Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
José Noriega Bastos
Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, 199-215.
El obrar humano se encuentra ante una paradoja: el amor nos abre a los demás, haciéndonos compasivos e impulsándonos a ser benévolos con todos. Nos abre a una benevolencia universal, pero nuestra capacidad de amar es limitada.
En este sentido, la enseñanza de la parábola del buen samaritano vendría a ser la norma del amor: estaríamos llamados a hacernos cargo de las necesidades de los demás sin hacer distinciones, sin considerar quién es el otro. El amor se centraría entonces en el otro en cuanto persona humana, la cual, a causa de su dignidad pide ser tratada como un fin y nunca como un medio.
La ventaja que aportan estas perspectivas apenas esbozadas se encuentra en que aseguran una benevolencia de base sobre la que se puede construir una relación de justicia. Pero tienen, desgraciadamente, una desventaja: el formalismo, ya que, al anular la especificidad de las relaciones humanas, hacen imposible conocer cuál es el bien que corresponde a cada uno. Y así nace toda una serie de pseudo-problemas enormes: ¿cómo hacerme cargo de las necesidades de los demás cuando mis propios recursos son limitados? ¿Qué significa una benevolencia que no es capaz de promover bienes concretos? ¿Qué significa respetar a los demás? El amor de benevolencia para todos, ¿implica también el respeto de los bienes de las personas? ¿Pero de qué bienes? Porque si el otro me pide que respete su voluntad de suicidarse, ¿debo dejarle actuar? Más aún, ¿debo colaborar con él?
Sin embargo, apenas oímos hablar de “orden el amor”, experimentamos una cierta reticencia: “ordenar” es una actividad propia de la razón. Se trataría entonces de una razón que intenta controlar el amor, someterlo según un orden preestablecido. Y así, pensamos, se eliminan la originalidad y creatividad propias del amor, y se establecería una monotonía y mediocridad que lo despojarían de su novedad; el amor se convertiría en algo aburrido, artificial. Hablar de un orden del amor sugiere inmediatamente la imagen de un actor que debe representar un personaje que él no ha concebido ni escrito. Un actor que no es autor y que ha de asimilar lo que otro ha compuesto. Pero, en la escena de la vida, las personas son verdaderos actores y autores de sus personajes, como nos lo muestra patentemente la condición dramática de nuestros amores.
¿Qué es entonces este “orden del amor” y qué tiene que ver con el obrar humano y con las relaciones de justicia? Para comprenderlo es necesario, en primer lugar, entender cómo se desarrolla la actividad ordenadora de la razón, es decir, qué es el ordo rationis - el orden que la razón establece en la conducta- y de dónde parte. Hacernos la pregunta relativa al origen del ordo de la razón, nos permite comprender su originalidad y, a la vez, su dependencia respecto al ordo amoris. Estos son los puntos que me propongo desarrollar.
La razón ejerce una actividad ordenadora muy variada. Es necesario distinguir los distintos matices. Cuando el Aquinate comenta la Ética a Nicómaco, comienza distinguiendo los diferentes tipos de orden de los que la razón dispone. En primer lugar, trata de un orden que la razón encuentra: el orden de la realidad. Este orden da lugar a diferentes ciencias como la metafísica o las ciencias experimentales. Pero existe también otro orden que la razón establece en sus conceptos: el orden del conocimiento, que da lugar a la ciencia lógica. Además, existe un orden que la razón instituye en su obrar y en su desear, y del que se ocupa la ciencia ética. Por fin, está el orden que la razón constituye en su producir, originando las diferentes artes[3].
El orden que nos interesa es el que la razón establece en sus deseos y en la conducta del sujeto. La originalidad de este orden se encuentra en el hecho de que es un orden instituido por el sujeto agente, y que en este orden se encuentra la especificidad del obrar humano. No es, entonces, algo preconstituido, ni determinado por la naturaleza, sino algo original.
Pero, ¿por qué se le llama “ordo”? Principalmente, porque el acto humano se dirige hacia un fin y, por ello, necesita tener un orden intrínseco. Para entender el obrar humano, es necesario comprender la finalidad que lo anima. ¿De qué fin se trata?
Aparece aquí la gran riqueza del obrar humano. Si tomamos nuestras acciones y nos preguntamos qué fin buscamos cuando, por ejemplo, estudiamos, nos damos cuenta de que la respuesta no es nada simple. Hay varios fines que nos han movido a actuar. En primer lugar, hemos elegido estudiar para reflexionar personalmente. Pero queremos reflexionar personalmente porque queremos comprender tal o cual verdad, y queremos comprender tal o cual verdad para poder profundizar el sentido de la vida, etc. La acción ‘estudiar’ no se puede definir simplemente como abrir un libro y leerlo, pues esto también se produce cuando leemos una novela. Si estudiamos es porque hemos elegido reflexionar personalmente. He aquí el fin inmediato del obrar, que sólo tiene un sentido cuando está ordenado a un fin más importante, más amplio: conocer la verdad. Y este fin, a su vez, tiene una finalidad intrínseca formal, ya que en él se puede cumplir la razón formal de una vida buena, lograda: conocer la verdad del sentido de la vida es un constitutivo intrínseco de la felicidad.
En el análisis del obrar, aparece así una triple clasificación decisiva de los fines del obrar: el fin próximo, el fin intermedio y el fin último. Se trata de diferentes fines intrínsecos al obrar, y no de fines sucesivos. Esto quiere decir que no se trata de fines vistos en su materialidad, como si fuesen simples consecuencias que se producen. Es cierto que un banquero intentará enriquecer el capital de sus clientes, pero este ‘enriquecer’ no es sólo algo material, consecuencia de su obrar sino un fin intrínseco de su obrar que lo califica interiormente. O del mismo modo, un médico buscará la salud del enfermo, pero no como una consecuencia de un obrar cualquiera entendido materialmente. Ya sea el enriquecimiento o la salud, ambos son asumidos como fines del obrar. Se trata de fines buscados a través del obrar. Ordenar hacia el fin implica un efecto inmediato sobre las consecuencias ya que algunas de ellas son asumidas según un cierto orden y otras no[4].
Además, estos fines exigen que la voluntad se dirija a ellos de una forma original, ya sea en el momento de la elección de lo que es para el fin, cuanto en el momento de la intención de alcanzar el fin a través de los medios. Es aquí donde es necesario que haya un orden entre los fines de modo que a través de la elección del fin próximo se pueda alcanzar el fin último, es decir, actualizarlo. La razón debe establecer los diversos fines y la ordenación y proporción entre ellos. Se trata de establecer el fin último debido y concretarlo en formas excelentes de obrar que den sentido a determinadas prácticas en las que la persona pueda alcanzar su plenitud, como por ejemplo la práctica de la formación, o de la vida familiar, de la piedad, del deporte, etc. A partir de dichas prácticas se pueden concretar acciones singulares tales como estudiar, participar en un banquete, rezar, jugar al fútbol, etc.
La originalidad de este orden que la razón establece en el obrar se encuentra en el hecho de que, aunque ciertamente la especificidad de nuestras acciones se define por el fin próximo que se busca, este fin próximo sólo se puede comprender como ordenado al fin intermedio, que a su vez, está ordenado al fin último. De esta manera, el objeto de la elección, el fin próximo, está inscrito en una red de relaciones establecida por la razón.
El concepto de orden domina, por tanto, toda la teoría de la acción hasta el punto de poder explicar el gran concepto de bondad moral: una acción será buena en la medida en que sea ordenable o no a un fin que plenifique al hombre (cfr. Veritatis splendor, n. 78). Dentro de esta perspectiva de la ordenación del obrar, entra en juego la caridad, de modo que ahora, gracias a la caridad, la persona puede ordenar toda la secuencia de sus fines al bien de la comunión con Dios, verdadero fin último.
La razón establece un orden en la conducta, en el obrar, con un orden original y sintético. A partir del fin, la razón puede ordenar la conducta. Pero, ¿de dónde procede este fin? ¿Se trata de los fines por los que la naturaleza humana se siente atraída? Llegados a este punto, el peligro es el de caer en el racionalismo: una razón que, partiendo de un análisis de la naturaleza y de sus finalidades, intenta adivinar el desarrollo posterior de la actividad humana.
Pero si es imposible comprender el orden del obrar sin la razón, ésta no basta para explicarlo. Y no basta porque, aunque todos tenemos la misma naturaleza, no todos ordenamos nuestra vida a los mismos fines. Y es precisamente aquí donde se inscribe el ordo amoris.
El amor humano tiene un orden intrínseco que no depende directamente de la inteligencia, aunque no existe sin ella. Más bien, es la inteligencia la que aprende del amor. En cuanto facultad cognoscitiva abierta a la realidad, la inteligencia está abierta a la novedad de sentido que la experiencia del amor contiene.
Porque el amor es, antes que nada, un acontecimiento. Es cierto que la persona está estructuralmente abierta a la realidad, al otro, viviendo en una comunión originaria con las otras personas[5]. Pero esta apertura y esta comunión originaria se activan de una forma nueva cuando se produce el impacto del amor. Nos encontramos entonces, no ante un hecho de la naturaleza, sino ante un enriquecimiento que la persona ha vivido en su naturaleza y en virtud del cual la persona ha sido, en cierto modo, transformada. El amor, siendo un acontecimiento, transforma a la persona, la cambia, la enriquece, la hace ser más.
Más allá de la vivencia psicológica que acompaña este acontecimiento, lo que nos interesa aclarar es que el impacto y la transformación que el otro causa en la persona implica una cierta unión del amado en el interior del amante de modo que les hace, en cierto modo, iguales, y dirige a ambos hacia un telos común, hacia una forma común de actividad que representa un verdadero bien común, en el que ambos pueden encontrar una plenitud insospechada hasta entonces. A partir de ese momento, será esta plenitud la que definirá cuál es el bien de los individuos. ¿En qué sentido?
La pregunta sobre mi bien en cuanto persona no puede tener respuesta más que en la experiencia del amor. Es cierto que nuestra naturaleza implica la necesidad de algunos bienes como el alimento, el agua, la protección, la salud, la unión hombre-mujer. Pero, para que puedan ser bienes propiamente humanos, deben hacer referencia a un ámbito de sentido. El hombre no tiende al alimento ni al sexo del mismo modo que un animal, precisamente porque su obrar no se acaba en el alimento ni en el sexo, sino en la acción de nutrirse en cuanto que permite mantenerse en vida, pudiendo así continuar relaciones humanas; o termina en la acción de la mutua donación corporal en cuanto que en ella se da una singular comunión. Por ello, la identificación de mi bien, de lo que para mí es la mejor forma de sacar adelante mi vida y donde mi vida encuentra su plenitud, es inseparable de la identificación del bien común en el que los miembros de una comunidad adquieren su plenitud, encontrando una vida lograda y buena[6]. Y esta posibilidad de ver el bien de la comunidad como mi bien se abre precisamente gracias al acontecimiento del amor.
Pero, ¿en qué se funda esta comunidad? O lo que es lo mismo, ¿qué es lo que hace nacer una amistad? No es simplemente la naturaleza humana, la cual, aunque nos ofrece una comunión originaria entendida como una vulnerabilidad de base, en sí misma no basta. Tampoco es la dignidad de la persona, puesto que ella es el presupuesto, pero por sí sola no es capaz de originar las diferentes amistades. Ni tampoco es única ni principalmente el sentimiento de simpatía que los protagonistas puedan vivir ya que, aunque el sentimiento cambie, puede continuar una actividad común. La amistad se funda en la diferente comunicación de bienes. Es decir, el tipo de bien que se comunican los amigos es el que fundamenta el tipo de amistad que se da[7]. El bien es entonces compartido por las partes. Se trata del bien que implica un tipo de práctica determinado y que, por tanto, contiene en sí la interacción de sus protagonistas. El bien de la intimidad conyugal funda el matrimonio como amistad conyugal; el bien del hogar funda la familia como amistad en la que confluyen distintos tipos de relaciones: esponsales, parentales, fraternas y de filiación; el bien del trabajo funda la amistad laboral; el bien del juego funda la amistad entre los deportistas; el bien de la cultura y de la seguridad funda la amistad civil; el bien de la bienaventuranza divina funda la amistad con Dios y en la Iglesia[8].
La comunicación de los diferentes bienes que fundan estas amistades encuentra su posibilidad en el acontecimiento del amor, gracias al cual la intencionalidad de todos los participantes se dirige hacia el mismo bien común, entendido como el telos en el que el bien particular puede cumplirse.
¿Por qué sólo en este bien común se puede cumplir el bien de la persona? La razón última se encuentra en el hecho de que el bien de la persona no es algo estático, sino que comporta la dinamización última de la persona a través de un obrar excelente. Y este obrar implica una interacción recíproca con otras personas. Hay una reciprocidad en la puesta en común de la excelencia de un modo de obrar. Esto significa que los protagonistas de esta amistad no deben únicamente compartir el telos último, sino que deben también querer que los otros participen en plenitud del bien común. Un ejemplo puede ayudarnos para comprender esta realidad: el canto polifónico de un coro es algo más que la simple suma de las voces que lo componen. Todos los coristas tienen su propio papel y sólo en el éxito del canto común cada uno de ellos alcanza su perfección como cantante. De manera similar, el éxito de un jugador de fútbol no se realiza fuera del éxito de todo su equipo. Así podemos entender mejor que el éxito de un cónyuge no existe fuera del éxito de la pareja en cuanto tal; o el éxito de un profesor no tiene sentido al margen del éxito de sus estudiantes. La participación activa a la excelencia del bien común es intrínseca a la excelencia del bien propio.
La fundamentación de este bien no es establecida por la razón; es decir, no es la razón la que decide acerca de la plenitud de este bien común y de la necesidad de la mutua interacción. La razón se encuentra dentro de una experiencia e intenta comprender la razón de la misma, discierne entre lo que es una verdadera plenitud y lo que no lo es, en virtud de la capacidad que ese bien tiene para cumplir las distintas inclinaciones que ha suscitado[9]. Pero el hecho de la plenitud de ese bien no depende de la razón. La experiencia del amor tiene dentro de sí una racionalidad propia.
Este hecho nos permite por tanto comprender cómo la experiencia de amor es una experienciaprimordial, es decir, que establece por sí misma un primer orden en los deseos y en las actividades. Primordial, porque dirige hacia un mismo fin, hacia un telos común. Primordial, porque reúne a las personas, las une, las transforma mutuamente. Primordial, porque permite que en los protagonistas de tal amistad se pueda hablar de una conveniencia común a determinados tipos de acciones que son vistos como bienes convenientes por dichos amigos.
Podemos entonces establecer una primera relación con los análisis precedentes: el amor como acontecimiento hace posible no únicamente que el fin de la intención se determine en un teloscomún, sino que también hace posible que las personas reaccionen ante las acciones convenientes por ese deseo que ha surgido. Tanto el momento de la intención como el de la elección adquieren en la experiencia del amor su propia racionalidad: los bienes se vuelven significativos, convenientes, gracias a la experiencia del amor[10].
Pero la experiencia del amor es una experiencia primordial también por otra razón. Toda persona vive la experiencia del amor con una dimensión de pasividad originaria. Nos damos cuenta de que somos amados antes de hacer nada por merecerlo. El amor no nace en primer lugar de nosotros mismos. En la experiencia gozosa del niño con sus padres, hermanos o educadores se puede constatar el hecho esencial de que el niño tiene experiencia de sí mismo dentro de un amor que es ya ordenado. El niño es amado como hijo, como hermano o como discípulo. Experimenta un amor muy diferente según dicho amor provenga de sus padres o de sus hermanos, no sólo por la intensidad del amor, sino por su calidad. No es amado con un amor universal, indiferenciado. Por ello, cada persona encuentra su puesto en el ordo amorisde los otros[11]. Este hecho es también un principio del orden con el que estamos llamados a amar, porque se trata de responder a un amor paterno con un amor filial, a un amor fraterno con un amor fraterno, a un amor de maestro con un amor de discípulo.
¿Qué significa responder a un amor que se nos ofrece? Ya no se trata de un acontecimiento, sino de una acción que uno realiza. El ‘amor’ como sustantivo es un acontecimiento y posibilita el ‘amar’ en cuanto verbo, es decir, en cuanto acción humana. Y es el amor-acontecimiento el que predispone la estructura del acto de amar (amor-verbo) porque al dirigir la intencionalidad de la persona hacia un telos común, permite la estructura intencional del acto de amar. Es decir, quien ama, ama a la persona a la que se dirige y quiere la realización de dicha persona en la participación del bien común; pero quien ama quiere también esos bienes que permiten a la persona realizarse: los “bienes para la persona”.
Según la clásica definición aristotélica del acto de amor: “amar es querer un bien para alguien”, podemos entender cómo existe una unidad entre las dos dimensiones del amor. En su dimensión intersubjetiva, el amor se dirige a la persona y a su bien fundamental, es decir, que la persona logre su plenitud en el bien común. En su dimensión objetiva, el amor necesita, para que la persona logre su plenitud, una interacción común que promueva y desarrolle humanamente sus diferentes inclinaciones naturales: la conservación y promoción de la salud para que pueda vivir en amistad y formar una familia, buscando la verdad y el conocimiento de Dios. Sólo si el médico y el enfermo se ayudan recíprocamente a promover la salud con determinadas acciones de cuidados y prevención, sólo si ambos esposos entran en un diálogo mutuo de donación recíproca en acciones concretas, sólo si los amigos luchan juntos por promover intereses comunes con acciones precisas, sólo si el maestro y el discípulo buscan juntos la verdad enriqueciéndose mutuamente, se podrá entonces decir que uno ama al otro y su felicidad.
Como se puede ver, los diversos bienes concretos no tienen valor completo en sí mismos, sino en cuanto son ordenables a bienes superiores. De otro modo, se corre el riesgo de intentar promover los bienes físicos, considerados de manera absoluta, de forma que se pierda el sentido de lo que está en juego. La salud no se busca por sí misma, sino en cuanto se trata de la salud de una persona llamada a vivir en amistad y a la que en cierto modo estoy unido[12]. Lo mismo ocurre con la sexualidad, o el dinero. Con esta explicación, se logra también evitar el peligro de una concepción trascendental de la bondad de la voluntad, ya que en el ordo amorisno basta el simple respeto debido a la dignidad de la persona, ni el hecho de no reducirla a un medio. Estos aspectos son necesarios, pero no bastan para garantizar el amor, que exige intrínsecamente la mediación de la promoción de los bienes para la persona. De otro modo, el amor se convierte en algo estéril.
Decíamos a propósito de la acción que, a pesar de que en su estructura hay diversos momentos y fines, se trataba de un acto único, sintético, ya que es un solo acto voluntario cuya identidad proviene de la ordenación establecida. Lo que nos interesa ahora resaltar es que con el amor sucede lo mismo: el momento intersubjetivo y el momento objetivo forman una síntesis creada por la persona. Esto nos permite comprender que el amor de benevolencia no es propiamente un amor universal que venga después determinado por el elemento objetivo y por el concreto tipo de amor que se establece. El amor de benevolencia, en cuanto que se refiere siempre a una persona concreta en la perspectiva de una comunión específica, incluye en sí mismo la dimensión objetiva, es decir, la promoción de determinados tipos de bienes que son tales por su conveniencia con la comunión deseada. Así, se trata de un acto de amor que se especifica según el tipo de comunión que se establece. El amor de un padre hacia su hijo, por ejemplo, es en su mismo origen diferente del amor esponsal con el que la misma persona ama a su mujer, y diferente, a su vez, del amor con el que ama a sus hermanos, o a sus compañeros de trabajo. La razón de esto es que los bienes que se comunican y que fundan estas amistades son diferentes y, por ello, será también diferente la cualidad del amor de benevolencia. No se ama a los hombres en general; se ama al hombre concreto, a esta persona que es mi padre, mi hermano, mi compañero de trabajo, mi mujer, mi hijo... y se le ama como “socio” de una amistad específica. Por ello, a cada una de estas amistades les corresponde bienes diferentes.
Una prueba ad hominem de esta especificación del amor en sí mismo como acto sintético, se encuentra en la reacción causada por confundir diferentes amores. Una esposa no quiere ser amada con la benevolencia con la que su marido ama a una compañera de trabajo, ni acepta que dicha compañera de trabajo sea amada con el amor con el cual ella es amada por su marido. Tampoco el marido acepta que su esposa ame a un hijo con amor esponsal. Mezclar los amores causa un terrible caos en la conducta, llegando a hacer imposible el logro de la plenitud del bien común.
El acto de amor es, como acabamos de ver, un acto sintético. No se refiere al sentimiento de benevolencia que uno puede tener y que ha de concretarse, sino al acto de amor por el que uno quiere para alguien ciertos bienes, en cuanto que con estos bienes ambos alcanzan su plenitud.
Cuando la experiencia primordial del amor es comprendida por la razón y co-instituida en sus finalidades, al discernir lo verdadero de lo falso, el orden que ahora la razón establece en todo el sistema afectivo se convierte en un orden virtuoso. Virtuoso no sólo porque esté de acuerdo con la razón, según el ideal estoico, sino porque estando de acuerdo con la razón, lo está principalmente con la excelencia que el amor posibilita: la excelencia del bien de la comunión.
Se desvanece entonces el fantasma que pesa en torno a la reflexión sobre la virtud. Si en determinadas tradiciones éticas las virtudes podían verse como la búsqueda de un autodominio y de un autoperfeccionamiento, cuando se pone de relieve el vínculo del dinamismo virtuoso con el amor, se entiende que su intencionalidad se dirige a hacer posible la comunión. En otras palabras, el finis virtutum especifica el dinamismo apetitivo hacia modos excelentes de comunión recíproca.
Ciertamente, existe en todo esto un peligro: disolver la especifidad de cada virtud en la unidad del amor. Si así fuese, el sujeto perdería los puntos de referencia en su obrar. Sin embargo, el enfoque agustiniano nos permite enriquecer la doctrina sobre las virtudes al situar un amor en su origen.
La razón establecería el ordo virtutis a partir del acontecimiento del amor y siguiendo la estructura finalista del amor. De hecho, en la auténtica experiencia humana amorosa se da una supra-actualidad del amor que permanece más allá de la reacción concreta que se produce[15]. La estabilización y ordenación de esta supra-actualidad es lo que denominamos virtud.
Las virtudes permiten entonces una perfección del amor, de modo que la persona pueda realizar la comunión que desea en los diferentes ámbitos de la vida y teniendo en cuenta las diferentes circunstancias. La integración del bien deseado para la persona y el amor a la misma es posible gracias a las virtudes, que permiten un conocimiento por connaturalidad del bien para el amado. Así, las personas pueden amarse en la unidad de todo su ser corpóreo-espiritual. Amar no es una cuestión de un tipo concreto de acciones, sino un modo excelente de obrar, ya que todo el obrar se dirige a la comunión con el amado.
Si las diferentes comunicaciones en los bienes fundan diferentes amistades, en las cuales se hacen posibles los diferentes telos humanos, se comprende hasta qué punto la justicia está estrechamente unida a la amistad y recibe de esta última su especificidad[16]. Es cierto que en la amistad se participa, como hemos visto, en un bien común, pero, puesto que la amistad no fusiona a las personas, sino que las une en el respeto de la alteridad y en la concordia mutua, se abre un espacio a la consideración del bien también en cuanto bien del otro.
El modo en que las personas entran en la comunicación del bien genera una responsabilidad frente a las otras personas, precisamente en referencia a los bienes en juego y su relación al bien común. Lo que es debido a cada uno, “lo justo”, se ha de especificar en base a la amistad establecida y al puesto que cada uno ocupe en ella: “no debemos asignar a todos las mismas cosas, ni al padre todas las funciones... Puesto que los padres, hermanos, compañeros de trabajo o benefactores tienen roles diferentes, debemos conceder a cada uno lo que le es propio. Normalmente es lo que ocurre. De este modo, en las bodas se invita a los padres, ya que lo que tienen en común es la familia, y las acciones que con ella se relacionan... A nuestros compañeros y hermanos les debemos fidelidad y la comunicación de nuestras cosas. Y respecto a nuestros padres, a los miembros de la tribu, a nuestros conciudadanos y a todos los demás, debemos estar dispuestos a ofrecerles lo que les corresponde, y discernir lo que pertenece a cada uno según el parentesco que tengan con nosotros, sus virtudes o su utilidad”[17].
La justicia se presenta entonces como una dimensión intrínseca de la amistad, que especifica el modo según el cual se debe querer un bien para la persona amada. Se debe querer según la relación de dicho bien a dicha persona. “Lo justo se dice por una conmensuración con el otro”[18]. El otro tiene un ‘derecho’ a ese bien que implica por mi parte una acción de restitución, de pago... El otro espera dicha acción; más aún, puede exigirla. La rectitud del acto de amor intersubjetivo, el querer al otro, pasa entonces por querer dicho bien para ese otro.
La medida de este acto de querer tal bien para el otro se determina por “la cosa”, es decir, por la relación de dicho bien con la persona, ya que como persona posee una naturaleza racional y un derecho previo que justifica su pretensión[19]. La posesión de dicho bien pasa a formar parte intrínseca del bien común. Es esta dimensión la que permite una valoración de la acción independientemente de las disposiciones subjetivas, llegando incluso a establecer legalmente el modo de participar al bien común de la sociedad.
Pero el amor hacia el otro no se agota simplemente en la promoción de los bienes que le son debidos. El amor puede empujar a la persona a una cierta liberalidad[20] y magnanimidad en la comunicación de los bienes, sobrepasando la medida de lo debido[21], pero nunca saliéndose del orden del amor.
Tenemos que dar un paso adelante, hasta ahora hemos visto que no todos los amores son iguales, y que el motivo de la desigualdad se encuentra en la diferente comunicación de los bienes que está en su origen. Pero, ¿qué ocurre cuando estos bienes que se comunican son limitados?
La limitación en la comunicación de los bienes tiene diferentes motivos, ya sea a causa de la limitación propia de los bienes ontológicos en sí mismos, ya sea a causa del modo de comunicarlos. Los recursos económicos, el tiempo, las posibilidades... limitan nuestra capacidad de querer. Al participar en la vida civil, cada uno está limitado por los recursos económicos de los que dispone. En la vida de familia el tiempo es también limitado y se debe compartir con los diversos miembros. Un médico tiene un tiempo determinado y unas energías limitadas para afrontar cada día las dificultades de sus pacientes. Un profesor tiene un tiempo limitado para preparar las lecciones, recibir a los estudiantes y corregir sus deberes. Pero además, el médico tiene una familia y debe sacarla adelante dedicándole tiempo y recursos. Entonces, ¿qué se puede esperar del amor a los demás? ¿Acaso que todas las expectativas sean escuchadas? Nos encontramos frente a una de las dificultades del amor.
Lo que podemos esperar del amor de los otros es que nos amen con un amor ordenado. El orden de este amor queda determinado principalmente por tres aspectos. En primer lugar, por el tipo de amor que está en juego; en segundo lugar, por la proximidad entre el amante y el amado; y en tercer lugar, por la urgencia de una necesidad.
Podemos esperar que, aunque los bienes sean limitados, cada cual sea amado con el amor que le corresponde. Esto significa que un padre o una madre de familia debe asegurar antes de nada el tiempo y los recursos que los suyos requieren. Mezclar los distintos tiempos y recursos implica no haber comprendido que la limitación del amor es también la condición de su ejercicio. Por ello, cada cual debe asegurar, antes que nada, el alimento a los suyos. Y en el caso de que dos niños estén en peligro, debe salvar en primer lugar al suyo[22]. Pensar que en este caso un criterio igualitario sería más oportuno, o incluso un criterio de generosidad sería más excelente, significa negar la dimensión teleológica que implica siempre el amor. Si el padre de familia salva al otro niño sería generoso con el padre de este último, pero su hijo se habría muerto esperando que su padre lo salvara, precisamente porque es su padre. Tal generosidad conlleva una dificultad esencial en la comunión, como se apreciaría si el hijo sobrevive por fortuna: no llegaría a fiarse más de él.
En segundo lugar, la proximidad es una mediación del amor en cuanto nos revela la realidad del otro y nos permite así actualizar el amor[23]. En el caso de que los bienes para compartir sean limitados, es importante prestar atención al peligro del ideal de un “amor potencial”. Un médico deberá curar en el tiempo de que dispone a aquellos que le están cerca, y no a todos los enfermos potenciales. Su amor no se dirige a todos los enfermos potenciales, sino a aquellos que por su cercanía se le encomiendan. La proximidad de los otros hace actual al amor, evitando que se encierre en una estéril benevolencia universal.
Por fin, la urgencia con la que se presenta una necesidad es un criterio decisivo en la administración de los recursos. Una urgencia que se refiere a bienes fundamentales para la vida puede exigir la reestructuración temporal del orden del amor. Negar la ayuda a un enfermo que necesita una ayuda urgente y concreta supondría negar la benevolencia que se le debe.
Debemos aún resolver una última dificultad. Este ordo amoris que ordena nuestra conducta, ¿no es superado por la caridad? ¿No nos pide Jesús un amor universal para todos?
En consecuencia, el amor de caridad no elimina la especificidad del orden de la comunicación de los bienes, sino que añade a dicho orden la novedad de la comunicación del bien divino, que se encuentra en el origen de toda comunicación y que es el fin al que toda comunicación se dirige[28].
En el amor se da una paradoja. Nos abre a todos, pero desde nuestra limitación. Esto no quiere decir que el amor no sea posible, sino que su posibilidad pasa por la aceptación de la concreción del prójimo, que me es cercano y con el que comparto ciertos bienes. Esta proximidad posibilita el acontecimiento del amor, en el cual se ofrece una experienciaprimordial que introduce un primer orden, que proyecta a sus protagonistas a un modo de comunicación en el bien. A partir de este primer orden, el sujeto agente es llamado a co-instituir un orden en su deseo, en su obrar y en sus relaciones.
Estas reflexiones sobre el ordo amoris nos han permitido entender de qué manera la responsabilidad no se basa únicamente en un respeto hacia el otro, sino en las diferentes relaciones humanas[29]. De esta manera, podemos preguntarnos, a modo de conclusión, cómo se ha de entender la relación entre amor y justicia.
Lejos de ser dos cosas extrañas, el amor y la justicia se integran. Esta integración es posible una vez que se supera una concepción del amor basada en el sentimiento y se abre a la comprensión del amor como una unión afectiva, gracias a la cual se genera una amistad que posibilita un acto singular, ‘amar’, entendido como querer un bien para la persona amada. La justicia sería una calificación del modo en que se debe querer dicho bien: a causa de un derecho[30]. No quererlo sería negar el amor a la persona. Por una parte, la justicia sin la especificación que implica cada tipo de amistad se encontraría con la dificultad de no saber determinar lo que es justo; por otra, la justicia es la primera realización del amor de amistad.
La caridad, es decir, la novedad de amor que nos da Jesús, entendida como una cierta amistad con Dios, no suprime el modo humano de las diferentes amistades. Más bien, lo que hace es ofrecer un principio nuevo en el que poder ordenar la comunicación del bien específico a la comunión con Dios. Gracias a este principio nuevo, la persona encuentra una inclinación a “amar en primer lugar” al otro, ya que a su vez, ella se sabe amada por Dios en primer lugar. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que se trate de un amor indiferenciado que mezcle la comunicación propia de los bienes dentro de las diversas relaciones de amistad
[1] Cfr. R. Hard, “Utilitarism”, en J.F. Childress-J. MacQuarrie (eds.), The Westminster Dictionary of Christian Ethics, Westminster, Philadelphia 1986, 640-643.
[2] Cfr. G. Outka, Agape. An Ethical Analysis, Yale University Press, New Haven 1972.
[3] Cfr. S. Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, l. 1, lec. 1, 15-45: “El orden se compara con la razón de cuatro modos: hay un orden que no hace la razón, sino que sólo considera, que es el orden de las cosas naturales; otro es el orden que la razón realiza por considerar en su propio acto, piensa cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las voces significativas; el tercero es el orden que la razón realiza por considerar en las operaciones de la voluntad... Y en cuanto la consideración de la razón se perfecciona por el hábito de la ciencia, según los diversos órdenes que con propiedad la razón considera, habrá diversas ciencias: ... el orden de las acciones voluntarias pertenece a la consideración de la filosofía moral... Así pues, a la filosofía moral, sobre la que versa la presente investigación, le es propio el considerarlas operaciones humanas según su ordenación entre sí y hacia el fin. Hablo de las operaciones humanas que proceden de la voluntad del hombre según el orden de la razón.”
[4] Cfr. R. Spaemann, Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991, 166.
[5] Cfr. M. Nédoncelle, La reciprocidad de las conciencias, Caparrós, Madrid 1996; Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 7.
[6] Cfr. A. MacIntyre, “Politics, Philosophy and the Common Good”, en K. Knight (ed.), The MacIntyre Reader, Polity Press, Cambridge 1998, 235-252.
[7] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. 8, c. 9.
[8] Cfr. S. Tomás de Aquino, In III Sent., d. 29, q. 1, a. 6.
[9] Cfr. G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, 43-49.
[10] Cfr. C.-J. Pinto de Oliveira, “Ordo rationis, ordo amoris. La notion d’ordre ou centre de l’univers étique de S. Thomas”, en C.-J. Pinto de Oliveira (ed.), ‘Ordo Sapientiae etAmoris’. Image et message de Saint Thomas d’Aquin à travers les récents études historiques, herméneutiques et doctrinales, Éditions Universitaires Fribourg, Fribourg 1993, 285-302.
[11] Cfr. R. Spaemann, o.c., 169.
[12] Cfr. G. Abbà, “Ordo virtutis, qui est ordo rationis”, en L. Melina-J. Noriega (eds.),“Camminare nella luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 387-399.
[13] Cfr. S. Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manichaeorum libri duo, l. 1, c. 15, 25 (PL 32,1322).
[14] S. Agustín, De civitate Dei, l. 15, c. 22 (CCSL 48,488).
[15] Cfr. D. von Hildebrand, La esencia del amor, Eunsa, Pamplona 1998, 78-83.
[16] Cfr. Arístóteles, Ética a Nicómaco, l. 8, c. 9 (1159b38ss.): “Lo justo no es lo mismo en los padres que en los hijos o en los hermanos, ni entre los compañeros o los conciudadanos, como ocurre también en los demás tipos de amistad”. Así lo comenta: S. Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, l. 8, lec. 9, 58: “lo justo no es igual en cualquier comunicación, sino que difiere...”; ib., 68: “La justifica se diversifica según las diferentes amistades.”
[17] Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. 9, c. 2 (1165a17-32).
[18] S. Tomás de Aquino, STh., II-II, q. 57, a. 4: “Iustum dicitur per commensurationem ad alterum”.
[19] Cfr. J. Pieper, Justicia, en Id., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, 89-91.
[20] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., II-II, q. 117, a. 5.
[21] Cfr. Ibidem, II-II, q. 134, a. 4, ad 1.
[22] Cfr. R. Spaemann, o.c., 171.
[23] Cfr. Ib., 173.
[24] Cfr. Ib., 174.
[25] Cfr. H. Pétré, “Ordinata caritas. Un enseignement d’Origine sur la charité”, en Recherches de Science Religieuse 42 (1954) 40-57.
[26] S. Tomás de Aquino, STh., II-II, q. 26, a. 4.
[27] Ibidem, II-II, q. 26, a. 7.
[28] Cfr. J. Porter, “De ordine caritatis: Charity, Friendship, and Justice in Thomas Aquinas’Summa Theologiae”, en The Thomist 53 (1989) 197-213.
[29] Cfr. R. Spaemann, Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, EIUNSA, Madrid 2001, 218.
[30] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., II-II, q. 23, a. 3: “La justicia es sobre las operaciones que son hacia otro bajo la razón del débito legal, la amistad bajo la razón de un cierto débito amigable y moral, y, todavía más, bajo la razón del beneficio gratuito.”
[31] Cfr. S. Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, l. 8, lec. 1, n. 6: “multo magis ad moralem pertinet considerare de amicitia quam de iustitia”.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |