Habrá paz cuando nos reconozcamos a nosotros mismos y sepamos darnos a los demás
Quizás no hemos sabido ver, en el final de aquel infierno llamado Auschwitz, un grito de esperanza que nos dice que el mal nunca tiene la última palabra
Este verano he tenido la oportunidad de visitar el campo de concentración y de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, a unos cien kilómetros de Cracovia. Allí estuve, por allí paseé, allí recé. A pesar de que se ha convertido bastante en un circo turístico, salí haciendo de tripas corazón y con el pensamiento de cómo es posible que la depravación humana haya llegado a estos límites.
Y cuando piensas que ya no se puede hacer nada peor, descubres que tampoco se quedaron cortos, años después, en la antigua Yugoslavia o, ahora, con las barbaridades del autodenominado Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL, o ISIL, del nombre en inglés) −¿por qué callan tantos países, como España?−; o con las “bofetadas” que se están dando israelíes y palestinos en la tierra que vio nacer a Jesús de Nazaret, por culpa de unos territorios reclamados constantemente por unos y por otros.
Por no hablar de las bestialidades cometidas en países africanos, como la masacre de Ruanda, durante los meses de abril a julio de 1994, y en la que se calcula que fueron asesinadas más de ochocientas mil personas… Y, desgraciadamente, podríamos seguir.
En el mundo no hay paz. Es un hecho. Y, donde parece que hay, en realidad es apariencia de paz. Porque apenas hay perdón. Perdonar implica la humildad de reconocer la propia miseria, y eso no es fácil: aceptar que yo también puedo meter la pata de igual modo o peor que mi vecino y que, por lo tanto, lo tengo que perdonar. Y el perdón −lo veíamos hace un tiempo− es como una herencia que hemos recibido de nuestro Creador, el único con autoridad propia para hacerlo.
No es verdad, como dicen algunos, que la principal causa de las guerras sea la religión. Es mentira o, simplemente, ignorancia. En Auschwitz, una placa recuerda que aquel lugar es un “grito de desesperación y una advertencia a la humanidad” por lo que pasó y no puede volver a pasar. En cambio, sí se ha repetido −y continúa repitiéndose−, porque no hemos sabido perdonar y porque, contrariamente, quizás no hemos sabido ver, en el final de aquel infierno, un grito de esperanza que nos dice que el mal nunca tiene la última palabra. Dios no es la causa de las guerras, sino el fanatismo en el que algunos están inmersos y que hace que no sean capaces de amar. Si realmente queremos la paz, es preciso, pues, que volvamos a establecer estos vínculos −de ahí la palabra religión: re-ligare ‘volver a atar’− con el Dios de verdad: Aquel cuyo primer mandamiento es el del amor.
Esto es lo que ha querido mostrar simbólicamente el Papa Francisco con el partido interracial e interreligioso que tuvo lugar ayer en el Estadio Olímpico de Roma. “Religión y deporte, entendidos en esta forma auténtica −recordó Francisco en el mensaje que dio a los deportistas que participaban− pueden colaborar y ofrecer a toda la sociedad señales elocuentes de la nueva era en la que los pueblos −y aquí citó al profeta Isaías− ‘no levantarán más la espada uno contra el otro’ (…); creyentes de religiones diferentes que, conservando la propia identidad, pueden convivir en armonía y en el respeto recíproco”. Y concluía: “¡Ensanchen sus corazones de hermanos a hermanos! Este es uno de los secretos de la vida, y también la dimensión más profunda y auténtica del deporte”.
La madre Teresa de Calcuta, durante el discurso de agradecimiento por haberle sido otorgado el premio Nobel de la Paz en 1979, además de decir que “el más grande destructor de la paz es el aborto: si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué falta para que yo te mate a ti y tú me mates a mí?”, contó la historia de un hombre que recogieron en un desagüe, medio comido por los gusanos. “He vivido como un animal, en la calle −nos dijo el hombre−; pero moriré como un ángel, amado y cuidado. Y fue maravilloso ver la grandeza de aquel hombre que podía hablar así, que podía morir así, sin culpar a nadie, sin maldecir a nadie, sin compararse con nadie. Como un ángel. Esta es la grandeza de nuestra gente”. Esto es paz.
Habrá paz cuando nos reconozcamos a nosotros mismos y sepamos darnos a los demás. En este sentido, no puedo dejar de recordar a un auténtico hombre de paz que nos dejó el miércoles pasado. José Antonio Vidal-Quadras, periodista y maestro de periodistas, profesor en la Universidad de Navarra. Con su sonrisa sabía transmitir esto: paz y serenidad. A él que, en cierto modo también fue mi maestro, le quiero dedicar, aún breves, estas palabras: ¡muchas gracias, José Antonio!