Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, pp. 257-269
En la raíz de nuestra vida hay un don que es también una llamada. En cuanto el hombre ha sido creado a imagen de Dios que es Amor (1Jn 4,8), en la humanidad del hombre y de la mujer están inscritas “la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano” (Familiaris consortio, n.11). Por esto, como ha recordado Juan Pablo II en su primera encíclica, “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Redemptor hominis, n.10).
La reflexión sobre el lugar que ocupa la moral en la catequesis nos lleva a tratar sobre esta originaria llamada al amor y sobre la virtud que la hace posible: la castidad. Esta con-vocación al amor, que es propia de los esposos cristianos, como su vocación específica, en el marco de la universal vocación a la santidad, se realiza de hecho mediante un camino de crecimiento personal y común, sostenido por la gracia sacramental de Cristo. Por lo demás, toda vocación a la santidad tiene, por naturaleza, una dimensión esponsal, verificada y realizada en la caridad de Cristo hacia la Iglesia, su Esposa. De hecho, aquella universal llamada a la santidad, de la que habla el Concilio Vaticano II en el capítulo quinto de la Lumen gentium, es una vocación eclesial a la comunión de las personas, en el don de sí y en la acogida del otro[1].
El matrimonio es una específica forma vocacional, en la que la llamada a la santidad pasa a través del signo de la conyugalidad entre el varón y la mujer. La participación en la caridad de Cristo, hecha posible por un don específico del Espíritu, debe expresarse en la unidad corpóreo espiritual de los cónyuges, abierta a la transmisión de la vida. Así, se establece una identificación vocacional de las personas de los esposos, juntamente “con-vocados” (llamados conjuntamente) y se configura su específica misión eclesial.
La capacidad esponsal de un don de sí total y fecundo, fiel y creativo, de los esposos, encuentra su fuente en la Cruz de Cristo, en su cuerpo de Esposo: “tomad y comed, esto es mi cuerpo. Haced esto en memoria mía”. Así el matrimonio se hace sacramento en un sentido nuevo e incomparablemente más pleno que el creatural. No es ya sólo el sacramento natural del amor de Dios creador: ahora es también el signo eficaz del amor de Cristo por su Esposa, la Iglesia. Este misterio es grande (Ef 5). Incluso la caída, el pecado, la infidelidad son reabsorbidos en la misericordia y el perdón. Incorporado en el amor redentor de Cristo, mediante la Iglesia, el amor humano puede llegar a su término y la capacidad del don de sí y la acogida del otro puede ser transfigurada y llevada a su plenitud.
Entonces, el amor originario es aquel de Cristo por la Iglesia: sobre este amor la esponsalidad humana está llamada a enraizarse y modelarse. El matrimonio está, por lo tanto, en el corazón del misterio de la Iglesia y la Iglesia está en el corazón del matrimonio. Ser “familia”, ser varón y mujer casados, no es algo sobreañadido extrínsecamente al ser cristiano: es una modalidad vocacional, mediante la cual se expresa en el mundo el misterio de la Iglesia, amada por Cristo. Y en este radicarse en Cristo, el amor humano encuentra su significado y la fuerza para llegar a su término.
La redención no es, sin embargo, automática: es libre, es un camino en la historia que pasa a través de la Cruz: la Cruz de Cristo que hace posible nuestra cruz y la transforma en vía de redención. El cristiano se descubre pecador, constata su pecado cada día, también en el campo de la sexualidad. Y sin embargo, no debe mirar la sexualidad con hastío, como una fuente de peligro y de pecado, sino como camino, que en la comunión con Cristo readquiere su dignidad y la posibilidad de ser una gracia. La predicación de Jesús al respecto es muy exigente: llama a la fidelidad absoluta (sin posibilidad de divorcio); a la pureza no sólo en las acciones, sino hasta en las más profundas intenciones del corazón, a la pureza incluso de la mirada. Pero esta llamada no es para condenar al hombre pecador o para desalentarlo con un ideal imposible a las fuerzas humanas. Al contrario, es para llamarlo a la grandeza de su vocación y para ofrecerle, con la gracia, la posibilidad de ponerse en camino.
El tema de la castidad conyugal se introduce precisamente en este punto, cuando nos preguntamos: ¿cómo es posible corresponder a este proyecto de Dios que convoca a los esposos a manifestar en su amor humano, el amor creativo y redentor de Dios? ¿Cómo la fuerza salvífica del amor divino, del amor eucarístico de Cristo, se introduce en el amor humano entre los esposos y lo hace capaz de expresar el don sincero de sí y la acogida del otro, en la apertura a la vida? La respuesta es posible mediante la adquisición de una virtud: la castidad conyugal, entendida como la virtud del amor verdadero.
La castidad no goza hoy de buena fama, como, por lo demás, sucede con el resto de las virtudes[2]. Cuando se pronuncia el nombre de virtud surge una idea de mediocridad: una actitud de vida carente de empuje, temerosa de enfrentarse a lo humano y sus riesgos, a fin de cuentas, más bien egoísta, cerrada en sí misma y dirigida sólo a un autoperfeccionamiento. Además, desde el punto de vista teológico, pesa sobre la virtud la reserva del pensamiento protestante, según el cual implicaría una suficiencia naturalista del sujeto en el momento de realizar el bien, un cierto pelagianismo que oscurecería la gratuidad del don[3].
En particular, estamos habituados a pensar que la castidad se opone a una vida emotiva rica y sensible: el hombre perfectamente casto sería aquel que ha reprimido todas las emociones de naturaleza sexual, tendiendo a eliminar su deseo. Pero éste es el ideal estoico de virtud, como eliminación de las pasiones y de los deseos: el ideal de la perfecta indiferencia. No es, sin embargo, el ideal cristiano. De hecho, para el cristiano, la castidad no es represión de las pasiones, sino sobre todo la virtud que hace posible el amor auténtico, integrando las dimensiones del instinto y de la afectividad en la dinámica de la maduración personal hacia el don de sí y la acogida del otro. Una virtud que abre a la relación con los demás, en el reconocimiento de su dignidad de personas. Una virtud que es fruto en nosotros del Espíritu Santo, en cuanto realiza la caridad en la dimensión sexual de nuestras relaciones.
Se ha señalado ya la pluralidad de dinamismos de la persona que entran en juego en las relaciones con los demás a nivel de la dimensión sexual: el instinto, que se dirige a los valores sexuales ligados principalmente a la corporeidad; la afectividad, que reacciona ante la masculinidad o feminidad como dimensiones globales de la persona[4]. El primero orienta a apropiarse de la otra persona, para gozar; la segunda tiene un carácter más onírico y tiene el riesgo de prescindir de la realidad del otro. Ambas “reacciones” (se trata de pasiones, en cuanto están bajo el influjo de una impresión externa) no alcanzan la persona del otro: no pueden ser la base suficiente para un encuentro y una relación estable. Sin embargo, son el cauce normal que despierta el interés hacia la persona del otro y representan aspectos que enriquecen la relación personal.
Sólo cuando el amor se desarrolla hasta alcanzar la persona del otro, podemos hablar de un amor para siempre. Entra así en juego el nivel superior de la vida psíquica del hombre, en el que se involucran las facultades espirituales de la inteligencia y la voluntad. Este nivel surge cuando se percibe que la atracción sexual se refiere a una persona: es el valor de la persona, que interpela en las características sexuales del cuerpo y en las reacciones emotivas a la feminidad o masculinidad. En este paso de los niveles instintivos al espiritual de la relación a la otra persona, juega un papel decisivo la dimensión del psiquismo, sobre todo en aquellas“emociones grandes y profundas” que connotan el amor y anticipan, como una promesa, el encuentro con el bien en sí de la persona del otro. De hecho, por un lado, la instintividad en el hombre no es nunca un hecho puramente somático, sino que implica siempre también un componente emotivo y, por otro lado, es propio de las emociones grandes y fuertes anticipar la dimensión espiritual del encuentro con otra persona.
La dimensión espiritual de la sexualidad, que reclama la responsabilidad del hombre y de la mujer, aparece cuando el otro no es ya sólo un bien para mí, sino que es querido en sí mismo y por sí mismo. Entonces el amor no es ya sólo una atracción hacia el otro como un bien para mí (aquello que los medievales llamaron amor complacentiae), sino es entrega al otro por su bien, por el valor que él es en sí (es aquel querer el bien del otro, que los medievales llamaronamor benevolentiae)[5]. Mientras en los niveles instintivo y psíquico inferior el otro se presentaba como valor sólo en cuanto lo refería al apagamiento de mi deseo subjetivo (deseo de placer sexual o deseo de compañía), a nivel del amor espiritual es al contrario: el otro es un valor en sí, que pide el obsequio de mi libertad.
El valor personal de la otra persona, una vez percibido, se me impone. Éste exige, también a costa del sacrificio de las dimensiones instintivas y emocionales, la acogida y el respeto de una verdad que no me pertenece. Remite a la necesidad de un “silencio” de mi deseo de poseer para poder escuchar al otro, para dejar que se revele en su verdad única e irrepetible, que representa el don más singular y precioso del encuentro de amor. Sólo si uno tiene una mirada pura, que no reduce a la otra persona a objeto de placer o de utilidad, es posible un verdadero encuentro con ella, en la que se respeta la alteridad y es posible la sorpresa y la novedad continua de una relación que no quiere negar dicha alteridad.
Lo expresa con fuerza Josef Pieper: “Amar a algo o a alguna persona significa dar por «bueno», llamar «bueno» bueno a ese algo o ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: «Es bueno que tú existas, es bueno que estés en el mundo».”[6] “Pues todo el mundo estará de acuerdo en que si un amor termina en el momento en que desaparecen ciertas cualidades (belleza, juventud, éxitos) quiere decir que no existió nunca. Por tanto, la pregunta «test» no es: ¿la encuentras simpática, hábil y atenta?, sino: ¿estás de acuerdo con que haya venido a la existencia? ¿Puedes decir honradamente: qué maravilloso que estés sobre el mundo?”[7].
El problema que se plantea en este punto es: ¿cómo esta pluralidad de dimensiones, de impulsos y solicitaciones llegan a ser factores de construcción de la persona y de apertura de la persona a una relación de amor, que permita el don de sí y la acogida del otro? De hecho, es una realidad que cada uno de nosotros experimenta una cierta ruptura y fragmentación de la experiencia. Los valores sexuales y los impulsos instintivos que se derivan, oscurecen a veces el valor personal del otro (es la “mirada del deseo” de la que habla Jesús en el discurso de la Montaña, cfr. Mt 5,28); las sugestiones de la afectividad nos distraen del otro en su realidad concreta.
El psiquiatra americano Hending ha descrito ampliamente las consecuencias dramáticas que lleva la separación del afecto, del sentimiento, de las emociones o del empeño personal recíproco, de la experiencia sexual. El resultado es un sentido de ruptura de la experiencia, que conduce a considerar la propia vida personal como una escena sobre la cual no se trata sino de jugar distintos papeles, que cambian con la variación del escenario. Así, lo importante es la sensación que provoca la experiencia particular. La vida se convierte en una serie de experiencias aisladas unas de otras. La sexualidad se separa de la persona, la conducta sexual genital tiende a estar “libre” de lazos y desenfrenada, con los efectos que los psiquiatras han denunciado: la búsqueda compulsiva de una gratificación de modo siempre más diverso y perverso.
En su libro Amor y responsabilidad, Karol Wojtyla habla a propósito de la reducción de la persona del otro a un puro instrumento de “goce” a usar para satisfacer los propios impulsos. La persona es reducida, hasta en la intencionalidad de la mirada, a sus características sexuales y al placer que éstas puedan procurar. En la raíz de esta situación está aquella desarmonía interior, distinta del pecado, que en la teología del cuerpo se ha definido con el nombre de concupiscencia. En el pensamiento de S. Agustín se configura sobre todo como orgullo, como la pretensión de autosuficiencia que no deja espacio al encuentro verdadero y a la acogida del otro. Santo Tomás pone sobre todo el acento en una debilidad estructural, que provoca la incapacidad de resistir a las pasiones y de integrarlas. En todo caso, está en la raíz de la ruptura del sujeto y de la reducción del otro a mero instrumento.
Así emerge también la tarea que está por delante: la tarea de una integración de la múltiple realidad de la sexualidad en la unidad espiritual de la persona, a fin de que la persona pueda donarse a sí misma y acoger al otro. El concepto de “integración de la persona” es fundamental: implica una unidad orgánica de dimensiones diversas, respetadas en su diferencia y al mismo tiempo armonizadas en una unidad superior. El problema ético de la integración es el de la unificación de los dinamismos somáticos, psíquicos y espirituales de la persona.
Como se ha visto, la integración puede alcanzarse sólo a la luz de un valor fundamental, al cual se ordenen todos los demás valores, sexuales o no, de los que la persona es portadora. La integración no puede lograrse a nivel de valores corporales o solamente psicológicos: en ellos hay sólo una reacción a su objeto, que no garantiza la estabilidad del comportamiento. El valor fundamental se halla en un nivel distinto y este nivel puede ser solamente el espiritual: aquel que reconoce el valor de la persona en cuanto tal.
Santo Tomás define la virtud moral[8] como un habitus operativus bonus, un modo de ser de la persona en su globalidad, que orienta a las acciones justas y en ella descubre tres características: la estabilidad, la facilidad y el gozo. En nuestra experiencia cotidiana, en particular en la experiencia relativa a la sexualidad, debemos tener en cuenta la variabilidad de nuestro estado de ánimo y de nuestras emociones, la dificultad a realizar el bien y la tristeza, por la que tenemos la impresión de perder algo respecto a los demás cuando observamos la ley moral. La virtud de la castidad es la capacidad de un sujeto de superar las dificultades debidas a la variabilidad de los instintos y de los sentimientos y de expresar en la propia vida el amor, el don de sí a otra persona para siempre, acogiéndola en su verdad integral.
La virtud de la castidad exige la autoposesión y el autodominio. Se trata de la capacidad de trascender a las propias reacciones inmediatas. Es la capacidad de vivir los dinamismos somáticos y psíquicos, las reacciones y las experiencias de pasividad ligadas a la sexualidad (esto es, lo que “ocurre en mí”), de modo no desintegrado respecto al propio ideal de vida, respecto al proyecto vital como don de sí y acogida del otro. Esto implica la capacidad de reflexión y de emitir un juicio de valor sobre las propias experiencias instintivas y afectivas, para reconducirlas a la unidad del significado personal.
Así alcanza un valor particular la experiencia y el comportamiento del pudor. Éste protege a la persona de las reacciones sexuales de su cuerpo, para salvaguardar la posibilidad del amor. El pudor está dirigido a hacer que el valor personal de la corporeidad no sea oscurecido por los valores parciales ligados a la genitalidad, de modo que la mirada concupiscente no lleve las de ganar y turbe la relación personal.
Aquí es preciso hacer una pequeña alusión al tema del placer, que está unido a la expresión física de la sexualidad. Existen dos tipos de placer: los placeres que derivan del apagamiento de una necesidad y los placeres que nacen de la apreciación del valor de un objeto en sí mismo. Los primeros, más ligados a la esfera de la corporeidad, refieren el objeto a nosotros mismos y a nuestras necesidades físicas; mientras los segundos, de naturaleza espiritual, nos hacen salir de nosotros mismos para abrirnos con admiración al valor desinteresado del otro. Los placeres que nacen de nuestras necesidades satisfechas ciertamente no han de ser despreciados, pero no pueden convertirse en regla cuando están en juego las relaciones personales. En particular, en la sexualidad conyugal, el placer físico está llamado a integrarse en la donación a la persona y a subordinarse a ella. Ha de ser acogido con gratitud, pero no puede convertirse en el criterio de un acto que debe expresar el amor esponsal.
Otro elemento que entra a formar parte de la virtud de la castidad es la continencia. Si de hecho la integración de los dinamismos sexuales en el amor implica una historia con un camino progresivo de formación, entonces se aprecia que es ineliminable la lucha interna, la ascesis y la renuncia. En otras palabras: la continencia es el camino a la castidad. El silencio de los gestos instintivos ligados a la genitalidad contribuye al aprendizaje del lenguaje más profundo del don de sí y la acogida del otro, con la conciencia de que este don y esta acogida son el aspecto más decisivo a la que también está subordinada la sexualidad genital.
S. Pablo dice que los momentos de abstinencia sexual entre los cónyuges deben ser “decididos de común acuerdo, por un tiempo determinado, para atender a la oración” (1Cor 7,5). Para designar este tiempo, el Apóstol no usa la palabra griega “chronos” (que indica la sucesión cronológica), sino “kairòs” (tiempo de gracia y salvación). No es por lo tanto un tiempo de “vacío” en el amor, sino sobre todo de afianzamiento en la docilidad al Espíritu Santo, para un amor más grande: para profundizar el don y la acogida recíproca. Éste es el significado espiritual de la abstinencia periódica.
Así, también a través de la abstinencia, acontece la sublimación: los movimientos del instinto y de la afectividad que venimos tratando, al mismo tiempo son dirigidos hacia el valor auténtico. Las energías, inicialmente orientadas hacia el valor inferior, se enderezan hacia el superior. Y así la experiencia de la renuncia puede llegar a enriquecer la vida afectiva, que se realizará en un tiempo sucesivo.
Luego se pone de relieve que el ideal de la castidad conyugal no es la perfección individual de cada uno de los dos, sino la recíproca integración en el amor. Por ello, es necesario que los amores subjetivos de los dos esposos se encuentren en un amor entre sí, mutuo, en una relación que influye en cada uno y los ayuda a crear un espacio de crecimiento. Lo que el amante desea es que la amada participe en la realización de aquella realidad personal que es su común amor, es decir la expansión y la integración de sus personas en la comunión[9]. También la tendencia y el deseo sexual son reconducidos en el interior de esta polaridad personal, en la apertura a aquella fecundidad que preserva al amor del replegamiento y lo hace colaboración con Dios en la procreación.
En este contexto, se puede apreciar mejor también el valor del recurso a la abstinencia periódica para una regulación natural de la fertilidad. Una de las objeciones más frecuentes está basada en su carácter exigente: para practicarla eficazmente es de hecho necesario adquirir no sólo un adecuado conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de fecundidad, sino también y sobretodo un autocontrol de las pulsiones instintivas y emotivas de la sexualidad humana, en un diálogo continuo y profundo de la pareja. La utilización de la contracepción se presenta técnicamente mucho más simple y accesible, pues en ella el instrumento químico o mecánico hace superfluas en líneas generales estas condiciones personales.
No es preciso disimular o disminuir esta exigencia peculiar del recurso a la continencia periódica que está documentada en la experiencia de tantos cónyuges: practicarla comporta paciencia, esfuerzo continuo y ascesis moral en superar las dificultades. Es un caminar contra corriente, no sólo respecto a la mentalidad hedonista y tecnicista que domina en el ambiente, sino también frente a la inmediata inclinación del instinto. Precisamente, los esposos que afrontan con coraje este desafío testimonian sin embargo que éste se transforma poco a poco en un factor de crecimiento de su persona y de su amor recíproco. Lo reconocía también Pablo VI en la encíclica Humanae Vitae: “El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone, sin ningún género de duda, una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad.” (n. 21).
Así, lo que a primera vista, se presentaba como una objeción puede ser convertido en un elemento positivo y constructivo. Se aprecia entonces que el valor de la regulación natural de la fertilidad consiste precisamente en ser sólo un instrumento, que no sustituye aquello que es propio de la persona. No supliendo con recursos técnicos la acción personal, se promueve la responsabilidad y se provoca el crecimiento de la persona en su vocación al amor. Justamente en el carácter limitado del instrumento, que interviene solo a nivel de diagnóstico, se identifica el valor moral de un método que por su naturaleza intrínseca exige la maduración de las personas implicadas.
Justamente en su límite y en su presunción de una maduración personal, los así llamados “métodos naturales” para regular la fertilidad asumen una relevancia moral indirecta. Ellos no sustituyen la persona y las personas de los cónyuges en su acción. No manipulan artificialmente los significados del acto conyugal, sino que respetan su valor personalista. Exigiendo y animando la formación de las necesarias disposiciones personales, se ponen al servicio del amor.
En una de sus Catequesis sobre el amor humano, Juan Pablo II ha afirmado: “el conocimiento mismo de los «ritmos de fecundidad» -también indispensable- no crea todavía aquella libertad interior del don, que es de naturaleza explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad supone una capacidad tal de dirigir las reacciones sensuales y emotivas, de hacer posible la donación de sí al otro «yo» en base a la posesión madura del propio «yo» en su subjetividad corpórea y emotiva”[10]. En otras palabras, una regulación natural de la fertilidad difícilmente puede realizarse sin la virtud de la castidad conyugal.
En el contexto de la virtud de la castidad conyugal podemos, por consiguiente, apreciar mejor el valor de la continencia periódica que exige la regulación natural de la fertilidad. Ésta, al retener la inmediata satisfacción sexual, puede ayudar a hacer emerger el valor del otro como persona. La práctica de la continencia periódica exige diálogo, escucha y espera del otro, que no está siempre y en todo momento está disponible a la donación sexual. Justamente en esto se presta una nueva atención al carácter personalista del acto sexual y viene elevada la cualidad complexiva de la relación. El hecho de que deban colaborar los dos y que el marido mismo deba empeñarse en esperar los tiempos de la mujer, aunque constituye también una ocasión de dificultad mayor y de ascesis, no es en el fondo una desventaja desde el punto de vista sustancial de la relación[11].
La castidad conyugal, mediante la práctica de la abstinencia, orienta la mirada de la persona a aquello que es esencial en la relación y, al mismo tiempo, alarga el horizonte del amor. No niega el valor de la sexualidad genital, pero la reconduce a su significado de don expresivo del amor personal único y fecundo. Al valorar lo precioso del acto conyugal no lo idolatra, no lo considera el único gesto de amor interpersonal: invita en cambio a descubrir creativamente gestos de ternura y de atención donde la gratuidad del encuentro personal se manifiesta nuevamente.
Desde el punto de vista teológico, la virtud de la castidad es posible como participación a la caridad de Cristo, el cual en el Espíritu dona a cada uno la capacidad de amar según su específica forma vocacional.
La teología del matrimonio afirma que la gracia propia del sacramento es la caritas coniugalis (el amor esponsal): la capacidad que viene donada a los esposos de amarse en la verdad, de querer el bien del otro según la perfección del amor de Cristo. Esto implica un trabajo sobre sí y sobre la propia relación conyugal: una tarea de ascesis y de crecimiento para secundar el Espíritu e integrar toda la riqueza de la vida afectiva y sexual dentro del amor. Se llega así a captar también otra verdad teológica tradicional, hoy silenciada: aquella por la cual el matrimonio es un “remedio a la concupiscencia”. Si la concupiscencia es aquel desorden interior por el que los dinamismos inferiores obstaculizan la libertad del don de sí, la gracia propia del matrimonio consiste precisamente en el hecho de que el Espíritu dona a la libertad de los esposos la posibilidad de remediar la desintegración, para poder realizar el don de sí y la acogida del otro. El Espíritu actúa en la vida de los esposos con la fuerza redentora de Cristo, donando el amor sobrenatural, renovando el sentido del profundo respeto por la realidad sagrada de la persona y de su amor en el proyecto de Dios.
Para aquellos que son llamados a la virginidad por el Reino de los cielos, la castidad no significa sólo continencia. La continencia no es nunca un fin en sí misma: existe para el don de sí y la acogida del otro. Por esto, también en la perspectiva vocacional del consagrado, la castidad es parte del dinamismo espiritual de la caridad: caridad pastoral para el sacerdote y para el obispo; caridad de servicio y dedicación a la oración para los religiosos. También para los consagrados la castidad es condición de amor y de fecundidad. Es la disponibilidad a hacer que, en la renuncia a la forma natural del amor, la propia existencia sea el lugar mediante el cual Cristo realiza su amor universal.
La castidad, por lo tanto, no es nunca una perfección de la persona en sí misma, sino la virtud que mira a hacer posible el ex-tasis: salir fuera de sí misma, para acoger a la otra persona y donarse.
Se puede comprender ahora cuál es la imagen verdadera de una ética sexual cristiana y sacar, por tanto, las conclusiones pertinentes a una perspectiva catequética. La ética sexual cristiana, verdaderamente adecuada a la verdad del hombre y de la mujer, capaz de responder al desafío de la “revolución” sexual, está igualmente distante de dos extremos: el rigorismo y el permisivismo[12] .
El rigorismo tiene como ideal un “amor sin eros”, o también un “ethos sin eros”: la sexualidad viene justificada sólo en cuanto está orientada a la procreación. El elemento subjetivo del placer sexual o de la afectividad está visto con sospecha y viene contrapuesto a la finalidad objetiva de la sexualidad, la única buena. Esta posición es incapaz de asegurar una equilibrada valoración de todos los aspectos de la sexualidad desde el punto de vista existencial. La tendencia hacia el placer, no entendida en sus aspectos positivos, resulta sumergida al inconsciente, y la emotividad queda como una brújula sin rumbo, de la que se debe tener siempre miedo.
En el polo opuesto está el permisivismo, que es el reverso de la misma moneda. Aquí, el verdadero y único fin de la sexualidad es el placer subjetivo, mientras la procreación es vista como un factor accidental, de naturaleza sólo biológica, que puede perturbar la “libre” satisfacción de las pulsiones. La dimensión sexual, en vez de ser elevada a nivel personalista, viene escindida del aspecto interior y espiritual. Centrando la experiencia sexual sólo en el placer individual, el permisivismo le impide desarrollarse en una relación estable de dedicación recíproca entre dos personas. Esto taza los lazos que unen la sexualidad a la familia y a la procreación. El ideal es aquí un “eros sin ethos” o también un “eros sin amor”.
Sólo aparentemente estas dos posiciones son antitéticas. En realidad convergen en un punto: suponen que es posible escindir el gozo derivado de la satisfacción del instinto, la implicación emotiva y afectiva, la procreación (reducida al aspecto biológico solamente) y el amor entre las personas. Finalmente, suponen una separación de la sexualidad de la persona y del amor.
Como conclusión de nuestro itinerario de reflexión, podemos decir que la posición cristiana consiste en afirmar la unidad de las dimensiones: el “ethos” (es decir, el respeto y el amor a la persona por sí misma, en la acogida y en el don de sí) es la forma madura del “eros”. “Ethos” y “eros”, lejos de contraponerse como enemigos, están llamados a encontrarse y a fructificar juntos. Precisamente al subordinarse al “ethos”, el “eros” se conserva y se mantiene. La castidad implica una justa valoración del cuerpo y de la sexualidad que no es represión ni tampoco idolatría. La ética cristiana recuerda que no está en el cuerpo, reductivamente considerado, la clave de la verdadera felicidad, tampoco de la sexual. Se encuentra, sobre todo, en la totalidad de la persona, en la que está impresa la imagen de Dios, llamada a vivir el don de sí y la acogida del otro y a expresar así, también mediante la sexualidad, aquella comunión de personas, que la hace semejante, de algún modo, a la perfección de la vida de Amor de la Santísima Trinidad[13].
[1] Cf. J. Laffite, “La comunión de las personas y la vocación a la santidad”, en J. Laffite-L. Melina, Amor conyugal y vocación a la santidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 1996, 37-49.
[2] Cfr. A. MacIntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987.
[3] Cfr. G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1996.
[4] Para un análisis de la complejidad de estos dinamismos y para una propuesta de integración, véase: K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 21979.
[5] Para una información crítica esencial sobre el debate en cuestión, remito a: A. Scola,Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Ed. Encuentro, Madrid 1989, 13-43.
[6] J. Pieper, El amor, en Id., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, 436.
[7] Ibidem, 475.
[8] S. Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, q. 1, a. 1, ad 13.
[9] Cfr. L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez Soba, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001.
[10] Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, Cat. CXXXI, Cristiandad, Madrid 2000, 666.
[11] El apunte es de: C. Bresciani, “I metodi naturali. Un cammino de coppia”, en E. Bucher (ed.), I metodi naturali. Un modo nuovo per vivere l’amore di coppia, Amber, Parma 1996, 19-30.
[12] Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer, Cat. XLVII, cit., 278.
[13] Cfr. A. Scola, Hombre y mujer. El Misterio Nupcial, Encuentro, Madrid 2001.
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