Tendemos a aplicar el sistema de hacer más grande el hoyo a muchos problemas realmente graves
Muy pronto querremos ensanchar otro agujero para desaguar el excedente de ancianos
Me bajé de la tienda de Apple una aplicación de golf gratuita que en realidad tenía un precio: desde entonces, recibo un correo electrónico semanal que, disfrazado de newsletter, me recuerda que debería adquirir la aplicación de pago. Normalmente lo borro en cuanto llega. Pero el otro día lo abrí sin querer, tropecé con la primera noticia y el título y me enganchó.
Resulta que el golf está en declive. Por lo menos, y en contra de mis impresiones, pierde jugadores y licencias a chorro. El año pasado terminó con casi un 5 por ciento menos, no quedaba muy claro si de licencias o de gente que realmente jugó, que es lo que interesa a los clubs y a las marcas de material deportivo.
En los últimos veinte años, el número de jugadores entre los dieciocho y los treinta y cuatro cayó un 30 por ciento, y en el decenio pasado, el golf perdió −no quedaba claro si en Estados Unidos o en el mundo− cinco millones de asiduos. Según parece, los desertores del green reconocen en las encuestas dos motivos fundamentales: jugar una partida de golf lleva demasiado tiempo y... es un deporte muy difícil de dominar, muy técnico.
La newsletter celebraba un hallazgo que, según ellos, arregla en un santiamén los dos problemas, dificultad y tiempo: el hoyo de quince pulgadas. Es decir, el agujero de 4,25 pulgadas se ancha más del triple, de modo que el juego resulte menos complicado y, como consecuencia, dure menos: en una partida promedio se ahorran unos cuarenta y cinco minutos. La meta de los clubs de golf y de las marcas de equipamientos es conseguir que el golf sea «más fácil y apetecible para las masas».
Estas soluciones siempre me recuerdan los versos aquellos de Luis Rosales: «Facilidad/ mala novia/ pero me quería tanto...». En el caso del golf, es una tontería sin importancia que ya dispone de arreglos mejores: juegas nueve hoyos en vez de dieciocho y te ahorras la mitad del tiempo. O la versión coreana: coche de golf obligatorio con caddie que lo conduce, recoge las bolas y se asegura de que la partida vaya rápida.
Sale caro, por supuesto. En fin, para el golf da igual. Pero tendemos a aplicar el sistema de hacer más grande el hoyo a muchos problemas realmente graves. Pasa, por ejemplo, con la multiplicación exponencial de los delitos. En este caso, ensanchar el hoyo consiste en multiplicar los tipificados y en aumentar año tras año las penas, sin reconocer los problemas culturales que están por detrás, como si un Código Penal cada día más obeso bastara.
Tengo la impresión de que también actuamos así con la crisis demográfica. De entrada, carecemos del coraje necesario para admitir sus verdaderas y más profundas causas o incluso, como dice García de Leániz, para hablar del asunto abiertamente.
Pero cuando empezamos a advertir sus terribles consecuencias, nadie parece dispuesto a ir hasta el final, de modo que la enfermedad se diagnostica en falso, como si fuera consecuencia de un improbable problema económico, y se trata peor: apenas con incentivos dinerarios, que tampoco vienen mal, pero nadie tiene un hijo por dinero.
Ni siquiera se reconoce que la supuesta superpoblación con la que nos amenazaron durante decenios era solo una superpoblación de malthusianos y de otras ideas e intereses en línea con los de las marcas de material deportivo para el caso del golf. Nadie pide perdón por haber elaborado una cultura en la que tener hijos resultaba vulgar e impúdico −«conejas», ¿recuerdan?− o por ampliar el hoyo en el green del matrimonio o, más en general, en las relaciones entre hombres y mujeres. Muy pronto querremos ensanchar otro agujero para desaguar el excedente de ancianos.
Salvo que nos paremos a pensar y tomemos el camino difícil para todos, para los políticos −que tienen que atreverse a decirlo− y para nosotros, que tenemos que atrevernos a vivir, a jugar sin trampas el deporte más difícil.