Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Artículo Publicado en: “Scripta Theologica” 39 (2007/2) 405-423.
Índice
1. Influjo y suerte de la ética scheleriana
2. El seguimiento y los valores en la ética de Scheler
3. La doctrina scheleriana del seguimiento
4. Los presupuestos de la doctrina del seguimiento
5. Balance: dificultades y ventajas de la propuesta scheleriana
1. Influjo y suerte de la ética scheleriana
Posiblemente haya aparecido en el lector un asomo de extrañeza al leer el título general de estas líneas. La propuesta moral de Max Scheler parece mayormente conocida como una “ética de los valores”. No en vano su obra mayor lleva el rótulo de “El formalismo en la ética y la ética material de los valores”, por más que en la traducción castellana, ya desde su primera edición, se haya vertido simplemente como “Ética”. Pero ya un signo de que el contenido no es tan aparentemente simple es acaso el subtítulo del tratado, que reza: “Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético”.
Contribuir a esclarecer –necesariamente en líneas muy generales– la naturaleza auténtica de la propuesta ética de Scheler es el propósito de estas páginas. Y ello lo hacemos desde el convencimiento de su actual utilidad y fecundidad, más allá, por tanto, de un ejercicio de arqueología bibliográfica. A dicha convicción hemos llegado por la paradójica convergencia de dos hechos: primero, la innegable y amplia influencia que el pensamiento moral de Scheler ha ejercido en el siglo XX; segundo, el escaso estudio de la ética scheleriana.
Para constatar lo último, basta con ojear el panorama de la literatura filosófica de los últimos decenios. Pero ello no sorprendería si no fuera clara a la vez la repercusión de la ética scheleriana. Y esto se echa de ver en distintos ámbitos. Por un lado, aunque es bien cierto que ha sido el planteamiento existencialista y nihilista el que parece haber acabado imponiéndose en nuestra cultura, de hecho casi todo discurso –sobre todo cultural o político– gusta aún hoy de referirse a “valores”. Sin embargo, la sospechosa vaguedad con que se usa este término permite que se utilice casi con cualquier fin. Da la impresión de que se evita intencionadamente toda reflexión axiológica seria por parte de quienes más recurren al concepto de valor, lo cual sirve de excusa perfecta para rechazarlo a quienes nunca lo terminaron de aceptar. Sea como fuere, todo ello no es sino el eco de la poderosa voz que Scheler hizo resonar en toda la Europa del primer tercio del siglo XX. De él dijo Heidegger, a los dos días de su muerte, que era “la potencia filosófica más fuerte en la Alemania de hoy; no, en la Europa actual e incluso en la filosofía del presente en general…”[1]. Pero aquella voz fue pronto silenciada primero por el nacionalsocialismo, y vaciada de contenido después, sorprendentemente, por el existencialismo del mismo Heidegger.
En cambio, en el campo de la Teología moral la simiente de la ética scheleriana dio mayor y más consistente fruto. Mas, por motivos también diversos e incluso opuestos, esa fuente quedó poco después relegada, como estricta ética, al olvido, cuando no fue directamente rechazada. Y, como antes, ese arrinconamiento impidió explorar las virtualidades del pensamiento de Scheler.
En concreto, Fritz Tillmann, promotor de la renovación de la Teología moral católica en el siglo XX –movimiento aún pendiente de consolidación–, se inspira directamente, además de en las fuentes bíblicas, en el pensamiento moral scheleriano (y, por otro lado, no habría que perder de vista la también inmediata, pero posterior y no exenta de crítica, huella scheleriana de la idea del seguimiento en Karol Wojtyla[2]). Tillmann, coetáneo de Scheler (a quien sin embargo sobrevivió un cuarto de siglo) concibe la moral cristiana desde la categoría del “seguimiento” de Cristo. Cierto es que esa categoría posee una profunda raigambre teológico-bíblica. De hecho fue decisivo el que Tillmann se iniciara en estudios bíblicos y cambiara después, en 1913, su cátedra de Escritura por la de Moral, siempre en Bonn. Pero el desarrollo de la idea del seguimiento es directamente deudora de la doctrina scheleriana del seguimiento a modelos personales. Así lo señala, breve pero explícitamente, en su Die Idee der Nachfolge Christi (“La idea del seguimiento de Cristo”), y más abundantemente en Die Verwirklichung der Nachfolge Christi (“La realización del seguimiento de Cristo”)[3].
Asimismo, es también verdad que uno de los pilares de la renovación impulsada por Tillmann es el redescubrimiento de la moral católica como una disciplina propiamente teológica, basada en la Revelación. Lo cual exige que se desligue de la ética y de la psicología, con cuya amalgama se venía exponiendo la moral católica. Pero ello sin que la solución pase por ignorar esas ciencias –como hoy tenemos tal vez más claro después de la publicación de la encíclicaFides et Ratio–; se trata más bien de anteponerlas, como fundamentos naturales que son, “a modo de pórtico de lo sagrado”[4]. De ese modo, al mismo tiempo que al iniciar su exposición de la idea y contenido del seguimiento de Cristo remite directamente a la enseñanza de Scheler acerca del seguimiento y de los modelos, Tillmann muestra que con la Revelación se supera dicha doctrina[5].
Pero acaso entender apresuradamente el significado de ese superar disminuyó el interés por la ética scheleriana. Por otra parte, el desarrollo que hubo de experimentar la renovación de la Teología moral fue diverso y con frecuencia cristalizó en posiciones heterodoxas, lo que previno a no pocos frente al pensamiento de Scheler con una honda desconfianza.
En definitiva, sea por unas u otras razones, pensamos que la propuesta moral de Scheler, de un vigor y originalidad indudables, merece hoy una atención más detenida. Atención que creemos virtualmente fecunda también para la llamada Teología del seguimiento.
2. El seguimiento y los valores en la ética de Scheler
¿Qué papel juega el llamado “seguimiento” en la ética de Scheler, efectivamente más conocida como una ética de valores? Antes se aludió al título de la obra fundacional de la ética scheleriana para justificar su denominación como ética de valores. Pero una detenida y completa lectura de ese tratado permite confirmar lo que de ella escribió su autor en el prólogo a su segunda edición (1921): “El principio más importante y esencial que esta obra ha pretendido fundamentar y transmitir con la mayor integridad es que el sentido y el valor finales de todo este universo se mide, en último término, exclusivamente por el puro ser (no por el rendimiento) y por la bondad más perfecta que sea posible, por la rica plenitud y el íntegro despliegue, por la más pura belleza y por la armonía más íntima de las personas, en las que se concentran y potencian a veces todas las energías del cosmos”[6]. Lo cual da sentido al subtítulo también aludido antes; por más que el término “personalismo” adolezca hoy de una confusa ambigüedad –rayana en el lirismo– comparable a la del término “valor”. De suerte que el objetivo de toda esa obra viene a ser, al final, mostrar cómo la persona humana puede desarrollarse esencial y moralmente. Y con ello descubre Scheler en qué consiste ser persona y que su despliegue moral tiene lugar en el “seguimiento” a modelos valiosos personales.
Es la idea del seguimiento la que vertebra la tarea moral concebida por Scheler. Pero para mostrarla cabalmente se ve en la necesidad de desbrozar el camino y de asentar los necesarios presupuestos para entenderla. Por eso, dicha idea no aparece sino al final de laÉtica[7], y desarrollada de forma más concreta en Vorbilder und Führer (“Modelos y jefes”; manuscrito inacabado compuesto entre 1911 y 1921, y publicado en 1933[8]). Con lo que se entiende bien la advertencia de Scheler en el prólogo a la primera edición de su Ética (1916): “La finalidad capital de las presentes investigaciones es la fundamentación estrictamente científica y positiva de la Ética filosófica, por lo que hace a todos sus problemas básicos y esenciales objeto de discusión, pero limitándose siempre a los puntos de partida más elementales de esos problemas. La intención del autor ha sido la fundamentación, mas no el desarrollo de la disciplina ética, dentro de la amplitud de la vida concreta. Y ni siquiera cuando se han rozado las formas más concretas de la vida han sido sobrepasadas en mi intención las fronteras de lo que es mostrable mediante las ideas aprióricas de esencias y las conexiones de esencias”[9].
Y, por lo mismo, en la última página del libro observa su autor que termina con la exposición de “la teoría general de la influencia del prototipo y la contrafigura, como formas originarias del proceso y el cambio morales, y con la explicación de la idea de una jerarquía entre los tipos puros de las personas valiosas”[10], pero que esa teoría general exige un doble complemento. Doble estudio que constituiría propiamente una ética normativa, y que promete en sendos trabajos. El primero habría de referirse a la teoría de la esencia de Dios –como fuente y cúspide de los tipos puros de personas– y de la religión (dejando claro que la validez de los análisis éticos hasta el momento realizados es independiente de los nuevos resultados en esas otras esferas); y el segundo a la teoría de todos los tipos de personas valiosas, contando con la socialización y la historia de las mismas. A esto segundo parece responder el ya mencionado trabajo Vorbilder und Führer, así como lo que serían sus estudios sobre sociología. Mientras que de lo primero parece dar razón la obra Vom Ewigen im Menschen, concebida en tres volúmenes (de los que sólo el primero fue escrito, y publicado en 1921[11]), donde la sección principal del segundo de ellos habría de tratar primordialmente del ejemplar personal para la moral y la religión, así como de las variaciones históricas de las formas delethos.
En conclusión, el pensamiento moral de Scheler no puede despacharse sin más como una ética de meros valores, ni la tarea que propone como una enigmática y abstracta realización de ellos. ¿Por qué, entonces, caracteriza su doctrina como una “ética material de los valores”, y comienza su estudio distinguiendo éstos de los bienes y de los fines? Pues porque entiende que la idea de seguimiento sólo puede concebirse en un marco axiológico, y porque la novedad que supone fundar la ética sobre una teoría de valores distingue su pensamiento moral –según él– tanto de la ética formal kantiana como de la ética de bienes y de fines clásica (que sin duda lee desde una interpretación empirista, sobre lo que volveremos). Veamos primero cómo caracteriza Scheler la idea de seguimiento –una idea, por cierto, que mantuvo hasta el final de su vida[12]–, y después qué presupuestos le parece que exige[13].
3. La doctrina scheleriana del seguimiento
Cuando llega a las últimas páginas de la Ética, al lector le queda claro que Scheler concibe la tarea moral como una transformación radical de la persona. Se trata claramente de llegar a sermejor, algo mucho más profundo y general que obrar mejor, y por supuesto que cumplir ciertos mandatos. Ya el mismo Kant había advertido con firmeza –y por su parte desde antes tantos moralistas– que la mera ejecución de acciones, o el mero cumplimiento de normas, no basta para conformar ni definir la moralidad del obrar. Éste es moralmente bueno, según el regiomontano, no sólo si se realiza conforme al deber, sino si se lleva a cabo por deber[14]. El motivo bueno de la acción (que sin embargo para Scheler no será ni mucho menos el respeto al deber) revela la buena actitud interior (Gesinnung) del agente, y ésta a su vez la bondad de su voluntad. Ésta es para Kant aquello primaria y absolutamente bueno[15]; y también lo será para Scheler, sin excluir que las acciones también posean bondad o maldad moral propia, intrínseca[16]. Por las obras ciertamente se conocerá nuestra valía moral, pero esa bondad o maldad reside en la persona misma como fuente y origen de aquéllas.
Por eso, el ser mejor a que aspira la persona no se traduce únicamente en un conjunto de acciones por realizar, ni en un catálogo de leyes por cumplir, sino en un modo de ser bueno como origen de acciones, en una voluntad buena. Ello evocará fácilmente la idea aristotélica de virtud, que es efectivamente un modo de ser operativo o hábito[17]. Pero las virtudes se refieren inmediatamente a acciones, y además a esferas más o menos determinadas de las mismas. Scheler, en cambio, nos hace mirar a un plano más profundo y general, a la fuente incluso de las virtudes: a la bondad de la persona misma[18]. La meta de la vida moral no es una forma últimamente determinada por acciones, sino una bondad en forma personal. A esta idea de persona buena la llama Scheler “prototipo” o “modelo”[19].
Pues bien, es en este marco donde Scheler alumbra su idea del seguimiento: “La relación vivida en que está la persona con el contenido de personalidad de prototipo es el seguimiento, fundado en el amor a ese contenido en la formación de su ser moral personal”[20]. La actividad que me hará progresar moralmente de un modo radical no es realizar acciones ni cumplir normas, sino seguir a un modo personal de ser –y por ende de actuar en consecuencia– que se me da como mi modelo o prototipo.
Por otra parte, no sólo es que únicamente de esta manera se alcance el núcleo de la persona, sino que no hay otra forma auténtica de mejorar. Si lo que se nos propone es atenernos a un conjunto de leyes, además del riesgo de obviar el motivo del cumplimiento, no sabremos o no podremos luego aplicar esas normas más o menos generales a situaciones nuevas y siempre concretas, que a menudo escaparán a la contemplación de toda ley. Es verdad que la obediencia a mandatos no carece de sentido. Pero sólo lo tiene cuando intuimos la bondad moral de quien manda: “El que obedece a una orden de una autoridad extraña puede muy bien apoyarse en la clara intuición del valor de la obediencia y además en el valor de la autoridad, que predomina sobre nuestro valor propio, en cuyo caso nuestro obrar y querer resulta evidente”[21].
Y menos afortunado resulta el intento de señalar al pupilo acciones concretas para que las imite. El seguimiento está muy lejos de la mera imitación: “el seguimiento (…) no es, la uniforme ejecución primaria de los actos del prototipo, ni tampoco una simple copia de sus acciones y gestos expresivos”[22]. La imitación fácilmente se queda en un simple contagio, donde la conciencia y la libertad son más que dudosas[23], y donde sólo se educa la capa más periférica y externa de la persona. También es verdad, como antes, que cierta imitación tiene igualmente un papel pedagógico y formativo, sobre todo en las edades tempranas. Pero, del mismo modo, ello tiene sentido sólo si va unida a la idea de seguimiento. Eso es lo que acontece en la actitud y conducta dóciles: “en el concepto de ‘docilidad’ (‘los niños deber seguir a sus padres’) coinciden el significado del ‘seguir un prototipo personal’, la disposición de obedecer a acciones ordenadas y, por fin, un predicado positivo de valor ético (éste es un niño ‘dócil’, aquél es un niño ‘indócil’). Ser dócil no significa ser obediente, sino estar dispuesto a obedecer por razón de la docilidad al prototipo”[24].
Desde el lado del modelo –que evoca ciertamente al virtuoso aristotélico como criterio de lo bueno[25]–, la relación con el aprendiz o discípulo es la de ejemplaridad. Algo en apariencia poco activo es en el fondo decisivo: “es, ante todo, la única relación en la que los valores morales positivos de la persona A pueden ser inmediatamente decisivos para que surjan los mismos valores personales en otro ser B; quiere decirse, la relación del puro ejemplo bueno. No hay nada en la tierra que haga ser buena a una persona tan primordial, inmediata y necesariamente como la simple intuición evidente y adecuada de la bondad de una persona buena”[26].
De manera que la exigente tarea moral que se dibuja en esta concepción es triple: servir de posible ejemplo bueno para otros (y dentro, además, de un puesto en la sociedad), conocer el ideal personal valioso al que estoy llamado, y tratar de encarnarlo: “Al examinarse moralmente a sí mismo, cada uno tiene que preguntarse, no sólo qué cosa valiosa moralmente positiva habría podido producirse en el mundo y qué cosa de valor moralmente negativo habría podido evitarse si yo mismo, como representante de una posición en la estructura social, me hubiera portado de otra manera; sino también qué habría acaecido si yo mismo, como individuo espiritual, hubiera visto mejor lo ‘bueno-en-sí para mí’ y lo hubiera querido o realizado mejor”[27].
Pero, ¿cómo llevar a cabo, en concreto, esa triple tarea? Scheler propone dos modos: uno puro e inmediato; otro mixto e indirecto. El primero es posible gracias al amor; el segundo consiste en la obediencia y cierta imitación a algún modelo socialmente propuesto.
Según Scheler, sólo el amor posibilita la comprensión de la actitud o disposición interior de una persona, y aun de la propia. Sólo el amor puede penetrar el querer fontal de las acciones de alguien. Sólo el amor es capaz de descubrir el ideal al que una persona está llamada. No puede corresponder esa tarea a la voluntad ejecutora, ni tampoco al sólo entendimiento especulativo. “Lo que, en primer término, nos proporciona la intuición de ese su ser ideal e individual de valor es la ‘comprensión’ de su fuente más central, comprensión facilitada por elamor a la persona misma. Ese amor comprensivo es el gran constructor y (como en una analogía lo dice bella y profundamente Miguel Ángel, en un conocido soneto) el gran artista plástico que, de entre la mezcla de las distintas partes empíricas aisladas (y a veces en sólouna acción o un gesto expresivo) es capaz de intuir y trazar las líneas de su esencia de valor”[28].
De esta manera, podremos descubrir el ideal al que estamos llamados, el de otras personas a las que queramos ayudar, y también la índole de modelo que poseen quienes me rodean. Pero aún hay más: amando al modelo –en la persona que lo ejemplifica– es como efectivamente lo seguiré y me identificaré con él. Más en concreto, eso sucede cuando “co-amo” o “convivo el amor” de la persona ejemplar. “Este cambio y mudanza en la disposición de ánimo (que es cosa bien distinta de su variación) se realiza primariamente merced a un cambio de la dirección del amor en el convivir el amor del ejemplar prototípico [im Mitlieben mit der Liebe des Exemplars des Vorbildes]”[29]. Lo cual, añade Scheler, entraña una actitud de auténtica entrega al modelo.
El segundo modo de seguimiento –o inversamente, de influjo del modelo– se apoya necesariamente en el primero, y en parte lo hemos descrito ya al hablar de la obediencia y la docilidad. Y a eso agrega Scheler la referencia a los posibles referentes sociales de esas actitudes, es decir, a los modelos que se nos presentan en nuestro entorno. Pero como los candidatos a ostentar el rango y valor de modelo –en general para todos y en particular para cada uno– son muchos, el fenomenólogo dibuja unos tipos puros de modelo que nos sirvan de patrón orientador. Tipos que “resultan de vincular la idea anteriormente lograda de la persona valiosa, como valor supremo, con la jerarquía de las modalidades de los valores”[30]. Son los siguientes: atendiendo a los valores de lo agradable, el tipo puro del artista del goce; según el valor de lo útil, el espíritu-guía; para lo noble, el héroe; para los valores espirituales, el genio o sabio; y para lo santo, el santo. Dentro de este marco aparecen todos los posibles modelos, que nos pueden salir al paso tanto a título directo e independiente como a través de instituciones (como el Estado, la familia, la Iglesia, etc.). Mas aquí la ética debe ceder la palabra a la conciencia individual, para que –dentro, insistimos, de un marco general– cada uno descubra su modelo personal[31].
4. Los presupuestos de la doctrina del seguimiento
Como se indicó, queremos aquí sacar a la luz los presupuestos que hacen posible la doctrina scheleriana del seguimiento. Para lo cual basta con reflexionar, de la mano de su autor, sobre dicha concepción ética. Y de este modo se descubre cómo ella únicamente puede entenderse desde una reelaboración de la teoría de la acción humana, y, consecuentemente, de los fines que ésta persigue y de los bienes que la motivan[32].
El nervio de la cuestión se entrevé desde cada polo de la relación moral alumbrada antes. Desde el educando o discípulo, hemos visto que bajo la obediencia y docilidad a mandatos opera el seguimiento a alguien. De éste no nos atrae primariamente lo que hace o manda, sino su modo de querer y de vivir: su amar. Desde el maestro o modelo, su eficacia no reside en el mandar, sino en dejar ver la fuente de sus voliciones concretas: también su amar. Y lo que en el seguidor se va transformando es igualmente, no la ejecución de unas acciones u otras, sino su amor.
En definitiva, lo que desde varias perspectivas aparece es que bajo el ejecutar y querer acciones concretas vive un amar más profundo y general. Como antes, resultará para muchos quizá inevitable no traer a la memoria la doctrina aristotélica de la virtud. Pero sigue valiendo la advertencia ya indicada: trátase aquí de un plano más hondo y global, mucho más cercano a lo concebido por san Agustín. En absoluto desconoce Scheler la idea de virtud como una capacidad y poder para realizar cierta clase de acciones[33]. Hay sin embargo, según él, un estrato todavía más originario. La novedosa aportación de Scheler se cifra en el análisis y descripción psicológicos de ese estrato, aventurándose además –lo cual es decisivo– a esclarecer el polo referencial de estas vivencias subyacentes y fundantes de la volición concreta. Veamos cómo procede este filósofo.
Scheler acomete la investigación de la índole de la acción humana en la sección IIIª de suÉtica, enfrentándose de una manera muy audaz a la teoría empirista y utilitarista. Según esta última, la volición de algo concreto nace o se ve motivada originaria y primordialmente por una cualidad (que en el empirismo más radical, y también en Kant, es sensible) del objeto o fin querido. Pero esta doctrina de la acción peca de simplista, y Scheler –en armonía por lo demás, quizá sin saberlo, con la ética clásica– observa la necesidad de un querer fundamental y fundante que haga posible todo querer concreto. Ese querer originario, actitud interior o “disposición de ánimo” (así aparece traducido en Ética el término alemán “Gesinnung”) es la raíz de las voliciones concretas. Venciendo resistencias y determinándose paulatinamente (desarrollo en el que la virtud halla su lugar y juega un papel capital) la disposición de ánimo desemboca en un querer bien definido. Por ello, si queremos caracterizar esa vivencia tan íntima, habremos de hacerlo como una vivencia tendencial o conativa[34]. Una tendencia, pues, ciertamente, pero ¿de qué naturaleza?, ¿tendencia a qué? Y es entonces cuando Scheler nos dibuja muy finamente un mapa de vivencias tendenciales, ordenadas según el grado de definición de ellas mismas y, correlativamente, de sus objetos.
Según este fenomenólogo, existen hasta cinco clases de tendencias[35]: Primera, la intranquilidad inicial de un mero aspirar de algo en nosotros, sin darse el estado de partida ni el objetivo del movimiento incoado (como la mera ansiedad, la inquietud, el desasosiego). Segunda, la tendencia de salida de un estado concreto y aprehendido como tal, pero aún sin dirección ni objetivo del movimiento ya “en ruta” (las ganas de cambio que sentimos ante un estado desagradable). Tercera, la tendencia ya con dirección clara, pero sin ningún contenido representativo de imagen; una dirección que llama –como hemos de ver– puramente de valor, (desde las ganas de comer o de ingerir algo con valor nutritivo, por ejemplo, hasta el amor a la belleza). Cuarta, el tender ya a un objetivo, inmanente a la tendencia –o sea, dado e incluido en ella–, que contiene un componente de valor y un componente de imagen (la apetencia de comer determinado tipo de alimento, o la intención de ayudar a alguien de cierta manera). Y quinta, el querer en sentido estricto, dirigido propiamente a un fin, esto es, a un objetivo dado representativamente como por realizar (la intención de ejecutar en primera persona una acción concreta buscando el efecto representado).
De esta suerte, la disposición de ánimo, que se revela como la pieza teórica clave de la doctrina del seguimiento, viene a ser una tendencia de la tercera clase. Es ella una dirección claramente vivida, aunque sin objetivo representativo alguno concreto. No puede tenerlo si ella es la fuente del querer objetos muy diversos. Pero tampoco es una dirección tendencial amorfa o por entero indeterminada; ¿qué dirección sería una tal? Esa vivencia conativa se orienta a clases muy generales de acciones, respecto de las cuales solemos decir que una persona es muy capaz. Si queremos caracterizar esa dirección para esferas determinadas de acciones y, sobre todo, en referencia a nuestra posible eficacia de las mismas, podríamos hablar de virtudes[36]. Y si atendemos a ella –tal como parece exigir la idea del seguimiento– del modo más global, y referida al ser de la persona en cuanto conformada en su amor de una u otra manera, oiremos a Scheler hablar de disposición de ánimo o –con la expresión agustiniana– de ordo amoris[37].
Pero en ambos casos (trátese de virtudes o de la global disposición de ánimo) lo apuntado por esa dirección, su norte e imán, no serán –insistimos– acciones ya determinadas y prefiguradas. El polo buscado serán tipos de acciones concretamente diversas, y acaso nuevas. Y la única manera de orientarse de ese modo es vivir una inclinación hacia algo que defina esos tipos de acciones como tales clases. Un algo que no puede ser sino cierta cualidad de las acciones, justo aquella que consideramos relevante para quererlas. Cierta cualidad, por tanto, que nos atraiga, que motive nuestro amor y querer. Alguna propiedad general, pensada entonces como abstracta, que ostenten las acciones y las haga candidatas a nuestra elección. Pues bien, a cualidades de esa especie, Scheler las llama “cualidades de valor”. Éstas son, entonces, propiedades por las que reconocemos conjuntos enteros de acciones buenas o malas, amables u odiables en general. Bienes o males son siempre las acciones concretas buenas o malas, valiosas o disvaliosas; lo único efectivamente elegible y realizable. Resulta ilustrativo reparar en la comparación, que aparece varias veces en la Ética de Scheler, entre los valores y los colores[38]. Ambas son cualidades; no subsisten por sí mismas. Ambas son reales sólo en objetos concretos; pero nada impide hablar abstractamente de esas propiedades. Es más, sólo tratándolas así se podrá pensar una teoría de las cosas buenas y de las coloreadas, respectivamente.
De este modo, cuando la dirección de valor encuentre un objeto realizable que encaje –lo que no siempre es posible[39]– en ese marco axiológico, la persona podrá vivir finalmente una volición hacia ese objeto. Se trata ya de querer propiamente un fin (una tendencia de la quinta clase descrita por Scheler). Este acto de voluntad aparecerá acaso como el momento más consciente del obrar, y sobre el que más directamente decidimos. Pero él no es sino el término del “cumplimiento” de la tendencia subyacente[40]; la punta del iceberg de nuestra vida moral.
La transformación moral que se opera en la persona misma con ocasión del actuar, el seguimiento a un modelo personal, es lo definitivo y permanente. El obrar (aun poseyendo valor moral propio, recuérdese) tiene principalmente la misión de desarrollar, reforzar o modelar la disposición de ánimo. Arduo se presentará entonces un cambio radical en esa disposición. Cierto, y ello prueba que nos referimos a un estrato más profundo que el de las acciones y las habilidades. Pero no es imposible. Es verdad que no podemos ordenar ni decidir amar de una manera o de otra[41]. En cambio, sí podemos “colocarnos, merced a actos volitivos, en la situación íntima de realizar un acto de amor. (...) Podremos indicar los valores de un hombre a alguien que no los ve y además exigirle que se esfuerce con más ahínco de lo que hasta ahora hizo por calar en el ser valioso de ese hombre”[42]. Somos, en efecto, capaces de –como solemos decir– despertar el amor, y de fortalecerlo hasta que se traduzca o desborde en acciones.
Esperamos con estas líneas haber esbozado los presupuestos psicológicos y axiológicos de la ética del seguimiento sostenida por Scheler. Sobre todo, la razón por la que le parece necesario encuadrarla en una teoría general de valores. Sólo ellos pueden servir de guía a la disposición de ánimo y caracterizar a una persona no por lo que en concreto hace, sino por lo que es; persona tanto el discípulo como el maestro o modelo (cuyo tipo venía caracterizado, como vimos, por el valor que principalmente lo estructura como prototipo).
De manera que si volvemos a ojear la Ética de Scheler comprenderemos mejor su estructura, y con ella el pensamiento de su autor. Toda esa obra parece, en efecto, apuntar a su sección sexta y última (con mucho la más extensa), donde se expone la doctrina sobre la esencia de la persona y su tarea ética, el seguimiento. Los estudios de las secciones anteriores se adivinan ahora como una preparación para ello. Preparación, por así decir, negativa y positiva a la vez. Negativa, por cuanto rechaza como insuficientes –en ocasiones, para resaltar su postura, de modo polémico y casi hiperbólico– las fundamentaciones de la ética en los bienes, en los fines, en el deber o en la mera ejecución de acciones. Positiva, por cuanto va mostrando, con ocasión de las respectivas críticas, aquello que realmente funda los diversos campos de la ética. En concreto, Scheler muestra que los bienes, fines y deberes se fundan (que no diluyen) en valores; que las acciones se fundan en la actitud interior o disposición de ánimo; y que la obediencia a mandatos se funda en el seguimiento a modelos personales.
Y a Scheler le parece que ese proceso moral natural puede prolongarse en el dinamismo religioso y sobrenatural –contando, claro está con la ayuda especial de la gracia de Dios[43]–: “Esto es válido también con respecto a Dios. La suprema forma del amor a Dios no es el amor ‘a Dios’ como el todo bondad, es decir, a una cosa, sino la coejecución de su amor al mundo (amare mundum in Deo) y a sí mismo (amare Deum in Deo), es decir, lo que los escolásticos, los místicos y ya antes san Agustín llamaban ‘amare in Deo’. (…) Por esta razón, sólo hay una manera fundamental de conducirse moralmente entre ‘buenos’: el seguimiento, siguiendo y co-amando [Gefolgschaft durch Nachfolge und durch Mitlieben]”[44].
5. Balance: dificultades y ventajas de la propuesta scheleriana
Antes nos preguntábamos por qué Scheler comienza su discurso moral con una teoría de los valores. Creemos haber señalado la razón principal. Pero quien esté familiarizado con los escritos de este filósofo sabrá bien cuánto gusta éste de acentuar sus propias tesis, subrayando acusadamente su novedad –ciertamente innegable– frente a doctrinas anteriores. En concreto, frente a Kant, al empirismo y al aristotelismo. Y particularmente en referencia a este último ha abundado la protesta de sus representantes. Como es natural, no vamos a despachar aquí semejante disputa. Pero si querríamos apuntar algunas ideas que tal vez contribuyan a plantearla y dirigirla mejor, o al menos a aportar puntos de vista a la reflexión.
En primer lugar, como se advirtió, Scheler hace una lectura de la ética de bienes y de fines claramente empirista[45] (igual, por cierto, que de la concepción sustancialista de la persona). Desde luego, esto es un error, y algo que comprensiblemente le ha ganado el rechazo de muchos afines a la ética clásica. Pero, a la vez, ello manifiesta muy bien la intención de Scheler al postular su teoría de los valores: a saber, superar el subjetivismo empirista y relativista, contrario a toda evidencia. Ahora bien, si la ética de Aristóteles no aspiraba a otro fin, ¿cabrá alguna suerte de alianza? Por otra parte, vana se revela la objeción según la cual Scheler asume el apriorismo kantiano, tornándolo axiológico. La noción de a priori que maneja la fenomenología (ya desde Brentano) difiere diametralmente de la mentada por Kant.
Con todo, una unificación de discursos es a todas luces difícil. Es más, pensamos que hay razones para dudar de su posibilidad, e incluso de su conveniencia. La propuesta filosófica de Scheler es hija de su tiempo. En concreto, su contexto histórico es muy diferente del que conoció la ética clásica. La moral aristotélica se gestó enfrentándose a un relativismo muy rudimentario (aunque no ingenuo ni superficial), y se desarrolló en el seno de una metafísica de la naturaleza toda y del ser en un ambiente relativamente pacífico (menos, sin embargo, de lo que por lo general se conoce). Scheler, en cambio, como todo moderno, había conocido los penetrantes y difundidos ataques del empirismo al entero edificio de la filosofía tradicional. No podía evitar por ello la casi universalmente compartida desconfianza hacia una metafísica que no asegurara su paso sobre datos de la experiencia[46]. Una desconfianza que por desgracia, tras las amargas experiencias de la historia europea, se extendió a casi todo discurso filosófico con pretensión de objetividad. Nos guste o no, al hombre del siglo XX y XXI ya le dice poco el que haya unas u otras realidades. Le importa sobre todo el sentido de la vida, y la realidad sólo en la medida en que sustente ese sentido; lo cual no implica necesariamente historicismo ni subjetivismo[47].
Así, a veces asistimos a discusiones donde unos rechazan los valores al no encajar en el marco de la metafísica del ser; mientras que otros rehuyen toda cuestión metafísica enarbolando el atenimiento a los datos fenomenológicamente intuibles. A los primeros se les escapa gran parte de la riqueza axiológica que ya ha pasado incluso al uso lingüístico común; los segundos se demuestran incapaces de dar respuesta moral a problemas tan graves hoy como la dignidad de todo ser humano.
Además, a no pocos realistas les parece que hablar de valores ideales, y no sólo de bienes reales, desemboca en un subjetivismo que pierde pie en la realidad objetiva. Quizá se piensa entonces en los valores según el paradigma económico: los valores suben o bajan en función de los intereses y de la demanda. Pero es del todo claro que el empeño de Scheler es buscar la objetividad –y en este sentido la verdad– de lo bueno o valioso. Justo por eso habla de los valores como abstractos e ideales. Desde Sócrates (y más recientemente desde Husserl) sabemos que no es posible una auténtica teoría del conocimiento sin lo ideal. Aquí podríamos decir que no cabe un verdadero discurso moral sin la idealidad, que en este caso son los valores. Por mantener la analogía sugerida por el fenomenólogo, puede decirse que las cosas coloreadas se decoloran, destiñen, nos gustan más o menos, pero el espectro cromático permanece en su orden y leyes. La idealidad no aleja siempre de la realidad, sino sólo de su superficial contingencia. El reto reside en una satisfactoria explicación del modo de imbricarse lo ideal y lo contingente en la única realidad. Pero debe reconocerse que Scheler no afrontó con empeño (y a veces ni con acierto) dicho desafío.
Otra fuente de dificultades para aceptar la teoría scheleriana de los valores, e incluso su misma doctrina del seguimiento, proviene –como se anunció– del campo de la Teología moral. Apenas mediado el siglo XX, vieron la luz ciertas corrientes de moral teológica presuntamente fundadas en la distinción entre valores y bienes, entre actitudes generales y actos concretos, entre seguimiento personal y obediencia a normas universales. Esas corrientes, que en general adoptan las perspectivas heideggeriana y neokantiana, cuajaron en diversas formulaciones: sobre todo, las llamadas “Nueva moral”, “Ética de situación”, “Moral autónoma”, “Moral de la opción fundamental”, etc.[48]. En todos los casos, por motivos diversos, se conciben los binomios mencionados en una relación excesivamente dualista, con resultados que producen auténtica perplejidad tanto al teólogo –por su contradicción con los datos de la fe revelada y recibida por la Tradición– como a la razón natural y sentido común del filósofo.
Pues bien, en favor de Scheler hay que decir –sin poder entrar ahora en detalles– que sus escritos guardan, por un lado, un equilibrio entre lo universal y lo individual, entre lo ideal y lo empírico; y, por otro, una relación de continuidad entre la disposición de ánimo y las voliciones concretas. Baste el siguiente texto como prueba de ello: “Todos los valores de validez general (para las personas), referidos al valor supremo –la santidad de la persona– y al bien supremo –‘la salvación de una persona individual’–, representan sólo el mínimo de valores sin cuyo reconocimiento y sin cuya realización aquella persona no puede alcanzar su salvación; pero noincluyen todos los valores morales posibles por cuya realización logra la persona efectivamente su salvación. Todo engaño respecto a los valores de validez general y toda contravención a las normas de ellos derivadas es, por consiguiente, malo o está condicionado por algo malo. Pero su exacto conocimiento y su acatamiento y la obediencia a sus normas no es, en modo alguno, lo positivamente bueno, así sencillamente, sino que, antes bien, esto sólo se presenta con plena evidencia en cuanto incluye la salvación individual-personal”[49]. Sobre esta base, no sería difícil mostrar –lo cual tampoco es de este lugar– que la concepción de Scheler no da pie de por sí a dichas elaboraciones teológicas.
Pero en contra del filósofo debe reprochársele el escaso interés en desarrollar el modo de ese equilibrio afirmado. La razón de ello, de nuevo, es que lo único que se da a la intuición es el hecho de esa relación, nada más. Y Scheler se prohíbe hablar de algo más allá de los hechos, lo que constituye –como se ha dicho con razón[50]– la debilidad del método fenomenológico: “Los hechos dados inmediatamente que cumplen los predicados en proposiciones tales como: ‘esta acción es selecta, vulgar, noble, baja, criminal, etc.’, y luego el modo como estos hechos llegan hasta nosotros: he aquí lo que ha de ser estudiado”[51].
Finalmente, queremos distanciarnos de las discusiones mencionadas para dirigir una mirada más amplia al contexto cultural contemporáneo. Es fácil percibir, como mencionamos antes, que el mundo intelectual no es hoy predominantemente un mundo metafísico[52]. Es el mundo humano; el mundo del sentido, del sentido de y para la vida humana. Evidentemente, este dato nada decide acerca de la verdad o falsedad de tesis alguna, ni del rango objetivo de una u otra rama de la filosofía (respecto de lo cual la Metafísica siempre conservará su puesto como filosofía primera y más universal). Pero se trata de un hecho que no debería dejar indiferente al filósofo o teólogo actual, al mismo tiempo que mantiene su libertad para adoptar una u otra actitud frente a él. Y lo traemos a colación aquí porque pensamos que la figura y el pensamiento de Scheler presentan la ventaja de encontrarse en el origen de ese modo de pensar; ventaja por cuanto desde él acaso se comprenderá bien la mentalidad de que hablamos.
La doctrina del seguimiento pone de manifiesto que, a última hora, lo verdaderamente importante para la vida de la persona es su amor: amor a sí mismo para descubrir su vocación, amor al modelo para descubrirlo como tal y para transformarse en su modo de vivir, y amor a los demás para servirles de ejemplo. Los valores son como la constelación que guía esa navegación, pero el motor de ésta es la vida comprendida como amor. Es más, sólo desde y en el amor llegamos a la conciencia de los valores. Como una estudiosa de Scheler ha sugerido, al final en ese filósofo parece más central el concepto de sentir axiológico que el de valor[53]. La doctrina axiológica de Scheler (como buen fenomenólogo) es, más que una teoría del valor, una teoría del valorar.
En cambio, la propuesta de Heidegger acerca del sentido de la vida humana es diametralmente opuesta, y por circunstancias muy diversas ha hecho presa de la cultura occidental. Para éste la actitud emotiva radical es el miedo o la angustia ante la tarea humana de hacerse a sí mismo, con la muerte como único horizonte[54]. Se trata de un mundo de sentido totalmente contrario al concebido por Scheler. Como bien describe el muniqués, el miedo o la angustia (en alemán el mismo término: “Angst”) viene a ser “como esa honda parálisis del sentimiento vital”[55]. Esa actitud sentimental, se dice ahí también, “obran primariamente sobre los afectos comprimiendo su expresión o su acción, pero secundariamente los reprimen y expulsan de la esfera de la percepción interna, de manera que el individuo o el grupo ya no tiene conciencia clara de poseer tales afectos”. Aun en el caso de que no llegue a producir trastornos tan graves como el resentimiento y sus efectos (tal es el contexto de las anteriores palabras de Scheler), el miedo en general infecta efectivamente de paralizadora desconfianza toda la vida psíquica, de modo que dificulta el desarrollo de las vivencias intencionales en general, y de los actos emocionales en particular.
Es decir, sucede en ese caso exactamente lo contrario de lo que experimentamos en el amor. Éste nos descubre valores, nos abre a su influjo, nos impulsa a la participación en lo valioso, nos libera al avivar la conciencia de nuestro poder (o virtud), nos estimula al seguimiento[56]. El miedo, en cambio, cierra la persona a la aprehensión de los valores –más que el odio; “todo acto de odio se halla fundado en un acto de amor (…), el amor y el odio tienen de común el momento de un fuerte interés por los objetos de valor”[57]– y centra al yo en el cálculo mezquino de sus intereses vitales. De este modo, “el capricho en la preferencia valorativa, la preferencia de valores inferiores frente a superiores tendría entonces el síntoma de este miedo; sin negar con ello los motivos hedonistas y de cálculo utilitarista”[58].
Por ello, y reconociendo la útil función general que ciertamente posee el miedo en la vida humana, Scheler se opone a la postura heideggeriana de convertirlo en el sentimiento más radical del hombre. Así, anota en un ejemplar de Ser y Tiempo: “Lo que nos abre el mundo es el ‘amor’, no el miedo. El miedo presupone la esfera del mundo cerrada…”[59]. Al sostener que el hombre comprende el ser en el horizonte puramente temporal, Heidegger no puede dejar de pensar que el sentimiento fundamental de la persona humana es el miedo o angustia ante su fin, ante la muerte. Pero eso es algo que, según Scheler, contradice la experiencia y nos aleja de la vida. El impulso vital reprime en el hombre normal el pensamiento de la muerte; sólo en el hombre “moderno” es la angustia ante la muerte un a priori emocional, que a partir de la Modernidad trata de narcotizarse con una idea de “progreso” sin finalidad[60].
¿Podrá extrañar, entonces, el movimiento nihilista negador de todo referente objetivo atemporal?, ¿o el esfuerzo por deconstruir todo discurso, reduciéndolo a mero “narcótico” para aliviar semejante angustia? Embebidos de esta concepción, hasta al mismo sujeto humano vemos desvanecerse. El amor es movimiento, acción, vida, esperanza de amar y de ser amado; el miedo, en cambio, es retraimiento y mortal parálisis. El amor da sentido y consistencia al vivir humano; el miedo arrebata todo ello, sembrando un desconfiado vacío incluso ante la propia persona. ¿No es ésta, en fin, la auténtica y radical alternativa de nuestra hora? Tal vez la providencial encíclica “Deus caritas est” nos lo quiera recordar.
Notas:
[1] M. Heidegger, Gesamtausgabe vol. 26, Frankfurt a. M., p. 62-64.
[2] Cfr. su tesis de habilitación (1953) Max Scheler y la ética cristiana (BAC, Madrid 1982), y otros escritos en Primat des Geistes (Seewald, Stuttgart 1979).
[3] Se trata, respectivamente, de los tomos III y IV del Handbuch der katholischen Sittenlehre, del que los tomos precedentes se deben a Steinbüchel (el I) y a Müncker (el II). Al respecto, resulta ilustrativo el trabajo de M. Vidal, El seguimiento de Jesús en la teología moral católica, en J.M. Gª-Lomas y J.R. Gª-Murga (ed.), El seguimiento de Cristo, PPC (Universidad Pontificia Comillas), Madrid 1997, sobre todo p. 157-162. Y en un contexto más amplio, cfr. también J.L. Illanes y J.I. Saranyana, Historia de la Teología, BAC, Madrid 2002, p. 412 ss.
[4] Prólogo a la primera edición (1934) de Die Idee der Nachfolge Christi.
[5] Cfr. Die Idee der Nachfolge Christi, 2ª ed., Mosella Verlag, Düsseldorf 1939, p. 44-47.
[6] Ética, Caparrós Editores, Madrid 2001, p. 31.
[7] En la segunda Parte, sección VIª, cap. 2º, 4, ad VI a); en la edición citada, p. 731-744.
[8] Apareció en el primer volumen de escritos póstumos, editado por María Scheler, reunidos bajo el título Zur Ethik und Erkenntnislehre (la edición más reciente, como volumen X de las Obras completas, data de 1986, en la Franke Verlag, de Berna).
[9] Ética, p. 23.
[10] Ética, p. 756-757.
[11] La última edición (como volumen V de las Obras completas) es de 1968, también en la Francke Verlag.
[12] Como puede verse en El puesto del hombre en el cosmos, Alba, Barcelona 2000, p. 78-79.
[13] El camino inverso, es decir, cómo llega Scheler a la doctrina del seguimiento, lo he ensayado con más detalle en otro trabajo: La persona humana y su formación en Max Scheler, Eunsa, Pamplona 2006.
[14] Cfr. Crítica de la Razón práctica, Iª parte, libro 1º, cap. III, Sígueme, Salamanca 1998, p.105.
[15] Cfr. Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, Iª sección, Ariel, Barcelona 1996, p. 117.
[16] Cfr. Ética, p. 77, 169 y 753, nota 181.
[17] Ética a Nicómaco, 1106a 10-12.
[18] No nos detenemos aquí en la idea de persona como esencialmente activa –unidad y centro de actos– que defiende Scheler. Puede verse mi libro antes citado.
[19] Cfr. Ética, p. 739.
[20] Ética, p. 734.
[21] Ética, p. 281; cfr. ídem p. 143, nota 38.
[22] Ética, p. 734; cfr. Esencia y formas de la simpatía, Sígueme, Salamanca 2005, p. 136.
[23] Lo que Scheler llama la autonomía de la persona en su actuar, cfr. Ética, p, 642 y ss.
[24] Ética, p. 742, nota 156.
[25] Cfr. Ética a Nicómaco, 1176b.
[26] Ética, p. 734.
[27] Ética, p. 688.
[28] Ética, p. 635; cfr. Esencia y formas de la simpatía, p. 300-301.
[29] Ética, p. 741. Scheler desarrolla algo más este proceso con la doctrina de lo que llama la “funcionalización” del espíritu.
[30] Ética, p. 746; cfr. Vorbilder und Führer, en Zur Ethik und Erkenntnislehre, p. 262.
[31] Cfr. Ética, p. 642; cfr. ídem p. 658.
[32] Naturalmente, importa antes comprender el pensamiento de Scheler en estos puntos que juzgar su novedad o su compatibilidad con otras doctrinas, asunto este último para el que no hay espacio aquí. Tampoco abordamos ahora la cuestión de si esos presupuestos schelerianos son suficientes para una concepción ética acabada (respecto de lo cual tenemos algunas reservas).
[33] Cfr. Ética, p. 335 y 691.
[34] Tender no es ni tener objetos ni sentir, cfr. Ética, p. 79 nota 2.
[35] Cfr. Ética, p. 81-83.
[36] Como hace también Scheler, cfr. Ética, p. 335 y 691.
[37] Título precisamente de un trabajo inacabado de Scheler, escrito entre 1914 y 1916 y publicado también en Zur Ethik und Erkenntnislehre (hay traducción española en Caparrós, Madrid 1996).
[38] Cfr. Ética, por ejemplo, p. 57.
[39] Lo que posibilita calificar acciones como intrínsecamente, o por su índole, malas; esto es, aquellas de suyo incompatibles con el orden axiológico objetivo.
[40] Cfr. Ética, p. 82; cfr. ídem p. 284-5 y 292; Esencia y formas de la simpatía, p. 264.
[41] Cfr. Ética, p. 314-315; ídem p. 321, nota 24; Esencia y formas de la simpatía, p. 202. En este hecho se basa la controvertida tesis scheleriana acerca del “fariseísmo”, que he tratado en otro lugar, El “fariseísmo” en Max Scheler: una aclaración de su tesis, “Acta Philosophica” (Roma) 15, 2006, p. 95-108.
[42] Ética, p. 314. Según este sentido amplio e indirecto de eficacia defiende D. von Hildebrand la imperatividad del amor (cfr. Max Scheler als Ethiker, en Die Menschheit am Scheidewege, Habbel, Regensburg 1954, p. 603); lo que desarrollará con el nombre de “libertad indirecta” y de “libertad cooperadora”, en su Ética, Encuentro, Madrid 1997, cap. 24 y 25.
[43] Cfr. Absolutsphäre und Realsetzung der Gottesidee (1915-16), en Zur Ethik und Erkenntnislehre, p. 234-237.
[44] Esencia y formas de la simpatía, p. 229.
[45] Cfr. Ética, p. 53-55.
[46] Precisamente éste es el origen de la filosofía llamada fenomenológica.
[47] En nuestra opinión, A. Ales Bello ha descrito con claridad esta perspectiva en el pensamiento de Husserl desde un sugerente ángulo, en Teleo-logía y Teo-logía en Edmund Husserl, “Anuario Filosófico”, 1995 (28), p. 11-18.
[48] Cfr. J.L. Illanes y J.I. Saranyana, Historia de la Teología, p. 412-416.
[49] Ética, p. 639-640.
[50] De modo muy claro, K. Wojtyla, en Max Scheler y la Ética cristiana, Parte II, c. III, A, 3, (ed. cit., p. 113); cfr., del mismo autor, Persona y Acto, Parte II, c. IV, 3, nota 53, y The Intentional Act and the Human Act, that is, Act and Experience, en “Analecta Husserliana” V (1976), p. 272-273.
[51] Ética, p. 245.
[52] Scheler mismo declara: “Así, la moderna Metafísica ya no es Cosmología y Metafísica de objetos, sino Metaantropología y Metafísica del acto”, Philosophische Weltanschauung, enSpäte Schriften (volumen IX de las Obras completas), Francke-Bouvier, Bonn 1976, p. 83. Cfr. el magnífico estudio de A. Pintor Ramos, El humanismo de Max Scheler, BAC, Madrid 1978.
[53] Cfr. A. Sander, Max Scheler zur Einführung, Junius, Hamburg 2001, p. 43 y 46ss.
[54] Cfr. M. Heidegger, Ser y Tiempo, § 40 y 68b.
[55] El Resentimiento en la Moral, Caparrós, Madrid 1998, p. 46.
[56] En especial –dice Scheler–, el amor cristiano, El Resentimiento en la Moral, p. 62 y 66-67.
[57] Ordo amoris, ed.cit., p. 66-67; cfr. Esencia y formas de la simpatía, p. 216.
[58] G. Pfafferott, Präferenzwandel und sittliche Wertordnung, en G. Pfafferott (ed.), Vom Umsturz der Werte in der modernen Gesellschaft, Bouvier Verlag, Bonn 1997, p. 106.
[59] Zusätze aus den nachgelassenen Manuskripten, en Späte Schriften, p. 294; cfr. ídem p. 254ss y 277-279.
[60] Cfr. Muerte y Supervivencia, Encuentro, Madrid 2001, p. 36-39.
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