Los seres humanos no deben ser tratados como bienes de consumo, como cosas descartables, como “desechos sobrantes”
Los seres humanos no deben ser tratados como bienes de consumo, como cosas descartables, como “desechos sobrantes”
Al decir de muchos la humanidad ha emprendido un auténtico giro histórico, merced a sus grandes avances en la salud, la educación y la comunicación. Se registran enormes saltos cualitativos y cuantitativos, con ritmo acelerado y gran difusión. Las innovaciones tecnológicas tienen una rápida y eficaz aplicación en distintos campos de la naturaleza y de la vida.
Sin embargo, junto a estas luces también aparecen las sombras, se experimenta la inseguridad, cuando no el miedo o la desesperación: “la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas” (Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 52). Falta la alegría de vivir, el respeto hacia la persona y hacia todas las personas. En muchos ambientes crecen la violencia y la inequidad. El conocimiento y la información de esta nueva era se presentan como “fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo” (idem).
El Papa Francisco pronuncia decididamente un “no a una economía de la exclusión y de la inequidad” (idem, n. 53). Cuando no nos conmueve la muerte por frío de un anciano en la calle pero sí la bajada de dos puntos en la bolsa de Nueva York, cuando botamos comida mientras hay gente que pasa auténtica hambre.
La competitividad es buena, en cuanto expresión de la libertad, pero debe ser encauzada hacia la justicia y el bien común. Si no, se convierte en la ley del más fuerte. Y, como consecuencia, grandes masas de la población quedan excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Los seres humanos no deben ser tratados como bienes de consumo, como cosas descartables, como “desechos sobrantes” (idem).
La riqueza que engendra el mercado por sí misma no se derrama equitativamente, sino que tiende a producir mayor inequidad y exclusión social. Pensar que el mercado por sí mismo hace llegar equitativamente la riqueza a todos no deja de ser una ingenuidad ante la condición humana en sus aspectos de egoísmo, codicia y ambición. Si la autoridad pública no orienta las actividades de los ciudadanos hacia el bien común, aumenta el número de los excluidos y la indiferencia generalizada hacia ellos, gracias a la anestesia de la cultura del bienestar (idem, n. 54).