En medio de mucha indiferencia por parte de los países más desarrollados
Occidente debería trabajar con más empeño por la libertad religiosa, un derecho humano esencial, aun ligado a una mentalidad cristiana que arranca de la voluntad de Cristo al distinguir entre lo debido al César y lo debido a Dios
Hace poco me referí con cierto detalle a la gravísima persecución que sufren los cristianos en la zona dominada por los yihadistas de Iraq. Poco después, se repetía en las redes sociales la terrible imagen de una joven cristiana siria, de unos quince años, violada y asesinada por un grupo de rebeldes islamistas en la ciudad de Al Qusair. El sadismo llevó a los autores a clavarla luego en la boca un crucifijo relativamente grande.
Un mapamundi de la libertad religiosa reflejaría la triste realidad de su declive, en medio de mucha indiferencia por parte de los países más desarrollados. También en estos, aunque de otro modo −especialmente por la acción agresiva de una mentalidad laicista con muchos rasgos de fundamentalismo− se producen dificultades para la libertad, sin excluir a los Estados Unidos, aunque su Secretaría de Estado sea la responsable de uno de los más importantes informes anuales sobre el problema. En la presentación oficial del último, John Kerry afirmó: "Cuando el 75% de la población mundial vive aún en países que no respetan la libertad de culto, permítanme decir que tenemos todavía un largo camino por recorrer". También, frente a los riesgos creados por la política intolerante de Barack Obama en aspectos más importantes de lo que parece.
No se puede ignorar esa agresión de guante blanco, que penetra en universidades y medios informativos, en la línea de lo que explicaba Allan Bloom hace unos veinticinco años en su clásico libro sobre el “cierre de la mente moderna”. La amenaza es lógicamente muy distinta de la violencia jurídica que practican algunos Estados −China, Vietnam, Pakistán, Indonesia, Birmania, Corea del norte, Arabia Saudita, Eritrea− o la violencia física de bandas terroristas o milicia extremistas más o menos revolucionarias, en países de África y de Asia.
La ley contra la blasfemia continúa cobrándose víctimas en países de mayoría musulmana, especialmente en Pakistán: los jueces siguen dilatando la apelación de Asia Bibi, acusada de insultar a Mahoma presa desde hace cinco años y condenada a muerte. Y no se puede olvidar los asesinatos de figuras judiciales o políticas que defendían a los cristianos, el más conocido el entonces ministro para las minorías, el católico Paul Bhatti.
El peculiar capitalismo de la República Popular de China parece compatible con el teórico comunismo oficial y, desde luego, con el control y represión de las convicciones religiosas de los ciudadanos. Lo sufren el movimiento Falun Gong, los budistas tibetanos, los musulmanes de la provincia de Xinjiang; pero sobre todo, Pekín intenta detener como sea el crecimiento de conversiones al cristianismo, con demolición de iglesias y arresto de creyentes, salvo los pertenecientes a la llamada iglesia patriótica.
En ese amplio panorama no suele mencionarse la violencia budista, tal vez por la imagen idílica difundida en occidente desde los años sesenta al menos. Pero los discípulos de Buda, víctimas en Tibet, son verdugos en la antigua Birmania, en contra de minorías cristianas y musulmanas en diversas regiones del país. Jurídicamente, los no budistas son discriminados, convertidos en ciudadanos de segunda categoría.
Occidente debería trabajar con más empeño por la libertad religiosa, un derecho humano esencial, aun ligado a una mentalidad cristiana que arranca de la voluntad de Cristo al distinguir entre lo debido al César y lo debido a Dios. Esa doctrina resultaba insólita y fue origen de persecuciones que, por desgracia, reviven en el primer tramo del siglo XXI.
Lo ha entendido con clarividencia la Conferencia episcopal italiana, que convocó a los fieles a una jornada de oración por los cristianos perseguidos el pasado 15 de agosto. El presidente de la Conferencia, cardenal Angelo Bagnasco, no ahorraba calificativos cuando se refería a una Europa “distraída e indiferente, ciega y muda ante las persecuciones de que son víctimas hoy cientos de miles de cristianos”. Los epítetos se podrían quizá aplicar a España. Pero lo importante es el compromiso de luchar contra un hecho estremecedor, que el cardenal recordaba en la Radio Vaticana: cada cinco minutos muere un creyente en el mundo por razón de su fe.