge exclusivamente por la falta de fe y visión sobrenatural –ausencia que lleva siempre consigo una concepción oscura y pesimista de las realidades temporales–, sino también por la falta de audacia de muchos cristianos que por timidez, temor o ignorancia manifiestan una actitud más bien pasiva frente a los asuntos seculares, en los cuales deberían dejar una profunda huella cristiana.
Otro motivo que se encuentra en la base de esta división es la influencia de las ideas liberales proclamadas en la Revolución Francesa, que pretenden reducir lo más posible la acción del cristianismo en la vida pública, afirmando que la religión es un asunto privado, o de la conciencia individual. La consecuencia es que la vida pública deja de estar informada por la savia religiosa[6].
La fuerza y creciente difusión de la ideología liberal, que se encuentra muchas veces con una fe débil y temerosa, ha llevado a algunos a pensar que lo congruente con la doctrina cristiana es la pasividad frente a los problemas sociales, económicos y políticos, y que la actitud lógica de un cristiano debería ser esperar todo de Dios y de su paternal providencia. No resulta difícil para quien comienza a recorrer este camino llegar al convencimiento de que la naturaleza, el tiempo, el trabajo, el descanso, la diversión, como muchos otros campos de la vida corriente del cristiano, constituyen un obstáculo para alcanzar lo sobrenatural, lo eterno: la unión con Dios. «Pero será propio de una teología de las realidades terrenas –afirma Thills– demostrar que el concepto cristiano auténtico de la vida y del hombre exige un trabajo de transfiguración de lo creado, trabajo que, lejos de ser detenido por la vida divina, halla en ella una exigencia temporal sin rival»[7].
Si se adopta este ideal de transfigurar todas las realidades creadas, se abre para todos los bautizados un camino luminoso, lleno de esperanza y de optimismo. El motivo de esta visión positiva que presenta la teología de las realidades terrenas radica en un postulado característico de esta corriente teológica: el que enseña que el fin último no se consigue exclusivamente luchado contra el mundo, en lo que éste tiene de malo, sino por medio del mundo, utilizándolo como instrumento, que, por voluntad divina, se nos da para la consecución de la felicidad eterna.
Con esta visión, el hombre se convierte en un intermediario privilegiado entre Dios y la creación, en enviado de Cristo para continuar con su obra de restablecer la armonía que el pecado había destruido. La acción humana adquiere, de esta forma, una trascendencia sobrenatural que llena de sentido positivo todas y cada una de las actividades humanas nobles, trascendencia sobrenatural que alcanza también a los instrumentos que el hombre utiliza con este fin.
Uno de los santos que, en este aspecto, más ha influido con su vida y escritos en la sociedad contemporánea es San Josemaría Escrivá. En una célebre homilía en el campus de la Universidad de Navarra, enseña que «cuando un cristiano desempeña con amor la más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día (...)». –Y continúa más adelante–: «Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades»[8].
Santo Tomás tiene mucho que aportar en este amplio tema: por ejemplo, su visión realista y positiva de todos los bienes creados, tanto los animados como inanimados, en los cuales descubre un vestigio de la providencia divina. Esta huella de Dios presente en la creación, alcanza a cada una de las criaturas de forma particular, ya sea como principio primero o como causa última[9]. «Todo el universo con todas sus partes está ordenado a Dios como a su fin, en cuanto en ellas, por cierta semejanza, se representa la divina bondad para la gloria de Dios, aunque las criaturas racionales en modo especial en cuanto a esto tienen el fin en Dios, al que pueden alcanzar por su propia operación, conociendo y amando»[10].
Son muchos los fundamentos teóricos que la doctrina tomista aporta para la elaboración de una teología de las realidades terrenas. En esta introducción, sólo nos interesa enunciar algunos que consideramos más importantes.
En primer lugar, se puede mencionar la enseñanza de Santo Tomás sobre el pecado original y sus consecuencias sobre el hombre, el mundo y las relaciones entre ambos, en las que manifiesta una visión optimista de las realidades terrenas[11].
Más radicalmente aun, su doctrina sobre la encarnación subraya con insistencia que Cristo, al asumir un cuerpo humano, asumió conjuntamente todo el mundo material, toda la creación, llevándola, con su muerte y resurrección, a su plenitud[12].
El conjunto de toda esta enseñanza tomista se puede resumir en su doctrina sobre la bienaventuranza imperfecta, que aporta una visión positiva y optimista del mundo creado y de las actividades temporales del hombre. En el desarrollo de este tema, Santo Tomás explica cómo las realidades temporales pueden constituir, ya en esta tierra, un adelanto de la bienaventuranza eterna[13].
Por consiguiente, la coherente y unitaria doctrina de Santo Tomás proporciona un magnífico fundamento para una teología que pretenda estrechar vínculos y explicar conjuntamente las dimensiones humana y sobrenatural de la vida cristiana.
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La visión positiva de Santo Tomás respecto a las realidades temporales no es la única razón por la que hemos acudido a su obra como fuente de este estudio. Son muchos más los motivos que hacen conveniente acudir a tan segura y recomendada fuente.
En primer lugar, la estructura de la moral de Santo Tomás constituye –según Pinckaers– «el hecho histórico más importante para la moral, en relación con los que le han precedido y con los que le seguirán»[14]. La moral tomista llega a un punto de perfección difícilmente alcanzable, tanto en el establecimiento de los principios como en el análisis de los elementos propios del obrar moral, y todo ello con un rigor y una lógica presentes a lo largo de toda su monumental obra[15].
Del rigor y lógica interna de su pensamiento se desprende una profunda unidad, que abarca también la enseñanza moral. Esta unidad, que vuelve a su obra especialmente atractiva, no es sólo pedagógica, sino que también «se puede calificar de ontológica y dinámica, porque intenta reproducir el mismo movimiento de la Sabiduría y de la acción divinas, tanto en su obra de creación –que culmina en el hombre como imagen de Dios–, como en su obra de gobierno –que lleva a Dios, como fin último y bienaventuranza, a todas las criaturas y especialmente al hombre–»[16].
Otro punto que sustenta la elección de Santo Tomás es que la renovación de la moral, por la que se pretende escapar de las limitadas estructuras de la moral de la obligación, exige un retorno a la doctrina de las virtudes, porque ellas constituyen el vehículo necesario para el ejercicio de la libertad, permiten la identificación del hombre con su Modelo y lo llevan a su fin último. Este enfoque tiene en Aristóteles su precursor y en Santo Tomás su principal maestro.
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La metodología seguida en nuestro trabajo consistió, básicamente, en el análisis y comentario de los textos tomistas relativos a la generosidad y al uso de los bienes materiales. Como es lógico, nos hemos centrado principalmente en la Summa Theologiae –obra de madurez de Santo Tomás–, pues allí se encuentra la síntesis de toda su doctrina. Pero hemos acudido también, como es lógico, al resto de sus obras, especialmente a su Comentario a la Ética a Nicómaco, a la Suma Contra los Gentiles, o al Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, donde se puede encontrar la génesis de su pensamiento.
Se pretende en este capítulo estudiar las coordenadas en las que se encuadra la generosidad en el pensamiento tomista sobre las virtudes y dibujar un marco teórico que permita un mejor entendimiento de la naturaleza de esta virtud.
Para ello se desarrollará, en primer lugar, un estudio terminológico con el fin de aclarar el alcance de cada uno de los términos claves utilizados en este trabajo. Considero que este apartado resulta importante y necesario. La razón radica en que la virtud de la generosidad, objeto de nuestro estudio, es entendida y denominada de diversas formas a lo largo de la historia y, a su vez, por ser una virtud que regula el uso de los bienes materiales, se relaciona con otros conceptos como el desprendimiento de riquezas, la pobreza religiosa y la teología de las realidades terrenas. Por este motivo es necesaria la aclaración terminológica que distinga bien estos campos y establezca sus relaciones.
El estudio analizará en un primer momento los sentidos de los términos «liberalidad» y «generosidad», con el fin de explicar por qué son utilizados como sinónimos, y pasar luego a conceptos relacionados, como «largueza», «avaricia» , «prodigalidad» y «pobreza».
En cada uno de ellos nos detendremos en el sentido y frecuencia con que Santo Tomás lo utiliza en sus obras y también en su origen etimológico. Además, se agregarán a pie de página el uso que algunos autores clásicos han hecho de ellos.
Una vez finalizada el estudio de la terminología, y antes de inserirnos el concepto de generosidad, se presentarán algunas nociones básicas acerca de la virtud de la justicia, ya que es la virtud dentro de la cual Santo Tomás sitúa la generosidad. Esto nos permitirá abordar el tema de la generosidad con un marco conceptual que enriquezca y facilite la comprensión de los alcances de esta virtud.
Santo Tomás, en sus escritos, no utiliza el término «generosidad» para referirse a la virtud objeto de nuestro estudio, sino los de «liberalidad» y «largueza».
Resulta interesante el análisis etimológico de estas palabras, pues si bien pueden perfectamente emplearse como sinónimos, se pueden descubrir distintos matices que enriquecerán el alcance de este trabajo[17].
El término «liberalitas, -atis» es utilizado por Santo Tomás 460 veces, de las cuales un 35% está en nominativo. A su vez, las obras del corpus thomisticum con mayor concentración de este término son la Summa Theologiae, In Libros Sententiarum, Quaestiones Diputatae ySententia Libri Ethicorum.
El Aquinate, en la respuesta al problema planteado en el artículo 2 de la cuestión 117 de laSecunda Secundae, Se refiere a dos posibles sentidos del término «liberalidad»: a) el propio de la filosofía griega: «Según Aristóteles, es propio del hombre liberal ser espléndido en el dar»[18]; b) el de «libre», es decir, «desapegado de los bienes»: «porque el que se desprende de las cosas parece como que se libera de su custodia y dominio, y muestra que su alma está libre del afecto hacia ellas»[19].
En el texto citado por Santo Tomás, Aristóteles utiliza el término griego eleutheriotes, derivado de leudth(e)ro, que significa «popular, perteneciente al pueblo», y que es traducido al latín con el término liberalitas, el cual en sentido genérico equivale a «generosidad en relación con el pueblo».
En este sentido, el término «liberalidad» ya había sido utilizado por Demócrito[20], y también por Platón[21], que le concede una importancia primordial entre las virtudes propias de los que custodian la ciudad.
Aristóteles, a su vez, concreta la utilización de este término en el campo del uso del dinero en general. El sentido aristotélico del término «liberalidad» adquiere así un alcance más específico, en cuanto afecta sólo a las acciones que tienen por objeto las riquezas materiales. Se puede decir que Aristóteles delimita el campo de la virtud de la liberalidad, dejando de ser una virtud exclusiva de los políticos para ser el justo medio en relación al uso de las riquezas.
Sin embargo, el mundo romano adoptará el sentido de liberalidad como virtud propia del ámbito político. Con el nombre de «liberalidades» se hace referencia a los grandes beneficios que, por motivos políticos, se daban al pueblo, una vez acabadas las guerras púnicas[22]. A esta «liberalidad» interesada, se opone, sin embargo, una recta y honesta, que Panecio cita entre las virtudes primordiales del hombre de estado y cuyos atributos principales son descritos por Cicerón en su obra De Officiis[23]. La descripción que Cicerón hace de la liberalidad la acerca al ámbito de la justicia y así la entenderá San Ambrosio[24], quien tendrá una influencia determinante en la doctrina tomista. El hombre liberal es, en este sentido, una persona noble, graciosa, honorable, generosa, bienhechora[25].
Como se ha visto, el segundo sentido que Santo Tomás otorga a la liberalidad es el de desapego de los bienes materiales. La palabra liberalitas, -tis tiene su origen en liber, -era, -erum, adjetivo cuyo significado es «que actúa según sus propios deseos y gustos; que se tiene a sí mismo como maestro». Es una palabra proveniente de la raíz griega: liph-, liptô que significa «desear».
Los sentidos particulares del término «liber» son: a) estar libre, exento o vacío de algo[26]; b) desde el punto de vista social, se dice del que ha nacido de madre libre y que por tanto es libre. Este significado es el origen del término liberi, -um «los hijos»; c) desde una perspectiva política, se dice de las personas no sujetas a la autoridad monárquica o cualquier otro poder. Es un significado clásico pero en desuso; d) en sentido negativo, puede entenderse como «licencioso». Este significado tiene relación con una antigua divinidad latina llamada Liber, que posteriormente es confundida con Baco.
Esta acepción de la liberalidad, como característica del hombre libre, permite entender que exista, por un lado, un concepto amplio de la liberalidad, que se refiere al hombre noble, honesto, afable[27]; y por otro lado, un uso más restringido del término, que se refiere a estar desprendido de las riquezas. Santo Tomás utiliza esta distinción para demostrar que la liberalidad no es la mayor de las virtudes[28].
Analizaremos a continuación el término «generosidad». El nombre latino, generositas, -atissignifica «nobleza», «excelencia», «bondad», y es traducida al castellano con el nombre de generosidad. El Diccionario de la Real Academia Española presenta cuatro acepciones para este término: a) nobleza heredada de los mayores; b) inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés; c) largueza, liberalidad; d) valor y esfuerzo en las empresas arduas.
La primera acepción concuerda con el análisis etimológico del adjetivo generosus, -a, -um.Surge del latín genus, -eris, que tiene origen, a su vez, en el griego génos, que significa «origen» (de una familia), «procedencia», «linaje», «estirpe», «familia»[29].
El adjetivo generosus añade a la acepción de «procedencia o linaje» cierta bondad, es decir «de buena descendencia, de ilustre prosapia» y, por tanto, se refiere al hombre noble, magnánimo, valiente, animoso, que recibe estas virtudes como consecuencia de su pertenencia a la familia. De este sentido se desprende la segunda acepción planteada anteriormente, porque es la nobleza de estirpe la que lleva al hombre a anteponer el decoro a la utilidad y al propio interés.
En este estudio nos restringiremos a la acepción que toma la generosidad como sinónimo de liberalidad, y que según el Diccionario de Espiritualidad de Ermanno Ancilli, «es su significado más difundido y que indica la donación realizada con abundancia, más allá de lo debido, de lo convenido y de los modos usuales»[30].
Si se enfoca el término generosidad desde una perspectiva más espiritual, se llama generosa a aquella persona que no sólo se desprende de bienes materiales, sino que se da a sí misma, de un modo desinteresado, para la consecución del bien ajeno[31].
En todo el corpus thomisticum, el sustantivo generositas, –is sólo aparece en tres ocasiones[32]. Este hecho llama mucho la atención y lleva a pensar que Santo Tomás prefiere el termino liberalitas, –atis, cuando se refiere a la virtud que regula el uso de los bienes materiales.
A modo de resumen, y para definir los conceptos de generosidad y liberalidad y percibir su congruencia, resulta interesante la comparación que el Diccionario de Espiritualidad de Ermanno Ancilli realiza entre estas dos virtudes. Allí se enseña que la «liberalidad, virtud casi sinónima de generosidad, es disposición a dar con largueza. Implica cierta distancia ante los bienes, con la consiguiente capacidad de darlos. Presupone, por tanto, una liberalización interior del alma. Pero la liberalidad se distingue de la generosidad. Mientras que la liberalidad designa el don –entrega– de lo que se tiene, la generosidad indica más bien el don de lo que se es (aunque la liberalidad puede también implicar este sentido)»[33].
En el lenguaje de la teología moral y espiritual, el término liberalidad ha ido cayendo poco a poco en desuso, muy probablemente para evitar confusiones, pues en los dos últimos siglos ese término se fue cargando de contenido político y económico.
Santo Tomás, en su tratado sobre la virtud de la justicia, toma como punto de inicio la definición clásica y jurídica de Ulpiano: «La perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo»[34]. Sin embargo, en el desarrollo de su pensamiento, añade a la definición originaria el concepto de hábito, que permite correlacionar la definición antes mencionada con la de Aristóteles: «El hábito por el cual uno obra según la elección de lo justo»[35].
En efecto, una vez definida correctamente por Ulpiano la materia y el objeto que distinguen la virtud de la justicia –que da a cada uno su derecho–, era necesario además mostrar que el acto referente a esa materia es virtuoso, y para ello se requiere que sea voluntario, estable y firme[36] –características que definen al hábito–.
Santo Tomás concluye la cuestión con una definición que sintetiza las posturas clásicas sobre el concepto de justicia y que le permitirá desarrollar su amplia y coherente doctrina sobre esta virtud: «La justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho»[37].
A continuación se presentan algunos aspectos de la justicia que resultarán relevantes a la hora de relacionarla con la virtud de la generosidad: su centralidad entre las virtudes morales, el derecho como objeto de la justicia, y su necesidad de estar referida a otro.
Determinar una jerarquía entre las virtudes ayuda a definir el verdadero bien del hombre, porque permite llegar al conocimiento de la verdad sobre la persona humana de una forma más eficaz y ordenada. En este sentido, ¿qué lugar ocupa la justicia en la jerarquía de las virtudes?
Pieper afirma que el hombre responde a su esencia –es decir, alcanza su propio bien y conoce la verdad sobre sí– cuando es justo. Además, por ser la justicia la virtud suprema entre las morales, el hombre que merece ser llamado bueno es en primer lugar el justo[38].
Santo Tomás es la fuente de la que Pieper aprende esta doctrina, como se puede comprobar en esta frase de la Summa Theologiae:
«Por la justicia es ante todo por lo que llamamos bueno a un hombre y en ella es donde máximamente resplandece el fulgor de la virtud»[39].
Esta posición superior de la que goza la virtud de la justicia puede ser justificada por una doble argumentación: por el objeto o materia de la virtud y por el sujeto.
Desde el punto de vista de la materia, la supremacía de la justicia radica en que ésta no sólo ordena al hombre en sí mismo sino también en relación con los demás. Es una nota característica de la justicia, paralela a la condición difusiva propia del bien. Dicho de otra forma: cuanto más excelente es un bien, tanto más y más lejos irradia su bondad[40]. Por tanto, el máximo grado de bondad del hombre no consiste en la obtención de la sola bondad personal, sino en la transmisión de ese bien a otros[41], y esto se da con más propiedad en la justicia que en la fortaleza o en la templanza[42].
Argumentando la supremacía de la justicia desde el punto de vista del sujeto, Santo Tomás afirma que, como todas las virtudes morales, la justicia no radica en la potencia cognoscitiva de la persona –su entendimiento– sino en la facultad apetitiva. Para que haya justicia se necesita una acción exterior justa, y toda acción extrínseca radica en las potencias apetitivas del hombre[43].
Esta última afirmación resultará de gran importancia a la hora de estudiar la virtud de la generosidad. Por este motivo, es conveniente que se analice el tema con mayor detenimiento, en este caso, aplicado a la justicia.
En la persona humana existe un doble apetito: la voluntad, vinculada directamente con la razón, y el apetito sensitivo, que se relaciona con la acción propia de los sentidos –son los apetitos concupiscible e irascible–. Como la justicia implica dar a cada uno lo suyo, no puede esta acción extrínseca al hombre –que redunda en otra persona– pertenecer al campo sensitivo, sino que está más bien vinculada al campo intelectivo, que conoce el objeto exterior y permite que la voluntad se dirija hacia él. Esta tarea propia de la voluntad hace factible que la persona pueda querer algo en orden a otro, lo cual es propio de la justicia[44].
De lo antes dicho se infiere una conclusión importante: la acción justa pone en juego «el núcleo más entrañable del querer espiritual»[45], porque es una acción que trasciende la esfera de lo personal y de lo meramente sensitivo para realizar el bien a los demás. La búsqueda del bien ajeno, propio de la justicia, refleja lo más íntimo del hombre, hecho para la entrega de sí a los demás: en esto consiste su perfección y su verdad más profunda. Es, consiguientemente, la justicia la que conforma al hombre con su más intima verdad y para ello deberá estar muy atenta a los dictados de la razón que muestra dicha verdad y dirige la acción recta.
Esta necesidad de actuar según el conocimiento de la verdad, explica que la justicia sea la virtud moral más cercana a la razón. Por eso Santo Tomás argumenta que la acción justa es el fruto propio de la recta razón[46], y no se queda ahí sino que señala también que solamente la prudencia y la justicia realizan el bien de forma inmediata –simpliciter–, mientras que la fortaleza y la templanza cumplen el papel secundario –aunque importante– de preparar la acción de las anteriores[47].
En conclusión, la supremacía de la justicia entre las virtudes morales se justifica por dos motivos: a) por su estrecha relación con el apetito intelectivo; b) por su condición de alteridad, que trasciende el mero campo personal para buscar el bien de los demás.
La definición de justicia que brinda el Aquinate deja abiertas las puertas a una idea primordial en la teoría del derecho y que también lo será a la hora de profundizar en la virtud de la generosidad. Santo Tomás la plantea de la siguiente forma:
«Si el acto de la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, es porque dicho acto supone otro precedente, por virtud del cual algo se constituye en propiedad de alguien»[48].
La justicia supone un ordenamiento previo, una legislación antecedente que impone las reglas de juego y otorga a cada individuo un dominio sobre determinados bienes.
Ese acto que precede a la virtud de la justicia, por el que algo se constituye en propio de alguien, es la misma creación, por la que el ser creado comienza a tener algo suyo[49]. Cuando Santo Tomás afirma que «es manifiesto que el derecho es objeto de la justicia»[50], supone la preexistencia de un suum –de algo debido a alguien– sin lo cual no puede darse ningún deber de justicia[51].
Por esta razón, Pieper afirma: «El concepto de derecho, de lo debido, es una noción hasta tal punto radical y primaria que no se deja reducir a ninguna otra que le fuese anterior y de la cual pudiera ser derivada. Por eso es un concepto que no puede ser definido, sino simplemente descrito»[52].
Por esta misma línea surge la idea del débito como irrevocable, inviolable, en cuanto es inherente a la persona misma. Santo Tomás fundamenta esta idea en el derecho natural y en el derecho positivo:
«Una cosa puede ser debida a un hombre de dos maneras: la primera, desde el punto de vista de la naturaleza misma de la cosa (...) y esto es de derecho natural; la segunda, por convención o común acuerdo (...) y esto es derecho positivo»[53].
Esta distinción está lejos de pretender una mutua exclusión, más bien plantea que «cuando algo se encuentra de por sí en contradicción con el derecho natural, no puede ser justificado por la voluntad humana»[54]. Este razonamiento lleva a sustentar la irrevocabilidad del derecho no en la pura legalidad sino en el derecho natural impreso en la persona, en el sujeto mismo de la acción justa. Por esto Pieper –interpretando a Santo Tomás– afirma que «el débito se funda en la naturaleza misma del ser a quien es debido»[55].
El doctor Angélico distingue, además, diversas clases de débito. Por ejemplo, los deberes jurídicamente obligatorios –que generan el débito legal– y aquellos que se generan por exigencia del simple decoro u honestidad personal –que originan el débito moral–[56]. Esta distinción servirá a Santo Tomás para defender la ubicación dada a la virtud de la generosidad dentro de las partes potenciales de la justicia, como veremos más adelante.
«El distintivo peculiar de la virtud de la justicia es que tiene por misión ordenar al hombre en lo que dice relación a otro; (...) mientras que las demás virtudes se limitan a perfeccionar al ser humano exclusivamente en aquello que le conviene cuando se lo considera sólo en sí mismo»[57].
Esta peculiaridad de la justicia implica tres propiedades distintivas de esta virtud. En primer lugar, la igualdad, como su propio nombre manifiesta, porque en el lenguaje vulgar se dice que las cosas que se igualan se «ajustan»[58].
De la igualdad, se desprende la alteridad, porque el término «igualdad» relaciona siempre dos objetos entre sí. Santo Tomás lo enseña con las siguientes palabras: «Como el nombre de «justicia» entraña igualdad, es de esencia de la justicia referirse a otro, porque nada es igual a sí, sino a otro»[59]. A su vez, «la justicia requiere la recíproca diversidad de sus partes»[60], es decir, absoluta distinción individual. Por ello la relación padre-hijo no pertenece al campo de la justicia porque en lo referente a las relaciones de amor, la persona amada no es propiamente otro para el que ama[61]. El justo es el que da al otro lo que le corresponde confirmando al otro en su alteridad.
La tercera propiedad es la exterioridad, porque «lo que primeramente importa en la esfera de lo justo y de lo injusto es la acción exterior del hombre»[62]. En este punto radica también una distinción de la justicia con las demás virtudes morales cardinales, en las que importa primero la disposición interna del sujeto y sólo en un segundo momento la acción externa[63]. La acción externa implica siempre la actuación de la virtud de la justicia, aunque en algunas acciones pueden entrar en juego también la fortaleza y la templanza. Santo Tomás pone el ejemplo del individuo que golpea a otro por causa de la ira, acción que lesiona la justicia, al mismo tiempo que la inmoderación de su ira afecta a la mansedumbre[64]. Sólo se puede brindar a otro lo debido mediante acciones externas, y por estos actos se hace realidad la humana convivencia[65].
Pero ¿quién es ese «otro» a quien la justicia se refiere? La respuesta a esta pregunta sirve a Santo Tomás para determinar los diversos tipos de justicia. Una sociedad implica el entrelazarse de un gran número y diversidad de sujetos que pueden adquirir múltiples dimensiones. Santo Tomás clasifica estas relaciones entre los sujetos de una comunidad en tres tipos: a) aquellas que se dan entre individuos, que serán objeto de la justicia conmutativa; b) las que surgen de los deberes que el Estado tiene hacia la persona individual –que genera la justicia distributiva–; c) las que brotan de los deberes de los individuos para con el todo social, a las que incluye dentro de la llamada justicia legal o general.
Para que una sociedad reciba el calificativo de justa, debe como condición ser justa en las tres dimensiones antedichas.
Sin embargo, a pesar de estas diversas dimensiones de los sujetos de la justicia –individuales o colectivos–, siempre es necesaria, en última instancia, la comparecencia de la persona individual, porque sólo ella realiza las tres principales formas de justicia.
Analizamos a continuación las razones por las cuales Santo Tomás incluye a la generosidad entre las virtudes anejas o potenciales de la justicia.
El criterio utilizado por Santo Tomás para determinar qué virtudes se relacionan con la justicia es claro y lógico: las virtudes potenciales o anejas son aquellas que poseen aspectos en común y a su vez rasgos distintivos con relación a la virtud principal[66].
Por tanto, en la medida en que la justicia se refiere siempre a otro, toda virtud que suponga relación a otro puede, por esta razón de coincidencia, ser anexionada entre las potenciales de la justicia.
A su vez, la justicia, como ya hemos visto, da al otro lo que le es debido, en un contexto de igualdad entre las partes. Por defecto en una de estas variables –lo debido y la igualdad–se distinguirán sus virtudes potenciales.
Expresado de otra forma, dentro de las virtudes potenciales de la justicia, se encuentra un primer grupo que imponen una deuda rigurosa y excluyen la igualdad, porque resulta imposible saldar esa deuda completamente. A este grupo pertenece la religión, la piedad hacia los padres, y la observancia hacia los superiores que nos gobiernan. Existe un segundo grupo de virtudes que son susceptibles de igualdad, pero que no implican una deuda rigurosa. Aquí se incluyen tanto las virtudes que son apremiantes para la vida social –la veracidad y la gratitud– como las necesarias sencillamente para una decente convivencia –la liberalidad o generosidad y la afabilidad–[67].
Cuando se hace referencia a una deuda no rigurosa, no se pretende rebajar o disminuir la exigencia del deber, sino que se está acentuando el carácter moral del débito contraído. Este diverso grado de débito conduce a una mayor honestidad moral, porque la acción debida se realiza no por imposición legal y externa, sino por iniciativa y disposición interior del hombre. Este es el caso de la generosidad y de la afabilidad[68].
El siguiente cuadro nos brinda un esquema que aclara la doctrina expuesta en los párrafos anteriores.
Este texto enseña que la virtud de la generosidad –al igual que el resto de las virtudes– no es causada por una imposición externa a la persona. Las virtudes son, por el contrario, consecuencia de la lucha personal para dominar y ordenar los afectos interiores –las pasiones y los apetitos– de acuerdo con el bien que muestra la recta razón. La generosidad, como virtud moral, cumplirá con el papel de moderar, en la persona, el amor y deseo de riquezas. Esta moderación permitirá al hombre alcanzar un uso de las riquezas acorde con las necesidades propias y de los demás. No hay, por tanto, una obligación extrínseca al hombre que lo coaccione a obedecer, sino que es la propia persona que descubre la bondad del acto a realizar y se dispone, mediante la lucha y el vencimiento personal, a alcanzar su objetivo.
Para dejar más clara aún la distinción entre la justicia y la generosidad, Santo Tomás menciona dos clases de deudas[70]. En primer lugar, aquellas deudas exigibles legalmente –como puede ser la deuda contraída por quien compra un objeto, y que adquiere la obligación de pagar un precio–. El fundamento de esta obligación radica en la existencia previa de una ley positiva, y su incumplimiento recibe un castigo estipulado por la propia ley.
La otra clase de deudas a las que hace referencia Santo Tomás son aquellas no exigibles legalmente –como la gratitud que debe rendir quien recibe un don–. Es una exigencia que dicta la propia razón, o dicho con palabras de Santo Tomás, es exigida por la honestidad de la propia virtud. Es un deber que no está confirmado por la ley positiva, y el sujeto de la acción no puede exigir legalmente ninguna retribución por el bien otorgado. Sin embargo, cabe aclarar que ambos tipos de débitos –el legal y el moral– están fundamentados en la ley natural[71].
¿Cómo entender este débito moral? Para responder a esta pregunta, podemos acudir a Pieper, quien aborda el tema en un capítulo relativo a los límites de la justicia y afirma lo siguiente: «El mundo no se deja poner en orden por la sola acción de la justicia y que sólo el hombre que se esfuerza por dar a cada uno lo suyo, experimenta en toda su radicalidad la insuficiencia de la justicia a la cual intenta superar por alguna suerte de exceso»[72].
El hombre justo, continúa Pieper, experimenta con mayor intensidad la susodicha insatisfacción en la medida en que aumenta la conciencia de ser un sujeto obligado ante Dios y ante los hombres. Y es ante esta realidad cuando el justo se ve capaz de estar dispuesto a dar aun lo que no se debe a nadie, a dar lo que ninguno podría forzarle a dar[73].
Efectivamente, a medida que aumenta el conocimiento de Dios y las limitaciones personales, el hombre descubre la gratuidad de los dones recibidos: su propio ser, su inteligencia y voluntad, la vida, la familia etc. Este descubrimiento tiene como consecuencia lógica la gratitud, que lleva al hombre a estar disponible ante los posibles requerimientos que Dios pueda hacerle. Esta disponibilidad del hombre que se reconoce obligado ante Dios, incluye no solo los bienes materiales, sino toda su vida.
Por otra parte, parece contradictorio que Santo Tomás incluya la liberalidad dentro de las virtudes potenciales de la justicia, pues él mismo afirma que «ser justo es dar a otro lo que es suyo; ser liberal, en cambio, es dar a otro de lo propio»[74].
Sin embargo, Santo Tomás explica el porqué de esta distinción entre el hombre justo y el generoso cuando afirma:
«La liberalidad, aunque no se funda en el débito legal, propio de la justicia, posee no obstante un cierto débito moral, nacido del decoro de la virtud por el que uno se obliga con otros. Tiene por tanto [la generosidad] una razón mínima de débito»[75].
Dicho de otro modo, la generosidad se distingue de la justicia solamente en el grado de lo debido.
Pero ¿a qué hace referencia Santo Tomás al hablar de «ex quadam ipsius decentia», es decir, cuando pone el origen del débito moral en el «decoro de la virtud»? El hombre generoso, lo es porque sabe descubrir la bondad del acto generoso. Detrás del desprendimiento de los bienes materiales, no hay una obligación legal, sino el convencimiento íntimo de estar actuado de acuerdo con la voluntad de Dios, que no puede querer otra cosa que el bien. A esto hace referencia la frase «decoro de la virtud»: la existencia de una norma no escrita, sino inscrita en la misma realidad de las cosas creadas, que el hombre descubre y a la cual se adhiere con plena libertad.
El Aquinate presenta otros dos motivos por los cuales la generosidad debe formar parte de las virtudes potenciales de la justicia: la primera es la razón principal de alteridad. «La liberalidad –según Aristóteles– atiende a los gastos y a las donaciones»[76] y los beneficiarios de esas acciones propias del hombre generoso son personas diversas al sujeto que actúa.
El segundo motivo presentado es que ambas se ejercen en torno a las cosas exteriores, porque el objeto que distingue y define la virtud de la generosidad son las riquezas, y el acto propio de la virtud es su correcto uso[77], es decir, que su objeto está fuera del sujeto que actúa. «Por ello la liberalidad es puesta por algunos como parte de la justicia, como virtud aneja a la principal»[78].
A modo de resumen se puede decir que el débito moral es el que la recta razón, al conocer el bien –la voluntad de Dios–, impone sobre las pasiones interiores del hombre. El débito legal es el que impone la ley a los actos humanos exteriores. Sin embargo, no sería lícito separar estos dos conceptos como fenómenos ajenos, independientes, ni mucho menos contrapuestos. El débito legal, que tiene por objeto los actos exteriores del hombre, debe respetar siempre la ley impresa en la naturaleza de las personas.
A partir de la definición de generosidad dada por Santo Tomás, analizaremos sus distintos componentes: el sujeto, la materia y el acto propio de la virtud. Santo Tomás la ubica dentro de las virtudes sociales y dedica la cuestión ciento diecisiete de la Secunda Secundae a su estudio.
No constituye una afirmación superflua el decir que la liberalidad es una virtud. La razón radica en que existen todavía pensadores y moralistas que enfocan el tema desde una consideración negativa de los bienes materiales. Se olvidan que el uso recto de los bienes implica una lucha meritoria del hombre por alcanzar un punto medio acorde a la verdad de las cosas. Esta correcta administración de bienes es medio indispensable para la consecución de la virtud y, por consiguiente, para alcanzar la santidad a la que Dios llama a todo cristiano.
Una demostración del enfoque negativo dado a la generosidad es la escasísima bibliografía disponible sobre esta virtud. Es abundante, en cambio, la que se refiere a la avaricia y al apego a los bienes materiales.
Este enfoque negativo podemos leerlo, por ejemplo, en el artículo, ya citado, de G. Muraro: «Aún en un clima de honestidad y de rectitud, las riquezas tienen un fuerte poder seductor sobre el hombre. Quien se ocupa de ellas no estará muy disponible para las cosas de Dios; no puede esperar realizar aquella perfección que emula de algún modo la perfección de los bienaventurados. Esta constatación deja entrever la solución propuesta por el Señor: para progresar en la virtud, para lograr un más alto grado de perfección, es conveniente eliminar esta solicitud por los bienes materiales; sólo así se estará más disponible para las cosas de Dios»[79].
Agrega el mismo autor, a pie de página, que esto se aplica también a quienes desean ser simplemente virtuosos, y da sus motivos: «Porque la determinación del medium rationis, cuando no se es perfecto, es una cosa difícil; por esto es mejor abandonar todo y quitarse esta preocupación»[80].
Es verdad que el padre Muraro, como aclara al comenzar su estudio, se refiere a la pobreza religiosa. Sin embargo, el léxico y tono de su escrito está empapado, a mi entender, de una visión negativa de las riquezas, que surge de un olvido, en su discurso, de la centralidad de la vocación personal. Este olvido de la voluntad eterna de Dios para cada hombre trae como consecuencia la parcialidad de todo estudio que, al teorizar sobre la necesidad del seguimiento de Cristo, preste exclusiva atención a la abandono de los bienes materiales. Olvida que la vocación puede ser recibida y desarrollada en medio de la sociedad civil, lo que implica y requiere del uso recto de los bienes materiales en beneficio personal y del prójimo.
Esta es la idea que el Concilio Vaticano II pretende transmitir cuando, hablando de la vocación de los laicos al apostolado, enseña:
«Ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento» (AA, 2)[81].
Y en otro sitio:
«La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos» (GS 71).
Por eso, afirmar que la generosidad es una virtud moral que reside en la facultad apetitiva del hombre y que por tanto constituye el principio inmediato de la operación recta, –es decir, de la realización del bien moral–[82], no es una acotación insignificante o trivial, sino el punto de partida sobre el cual se fundamenta todo el estudio.
Para Santo Tomás la virtud de la generosidad es aquella a la que corresponde el uso recto de los bienes[83]. Citando a San Agustín, el doctor Angélico enseña:
«Es virtuoso el usar bien de aquello que podríamos usar para el mal. Ahora bien, podemos usar bien o mal no sólo lo que está en nosotros, como las potencias y pasiones, sino también lo exterior, es decir, las cosas materiales que se nos dan para sustentar nuestra existencia. Y como el uso recto de estos bienes pertenece a la liberalidad, ésta es virtud»[84].
Una vez definida la generosidad como virtud, cabe recordar lo dicho anteriormente: la generosidad, en el esquema tomista de las virtudes, es clasificada dentro de las llamadas virtudes sociales, es decir, aquellas virtudes potenciales de la justicia que afectan a la relación de los hombres entre sí.
A su vez, Santo Tomás subdivide las virtudes sociales según sean absolutamente necesarias para la vida social o necesarias simplemente para la decente convivencia.
En el primer grupo se ubican la veracidad y la gratitud cuya peculiaridad consiste en que la deuda generada supone la existencia de un título, ya sea en el deudor, ya en el acreedor. Quien brinda un servicio a otro merece gratitud y todo hombre tiene el deber consigo mismo de mostrarse tal cual es –veracidad–[85].
En el segundo grupo están incluidas la generosidad y la afabilidad, virtudes por las que el hombre ayuda al prójimo, ya sea dándose a sí mismo –afabilidad–, ya sea dando de sus bienes –generosidad–[86]. No están respaldados por ningún título, y por este motivo su ejercicio sólo depende de la honestidad de la persona que lo realiza.
Para entender mejor la naturaleza de la generosidad, es necesario detenernos en su relación con la prudencia, pues ella tiene como función propia y distintiva la determinación del punto medio de las virtudes morales[87]. Su acto propio y principal es el imperar sobre los apetitos[88] y el acto complementario de esta virtud cardinal es la solicitud o cuidado de los bienes materiales y espirituales del hombre[89].
La prudencia cumple la función de transmitir a las potencias humanas el punto medio virtuoso entre los extremos viciosos. Su tarea es definir los límites del acto bueno y mover al hombre a su consecución, ordenando así las acciones al último fin del hombre.
Por este motivo, a la hora de hablar sobre las virtudes morales, conviene recordar que es constante la lucha que el hombre debe afrontar debido a las consecuencias del pecado original presentes en nuestra naturaleza, que «tiran hacia abajo» y distraen al hombre de su fin último sobrenatural. Por un lado, la ley de Cristo impone nuevas y más exigentes obligaciones con respecto a la antigua ley, no porque impliquen cargas exteriores adicionales sino por la invitación a una más alta santidad, unión más cercana a Dios. Esta exigencia se da especialmente en la parte interior del hombre[90].
Por otro lado, la concupiscencia y la codicia son causa de una fascinación seductiva sobre el hombre, que debe debatirse entre su deseo innato de trascendencia espiritual –felicidad eterna– y su tendencia hacia las cosas de este mundo: el apego a las cosas materiales. Aquellos que se adhieren a los bienes temporales como a su último fin, abandonan por completo su lucha por lo espiritual. En cambio el hombre justo no puede olvidar nunca su fin sobrenatural a la hora de usar los bienes terrenales[91].
Sin embargo, no es el apego a los bienes materiales el único peligro que afecta al hombre en su vida corriente. Pues si, desinteresado de los bienes de este mundo, descuida los medios materiales que le son necesarios para la consecución de su fin sobrenatural y humano, cae en pecado por defecto de generosidad, que es la prodigalidad.
Con su habitual claridad, y con cierta simpatía, explica Santo Tomás la necesidad de un orden en el uso de los bienes materiales para la consecución del fin último del hombre. Para ello se apoya en una visión antropológica realista y equilibrada del hombre.
«En efecto, sería necio querer el fin y despreciar lo que se ordena al fin. Por tanto, la solicitud humana por la cual el hombre se procura la comida se ordena al fin de la comida. Luego quien no puede vivir sin comer ha de tener algún cuidado en buscar la comida»[92].
Esta «polaridad» esencial del hombre, alma y cuerpo, criatura histórica y a la vez llamada a la eternidad de Dios, exige la definición de una medida, un medio que defina el acto virtuoso.
Es la razón quien cumple la función de determinar el punto medio que guíe el apetito, y para ello necesita tener en cuenta las circunstancias que rodean la elección del individuo. De esta forma es posible afirmar que es de la realidad exterior de donde la razón adopta la regla necesaria para guiar a las pasiones hacia su propio bien. Dicha regla no está determinada únicamente por la cantidad de bienes que la persona posee, sino que además debe considerar la condición de la persona, su intención, la oportunidad de lugar y de tiempo y otras circunstancias semejantes que se requieren para los actos virtuosos[93].
De este razonamiento se desprenden dos conclusiones interesantes. La primera es el punto medio que cada individuo –haciendo uso de sus facultades intelectuales– debe fijar a las pasiones en su relación con los bienes materiales, depende de las circunstancias personales. No hay regla fija. La segunda consiste en que la virtud de la generosidad no depende de la cantidad de bienes poseídos, sino del grado de apego o desprendimiento con que el poseedor disponga de ellos.
Ampliando la primera de las conclusiones, se puede afirmar que la dependencia del punto medio de las circunstancias personales implica cierta dificultad a la hora de tomar una decisión acorde con la virtud de la generosidad. En dicha decisión entran en juego múltiples variables que deben ser consideradas. No es fácil la decisión generosa cuando las circunstancias revisten gran complejidad.
Por este motivo, «el hombre –afirma Muraro– debe empeñarse seriamente en una valoración de sí mismo, de sus exigencias personales, de las necesidades familiares y sociales y debe luego fijar una cantidad correspondiente a estas exigencias»[94].
Esta idea queda aun más clara cuando Santo Tomás la ejemplifica diciendo:
«El hombre puede honestamente desear aquellas cosas que le son necesarias para su vida; y no sólo esas, sino también las cosas que le son necesarias por su condición social, porque el rey necesita más cosas que el siervo; por lo cual es lícito que pida estas cosas al Señor»[95].
Ahondando en el contenido de la segunda conclusión, se puede aseverar que una vez que la razón fija la medida justa, debe imperar sobre las pasiones requiriendo la disponibilidad de éstas para aceptar la medida impuesta. Esta disponibilidad de las pasiones para aceptar la medida justa implica un orden en los afectos y la existencia de una virtud. Por este motivo, una donación se juzga como generosa por el afecto con que se da y no por la cantidad de lo dado –que varía según las circunstancias personales–[96].
Se genera de este modo una casuística tan rica como el número de personas existentes: una persona de escasos recursos económicos que habitualmente usa de sus bienes para su propia sustentación básica y de su familia, puede ser una persona generosa si está desprendida de esos escasos bienes que posee. Por el contrario, «hay muchos que son pobres solo de hecho, pero con el deseo son ricos»[97]. Lo mismo sucede con aquellas personas que disponen de bienes. Ellos pueden vivir o no la virtud de la generosidad según estén o no desprendidos de dichos bienes y los usen con un fin recto.
Santo Tomás lo explica diciendo, con Aristóteles, que la liberalidad «no consiste en dar mucho sino en la disposición del donante»[98], y citando a San Ambrosio repite la misma idea cuando afirma que «el afecto es el que hace rica o vil a la dádiva y el que da valor a las cosas»[99].
El hombre generoso no está tan apegado a sus bienes que no pueda gastarlos o entregarlos según las exigencias del contexto en el que vive. Se puede afirmar que una persona generosa sabe cómo gastar el dinero: está lo suficientemente desapegada de sus riquezas como para usarlas, en primer lugar, en la sustentación propia y familiar, y para donarlas a los demás ciudadanos, especialmente aquellos que están más necesitados[100].
Santo Tomás, a la hora de definir la avaricia como vicio, presenta un resumen de esta doctrina que puede ayudar a estructurar las ideas mencionadas:
«En todo aquello que dice orden a un fin, la bondad se da en una cierta medida, pues todos los medios deben guardar proporción con su fin, como la medicina respecto de la salud. Mas los bienes exteriores son medios útiles para conseguir un fin, por eso el deseo o apetito de dinero será bueno cuando guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición»[101].
La solicitud o cuidado de los bienes materiales, que como hemos dicho constituye el acto complementario o secundario de la virtud de la prudencia, es otro aspecto de esta virtud cardinal que se debe tener en cuenta. A este aspecto hace referencia Santo Tomás cuando afirma que para el ejercicio de la virtud de la generosidad se requerirá de la prudencia, pues a ella le corresponde «cuidar de que no se sustraiga ni se disipe inútilmente el dinero»[102].
Una solicitud moderada por los bienes materiales tiene su origen en el conocimiento de su conveniencia para el hombre, que descubre en ellos un medio necesario para la satisfacción de sus necesidades tanto materiales como espirituales. Dicho de otro modo, las riquezas pueden contribuir a la felicidad del hombre[103].
La solicitud y el cuidado de los bienes materiales siempre deben estar supeditados a la consecución de la felicidad eterna y, por este motivo, deben ocupar un lugar secundario frente a los bienes espirituales, a los que deben servir.
«Los bienes temporales no se han de buscar como fin principal, sino en un plano secundario. Por ello dice San Agustín: “Cuando el Señor dijo que primero hay que buscar el reino de Dios, quiso dar a entender que los bienes temporales debían ocupar un segundo lugar, no en el tiempo, sino en dignidad. Aquel primero es el bien a que tendemos y este segundo es el que nos es necesario”»[104].
Los bienes materiales, ordenados a un fin, reciben su bondad del fin. Por este motivo, las riquezas externas son un bien para el hombre, pero un bien secundario, porque bueno es ante todo el fin. Los bienes exteriores son buenos en cuanto que a él se ordenan. Por consiguiente, es necesario que las cosas reciban del fin su propia medida. De esto se desprende que la riqueza es buena en cuanto sirve al uso de la virtud, pero si en cambio esta medida no se conserva, la acción humana que de este desorden se desprende, no puede ser considerada como buena[105].
El orden que el hombre da a los bienes tiene como fundamento una profunda fe en Dios que ilumina la razón y permite decisiones –elecciones– adecuadas a la realidad de las cosas y de las personas. La generosidad es por este motivo un signo distintivo del cristiano, que confiando en Dios y en su divina providencia se distingue «de los gentiles, que se preocupan, ante todo, de buscar los bienes temporales»[106]. Así las pasiones humanas del hombre generoso adquieren una disposición interior, pronta y generosa –independiente de la cantidad de riquezas que se posea– que lo prepara y dispone para la entrega virtuosa[107].
«Necesariamente tendrá el hombre alguna preocupación por adquirir o conservar los bienes exteriores. Si se buscan o poseen en pequeña cantidad y sólo en la medida necesaria para asegurar la subsistencia, no será muy importante el obstáculo que ponen, por lo que no es contrario a la perfección de la vida cristiana, pues el Señor no condena toda preocupación sino la excesiva y perjudicial»[108].
Pero esta administración ineludible no puede generar aflicciones y tensiones en el hombre.
«Ha de tenerse en cuenta que el Señor no prohibió en el Evangelio el trabajo, sino la preocupación del alma por las cosas necesarias para la vida; en efecto, no dijo: “no trabajéis” sino: “no estéis preocupados” y lo prueba partiendo de lo inferior: porque si la divina providencia sustenta a las aves y los lirios, que son de naturaleza inferior (...), mucho más proveerá a los hombres, que son de naturaleza más digna y fueron dotados por Él del poder de procurarse el sustento por sus propios trabajos a fin de que no sea necesario afligirse demasiado buscando lo indispensable para la vida»[109].
El futuro incierto y los cambios constantes pueden llevar a una desasosiego indeseado por el bienestar venidero. El buen cristiano, sin descuidar sus responsabilidades personales y familiares, debe tener claro que no debe afanarse por cosas que sólo están en las manos de Dios, sino únicamente en las acciones que quedan bajo su dominio.
«Por esto concluye el Señor: “no os inquietéis por el mañana”. Con ello no prohibió que conserváramos lo que nos es necesario a su tiempo para el mañana sino el que nos inquietáramos por los sucesos futuros, como desesperando del auxilio divino»[110].
Frente al incierto futuro, el hombre necesita de seguridad, y busca constantemente aquello que pueda quitar incertidumbre e inquietud a sus planes en esta vida. Dicha seguridad, para el hombre sin fe, sólo puede buscarse y lograrse en los bienes materiales. Sin embargo, no es una seguridad cierta, porque se reviste de toda la inestabilidad, parcialidad y temporalidad propia de los bienes materiales –cambiantes y finitos por naturaleza–.
El hombre de fe, que busca seguridad, sabrá estar despegado de los bienes materiales y usar de ellos como medio para alcanzar un fin que los trasciende. La fe lleva a depositar la confianza en la divina Providencia, única capaz de brindar una recompensa eterna.
Santo Tomás, fundamentándose en la Escritura Santa, reprueba el temor excesivo por la falta de bienes necesarios y expone tres motivos dados por el Señor:
«Por los beneficios mayores que Dios da al hombre sin intervención de sus cuidados, como son el cuerpo y el alma; por la protección de Dios sobre los animales y las plantas, sin el trabajo del hombre, en proporción con su naturaleza; y, finalmente, por la providencia divina, por ignorancia de la cual los gentiles se preocupaban, ante todo, de buscar los bienes temporales. Conclúyese, pues, que nuestra solicitud debe dirigirse principalmente a los bienes espirituales, en la esperanza de que también se nos darán las temporales conforme a nuestra necesidad si hacemos lo que es nuestro deber»[111].
Santo Tomás, comentando el mismo pasaje del Evangelio según San Mateo[112] añadirá:
«Si provee a los seres inferiores, proveerá también a nosotros que somos seres superiores por la dignidad de nuestra sustancia (...), por la duración en la existencia (...) y por el fin al cual somos ordenados (...)»[113].
Santo Tomás realiza una llamada a descubrir la dignidad del hombre, llamado al fin sobrenatural. Para alcanzarlo, es necesario dar a los bienes de esta tierra su condición de medio, de instrumento para alcanzarlo.
Hay, en definitiva, una solicitud buena, querida por Dios, y otra mala –desordenada– que impide el avance del hombre hacia el bien. La solicitud honrada es la diligencia del hombre por las cosas propias y ajenas que se opone a la negligencia en los asuntos temporales[114].
La doctrina tomista sobre el sujeto de la virtud puede resumirse diciendo que las virtudes tienen por sujeto propio las potencias del alma[115]. Y en el caso concreto de las virtudes morales, el Aquinate afirma que «la virtud moral esencialmente se halla en el apetito»[116].
Una virtud no puede residir, según Santo Tomás, más que en una potencia a la vez. Sin embargo, es posible que la misma operación virtuosa sea fruto del concurso de diversas facultades, por lo cual agrega el doctor Angélico que la misma virtud puede pertenecer a varias potencias con un cierto orden[117].
La virtud de la generosidad es aquella que regula el uso de los bienes materiales. Y el usar de un objeto, según Aristóteles, es «disponer de una cosa al arbitrio de la voluntad»[118].
«El uso corresponde primera y principalmente a la voluntad como su primer motor, a la razón como facultad dirigente y a las demás potencias como ejecutoras, ya que éstas se relacionan con la voluntad, que las aplica a la acción, como el instrumento con la causa principal»[119].
De lo anterior se deduce que la virtud de la generosidad tiene por sujeto principal la voluntad.
En la voluntad, no se dan virtudes que tienden al bien propio y proporcionado, sino virtudes que ordenan el afecto del hombre a Dios y al prójimo. A este grupo no pertenecen la templanza y la fortaleza, que tendrán por sujeto exclusivamente al apetito sensitivo. En cambio sí pueden ser contadas entre las virtudes que tienen por sujeto la voluntad: la caridad, la justicia y todas sus virtudes potenciales –entre ellas la generosidad–, pues se refieren al bien del prójimo[120].
Pero la generosidad, al regular el uso de los bienes materiales, debe regular también todos los afectos y las pasiones hacia ellos, que en el hombre son voluntarios y libres y han de producirse según el orden de la razón. Dichos movimientos son propios del apetito sensitivo en su doble tendencia irascible y concupiscible, que es también principio de las acciones humanas. De aquí que también el apetito sensible debe ser sujeto de las virtudes propias de la moderación, como es el caso de la generosidad[121].
Nos estamos introduciendo así en un tema que Santo Tomás hereda y perfecciona de la escuela aristotélica: el concurso de varias potencias en la actividad virtuosa. Para la realización del acto virtuoso, no basta que la voluntad se halle dispuesta para mover al bien. La potencia movida, que es el apetito sensitivo, debe estar bien dispuesta para recibir la moción de la causa principal. Por lo tanto, debe recibir en sí las virtudes referentes a la moderación de las pasiones.[122]
La generosidad, por regular el uso de los bienes exteriores, exige el concurso de la voluntad. Pero el modo en que lleva a cabo esa regulación es mediante la moderación de las pasiones interiores, de forma tal que quien dispone de riquezas mantenga su afecto libre y desapegado de los bienes materiales que usa.
La materia constituye el fundamento primero de la multiplicación de las virtudes morales. En un primer momento se distinguen aquellas que tienen por materia las pasiones de otras cuya materia son las operaciones[123].
La generosidad, dispone al hombre para que use convenientemente y con moderación de las riquezas de dos modos: según la materia próxima, actuando sobre las pasiones del apetito concupiscible siguiendo el dictamen de la recta razón iluminada por la fe; y según la materia remota, guiando el uso de las riquezas que se poseen[124].
La definición de generosidad de Aristóteles, y que Santo Tomás hace suya –«el uso moderado de las riquezas»[125]–, pone en juego ambos elementos: la moderación –que hace referencia al dominio sobre el apetito concupiscible– y el uso de riquezas, que señala la materia remota de la virtud[126]. El Aquinate aclara aún más esta definición cuando en el mismo artículo afirma lo siguiente:
«La generosidad no se debe estimar por la cantidad sino por el afecto con que se da. Ahora bien, las pasiones de amor y de concupiscencia, y por consiguiente las de gozo y de tristeza, son las que disponen el afecto a la generosidad. Por tanto, las pasiones interiores son la materia inmediata de la generosidad, mientras las riquezas son el objeto de las mismas pasiones»[127].
Por otro lado, Santo Tomás adopta la definición aristotélica de las virtudes. En esta definición la virtud de la liberalidad forma parte de las virtudes circa passiones. Esto significa que la única materia posible sobre la cual actúa la virtud de la generosidad serían las pasiones del concupiscible. Sin embargo, sabemos que Santo Tomás en la Secunda Secundae ubica la generosidad entre las potenciales de la justicia y que ésta virtud –como se ha visto ya– se caracteriza por no tener las pasiones como materia sino que su materia está fuera del sujeto que actúa.
¿Cómo solucionar este problema? Una aproximación a la solución es decir que, aunque Santo Tomás acepta la división aristotélica como verdadera y perfecta, su clasificación de las virtudes difiere de la del Estagirita, como deja patente al relacionar la virtud de la generosidad y de la veracidad con la justicia[128].
Otra solución, a mi entender más apropiada, es la que aporta Graf cuando afirma que la liberalidad tiene un doble aspecto virtuoso, que participa a la vez de ambas materias, pues regula aspectos internos y dirige acciones exteriores relativas a otros[129]. Se puede afirmar, fundamentándose en este argumento, que la generosidad tiene una materia próxima: las pasiones del concupiscible, y una materia remota: los bienes materiales.
Si, como los estoicos, llamamos «pasión» a los afectos desordenados, no sería posible asociar el concepto de pasión al de virtud, que excluye los afectos desordenados. Si por el contrario definimos el concepto pasión como todo movimiento del apetito sensitivo, es lógico que todas las virtudes morales, que tienen por materia las pasiones, han de darse con ellas[130].
Las operaciones propias del hombre no son actividades puras del espíritu, como la actuación angélica, sino que en ella toman parte las pasiones sensibles y los miembros del cuerpo[131].
Los bienes materiales, como se desarrollará más adelante al abordar la materia remota, son bienes útiles y por consiguiente objeto del apetito concupiscible, que busca el bien en cuanto deleitable para el hombre. Por tanto, la generosidad, al regular el uso de los bienes materiales, debe moderar también las pasiones del concupiscible. El amor, el deseo y el gozo de las cosas exteriores constituyen, por lo tanto, la materia próxima de la virtud de la generosidad[132].
La dinámica de las pasiones, según Aristóteles, tiene un desarrollo circular. El objeto apetecible, en este caso las riquezas, mueve al apetito imprimiéndose en cierto modo en la intención de este de tal forma que el apetito tiende a la consecución de dicho bien. El apetito, en un primer momento, se complace en lo apetecible. A esta inmutación del sujeto la llama Santo Tomás «amor». Como consecuencia de la complacencia, surge el movimiento hacia lo apetecible, que es el deseo, y por último la quietud por el bien obtenido, que es el gozo[133].
El amor del hombre por los bienes es tan natural como el amor a uno mismo[134]. Porque las riquezas constituyen un medio por el que el hombre conserva la propia vida y se asegura su desarrollo. El amor a uno mismo se prolonga necesariamente en el amor a las riquezas. Sería ridículo dispensarlo o pretender disminuirlo porque el desarrollo humano no se realiza si no es a través de la adquisición y uso de los bienes materiales.
Este amor se presenta desde un primer momento como un fenómeno absorbente para el hombre debido a que es una tendencia ordenada a completar y a mantener en la existencia la naturaleza humana. Dichas tendencias –dirigidas a la conservación del ser– tienen siempre una fuerte carga de tensión porque son tendencias primordiales que están en la base del ser y del actuar[135].
Las pasiones del hombre constituyen una fuente de energía que impulsa constantemente al hombre en la búsqueda de la felicidad. Su acción es tan íntima, que incluso inconscientemente están guiadas por la consecución de ese fin[136]. Una condición para alcanzarlo es que el hombre debe mantener un nivel suficiente de bienestar material y espiritual, para el cual es necesario un determinado estándar de bienes materiales. Por este motivo afirma Santo Tomás:
«La generosidad no consiste en dar con tal largueza, que no se reserve para la sustentación propia –material y espiritual–, por la que se consigue la felicidad»[137].
La dificultad está como siempre en la determinación del punto medio virtuoso en que se distinga con precisión la riqueza y la felicidad como medio y fin respectivamente. Cuando el amor y el deseo hacia las riquezas posean una intensidad desordenada, poniéndolas como fin en sí mismas y no como medios, se corre el riesgo de encandilarse con la imagen de suficiencia que todo lo alcanza, propio de los bienes materiales.
«Las riquezas son útiles para poseer toda cosa sensible, y por esto contienen virtualmente en sí todas las cosas; por este motivo tienen una cierta semejanza con la felicidad»[138].
Cuando las pasiones son una verdadera ayuda a la voluntad y la solicitud por las riquezas surge de la verdadera prudencia, y si a su vez ambas están ordenadas por la medida de la recta razón iluminada por la fe, las potencias humanas verán facilitado su actuar libre. Se quitarán obstáculos en su lucha por la consecución del verdadero bien del hombre.
«De aquí que para algunos que usan de ellas para la virtud sea bueno poseer riquezas, mientras que para otros que por ellas se apartan de la virtud, ya por demasiada solicitud, ya por demasiado apego a ellas o por la distracción de la mente que de ellas proviene, es malo el poseerlas»[139].
El reconocer las pasiones como materia próxima de la virtud de la generosidad es otro aspecto que la diferencia de la justicia, pues ella no versa sobre las pasiones. Santo Tomás lo demuestra con dos argumentos:
«El sujeto mismo de la justicia es la voluntad, cuyo movimiento y cuyos actos no son las pasiones, pues sólo se llaman pasiones los movimientos del apetito sensitivo. (...) En segundo lugar, por parte de la materia, porque la justicia tiene por objeto las cosas que se refieren a otro. Sin embargo, no son las pasiones interiores las que nos ordenan a otro de forma inmediata»[140].
«El dinero es la materia propia de la liberalidad»[141]. Esta sencilla aseveración es importante a la hora de delimitar qué acciones pertenecen al campo de la liberalidad porque, como dice el Aquinate, toda virtud está en perfecta conformidad con su objeto y, por consiguiente, el acto de la generosidad debe ser según el dinero exige que sea[142].
Ahora bien, la riqueza pertenece a la categoría de los bienes útiles, es decir, de los que el hombre usa. «Usar implica la aplicación de una cosa a otra y lo que así se aplica tiene carácter de medio»[143].
Que el acto generoso reciba su medida de su objeto –el dinero– implica, por tanto, que existirá la virtud sólo si se usa de las riquezas como medio y no como fin último. Así lo exige la naturaleza del bien útil.
Se deduce de lo antedicho que la virtud de la generosidad impone un orden en la jerarquía de bienes exteriores del hombre, recordándole en su actuar cotidiano cuál es el último fin y cómo usar correctamente de los medios para alcanzarlo. Por este motivo Santo Tomás define al avaro como aquella persona que tiene como fin el dinero, su posesión o su uso[144].
Los bienes materiales son en sí bienes ínfimos en la jerarquía de bienes, por debajo incluso de los bienes corpóreos del hombre y sólo adquieren preponderancia cuando ocupan un puesto ordenado por el bien pretendido[145].
En este sentido, la generosidad es inferior a la templanza, que modera la concupiscencia y placeres del cuerpo, y también inferior a la fortaleza y la justicia, que se ordenan de alguna manera al bien común.
Sin embargo, el hombre que no está apegado al dinero, fácilmente lo utiliza para sus necesidades, para las del prójimo y para el culto a Dios. Por esta universalidad de buenas obras tiene la liberalidad cierta excelencia[146].
La propiedad privada es considerada por Santo Tomás como un derecho natural del hombre y lleva implícita una carga de responsabilidad en el dominio de dichos bienes. La responsabilidad se concreta en el correcto uso, es decir en su adecuada administración que incluye tanto la generación como la conservación y la distribución de las riquezas poseídas.
Santo Tomás se propone dar una jerarquía a estas distintas tareas relacionadas con el uso de los bienes:
«La generosidad tiene por función el uso del dinero. Este uso consiste en su distribución, porque la adquisición del dinero es más bien producción que uso, y el guardarlo, como disposición para su uso, se asemeja más al hábito»[147].
El dar es para nuestro autor el acto propio de la generosidad. Santo Tomás subraya esta idea cuando afirma que «al liberal compete excederse con vehemencia en la donación, no ciertamente fuera de la recta razón, sino que, como en él la dación aventaja a la retención, deja menos para sí que lo que da a otros. Con poco se queda satisfecho»[148].
Se deduce de lo anterior que el hombre generoso se goza en el dar, pues es consciente del bien que se hace a sí y a los demás con el uso generoso de sus bienes. Es por tanto la alegría en la donación un signo exterior del desprendimiento interior: «La persona generosa da deleitablemente o al menos sin tristeza»[149], y el motivo lo explica Santo Tomás de la siguiente forma:
«El que da con tristeza no es generoso, pues si se entristeciera en el dar parece que preferiría más el dinero que el acto virtuoso de una honesta donación, lo cual no concierne al hombre generoso»[150].
Cabe aclarar, para tener siempre presente la distinción de la generosidad con respecto a otras virtudes, que el hombre liberal da de lo suyo y sólo en la medida en que está desprendido de sus propiedades. El hombre justo, en cambio, da de lo que es de otro y en la medida que está obligado por la ley exterior[151].
Pero este énfasis en la donación no puede ni debe descuidar la producción de la riqueza. La generación u obtención de bienes constituye un medio necesario para realizar la acción propia de la generosidad: el dar. Es frecuentemente citado, al hablar de este tema, el paralelismo que Santo Tomás hace entre el acto generoso y el guerrero:
«cuya bravura no consiste sólo en blandir diestramente la espada contra el enemigo, sino también tenerla afilada y bien conservada en la vaina. Así también la persona generosa debe hacer buen uso del dinero, y además aumentarlo y guardarlo para su uso apto»[152].
El argumento es sencillo y contundente: para dar hay que producir. Es una idea que no puede ser dejada de lado si, al igual que Santo Tomás, se pretende tener una visión completa de lo que realmente es la virtud de la generosidad.
La perfección del hombre consiste en la caridad, porque con ella nos unimos a Dios[153]. Esta realidad todo lo abarca, también las acciones humanas que tienen por objeto los bienes materiales, porque pueden ser medio para demostrar y hacer presente la caridad entre los hombres. Por tanto el uso de los bienes materiales puede ser objeto de actos meritorios que lleven al hombre a la bienaventuranza[154]. «Por eso dice Aristóteles que el hombre generoso cuida su fortuna para poder ser útil a otros con ella»[155]. La virtud teologal de la caridad interviene en la regulación del uso de los bienes materiales que no es campo exclusivo de las virtudes morales humanas o infusas[156].
Toda la doctrina tomista está impregnada de la visión aristotélica que admite la función instrumental de las riquezas en la vida virtuosa[157].
«Las riquezas exteriores son necesarias, sin duda alguna, para el bien de la virtud, en cuanto que por ellas sustentamos el cuerpo y socorremos a los demás»[158].
Junto con la obtención del dominio sobre el apetito concupiscible, acorde con la recta razón, el hombre obtiene la libertad necesaria para el manejo generoso y desapegado de los bienes. Se puede inferir, por consiguiente, que el uso de los bienes materiales –en la medida en que facilitan el trabajo de las virtudes y la obtención de la vida eterna– puede constituir una acción meritoria.
«Si los bienes temporales se consideran en cuanto útiles para obras virtuosas, por las cuales nos encaminamos a la vida eterna, entonces caen directa y absolutamente bajo mérito, como el aumento de la gracia y todas aquellas cosas de las que el hombre se sirve para llegar a la vida eterna después de la gracia inicial»[159].
Los bienes rectamente usados, según el doctor Angélico, adquieren cierto valor absoluto. Esto lo sustenta apoyado en la doctrina de la Sagrada Escritura con la siguiente frase:
«Dios da a los justos tantos bienes y males cuantos les convenga para llegar a la vida eterna y en este sentido esas cosas temporales son bienes absolutos. Por eso dice en el salmo: “los que temen al Señor no les serán disminuidos sus bienes”(Ps. 33,11) y en otro: “no vi al justo abandonado” (Ps. 36,25)»[160].
El derecho a la propiedad privada es reconocido por Santo Tomás como un derecho natural del hombre –aunque no constituye un derecho absoluto–. Continua así la tradicional doctrina de la Iglesia, presente ya desde el período patrístico[161]. Esta tradición considera la posesión de bienes como un derecho natural del hombre y la fundamenta en la necesidad de riquezas para la sustentación propia y familiar y por el bien social que con los bienes materiales se puede realizar[162].
El propietario cristiano –consciente de que es Dios quien le ha confiado sus bienes– tiene una función «ministerial» que cumplir frente a sus semejantes. Junto con los bienes adquiere también la responsabilidad de hacerlos producir para que los beneficios obtenidos sirvan a mejorar el nivel de vida de los más necesitados. Esta tarea es una participación libre y responsable del propietario en los planes previstos por Dios para los hombres[163].
El rico debe considerarse a sí mismo como un siervo al servicio de la «casa del Señor», encargado de la administración y cuidado de sus bienes, con capacidad de disponer de ellos según su personal parecer. Pero no debe perder de vista los objetivos previstos por Dios para dichos bienes: disponer de ellos para los que viven en necesidad, teniendo siempre el primario derecho de su propia subsistencia.
Surge en consecuencia una misión social impresa por el mismo Creador en los bienes otorgados al hombre para ser administrados. Es el destino universal de los bienes. A partir de esta doctrina, Santo Tomás deduce la siguiente idea:
«Dios tiene el dominio principal de todas las cosas y El ha ordenado, según su providencia, ciertas cosas para el sostenimiento corporal del hombre. Por esto el hombre tiene el dominio natural de esas cosas en cuanto al poder usar de ellas»[164].
Pero «se puede distinguir un doble uso del dinero: uno para sustentación y gastos propios; otro el uso altruista, cuando se destina para darlo a otros»[165].
El hombre que dispone de bienes debe usar de ellos con magnanimidad, emprendiendo grandes empresas que lo dignifican a él y a los demás, porque la magnanimidad hace que «tienda a obras perfectas de virtud»[166]. Las grandes empresas implican riesgos, y por tanto, requieren valor y fortaleza. Por eso es necesario también que el emprendedor sea humilde, consciente de sus limitaciones y flaquezas para acometer iniciativas que lo superan. Sin embargo, esas limitaciones no frenarán al hombre humilde pues obtendrá el valor y la fortaleza necesarios para saber descubrir, detrás de sus bienes, un querer expreso de Dios, una oportunidad de servicio a los demás a quienes considerará como superiores[167].
Santo Tomás hace una acotación interesante en este discurso: considera que le será más difícil comprender esta función social de la propiedad a quien ha forjado su propia riqueza con el esfuerzo personal de su trabajo y advierte de un posible riesgo de apego por valorar demasiado la propia riqueza. La causa de dicho apego se explica por tener experiencia previa de la necesidad, que favorece a su vez el temor de perderla[168].
Antes de comenzar este apartado, recordemos los pasos dados hasta el momento en el estudio de la naturaleza de la generosidad. En primer lugar se ha visto cómo Santo Tomás trata a la generosidad como una virtud moral, más concretamente; como una de las virtudes potenciales de la justicia. En el segundo paso del proceso de estudio de la naturaleza de la virtud, hemos analizado los elementos distintivos de la generosidad, es decir, su materia, el sujeto y su acto propio.
Una vez finalizadas estas dos etapas, nuestro estudio se apartará de la virtud humana de la generosidad para centrarse en la frase de Santo Tomás que afirma: «Dios es máximamente generoso»[169]. Estudiaremos, por tanto, a continuación, el aspecto sobrenatural de la generosidad, es decir, el modo en que esta virtud puede estar presente en la esencia divina, y su efusión en el hombre por medio de la gracia. Para ello recorreremos brevemente el camino que sigue Santo Tomás para demostrar «cómo hay virtudes en Dios»[170]. Una vez desarrolladas las ideas de la existencia de virtudes en Dios –y más concretamente de la liberalidad– se determinarán algunas consecuencias que esto tiene para el hombre.
Este análisis brindará argumentos para fundamentar la trascendencia de la virtud de la generosidad en la vida moral humana, porque la virtud –desde este enfoque– deja de ser solamente hábito humano para convertirse en medio de identificación con Cristo, de divinización.
El tema de la existencia de virtudes en Dios podría ser objeto de un extenso estudio. Sin embargo, teniendo en cuenta que el objetivo perseguido consiste en enmarcar la doctrina tomista sobre la generosidad en Dios, ofrecemos un simple esbozo del pensamiento tomista sobre este tema.
Es digno de recalcar el paralelismo existente entre la Summa Theologiae y la Summa ContraGentiles a la hora de abordar el estudio de la existencia de virtudes en Dios. La forma en que Santo Tomás presenta el tema en ambas obras puede aportar datos sobre el esquema general presente en el pensamiento tomista que faciliten la contextualización del objeto de este estudio.
En el primer libro de la Summa Contra Gentiles, después de demostrar la existencia de los atributos de Dios, Santo Tomás se detiene en el análisis de la inteligencia y la voluntad divina (c. 44-48). Posteriormente, analiza el «carácter moral de Dios»[171]. En este apartado, Santo Tomás demuestra la existencia de gozo, de delectación y de virtudes en Dios (cc. 89-96). Una vez acabado el estudio de las virtudes divinas, analiza la existencia divina considerada como vida (cc. 97-102). Por último, Santo Tomas estudia la creación y la Divina Providencia –que corresponden a los libros 2 y 3 de la S. C. G. respectivamente–.
En la prima pars de la Summa Theologiae, el Aquinate realiza un tratamiento similar del tema: comienza con el estudio de la ciencia de Dios –su inteligencia– (q. 14 y ss.), pasa luego la análisis de la vida de Dios (q. 18 y ss.) y, a partir de aquí, desarrolla el tema de la voluntad divina (q. 19), dentro de la cual incluye el estudio del amor de Dios (q. 20) y las virtudes (q. 21). Su tratado sobre la creación vendrá después de la reflexión sobre el la Santísima Trinidad que, por supuesto, no está presente en la Summa Contra Gentiles.
Este esquema seguido por Santo Tomás está orientado, en primer lugar, a explicar la perfección del conocimiento y la voluntad de Dios y, por otra parte, a sustentar la demostración de la existencia en Él de virtudes. Por este motivo, al comenzar el capítulo 92 del libro primero de la S. C. G., en donde se explica cómo es posible que existan virtudes en Dios, Santo Tomás, antes de entrar en el tema, hace referencia a los capítulos anteriores, donde ya ha demostrado la perfección de la inteligencia y de la voluntad divinas, y enseña:
«Consecutivo a lo dicho es demostrar cómo puede haber virtudes en Dios. Pues es preciso que, como su ser es absolutamente perfecto, al abarcar en sí en cierto modo las perfecciones de todos los seres, así también su bondad abarque en sí de alguna manera la bondad de todos ellos. Mas la virtud es una cierta bondad para el virtuoso, pues por razón de ella se llama bueno a él y a su obra. Luego, es preciso que la bondad divina encierre a su modo todas las virtudes»[172].
Como se desprende de este texto, la esencial bondad divina será el punto de partida para demostrar la existencia de virtudes en Dios. Sin embargo, Santo Tomás deja claro desde el primer momento que la afirmación sobre la existencia de virtudes en Dios no puede entenderse a modo humano. Por este motivo, comienza su proceso de asignación de virtudes en Dios a partir del hombre –hecho a su imagen y semejanza–, pero inmediatamente se distancia del concepto humano de virtud eliminando todo lo imperfecto o limitado que haya en él, para así poder atribuirlo a quien es origen de todo lo creado. Por este motivo el Aquinate continúa diciendo:
«Ninguna de ellas [es decir, ninguna de las virtudes] se encuentra en Dios como hábito, como ocurre en nosotros. Pues Dios no es bueno por algo añadido, sino por su esencia, debido a que es absolutamente simple. Y tampoco obra por algo añadido a su esencia, por ser su acción, como se ha probado, su mismo ser. Luego su virtud no es hábito, sino su esencia»[173].
Dicho con otras palabras, lo que Santo Tomás enseña en este párrafo es que Dios no tiene la virtud de la generosidad, sino que Dios es la Generosidad misma. A Dios no se le puede aplicar el concepto virtud a modo humano, como un hábito, sino como un atributo de su misma esencia.
En la S. C. G. Santo Tomás fundamenta el tema con maestría y hondura filosófica y lo hace centrándose en dos líneas básicas de argumentación: a partir la naturaleza del hábito y de las virtudes de la vida activa del hombre[174].
Con respecto al hábito, señala, en primer lugar, que por ser un acto imperfecto, es decir, un cierto medio entre la potencia y el acto, no puede darse en Dios, que es acto perfectísimo[175].
En el segundo lugar, advierte que la función de los hábitos consiste en perfeccionar una potencia, pero como en Dios no hay nada potencial, no pueden darse en Él los hábitos. Por último, indica que el hábito pertenece a la categoría de accidente, el cual es absolutamente ajeno a Dios[176].
De esta forma, Santo Tomás concluye su argumentación a partir de los hábitos afirmando que «no se puede atribuir a Dios virtud alguna como hábito, sino sólo esencialmente»[177].
Comienza, a continuación, su argumentación basada en las virtudes de la vida activa y lo hace diciendo: «las virtudes que pertenecen a la vida activa, en cuanto que a ésta perfeccionan, no pueden convenir a Dios»[178]. El motivo expuesto por Santo Tomás es que la vida activa del hombre implica el uso de los bienes corporales y la vida en sociedad –el trato social–, y tanto el uno como la otra no pueden convenir a Dios. En consecuencia, tampoco las virtudes que rigen la vida activa pueden aplicarse a Él.
Al desarrollar el argumento anterior, el doctor Angélico explica cómo muchas de las virtudes de la vida activa tienen por objeto las pasiones. Por ejemplo, la templanza, que tiene por objeto la concupiscencia, o la fortaleza, que regula el temor y la audacia. Pero, como ya ha demostrado anteriormente, no pueden existir pasiones en Dios, y por consiguiente tampoco pueden existir en Él las virtudes que las regulan[179].
«De entre las virtudes, unas tienen por objeto las pasiones, como la templanza, que se refiere a las concupiscencias; la fortaleza, a los temores y audacias; la mansedumbre, a la ira. Estas virtudes no se pueden atribuir a Dios más que en sentido metafórico, porque, según hemos dicho, ni en Dios hay pasiones, ni siquiera apetito sensitivo, que es el sujeto de la pasión»[180].
Se ha definido así el preámbulo necesario para entrar de lleno en el tema de la generosidad en Dios. Con este fin presentamos este texto de Santo Tomás que abre las puertas al estudio de la generosidad en Dios:
«En cambio, otras virtudes morales tienen por materia a las operaciones, como la justicia, la liberalidad y la magnificencia, que regulan el dar y gastar. Estas no están en la parte sensitiva, sino en la voluntad, por lo cual no hay inconveniente en atribuirlas a Dios, aunque no en cuanto regulan acciones civiles, sino las propias acciones de Dios, pues como dice el Filósofo, sería ridículo alabar a Dios por sus virtudes políticas»[181].
Al iniciar el capítulo 92 del libro primero de la S. C. G., Santo Tomás hace notar que entre las virtudes que caracterizan la vida activa, no sólo se encuentran aquellas que regulan las pasiones, sino también las que tienen por materia las acciones, y dedica el entero capítulo al estudio de la posibilidad de atribuir a Dios las virtudes que regulan las acciones.
Comienza Santo Tomás por subrayar distintos puntos importantes de su enseñanza: «las virtudes se especifican por el objeto o la materia. Las acciones que son objeto o materia de estas virtudes, no repugnan a la perfección divina, y por tanto, tampoco estas virtudes, por motivo de su propia especie, tienen algún motivo por el cual deban ser excluidas de la perfección divina»[182].
Efectivamente, se trata en este apartado de la generosidad, es decir de una virtud que regula acciones no relacionadas directamente con las pasiones, sino con la voluntad y en el entendimiento; y como en Dios están presentes la inteligencia y la voluntad, estas virtudes no pueden faltar en el ser perfecto por antonomasia. Así lo afirma Santo Tomás:
«Estas virtudes son ciertas perfecciones de la voluntad y del entendimiento, puesto que son principios de operación sin pasión. Pero en Dios están el entendimiento y la voluntad. Luego, ellas no pueden faltar en Dios»[183].
En consecuencia, se puede afirmar que la generosidad –al igual que la justicia, la verdad, la magnificencia, la prudencia y el arte–, por tener como materia una acción, pueden predicarse de Dios.
Sin embargo, no es inútil recalcar que no se puede afirmar de un mismo modo la existencia de la generosidad según se trate de Dios o del hombre. Por ejemplo, no se puede atribuir a Dios ningún acto que implique imperfección o limitación en la virtud[184], ni tampoco aquellas virtudes relacionadas con acciones de los súbditos para con sus superiores, como la obediencia, la latría, etc.
Insiste Santo Tomás en este argumento con el fin de enseñar que estas virtudes relacionadas con las acciones propias de la vida activa se concretan y se especifican en acciones puramente humanas. Sólo brindando una extensión más universal y libre de cualquier limitación o defecto, estas virtudes se podrán aplicar adecuadamente a Dios. Santo Tomás pone un ejemplo:
«Así como el hombre es distribuidor de las cosas humanas, por ejemplo del dinero o del honor, así también Dios lo es de todo lo que hay de bueno en el universo, (...) como la justicia del hombre que se refiere a la ciudad o a la casa, así la justicia de Dios al universo entero»[185].
Es posible, a partir de este punto, ahondar en la doctrina tomista sobre la generosidad divina preguntándonos: ¿cómo es el «dar» de Dios? Se podría comenzar con el estudio del fin que Dios persigue al realizar esta acción, es decir, analizando si las acciones de Dios le aportan algún beneficio o mejora personal. Por supuesto, la respuesta que Santo Tomás aporta es negativa:
«Nada distinto de Dios puede ser fin suyo. En cambio, Él mismo es el fin respecto a todo lo que por Él ha sido creado, y lo es por esencia, puesto que por su esencia es bueno y el fin tiene razón de bien»[186].
La razón principal que imposibilita que Dios actúe por un fin distinto de sí mismo estriba en que la voluntad y el querer de Dios se identifican con su ser[187], y por eso, el objeto primario especificativo y fundamental de la voluntad de Dios es su misma bondad infinita, que se identifica con su ser. Por este motivo, no cabe en Dios apetito en el sentido de inclinación, tendencia o deseo de un bien que aún no se posee, sino sólo en sentido de amor, gozo o delectación del bien poseído[188].
¿Se puede concluir entonces que Dios, por ser la suma bondad, sólo se puede querer a sí mismo? Concluir esto implicaría precipitarse, ya que en el artículo siguiente Santo Tomás explica que, justamente por ser Dios la bondad misma y por ser el bien en sí difusivo[189], pertenece a la esencia divina comunicar su bien a los demás en cuanto le es posible:
«Por eso dicen algunos, y con razón, que “el bien, en cuanto tal, es difusivo” (Dionisio, De div. nom., c. 4); porque cuanto mejor es una cosa, tanto más hace llegar su bondad a lo más remoto»[190].
Existe, por tanto, en Dios un interés de comunicar sus dones, de transmitir su propia bondad, de dar sus bienes[191]. Pero este interés divino en dar, en comunicar su bien, no aporta nada a Dios, porque lo hace buscándose a sí mismo como fin. Por eso, cuando ama a otra criatura distinta de sí, está amando el bien que de Él ha recibido y el fin al cual esa criatura está ordenada, es decir, «se ama a sí mismo en las criaturas, o lo que es lo mismo, ama a las criaturas en orden a sí mismo, que es amarlas como medio y no como fin»[192].
«Por consiguiente, Dios se quiere a sí mismo y a las demás cosas, pero a sí mismo como fin, y las demás en cuanto ordenadas a ese fin, por cuanto que son dignas de la bondad divina y que de ella participan»[193].
Santo Tomás explica la misma idea al estudiar a Dios como causa final de toda la creación. El enfoque facilita y clarifica el entendimiento de la idea que se pretende transmitir:
«Al primer agente (...) no puede convenirle el obrar por la adquisición de algún fin, sino que únicamente intenta comunicar su perfección, que es su bondad. Por el contrario, todas las criaturas intentan conseguir su perfección, que consiste en una semejanza de la perfección y bondad divinas. Así, pues, la bondad divina es el fin de todas las cosas»[194].
A modo de conclusión, se puede afirmar que Dios nunca actúa con el fin de satisfacer una necesidad o de alcanzar un fin distinto que sí mismo, porque nada necesita y nada le reporta un beneficio que no posea ya, porque Él es el sumo bien. Esto contrasta con la acción humana que implica siempre la consecución de un fin que satisfaga una necesidad, solucione un problema o brinde un beneficio. En esta diferencia se comprueba la característica propia y principal de la generosidad divina, que dona todo su ser a los demás no buscando ninguna utilidad, sino por la simple y pura razón de su bondad.
«El obrar a impulsos de alguna indigencia es exclusivo de agentes imperfectos, capaces de obrar y de recibir. Pero esto está excluido de Dios, el cual es la generosidad misma, puesto que nada hace por su utilidad, sino todo sólo por su bondad»[195].
La generosidad en Dios radica en su pura bondad desinteresada, y por consiguiente, el concepto de generosidad se aproxima, desde el punto de vista divino, a la caridad. Esta constatación resalta la importancia y trascendencia de la generosidad para la vida del hombre. Dios desea compartir su bondad con sus criaturas no porque con ello pueda obtener algún beneficio para sí, sino porque donarse le conviene a Dios por ser causa de toda bondad.
La siguiente cita de Santo Tomás puede resultar un buen resumen del apartado, pues queda claro en ella que Dios no recibe ningún beneficio de sus acciones, y que, por tanto, no obra por otro fin distinto de sí mismo. A su vez, el texto explica con maestría el origen de la donación de Dios en su bondad desinteresada, que lo constituye en el ser generoso por excelencia.
«El fin último por el que Dios quiere todas las cosas, en modo alguno depende de lo que se ordena al fin, ni en cuanto al ser ni en cuanto a perfección alguna. Por lo que la razón de comunicar su bondad a otro no es el que le venga de aquí algún aumento, sino que la misma comunicación le conviene por ser Él la fuente de toda bondad. Ahora bien, el dar, no por algún beneficio esperado para sí de la donación, sino por la misma bondad y conveniencia de ésta, es acto de generosidad, como consta por el Filósofo en el libro IV de la Sententia LibriEthicorum. Dios, por tanto, es generoso en grado máximo, y como dice Avicena, “se puede decir que propiamente sólo Él es generoso”, en cambio, todos los otros agentes distintos a Él, adquieren con sus acciones otros bienes, que constituyen el fin que los mueve»[196].
Es interesante recalcar una consecuencia lógica de atribuir generosidad a Dios: el concepto se enriquece y se libera del campo exclusivo de las riquezas y bienes materiales recalcado por Santo Tomás en la cuestión 117 de la Secunda Secundae de la Summa Theologiae. Se convierte, desde este punto de vista, en un concepto que se relaciona estrechamente con la misericordia y la bondad de Dios que se brinda a los hombres otorgadores su propia vida divina de forma gratuita y desinteresada.
«Otorgar perfecciones a las criaturas pertenece, a la vez, a la bondad divina, a la justicia, a la liberalidad y a la misericordia, aunque por diversos conceptos. La comunicación de perfecciones, considerada en absoluto, pertenece a la bondad (...). Pero en cuanto Dios las concede en proporción de lo que corresponde a cada ser, pertenece a la justicia (...); en cuanto no las otorga para utilidad suya, sino por su sola bondad, pertenece a la liberalidad, y que las perfecciones concedidas sean remedio de defectos, pertenece a la misericordia»[197].
Esto resulta para el hombre el modelo de generosidad a seguir, una generosidad que trasciende ya lo meramente material para convertirse en una donación total de sí mismo. El hombre generoso, por tanto, no será propiamente quien esté desapegado de los bienes materiales y los ponga a disposición de los demás, sino quien viva en una constante disposición de entrega de sí.
También resulta interesante destacar la coherencia del tratamiento del tema por parte de Santo Tomás. No deja de llamar la atención el empeño de nuestro autor por desligar la virtud de la generosidad de la templanza, que se descubre en la cuestión 117, citada en párrafos anteriores. En este apartado de la generosidad en Dios se descubre un argumento que mueve al doctor Angélico a incluir la generosidad entre las virtudes potenciales de la justicia y no entre las relacionadas con la templanza: la imposibilidad de aplicar a Dios ninguna virtud que se relacione directamente con las pasiones, idea que, como se ha visto, el Aquinate repite con insistencia.
Analicemos el breve camino recorrido hasta el momento: hemos partido de las virtudes humanas y hemos llegado al atributo divino de la generosidad. Una vez alcanzado este objetivo, Santo Tomás abre las puertas al camino de retorno que llena de trascendencia y valor sobrenatural a todas las virtudes humanas, y de modo especial a la generosidad.
Son dos los argumentos desarrollados con la finalidad de entender cómo influye la constatación hecha por Santo Tomás sobre la generosidad en Dios en el actuar humano concreto: el primero la ejemplaridad que las virtudes divinas representan para los hombres y el segundo, las virtudes infusas, que son la misma vida divina –vida de la gracia– en nosotros.
La ejemplaridad de las virtudes divinas es estudiada por Santo Tomás en el artículo 5 de la cuestión 61 de la Prima Secundae de la Summa. Es un artículo que llama mucho la atención, pues implica un cambio radical en el enfoque del estudio de la virtud que el Aquinate había realizado hasta el momento. En efecto, la estructura del artículo parece olvidar la fuente aristotélica, adoptando la doctrina platónica de virtud y el esquema aportado por Macrobio y Plotino. Por este motivo resulta sorprendente y enriquecedor pues constituye un punto de encuentro entre la doctrina platónica y aristotélica[198].
En este artículo, Santo Tomás aplica a la división aristotélica de las virtudes la clasificación de Macrobio, que contempla distintos grados de virtudes: ejemplares, del alma purificada, purgativas y políticas[199].
«Las virtudes ejemplares –según la definición de Macrobio que adopta Santo Tomás– son las que existen en la mente divina»[200], y constituyen el modelo u objetivo tras el cual deben moverse las virtudes humanas –a las que Macrobio llama virtudes políticas–.
«Como dice San Agustín, “el alma, para dar origen a la virtud, necesita ir en pos de alguna cosa; esta cosa es Dios, y si le seguimos, vivimos bien”. Por consiguiente, el ejemplar de la virtud humana es necesario que preexista en Dios, como preexisten en Él también las razones de todas las cosas. Así la virtud puede ser considerada como originariamente existente en Dios; y en ese sentido hablamos de virtudes ejemplares»[201].
También lo explica en la S.C.G., cuando, aplicando esta doctrina a las virtudes relacionadas con las acciones –entre las que se encuentra la generosidad–, Santo Tomás enseña:
«También las virtudes divinas se dice que son ejemplares de las nuestras, porque los seres concretos y particulares son ciertas semejanzas de los absolutos, como la luz de una candela lo es de la luz del sol»[202].
Por consiguiente, el modelo último de la generosidad humana se encuentra en la generosidad divina y es a Dios a quien el hombre debe mirar a la hora de ajustar su conducta –su obrar– con el deber ser, que lo llevará por caminos de perfección hasta la santidad. El desprendimiento y la actitud constante para comunicar y transmitir todo lo bueno que somos y poseemos no tiene su origen y fundamento en una ley social o mandato impuesto por costumbres humanas, sino en el mismo Dios que nos enseña y nos muestra la verdadera medida de la generosidad.
De esta forma, las virtudes ejemplares definen el modelo del actuar recto para el hombre, que por ser un animal político, debe actualizar estas virtudes divinas de forma acorde con su naturaleza corpórea y espiritual. Por este motivo, Macrobio llama a estas virtudes «Políticas», que se corresponden con las virtudes humanas[203].
Pero Santo Tomás va aún más allá y, comenzando por el mandamiento divino «sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial»[204], argumenta que, entre las virtudes humanas que tienden hacia las virtudes divinas, y éstas, es necesario que existan «ciertas virtudes de los que están en camino y tienden a la semejanza divina»[205]. A estos otros grados de virtudes Macrobio los llama virtudes purgativas y del alma purificada.
No resulta difícil deducir que Santo Tomás, en estos párrafos, está haciendo referencia al proceso del alma en su camino hacia la unión con Dios, es decir a las etapas de perfección de la vida cristiana.
Lo que interesa recalcar es que, en este proceso, Dios aporta, por un lado, el objetivo a alcanzar, que son las virtudes ejemplares que el hombre debe imitar, y por otro, también le brinda las gracias necesarias para que pueda avanzar en esas virtudes hasta sobrenaturalizarlas y así alcanzar ese objetivo que por naturaleza supera la capacidad humana.
Si Dios aportara exclusivamente la ejemplaridad, dejaría a los hombres en una situación de extrema desesperación, porque les estaría mostrando un objetivo que deben obtener pero que al mismo tiempo resulta imposible de alcanzar. El motivo radica en que la virtud humana no puede remontarse por sí sola a los grados de máxima perfección, y para alcanzarlos, es necesaria la acción de la gracia y la presencia de las virtudes infusas[206].
«La virtud que ordena al hombre a un bien que es conforme a la medida de la ley divina y no conforme a la ley humana, no puede ser causada en nosotros por actos humanos, cuyo principio es la razón, sino sólo por la acción divina»[207].
Este texto pertenece la cuestión de la Summa titulada «De causa virtutum», lo que demuestra que estamos acercándonos al corazón de la doctrina moral tomista. De hecho, aparecen en esta cita los conceptos de «ley divina» y la acción de Dios en el alma que constituyen puntos de apoyo importantes para la doctrina tomista sobre la ley evangélica y que, según S. Pinckaers –junto con su enseñanza sobre las bienaventuranzas y las virtudes teologales–, «es una de las tres grandes cimas que dominan la moral de Santo Tomás y la hacen, de alguna manera, tocar el cielo»[208].
¿Y cómo se aplica esta doctrina a la virtud de la generosidad? La respuesta puede comenzar afirmando que con la gracia del Espíritu Santo recibimos y nos hacemos partícipes de la misma vida divina, que nos hace hijos de Dios. Por consiguiente, al recibir la vida divina, recibimos no solo el ejemplo de sus virtudes, que deben ser imitadas como ejemplares, sino también sus mismas virtudes que, como dones gratuitos, nos impulsan y dirigen hacia el bien.
La generosidad, como hemos visto, puede aplicarse a Dios como un atributo de su esencia, forma parte de ese don de vida divina que el hombre recibe con la acción del Espíritu Santo en el alma.
En consecuencia, para que el hombre pueda desprenderse de los bienes terrenos de forma tal que pueda disponer de ellos libremente para la consecución de su bien propio y del ajeno, contamos no solamente con la fuerza humana, sino con la inestimable y omnipotente gracia de Dios.
* * *
S. Agustin, De Civitate Dei, CCL 47, CCL 48.
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[1] CA, 36.
[2] CA, 36; cfr. GS, 35.
[3] Cfr. Juan XXIII, enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 297; GS, 34.
[4] Cfr. GS, 34.
[5] G. Thils, Teología de las realidades terrenas, Buenos Aires 1948, p. 27.
[6] Cfr. Ibidem, p. 28.
[7] Ibidem, p. 32.
[8] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, Madrid 1968, p. 175
[9] Cfr. S.Th., I, q. 22, a. 1, co; I, q. 65, a. 2, co; S.C.G., L. 3, c. 19.
[10] S.Th., I, q. 65, a. 2, co: “Totum universum, cum singulis suis partibus, ordinatur in Deum sicut in finem, inquantum in eis per quandam imitationem divina bonitas repraesentatur ad gloriam Dei, quamvis creaturae rationales speciali quodam modo supra hoc habeant finem Deum, quem attingere possunt sua operatione, cognoscendo et amando». Cfr. In Libros Sententiarum II, d. 1, a. 2, a. 3.
[11] Cfr. S.Th., II-II, q. 76, a. 2, co; I, q. 69, a. 2, arg. 2; I, q. 102, a. 3, arg. 1; Suppl, q. 91;In Libros Sententiarum, IV, d. 48, q. 2, a. 3.
[12] Cfr. S.Th., III, q. 1, a. 6, co; III, q. 5, a. 3, co y ad. 3; III, q. 43, a. 4; III, q. 46, a. 4, ad. 3; S.C.G, II, c. 68; IV, c. 55.
[13] Cfr. S.Th., I-II, q. 5, a. 3.
[14] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona 1988, p. 290.
[15] Cfr. Ibidem.
[16] Ibidem, p. 291.
[17] Para el análisis etimológico nos hemos inspirado principalemente en: S. Segura,Nuevo diccionario etimológico latín-español y de las voces derivadas, Bilbao 2001; Ch. Lewis & Ch. Short, A Latin Dictionary, Oxford 1958 (pero sobre todo hemos consultado la versión en internet: [18] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, co « ... secundum philosophum, in IV ethic., ad liberalem pertinet emissivum esse».
[19] Ibidem: «cum enim aliquis a se emittit, quodammodo illud a sua custodia et dominio liberat, et animum suum ab eius affectu liberum esse ostendit».
[20] Cfr. H. Diels y W. Kranz, FVS (Fragmente der Vorsokratiker), 68 B 282.
[21] Cfr. Platón, La República, III, 402 c.
[22] El tiempo de la cosecha era el momento en que el pueblo ofrecía los dones cultivados a la diosa Annona o diosa de la cosecha y pagaba el impuesto debido al emperador. Los años de buena cosecha los emperadores distribuían los excedentes entre el pueblo, recibiendo dichas donaciones el nombre de Congiaria. Haciendo referencia a estas distribuciones, algunas monedas romanas antiguas eran acuñadas en una cara con la esfinge de Antonia –en referencia a la diosa Annona– y en el reverso con la inscripción Ex liberalitate Ti. Claudi(i) Cae(saris) Aug(usti). Desde el reinado de Adriano, aparece sobre las monedas el nombre de «liberalidad», acompañado de una cifra que indica el número de distribuciones. (Cfr. Enciclopedia Universal Ilustrada, Madrid 1924, voces «Liberalidad» y «Annona»)
[23] Cfr. Cicerón, De Officiis, I, 7, 20; I, 14, 42; II, 15, 52.
[24] Cfr. San Ambrosio, De Officiis, I, c. 28, n. 130.
[25] A partir del emperador Claudio, el término mantendrá el significado de «generosidad propia del emperador» en contraposición a la largitio, que indica la munificencia pública y oficial.
[26] En este sentido lo usa Cicerón cuando afirma: «Los Mamertinos fueron desligados, indultados, perdonados y liberados de todo castigo, molestia y tarea» (Divinatio in Q. Caecilium, In C. Verrem: Orationes, 2, 4, 10 § 23), y en el De Officiis en la frase: «libre de toda perturbación del alma» (I, 20, 67). También Quintiliano de Rodas, en su obraInstituciones Oratoriae, emplea este término, cuando dice: «alma libre de todo vicio» (Instituciones Oratoriae, 12, 1, 4), «libre de la envidia» (Ibidem, 12, 11, 7), «libre del odio» (Ibidem, 5, 11, 37).
[27] Sentido que concuerda, en cierta medida, con el significado, antes mencionado, de Panecio, Cicerón y San Ambrosio.
[28] Cfr. S. Th., II-II, q. 117, a. 6, co.
[29] En este sentido es utilizado por autores clásicos como Cicerón cuando se refiere a una «generosa ac nobilis virgo» (Cicerón, Paradoxa, 3, 1, 20), o al exclamar «O generosam stirpem» (Idem, Brutus, 58, 213). También con este significado lo utiliza Ovidio, cuando afirma: «viderat a veteris generosam sanguine Teucri Iphis Anaxareten, humili de stirpe creatus» (Ovidio, Methamorphoses, 14, 698. Cfr. también Fastos, 2, 199; 1, 591). Otros ejemplos los podemos encontrar en Virgilio (Cfr. Virgilio, Aeneides, 10,141) y Horacio (Cfr. Horacio, Satiras, 1, 6, 2). Esta acepción del término, en estos autores clásicos, se aplica también a plantas y animales, como los demuestran autores como Virgilio, Plinio y Horacio (Cfr. Virgilio, Aeneides, 10, 174; Plinio, Epistulae, 11, 40, 95, § 233; Horacio, Epistualae, 1, 15, 18).
[30] Ermanno Ancilli, Diccionario..., voz «generosidad».
[31] Cfr. ibidem.
[32] Cfr. Catena Aurea in Lucam, c. 3, lec. 3; S.Th., III, q. 5, a. 3, co y Catena Aurea in Matthaeum, c. 12, lec. 10.
[33] Ibidem, p. 163.
[34] S.Th., II-II q. 58, a. 1: «...iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum unicuique tribuens».
[35] S.Th., II-II q. 58, a. 1, co: «Iustitia est habitus secundum quem aliquis dicitur operativus secundum electionem iusti».
[36] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 1, co.
[37] S.Th., II-II q. 58, a. 1, co: «Iustitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit».
[38] Cfr. J. Pieper , Las virtudes fundamentales, Madrid 1990, p. 113.
[39] S.Th., II-II q. 58, a. 3, co: «... ex iustitia praecipue viri boni nominantur. Unde, sicut ibidem dicit, in ea virtutis splendor est maximus».
[40] Cfr. S. C. G., III, c. 24.
[41] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. V, lec. 2, n. 643.
[42] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 12, co.
[43] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 4, co.
[44] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 4, ad 2.
[45] J. Pieper, Las virtudes..., p. 116.
[46] Cfr. S.Th., II-II q. 124, a. 1, co.
[47] Cfr. S.Th., II-II q. 123, a. 12, co.
[48] S. C. G., II, c. 28: «Cum iustitiae actus sit reddere unicuique quod suum est, actum iustitiae praecedit actus quo aliquid alicuius suum efficitur».
[49] Cfr. S. C. G., II, c. 28.
[50] S.Th., II-II q. 57, a. 1, co: «Unde manifestum est quod ius est obiectum iustitiae».
[51] Cfr. J. Pieper , Las virtudes ..., p. 90.
[52] Ibidem, p. 91.
[53] S.Th., II-II q. 57, a. 2, co: «Dupliciter autem potest alicui homini aliquid esse adaequatum. Uno quidem modo, ex ipsa natura rei (...) et hoc vocatur ius naturale. Alio modo aliquid est adaequatum vel commensuratum alteri ex condicto, sive ex communi placito (...) et hoc dicitur ius positivum».
[54] S.Th., II-II q. 57, a. 2, ad 2: «Si aliquid de se repugnantiam habeat ad ius naturale, non potest voluntate humana fieri iustum».
[55] J. Pieper , Las virtudes ..., p. 94.
[56] Cfr. S.Th., II-II q. 102, a. 2, ad 2
[57] S.Th., II-II q. 57, a. 1, co: «Iustitiae proprium est inter alias virtutes ut ordinet hominem in his quae sunt ad alterum (...) Aliae autem virtutes perficiunt hominem solum in his quae ei conveniunt secundum seipsum».
[58] Cfr. S.Th., II-II q. 57, a. 1, co.
[59] S.Th., II-II q. 58, a. 2, co: «Cum nomen iustitiae aequalitatem importet, ex sua ratione iustitia habet quod sit ad alterum, nihil enim est sibi aequale, sed alteri».
[60] S.Th., II-II q. 58, a. 2, co: «Iustitia ergo proprie dicta requirit diversitatem suppositorum, et ideo non est nisi unius hominis ad alium».
[61] Cfr. J. Pieper , Las virtudes ..., p. 100.
[62] Sententia Libri Ethicorum., L. IV, lec. 1, n. 627: «Sed circa iustitiam et iniustitiam praecipue attenditur quid homo exterius operatur».
[63] Cfr. J. Pieper , Las virtudes ..., p. 108.
[64] Cfr. S.Th., I-II q. 60, a. 2, co.
[65] Cfr. S.Th., I-II q. 100, a. 2, co
[66] Cfr. S.Th., II-II q. 80, a. 1, co.
[67] Cfr. P. Lumbreras, Introducción al Tratado de las virtudes sociales, en Tomás de Aquino, S.Th., tomo IX , Madrid 1954, p. 391.
[68] Cfr. S.Th., II-II q. 80, a. 1, co.
[69] S.Th., II-II q. 118, a. 3, ad 2: «iustitia proprie statuit mensuram in acceptionibus et conservationibus divitiarum secundum rationem debiti legalis, ut scilicet homo nec accipiat nec retineat alienum. Sed liberalitas constituit mensuram rationis principaliter quidem in interioribus affectionibus, et per consequens in exteriori acceptione et conservatione pecuniarum et emissione earum secundum quod ex interiori affectione procedunt, non observando rationem debiti legalis, sed debiti moralis, quod attenditur secundum regulam rationis».
[70] Cfr. S.Th., II-II q. 80, a. 1, co; S.Th., II-II q. 117, a. 5, ad 1.
[71] La doctina tomista sobre las dos clases de débitos –legal y moral– puede estudiarse también en S.Th., I-II, 99, a. 5, co; II-II, q. 102, a. 2, ad 2; II-II, q. 106, a.4, ad 1; II-II, q. 109, a. 3, co; P. Lumbreras, Apéndice al Tratado de la religión, II: Temas discutidos, en S.Th., tomo IX, Madrid 1954, p. 373. «Mientras que la deuda legal –afirma Lumbreras– pertenece a la justicia, que exige se devuelva el dinero recibido en depósito, se cumpla lo pactado, se honre y respete a los que tenemos en una sociedad por superiores propios, la deuda moral abarca los deberes de gratitud, de amistad y de liberalidad e impone honor y reverencia para con los superiores extraños».
[72] J. Pieper , Las virtudes ..., p. 169
[73] Cfr. Ibidem, p. 170.
[74] S.Th., II-II q. 117, a. 5, co: «... iustitia exhibet alteri quod est eius, liberalitas autem exhibet id quod est suum».
[75] S.Th., II-II q. 117, a. 5, ad 1: «... liberalitas, etsi non attendat debitum legale, quod attendit iustitia, attendit tamen debitum quoddam morale, quod attenditur ex quadam ipsius decentia, non ex hoc quod sit alteri obligatus. Unde minimum habet de ratione debiti».
[76] S.Th., II-II q. 117, a. 3, ad 3: «Unde circa dationes et sumptus liberalitas consistit, secundum philosophum».
[77] Cfr. S.Th., II-II q. 117, a. 3, co.
[78][78] S.Th., II-II q. 117, a. 5, co: «Et ideo liberalitas a quibusdam ponitur pars iustitiae, sicut virtus ei annexa ut principali».
[79] G. Muraro, Povertà e perfezione: la funzione liberatrice della povertà religiosa secondo S. Tommaso. «Sapienza» 34 (1981) 274: «Anche in clima di onestà e di rettitudine le ricchezze hanno sull’uomo un forte potere distraente. Chi si occupa di esse no è molto disponibile per le cose di Dio; non può sperare di realizzare quella perfezione che emula in qualche modo la perfezione Dei beati. Questa constatazione ci fa già intravedere la soluzione proposta dal Signore: per progredire nella virtù, per attuare un più alto grado di perfezione, è conveniente eliminare questa sollecitudine; solo così sarà più disponibile per le cose di Dio».
[80] Ibidem: «Anche per essere virtuosi semplicemente; perche determinare il “medium rationis” quando non si è perfetti, è cosa difficile; perciò meglio abbandonare tutto e togliersi questa preoccupazione».
[81] Agrega en el n. 31: «En cuanto a la instauración cristiana del orden temporal, instrúyanse los laicos acerca del verdadero sentido y valor de los bienes materiales, tanto en sí mismos como en cuanto se refiere a todos los fines de la persona humana; ejercítense en el uso conveniente de los bienes y en la organización de las instituciones, atendiendo siempre al bien común, según los principios de la doctrina moral y social de la Iglesia. Aprendan los laicos, sobre todo, los principios y conclusiones de la doctrinal social, de forma que sean capaces de ayudar, por su parte, en el progreso de la doctrina y de aplicarla rectamente en cada caso particular». Cfr. también AA, 7.
[82] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 2, sc; T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 58. Las virtudes morales y las intelectuales, en S. Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 226.
[83] Cfr. S.Th., II-II q. 117, a. 1, co.
[84] S.Th., II-II q. 117, a. 1, co: «Possumus autem bene et male uti non solum his quae intra nos sunt, puta potentiis et passionibus animae, sed etiam his quae extra nos sunt, scilicet rebus huius mundi concessis nobis ad sustentationem vitae. Et ideo, cum bene uti his rebus pertineat ad liberalitatem, consequens est quod liberalitas virtus sit.»
[85] Cfr. S.Th., II-II q. 80, 1, co; P. Lumbreras, Introducción al tratado de las virtudes sociales, en S. Th., tomo IX, BAC, Madrid 1954, p. 391.
[86] Cfr. Ibidem.
[87] Cfr. S.Th., II-II, q. 47, a. 7.
[88] Cfr. Ibidem, a. 8.
[89] Cfr. Ibidem, a. 9.
[90] Cfr. S.Th., I-II, q.107, a.4, co.
[91] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods in the Christian Economy: A Thomist Synthesis: Part II. «Revue de l'Université d'Ottawa» 31 (1961) 49.
[92] S. C. G., III, c.132: «Stultum enim est velle finem, et praetermittere ea quae sunt ordinata ad finem. Ad finem autem comestionis ordinatur sollicitudo humana, per quam sibi victum procurat. Qui igitur absque comestione vivere non possunt, aliquam sollicitudinem de victu quaerendo debent habere.
Praeterea. Sollicitudo terrenorum non est vitanda nisi quia impedit contemplationem aeternorum. Non potest autem homo mortalem carnem gerens vivere quin multa agat quibus contemplatio interrumpatur: sicut dormiendo, comedendo, et alia huiusmodi faciendo. Neque igitur praetermittenda est sollicitudo eorum quae sunt necessaria ad vitam, propter impedimentum contemplationis. Sequitur etiam mira absurditas.
Pari enim ratione potest dicere quod non velit ambulare, aut aperire os, ad edendum aut fugere lapidem cadentem aut gladium irruentem, sed expectare quod Deus operetur. Quod est Deum tentare».
[93] Cfr. S. C. G., III, c.134.
[94] G. Muraro, Povertà e perfezione..., p. 272: «L’uomo deve impegnarsi seriamente in una valutazione de se stesso, delle sue esigenze personali, delle necessità familiari e sociali; e deve poi fissare una quantità corrispondente a queste esigenze».
[95] Super Evangelium Matthaei, c. 6, lec. 3: «Sed homo licite potest desiderare quae necessaria sunt ad vitam; et non solum quae ad vitam, sed quae ad statum, quia plura sunt necessaria regi quam comiti: unde licet haec petere». La traducción fue obtenida de G. Muraro, Povertá e..., p. 267. Cfr. también In Libros Sententiarum, IV, d. 15, q. 4, a. 4B, co.
[96] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 2, ad 1.
[97] Super Evangelium Matthaei, c. 19, lec. 2: « ... quia plures sunt pauperes, qui voluntate sunt divites». (La traducción es nuestra).
[98] S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 3: « ... liberalitas dicitur, non enim consistit in multitudine datorum, sed in dantis habitu».
[99] Ibidem: « ... quod affectus divitem collationem aut pauperem facit, et pretium rebus imponit».
[100] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods ..., p. 59.
[101] S.Th., II-II, q. 118, a. 1, co: «In omnibus autem quae sunt propter finem, bonum consistit in quadam mensura, nam ea quae sunt ad finem necesse est commensurari fini, sicut medicina sanitati. Bona autem exteriora habent rationem utilium ad finem, sicut dictum est. Unde necesse est quod bonum hominis circa ea consistat in quadam mensura, dum scilicet homo secundum aliquam mensuram quaerit habere exteriores divitias prout sunt necessaria ad vitam eius secundum suam conditionem».
[102] S.Th., II-II, q. 117, a. 4, ad 1: «ad prudentiam pertinet custodire pecuniam ne subripiatur aut inutiliter expendatur».
[103] Cfr. S.Th., II-II, q. 186, a. 3, ad 4.
[104] S.Th., II-II, q. 83, a. 6, ad 1: «Temporalia non sunt quaerenda principaliter, sed secundario. Unde Augustinus dicit, in libro de serm. Dom. in monte, cum dixit, illud primo quaerendum est, scilicet regnum Dei, significavit quia hoc, scilicet temporale bonum, posterius quaerendum est, non tempore, sed dignitate, illud tanquam bonum nostrum, hoc tanquam necessarium nostrum».
[105] Cfr. G. Muraro, Povertà e perfezione ..., p. 263.
[106] S.Th., II-II, q. 55, a.6, co: «... ex divina providentia, propter cuius ignorantiam gentiles circa temporalia bona quaerenda principalius sollicitantur»
[107] Cfr. A. Fuentes Mendiola, Uso de la riqueza según Santo Tomás, «Scr. Theol.» 10 (1978) 1145.
[108]S.Th., II-II, q. 188, a. 7, co: «Necesse est enim hominem aliqualiter sollicitari de acquirendis vel conservandis exterioribus rebus. Sed si res exteriores non quaerantur vel habeantur nisi in modica quantitate, quantum sufficiunt ad simplicem victum, talis sollicitudo non multum impedit hominem. Unde nec perfectioni repugnat christianae vitae. Non enim omnis sollicitudo a Domino interdicitur, sed superflua et nociva».
[109] S. C. G., III, c.135: «Considerandum autem quod Dominus in evangelio non laborem prohibuit, sed sollicitudinem mentis pro necessariis vitae. Non enim dixit, nolite laborare: sed, nolite solliciti esse. Quod a minori probat. Si enim ex divina providentia sustentantur aves et lilia, quae inferioris conditionis sunt, et non possunt laborare illis operibus quibus homines sibi victum acquirunt; multo magis providebit hominibus, qui sunt dignioris conditionis, et quibus dedit facultatem per proprios labores victum quaerendi; ut sic non oporteat anxia sollicitudine de necessariis huius vitae affligi»; cfr. también Super Evangelium Matthaei, c. 6, lec. 5.
[110] Cfr. S. C. G., III, c.135. Cfr. Mt. 6,25
[111] S.Th., II-II, q. 55, a. 6 , co: «Quod Dominus tripliciter excludit. Primo, propter maiora beneficia homini praestita divinitus praeter suam sollicitudinem, scilicet corpus et animam. Secundo, propter subventionem qua Deus animalibus et plantis subvenit absque opere humano, secundum proportionem suae naturae. Tertio, ex divina providentia, propter cuius ignorantiam gentiles circa temporalia bona quaerenda principalius sollicitantur. Et ideo concludit quod principaliter nostra sollicitudo esse debet de spiritualibus bonis, sperantes quod etiam temporalia nobis provenient ad necessitatem, si fecerimus quod debemus». Cfr. Mt 6, 27-34.
[112] Cfr. Mt 6,25
[113] Super al Mattheum, c. 6, lec. 5: «Et argumentatur, quia si minoribus providet, providebit et nobis, qui potiores sumus quoad dignitatem substantiae, quia nos super ista sumus. Item quoad durationem, quia nos aeterni quoad animam, istud vero hodie est, et cras in clibanum mittitur etc.. Is. XL, 7: exsiccatum est foenum, et cecidit flos. Item quoad finem: quia homo est propter beatitudinem, foenum vero propter usum hominis; Ps. CXLVI, 8: qui producit in montibus foenum et herbam servituti hominum etc.(La traducción es nuestra).
[114] Cfr. Super ad Philip., c. 6, lec. 1.
[115] Cfr. S.Th., I-II, q. 56, a. 2, sc.
[116] S.Th., I-II, q. 56, a. 2, ad 2: «Sed essentialiter in appetendo virtus moralis consistit».
[117] Cfr. S.Th., I-II, q. 56, a. 2, co.
[118] S.Th., I-II, q. 16, a.1, sc.
[119] S.Th., I-II, q. 16, a.1, co: «Unde manifestum est quod uti primo et principaliter est voluntatis, tanquam primi moventis; rationis autem tanquam dirigentis; sed aliarum potentiarum tanquam exequentium, quae comparantur ad voluntatem, a qua applicantur ad agendum, sicut instrumenta ad principale agens.»
[120] Cfr. T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 56. Sujeto psíquico de las virtudes, enS.Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 179.
[121] Cfr. ibidem. p. 176.
[122] Cfr. ibidem. p. 177.
[123] «La idea de “operaciones” se refiere a las acciones exteriores, como distintas de las pasiones internas. La pasión es también una “operación” en sentido metafísico, un movimiento o actuación del apetito. Mas por su interioridad, la afección pasional, que como tal, queda inmanente al sujeto psíquico, se contrapone aquí a la operación voluntaria, que se exterioriza en alguna acción externa o corporal». T. Urdanoz,Introducción a la cuestión 60. División de las virtudes morales, en S.Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 179.
[124] Cfr. A. Fuentes Mendiola, Uso de..., p. 1142.
[125] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, sc: «Liberalitas videtur esse medietas quaedam circa pecunias»
[126] Es conveniente en este punto realizar una aclaración de la terminología utilizada: al referirnos a la materia remota de la generosidad la denominaremos “riqueza”, “dinero”, o “bienes materiales” indistintamente, siguiendo la terminología empleada por Santo Tomás en la II-II, q. 117, a. 2, ad 2.
[127] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, ad 1: «Liberalitas non attenditur in quantitate dati, sed in affectu dantis. Affectus autem dantis disponitur secundum passiones amoris et concupiscentiae, et per consequens delectationis et tristitiae, ad ea quae dantur. Et ideo immediata materia liberalitatis sunt interiores passiones, sed pecunia exterior est obiectum ipsarum passionum».
[128] Cfr. T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 60. ... p. 271.
[129] Cfr. T. Graf, De subiecto psychico gratiae et virtutum secundum doctrinam scholasticorum usque ad medium saeculu. De subiecto virutum cardinalium, I p. 8.27 XIV, Herder, Romae 1935. La traducción es tomada de T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 60..., p. 271.
[130] Cfr. S.Th., I-II, q. 59, a. 5, sc. Para una visión general sobre el concepto de pasión en Santo Tomás Cfr. Mª. L. De la Cámara, El papel de las pasiones en la construcción de la persona humana según Tomás de Aquino, en A. Domínguez, Vida, pasión y razón en grandes filósofos, Cuenca 2002.
[131] Cfr. T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 59. Las virtudes morales y las pasiones,en S.Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 253.
[132] Cfr. P. Lumbreras, Introducción a la cuestión 117. De la liberalidad, S.Th., tomo IX, BAC, Madrid 1954, p. 562.
[133] Cfr. S.Th., I-II, q. 26, a. 2, co.
[134] Cfr. S.Th., II-II, q. 188, a. 7, co.
[135] Cfr. G. Muraro, Povertà e perfezione..., p. 264.
[136] Cfr. S.Th., I-II, q.1, a.6, ad 3.
[137] S.Th., II-II, q.117, a.1, ad 2: «Quod ad liberalem non pertinet sic divitias emittere ut non sibi remaneat unde sustentetur, et unde virtutis opera exequatur, quibus ad felicitatem pervenitur».
[138] S.Th, II-II, q. 118, a. 7, ad 2: «Pecunia ordinatur quidem ad aliud sicut ad finem, inquantum tamen utilis est ad omnia sensibilia conquirenda, continet quodammodo virtute omnia. Et ideo habet quandam similitudinem felicitatis, ut dictum est».
[139] S. C. G., III, c.133: «Unde accidit quibusdam bonum esse habere divitias, qui eis utuntur ad virtutem: quibusdam vero malum esse eas habere, qui per eas a virtute retrahuntur, vel nimia sollicitudine, vel nimia affectione ad ipsas, vel etiam mentis elatione ex eis consurgente».
[140] S.Th., II-II q. 58, a. 9, co: «Ex ipso subiecto iustitiae, quod est voluntas cuius motus vel actus non sunt passiones, ut supra habitum est; sed solum motus appetitus sensitivi passiones dicuntur. (...) Alio modo, ex parte materiae. Quia iustitia est circa ea quae sunt ad alterum. Non autem per passiones interiores immediate ad alterum ordinamur».
[141] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, co: «Propria materia liberalitatis est pecunia».
[142] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 3, co.
[143] S.Th., I-II, q. 16, a. 3, co: «Uti importat applicationem alicuius ad aliquid. Quod autem applicatur ad aliud, se habet in ratione eius quod est ad finem».
[144] Cfr. S.Th., I-II, q. 1, a. 8, co.
[145] Cfr. S.Th., II-II, q. 118, a.5, co.
[146] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a.6, co.
[147] S.Th., II-II, q. 117, a. 4, co: «... proprium est liberalis uti pecunia. Usus autem pecuniae est in emissione ipsius, nam acquisitio pecuniae magis assimilatur generationi quam usui; custodia vero pecuniae, inquantum ordinatur ad facultatem utendi, assimilatur habitui».
[148] Cfr. Sententia Libri Ethicorum., L. IV, lec. 2, n. 446: «Liberalem pertinet, ut vehementer superabundet in datione, non quidem sic quod superabundet a ratione recta, sed ita quod datio in ipso superabundet retentioni. Quia minus sibi relinquit, quam aliis det. Paucis enim in seipso contentus est...».
[149] S. C. G., III, c.135, n. 441: «... liberalis dat delectabiliter, vel saltem sine tristitia...»
[150] S. C. G., III, c.135, n. 443.
[151] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 5, co.
[152] S.Th, II-II, q. 117, a. 3, ad 2: «Sicut ad fortitudinem militis pertinet non solum exserere gladium in hostes, sed etiam exacuere gladium et in vagina conservare. Sic etiam ad liberalitatem pertinet non solum uti pecunia, sed etiam eam praeparare et conservare ad idoneum usum».
[153] Cfr. S.Th., II-II, q. 27, a. 4.
[154] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 2.
[155] S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 2: «Unde philosophus dicit, in IV ethic., quod liberalis curat propria, volens per hoc quibusdam sufficere»; Cfr., S.Th., II-II, q. 32.
[156] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods ..., p. 51.
[157] Cfr. S.Th., I-II, q. 4, a. 7-8, ad 2; II-II, q. 83, a. 6, co; q. 129, a. 8, co.
[158]S. C. G., III, c.133: «Exteriores quidem divitiae sunt necessariae ad bonum virtutis: cum per eas sustentemus corpus, et aliis subveniamus».
[159] S.Th., I-II, q. 114, a. 10, ad co: «... si temporalia bona considerentur prout sunt utilia ad opera virtutum, quibus perducimur in vitam aeternam, secundum hoc directe et simpliciter cadunt sub merito, sicut et augmentum gratiae, et omnia illa quibus homo adiuvatur ad perveniendum in beatitudinem, post primam gratiam». Para una mayor profundización en el tema Cfr. B. de Margerie, La securite temporelle du juste. Relation intrinseque entre biens temporels et verties theologales d’après la doctrine de saint Thomas d’Aquin, Studi Tomistici (symp) 2, 283-306.
[160] S.Th., I-II, q. 114, a. 10, ad co: «Tantum enim dat Deus viris iustis de bonis temporalibus, et etiam de malis, quantum eis expedit ad perveniendum ad vitam aeternam. Et intantum sunt simpliciter bona huiusmodi temporalia. Unde dicitur in Psalmo, timentes autem Dominum non minuentur omni bono; et alibi, non vidi iustum derelictum».
[161] Cfr. S.Th., I-II, q. 66; también en A. Fernández, Teología Moral..., p. 159-173.
[162] Cfr. S.Th., I-II, q. 105, a. 2; II-II, q. 32, a. 51, ad 2; q. 66, a. 2, co; q. 117, a. 4, ad 3; q. 134, a. 3.
[163] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods ..., p. 49.
[164] S.Th., II-II, q. 66, a. 1, ad 1: «Deus habet principale dominium omnium rerum. Et ipse secundum suam providentiam ordinavit res quasdam ad corporalem hominis sustentationem. Et propter hoc homo habet naturale rerum dominium quantum ad potestatem utendi ipsis».
[165] S.Th., II-II, q. 117, a. 3, ad 3: «Est autem duplex usus pecuniae, unus ad seipsum, qui videtur ad sumptus vel expensas pertinere; alius autem quo quis utitur ad alios, quod pertinet ad dationes».
[166] S.Th, II-II, q. 129, a. 3, ad 4: «... ad perfecta opera virtutis tendat».
[167] Cfr. S.Th, II-II, q. 129, a. 3, ad 4.
[168] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 4, ad 1.
[169] S. C. G., III, c. 93: «Deus igitur est maxime liberalis»; cfr. también S. Th., I, q.44, a.4, ad 1; In Libros Sententiarum, II, d.3 , q.4 , a.1 , arg. 3. El texto es original de Avicena quien enseña que propiamente sólo Dios el liberal (cfr. Avicena, “Metaphysica”, tr. 6, c. 5; tr. 9, c. 4).
[170] S. C. G., I, c. 93: «Quomodo in Deo ponantur esse virtutes».
[171] Kretzmann, N. Aquinas on God's Joy, Love, and Liberality, «The Modern Schoolman», 72 (1995) 125: “God’s moral character”.
[172] S.C.G., I, c. 92: «Consequens est autem dictis ostendere quomodo virtutes in Deo ponere oportet. Oportet enim, sicut esse eius est universaliter perfectum, omnium entium perfectiones in se quodammodo comprehendens, ita et bonitatem eius omnium bonitates in se quodammodo comprehendere. Virtus autem est bonitas quaedam virtuosi: nam secundum eam dicitur bonus, et opus eius bonum. Oportet ergo bonitatem divinam omnes virtutes suo modo continere».
[173] S. C. G., I, c. 92: «Unde nulla earum secundum habitum in Deo dicitur, sicut in nobis. Deo enim non convenit bonum esse per aliquid aliud ei superadditum, sed per essentiam suam: cum sit omnino simplex. Nec etiam per aliquid suae essentiae additum agit: cum sua actio sit suum esse, ut ostensum Est. Non est igitur virtus eius aliquis habitus, sed sua essentia».
[174] Para profunizar en el concepto de vida activa cfr. S. Th., II-II, qq. 179-182, donde Santo Tomas clasifica la vida del cristiano en activa y contemplativa y analiza cada una de ellas.
[175] Cfr. S. C. G., I, c. 92.
[176] Ibidem.
[177] Ibidem: «Igitur nec virtus aliqua in Deo secundum habitum dicitur, sed solum secundum essentiam».
[178] Ibidem: «... quidem ad activam vitam virtutes pertinent, prout hanc vitam perficiunt, Deo competere non possunt».
[179] La cercanía de Santo Tomás con el modelo humano de virtud “lo obliga”, antes de dedicarse a las virtudes divinas, a dejar muy claro que no existen pasiones en Dios. Esta “obligación” se debe a que Santo Tomás nunca deja de tratar el tema de las pasiones antes de investigar sobre las virtudes, como queda patente en el esquema de la S. Th., donde el tratado de las virtudes es precedido por el de las pasiones.
Por este motivo, considero de utilidad en este trabajo de investigación tratar brevemente en este pie de página el capítulo en que Santo Tomás demuestra cómo no es posible que existan pasiones afectivas en Dios y cómo, en cambio, sí es posible aplicar a Dios operaciones intelectivas como el amor y el gozo.
Los argumentos expuestos por Santo Tomás para demostrar la inexistencia de pasiones afectivas en Dios son los siguientes (Cfr. S.C.G., I, c. 90 y 91):
1. Porque las pasiones tienen origen en la afección sensitiva y no en la intelectual, y en Dios no puede haber tales afecciones.
2. Toda pasión afectiva implica una tranformación corporal, pero Dios no posee ni cuerpo ni potencia corporal.
3. Las pasiones pueden llevar a quien las sufre fuera de su estado natural provocándole incluso la muerte, pero como Dios es inmutable, es claro que estas pasiones no pueden existir en Dios.
4. Toda afección pasional es movida por un objeto único según el modo y medida de la pasión. Por este motivo es necesario que las pasiones estén reguladas por la recta razón, que jerarquizará entre los distintos objetos. Sin embargo, la voluntad divina no está determinada, de suyo, a ningún objeto creado.
5. Toda pasión es algo propio de un ser potencial y Dios está absolutamente exento de potencia: es acto puro.
De estos cinco argumentos concluye Santo Tomás que por razón de género –es decir por aquello que caracteriza esencialmente a la pasion–, no existen pasiones en Dios. Sin embargo, al analizar las pasiones por razón de especie –que especifica a cada pasión según su objeto–, el Aquinate llega a la conclusión de que sí hay pasiones como el temor, la esperanza, el deseo o la tristeza que no pueden asignarse a Dios, en cambio, hay otras como el amor y el gozo que no repugnan la prefección divina y que son factibles de ser asignadas a Dios (cfr. S.C.G., I, c. 90 y 91)
A modo de resumen se puede afirmar con Santo Tomás que «ninguna de nuestras afecciones puede existir en Dios, a excepción del gozo y del amor. Mas en Él no están con caracteres de pasión como en nosotros» (S.C.G., I, c. 91)
[180] S. Th., I, q.21, a.1, ad.1: «Ad primum ergo dicendum quod virtutum Moralium quaedam sunt circa passiones; sicut temperantia circa concupiscentias, fortitudo circa timores et audacias, mansuetudo circa iram. Et huiusmodi virtutes Deo attribui non possunt, nisi secundum metaphoram, quia in Deo neque passiones sunt, ut supra dictum est; neque appetitus sensitivus, in quo sunt huiusmodi virtutes sicut in subiecto, ut dicit philosophus in III ethic».
[181] Ibidem: «Quaedam vero virtutes morales sunt circa operationes; ut puta circa dationes et sumptus, ut iustitia et liberalitas et magnificentia; quae etiam non sunt in parte sensitiva, sed in voluntate. Unde nihil prohibet huiusmodi virtutes in Deo ponere, non tamen circa actiones civiles sed circa actiones Deo convenientes. Ridiculum est enim secundum virtutes politicas Deum laudare, ut dicit philosophus in X ethic.».
[182] S.C.G., I, c. 93: «Virtus ex obiecto vel materia speciem sortiatur; actiones autem quae sunt harum virtutum materiae vel obiecta, divinae perfectioni non repugnant: nec huiusmodi virtutes, secundum propriam speciem, habent aliquid propter quod a divina perfectione excludantur».
[183] Ibidem: «Huiusmodi virtutes perfectiones quaedam voluntatis et intellectus sunt, quae sunt principia operationum absque passione. In Deo autem est voluntas et intellectus nulla carens perfectione. Igitur haec Deo deesse non possunt.
[184] «Así, la prudencia no compete a Dios en lo que se refiere al acto de aconsejar bien; pues como el consejo es cierta indagación... y el conocer divino no es inquisitivo, no puede convenirle el que se aconseje. (S.C.G., I, c. 93).
[185] S.C.G., L. I, c. 93: «Sicut enim homo rerum humanarum, ut pecuniae vel honoris, distributor est, ita et Deus omnium bonitatum universi, (...) sicut iustitia hominis se habet ad civitatem vel domum, ita iustitia Dei se habet ad totum universum».
[186] S. Th., I, q. 19, a. 1, ad. 1: «Licet nihil aliud a Deo sit finis Dei, tamen ipsemet est finis respectu omnium quae ab eo fiunt. Et hoc per suam essentiam, cum per suam essentiam sit bonus, ut supra ostensum est, finis enim habet rationem boni».
[187] Cfr. Ibidem, co.
[188] Cfr. F. Muñiz, Introducción al Tratado de Dios uno en esencia, en Tomás de Aquino, S.Th., tomo I , Madrid 1957, p. 482.
[189] El carácter difusivo del bien –enseñanza que como hemos visto, Santo Tomas adquiere de la doctrina de Dionisio– es un argumento recurrente en toda la obra tomista: lo utiliza un total de 22 veces: siete In Libros Sententiarum, seis en la Summa, cinco en lasQuaestiones Disputatae, dos en la S.C.G, y dos en sus Comentarios a las Sagrada Escritura. Enriqueciendo esta enseñanza con su estudio de la bondad de Dios (Cfr. S.Th., I, q. 6; S.C.G., I,cc. 37-41), Santo Tomás fundamenta toda acción de Dios a favor de sus criaturas
[190] S.C.G., III, c. 24: «Unde non immerito dicitur a quibusdam quod bonum, inquantum huiusmodi, est diffusivum: quia quanto aliquid invenitur melius, tanto ad remotiora bonitatem suam diffundit».
[191] Esta necesidad de comunicar los bienes propios también la constata Santo Tomás en el hombre, que a medida que crece y madura, busca transmitir las bondades adquiridas: el sabio, su conocimiento; el santo, su bondad, etc. (Cfr. Ibidem).
[192] F. Muñiz, Introducción..., p. 483.
[193] S.Th., I , q. 19, a. 2, co: «Sic igitur vult et se esse, et alia. Sed se ut finem, alia vero ut ad finem, inquantum condecet divinam bonitatem etiam alia ipsam participare».
[194] S.Th., I, q. 44, a. 4, co: «Primo agenti, qui est agens tantum, non convenit agere propter acquisitionem alicuius finis; sed intendit solum communicare suam perfectionem, quae est eius bonitas. Et unaquaeque creatura intendit consequi suam perfectionem, quae est similitudo perfectionis et bonitatis divinae. Sic ergo divina bonitas est finis rerum omnium».
[195] Ibidem, ad. 1: «Ad primum ergo dicendum quod agere propter indigentiam non est nisi agentis imperfecti, quod natum est agere et pati. Sed hoc Deo non competit. Et ideo ipse solus est maxime liberalis, quia non agit propter suam utilitatem, sed solum propter suam bonitatem».
[196] S.C.G., L. I, c. 93: «Finis ultimus propter quem Deus vult omnia, nullo modo dependet ab his quae sunt ad finem, nec quantum ad esse nec quantum ad perfectionem aliquam. Unde non vult alicui suam bonitatem communicare ad hoc ut sibi exinde aliquid accrescat, sed quia ipsum communicare est sibi conveniens sicut fonti bonitatis. Dare autem non propter aliquod commodum ex datione expectatum, sed propter ipsam bonitatem et convenientiam dationis, est actus liberalitatis, ut patet per philosophum, in IV ethicorum. Deus igitur est maxime liberalis: et, ut Avicenna dicit, ipse solus liberalis proprie dici potest; nam omne aliud agens praeter ipsum ex sua actione aliquod bonum acquirit, quod est finis intentus». El texto de Avicena incluído en la cita corresponde a su obraMetaphysica, tr. 6, c. 5; tr. 9, c. 4.
[197] S.Th., I, q. 21, a. 3, co: «Elargiri perfectiones rebus, pertinet quidem et ad bonitatem divinam, et ad iustitiam, et ad liberalitatem, et misericordiam, tamen secundum aliam et aliam rationem. Communicatio enim perfectionum, absolute considerata, pertinet ad bonitatem, (...). Sed inquantum perfectiones rebus a Deo dantur secundum earum proportionem, pertinet ad iustitiam, (...). Inquantum vero non attribuit rebus perfectiones propter utilitatem suam, sed solum propter suam bonitatem, pertinet ad liberalitatem. Inquantum vero perfectiones datae rebus a Deo, omnem defectum expellunt, pertinet ad misericordiam».
[198] Sin embargo, cabe aclara que Santo Tomás no pone ambas doctrinas al mismo nivel, sino que subordina la platónica a la aristotélica.
[199] Cfr. S.Th., I-II, q.61, a. 5; In Libros Sententiarum, III, d. 33, q. 1, a. 4, ad. 2; d. 34, q. 1, ad 1, arg. 6; De Veritate, q. 26, a. 8, ad. 2.
[200] S.Th., I-II, q.61, a. 5, arg. 1: «Ut enim Macrobius dicit, in I Super Somnium Scipionis, virtutes exemplares sunt quae in ipsa divina mente consistunt».
[201] Ibidem, co: «Sicut Augustinus dicit in libro de moribus eccles., oportet quod anima aliquid sequatur, ad hoc quod ei possit virtus innasci, et hoc Deus est, quem si sequimur, bene vivimus. Oportet igitur quod exemplar humanae virtutis in Deo praeexistat, sicut et in eo praeexistunt omnium rerum rationes. Sic igitur virtus potest considerari vel prout est exemplariter in Deo, et sic dicuntur virtutes exemplares».
[202] S.C.G., L. I, c. 93: “Divinae virtutes nostrarum exemplares dicuntur: nam quae sunt contracta et particulata, similitudines quaedam absolutorum entium sunt, sicut lumen candelae se habet ad lumen solis».
[203] Cfr. S.Th., I-II, q.61, a. 5, co.
[204] Mt.5,48.
[205] S.Th., I-II, q.61, a. 5, co: «Quod quaedam sunt virtutes transeuntium et in divinam similitudinem tendentium».
[206] Cfr. P. Lumbreras, El neoplatonismo y la doctrina de Santo Tomás sobre los grados de la virtud moral, en Tomás de Aquino, S.Th., tomo V, apéndice II Madrid 1954, p. 582-583.
[207] S.Th., I-II, q. 63, a. 2, co: «Virtus vero ordinans hominem ad bonum secundum quod modificatur per legem divinam, et non per rationem humanam, non potest causari per actus humanos, quorum principium est ratio, sed causatur solum in nobis per operationem divinam».
[208] S. Pinckaers, Las fuentes..., p. 232.
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