Tenemos libertad, tenemos igualdad, pero realmente nos falta fraternidad
La democracia no es sólo un modelo de organización de la convivencia, sino que implica un estilo de vida cotidiano en el que lo común ha de ser antepuesto al egoísmo o a la mera satisfacción privada[1]
“¡Libertad, igualdad y fraternidad!”. Aquel grito de la Revolución Francesa, aprendido por todos en la secundaria, merece renovada atención en estos momentos de un creciente individualismo egoísta en nuestra sociedad. En mis conversaciones con estudiantes viene con frecuencia a mi memoria cómo, a principios de los setenta, los universitarios inquietos nos manifestábamos por las calles céntricas de las ciudades con el grito −entonces subversivo− de “¡Libertad, libertad!”, que era violentamente reprimido por las fuerzas de la policía nacional.
Las décadas de progreso y logros sociales en nuestro país han hecho realidad una igualdad básica de todos los ciudadanos en la mayor parte de los aspectos de su vida: somos iguales ante la ley, ante la sanidad, en el medio ambiente y los demás ámbitos de nuestra vida comunitaria. Sin embargo, tengo la penosa impresión de que nos hemos olvidado por completo de la fraternidad, o la hemos relegado quizá a los solemnes versos del ‘Himno a la alegría’ de Schiller: “Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo había separado, todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave”.
En 1972, el Consejo de Europa adoptó como himno el tema de la Oda a la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven, pero ya dos años antes nuestro Miguel Ríos había difundido con enorme éxito aquella maravillosa versión que está en la memoria de todos: “Escucha, hermano, la canción de la alegría, el canto alegre del que espera un nuevo día. Ven, canta, sueña cantando, vive soñando el nuevo sol en que los hombres volverán a ser hermanos”.
Evocar estos versos invita a salir de nuevo a la calle a gritar ahora “¡Fraternidad, fraternidad!”. Tenemos libertad, tenemos igualdad, pero realmente nos falta fraternidad. De aquellos tres ideales de origen cristiano que enarbolaba la Revolución Francesa, el último, que debía ser el cemento de los dos primeros y, a la vez, su mejor fruto, parece la gran asignatura pendiente de nuestra convivencia democrática en las grandes decisiones de Estado y en las pequeñas contingencias de nuestra vida cotidiana.
La invocación de la fraternidad no es la apelación a un discurso melifluo capaz de aquietar las conciencias, sino una urgente llamada a la concertación social, a la mutua solidaridad, a la convivencia cordial en que se traduce la genuina “amistad civil”, de la que ya habló Aristóteles hace dos mil cuatrocientos años. Esto ha sido muy bien descrito en el sugestivo Compendio de la doctrina social de la Iglesia cuando afirma que “el significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del elenco de los derechos y deberes de la persona. Esta convivencia adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en la fraternidad. El campo del derecho, en efecto, es el de la tutela del interés y el respeto exterior, el de la protección de los bienes materiales y su distribución según reglas establecidas. El campo de la amistad, por el contrario, es el del desinterés, el desapego de los bienes materiales, la donación, la disponibilidad interior a las exigencias del otro. La amistad civil, así entendida, es la actuación más auténtica del principio de fraternidad”. Así es a fin de cuentas. Nuestra convivencia democrática debe basarse en una efectiva fraternidad cordial de quienes componen cada comunidad.
La democracia no es sólo un modelo de organización de la convivencia, sino que implica un estilo de vida cotidiano en el que lo común ha de ser antepuesto al egoísmo o a la mera satisfacción privada. Si gobernantes y gobernados buscaran sólo su satisfacción personal, la convivencia degeneraría hasta regresar a la ley de la selva en la que el más fuerte acaba imponiéndose siempre y pisoteando la razón y los derechos de los demás.
La democracia −escribió John Dewey− “es una concepción social, lo que equivale a decir, una concepción ética, y a partir de este significado ético está conformado su significado como forma de gobierno. La democracia es una forma de gobierno sólo porque es una forma de asociación moral y espiritual”. Necesitamos persuadirnos de que esto es así; de que una feliz convivencia democrática requiere por parte de todos un hondo sentido de comunidad, porque cada uno pone lo suyo personal al servicio de los demás.
La fraternidad civil no puede ser impuesta por la ideología, ni por la ley, ni por la genética: brota del corazón y vive en la voluntad de quienes quieren a los demás como a hermanos.
Jaime Nubiola es Catedrático de Filosofía del Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra y miembro del International Advisory Committee de la Charles S. Peirce Society.