Reseña:
Tras debutar en el cine hace dos años con el taquillazo “Ted”, el cómico estadounidense Seth MacFarlane aplica al western la misma fórmula extremada de comedia gamberra en “Mil maneras de morder el polvo”, que ha coescrito, producido, dirigido y protagonizado. Su enfoque hiperparódico recuerda al de “Los hermanos Marx en el Oeste” (1940), de Edward Buzzell; “¡Por mis... pistolas!” (1968), de Miguel M. Delgado, con Cantinflas, o “Sillas de montar calientes” (1974), de Mel Brooks. Pero el resultado es similar al de “Ted” en sus escasas virtudes y muchos defectos, aunque en Estados Unidos no ha tenido, ni de lejos, el éxito comercial de su predecesora.
Arizona, 1882. En un perdido pueblucho vive con sus padres (Christopher Hagen y Jean Effron) el pacifista ovejero Albert Stark (Seth MacFarlane), cuyo mejor amigo, el fronterizo Edward (Giovanni Ribisi), prepara su boda con Ruth (Sarah Silverman), la prostituta más activa del lugar. Tras evitar con su verborrea un duelo de pistolas, Albert es abandonado por cobarde por su novia Louise (Amanda Seyfried), que enseguida comienza a salir con el rico y atildado bigotero Foy (Neil Patrick Harris).
La mala suerte de Albert acaba el día en que llega al pueblo la bellísima y aguerrida Anna (Charlize Theron), que se encariña de él y le enseña a disparar, para convertirlo en un verdadero pistolero. Lo que no sabe Albert es que Anna es la esposa de Clinch Lisgud (Liam Neeson), el forajido más temido y cruel de toda la región.
El corrosivo, irreverente e iconoclasta creador de las series televisivas de animación para adultos “Padre de familia” y “Padre Made in USA” pergeña algunas gracias divertidas e inteligentes a costa de los tradicionales arquetipos del western. Además, se recrean con una generosa ambientación, y son encarnadas con eficacia por un notable reparto, que asume el tono histriónico y disparatado de la propuesta.
Sin embargo, como ya pasaba en “Ted”, el realizador de Connecticut alarga demasiado la acción e insiste hasta la saciedad en un humor muy obsceno, con constantes referencias sexuales y escatológicas, y de nuevo complaciente con el hedonismo dominante. Un enfoque que acaba resultando agotador e irritante, sobre todo para todo aquel que siga conmoviéndose con las galopadas de los inmortales personajes de John Ford por el bellísimo Monument Valley. (Cope J. J. M.)