El desprecio por el ser humano, por su dignidad, era el clima ambiente que reinaba cuando el cristianismo echó a andar y acabó venciendo sin armas ni insultos la contracultura de esclavitud y de muerte que campaba por sus fueros en pleno apogeo del imperio romano
Sorprende la elección tan certera para cargos ministeriales de gran importancia humana si observamos las oscuridades intelectuales que demuestran tener en otros temas. El odio parece aguzar la inteligencia e incluso generarla un poco. Al fin y al cabo el odio diabólico corresponde al trueque de amor en odio de seres espirituales inteligentísimos como son los ángeles. Pero en el caso de los hombres y más si éstos tienen una inteligencia menor a la media, llama la atención. Claro que Hitler era un gran actor e intuía qué quería oír un pueblo con nueve millones de parados, con una depresión económica y sin un sentido de unidad patriótica que les hiciera sentirse orgullosos de su pasado. Y así fueron las cosas luego.
Que después de las multitudinarias manifestaciones a favor de la vida en más de 80 ciudades de España a las que incluso asistieron cientos de socialistas sensatos, la ministra reciba a los directores de las clínicas abortistas es una respuesta hitleriana. ¡Qué fuerte! ¡Qué desprecio a las personas de la calle que gritan sí a la vida y qué desprecio a los embriones que son seres tan humanos como los investigadores, los médicos o los ministros!
No existen individuos humanos, es decir con el patrimonio genético, cromosómico humano, que no sean personas humanas y, por tanto, posean la dignidad de tal condición. Si el embrión que se va a matar supiéramos que va a llegar a ser ministra de la misma calaña… también defenderíamos a ese embrión, a esa persona. Así es la coherencia humana. Si se acepta un solo caso se aceptan todos. La coherencia humana no da lugar a las fisuras. Esta es la fuerza de la verdad. Dice el ilustre pensador Alejandro Llano: “No somos nosotros los que creamos la verdad, los que la dominamos y la hacemos valer. Es la verdad la que nos posee”.
El desprecio por el ser humano, por su dignidad, era el clima ambiente que reinaba cuando el cristianismo echó a andar y acabó venciendo sin armas ni insultos la contracultura de esclavitud y de muerte que campaba por sus fueros en pleno apogeo del imperio romano. En aquel entonces el sentido de la dignidad del ser humano brillaba por su ausencia; las dos terceras partes del imperio estaban formadas por esclavos privados de todo derecho y los padres tenían derecho a disponer de la vida de sus hijos −y de los esclavos, por supuesto−. Las mujeres, en general eran siervas de los hombres o simples instrumentos de placer. No se hablaba de ideología de género pero se vivía una aberrante análoga situación a la de ahora. La homosexualidad con sus facetas de sodomía y lesbianismo estaba triste pacíficamente aceptada. Ahora hay trata de blancas porque antes había trata de todo tipo mujeres cualquiera que fuera su color, etc.
Cuando un animal hace lo propio de su naturaleza bestial, sigue unas leyes instintivas puestas por su Creador. No obran moralmente bien o mal porque no son personas y sencillamente dan gloria a Dios −ignorándolo− al actuar como lo que son. Pero cuando el hombre −creado a imagen y semejanza de su Dios− obra de modo animal se cosifica, no actúa como un animal sino que se rebaja a cosa. Deja de ser un “quien” para ser un “que”.
En una manada de animales las hembras abandonan a la cría que no se sostiene en pie al nacer, abandonan a su suerte a los viejos y a las piezas heridas o con malformaciones, los machos buscan el liderazgo ante las hembras con demostraciones de fuerza, etc., pero con ello no hacen más que cumplir las leyes impuestas por su Creador. El hombre no. La persona posee una dignidad por su objetivo final, por la teleología a la que está llama: penetrar en la intimidad divina para siempre y gozar de Dios. ¡Cómo negar esta meta de infinita felicidad abandonando a las personas humanas desde la concepción hasta la muerte natural! Démosles al menos el beneficio jurídico “in dubio pro reo” si hay quien en conciencia duda desde ser persona.
Mucha ideología de género y mucha falacia. Todo mentira y gorda. Abortar a la edad que sea −¡diabólico el slogan lo de los 16 años!−, abandonar a los minusválidos a su suerte es una inmensa mentira. Ahora les ponen rampas y sillas de ruedas con motor, se ponen los botones del ascensor a baja altura… pero eso es ahora porque “después”, a este paso, dentro de unas décadas se volverán a quitar las rampas y todas esas cosas porque no hará falta ya que no habrán… nacido. Ahora se construyen residencia para ancianos pero a este paso eutanásico se convertirán en gimnasios porque no habrá necesidad. Estas son las propuestas de los que rigen el país, pero fracasarán como sucedió en el imperio romano.
Están inexorablemente abocados al fracaso. No hay más que estudiar la historia para ver cómo pese a que las hostiles condiciones con que se encontró el cristianismo: represiones brutales, persecuciones enormemente sangrientas, el expolio económico del patricio que al hacerse cristiano pasaba a ser plebeyo o devorado por los leones y con todo el peso de la autoridad imperial en su contra durante más de dos siglos nadie pudo ni ha podido extinguirlo en veintiún siglos.
La igualdad es una mentira visible. Y ¿por qué no decirlo?, gozosamente divina que da origen a la familia y abre la parcela casera del hogar en el que todos nacemos, nos criamos y nos sentimos amados. Lo que proponen con la ideología de género es machista aunque no me gusten los adjetivos de este tipo porque la mujer ha sido manipulada para ser instrumento aún más de placer para el hombre. Él disfruta pero deja a la mujer embarazada que resuelva “el problema”, ella se sume en la angustia, con la responsabilidad de la maternidad frustrada si aborta, con el lastre de un asesinato, una mirada para siempre triste de complicidad, un irrefrenable mal humor de sentirse mal consigo misma y… de los gastos −de por vida− que supone la consulta con el psiquiatra.
El funesto ambiente que ofrece la televisión, internet si se quiere, y otros tantos medios de comunicación que hoy ensucian tan pronto y deforman la conciencia, tenían en otras épocas diversas facetas. En la antigüedad hubo épocas en que la religión predominante era una amalgama de cultos idolátricos enormemente indulgentes con las más degradantes debilidades humanas. Tan bajo había caído el culto, que la fornicación se practicaba en los templos como rito religioso como hace alusión en su primera Encíclica Benedicto XVI. Tal era el mundo que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían ningún interés en que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna clase.
Predicando una conversión muy profunda, unas verdades muy duras de aceptar para aquellas gentes, un cambio interior y un esfuerzo moral que jamás ninguna religión había exigido. Y pese a esas objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más. La religión cristiana consiguió que ésta arraigase, que se extendiese y se perpetuara, a pesar de todos los esfuerzos en contra de los dominadores de la tierra de aquel entonces; a pesar del continuo ataque de los grandes poseedores de la ciencia y de la cultura al servicio del Imperio; a pesar de los halagos de la vida fácil e inmoral a la que llevaba el paganismo romano.
En los años siguientes a la Primera Guerra Mundial −cuenta José Orlandis−, un joven llamado Gétaz, que ocupaba un alto cargo dentro del socialismo suizo, recibió de su partido el encargo de elaborar un dossier para una campaña que se pretendía lanzar contra la Iglesia católica. Gétaz puso manos a la obra, con la seriedad y el rigor propios de un político helvético, y recogió multitud de testimonios, estudió la doctrina católica y la historia del cristianismo desde sus primeros siglos, de modo que en poco tiempo logró reunir una amplísima documentación.
El resultado de todo aquello fue bastante sorprendente. Paso a paso, el joven político llegó al convencimiento de que la Iglesia católica no podía ser invención de hombres. Dos mil años de negaciones, sacudidas, cismas, conflictos internos, herejías, errores y transgresiones del Evangelio, la habían dejado, si no intacta, sí al menos en pie. Las propias deficiencias humanas que en ella se advertían a lo largo de veinte siglos −mezcladas siempre con ejemplos insignes de heroísmo y de santidad−, las veía como un argumento a favor de su origen divino: “Si no la hubiera hecho Dios −concluyó−, habría tenido que desaparecer mil veces de la faz de la tierra”.
El desenlace de todo aquel episodio fue muy distinto a lo que sus jefes habían planeado. Gétaz se convirtió al catolicismo, se hizo fraile dominico, y en su cátedra del Angelicum, en Roma, enseñó durante muchos años, precisamente, el tratado acerca de la Iglesia. Sus clases tenían el interés de ser, en buena medida, como un relato autobiográfico, como el eco del itinerario de su propia conversión.
En fin, si leyera alguno de los aludidos esta colaboración podría pensar lo que quisiera pero el tiempo me dará la razón porque no me apoyo sólo en la fe −aunque me bastaría a mí− pero lo hago en la historia que es maestra de la vida. No hay mal que por bien no venga, dice el refrán. Antes la calle era su foro, ahora la calle lo es del cristiano y eso debe dar miedo porque se sabe la importancia y la eficacia que ésta tiene. Hemos perdido el miedo a la calle como se ha visto el 29 de marzo y estamos buscando dónde se esconden los 300.000 liberados del Sindicato del poder ante la debacle que sufre el trabajador al que teóricamente defienden y están ya en el paro o en la antesala.
Pedro Beteta López es Doctor en Teología y Bioquímica
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