Arguments
Benigno Blanco, Presidente del Foro Español de la Familia, ha publicado en la Web de esa plataforma ciudadana, un artículo sobre la educación en valores en el hogar, mostrando los beneficios que reporta una atención no desmedida pero sí organizada de la educación en valores en el seno familiar.
El artículo que presentamos trata de ser un clarinazo a los padres y madres de familia, para que se esmeren en transmitir valores morales fundamentales, pero respetando ya desde el uso de razón su libertad; es más acompañándola y animándoles a que la ejerciten, para que al ser ya “mayores” (13, 14, 15… años), puedan manejarse en el todavía pequeño entorno social, con soltura y la madurez de sus años
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Los jóvenes de hoy tienen la misma naturaleza humana que han tenido los jóvenes siempre desde Caín y Abel; ni tienen más hormonas que sus antecesores, ni son más malos ni menos moldeables por el esfuerzo educativo que los de generaciones anteriores, ni están menos predispuestos hacia el bien que los de otras épocas. Por lo tanto, lo primero que hay que rechazar al pensar en ellos y en cómo transmitirles valores es el pesimismo: hoy educar en valores es tarea tan apasionante, compleja y cargada de dificultades como siempre; ni más ni menos. Lo singular del esfuerzo educativo hoy no dimana de ninguna característica extraña en nuestros jóvenes, sino de la necesidad de afrontar directamente y con mucho realismo las dificultades específicas que nuestra época plantea a la tarea de ser buenos.
Una familia que hoy día quiera educar bien, que quiera transmitir valores positivos a sus hijos, tiene primero que aclararse ella sobre en qué consiste ser buena persona, pues solo así podrá saber en qué quiere que se convierta su hijo, solo así sabrá hacia dónde orientar el proceso educativo. Y hoy día hay muchas familias, hay muchos adultos —padres, profesores— que no se aclaran sobre en qué consiste ser buena persona; y así no se puede educar. Educar exige como presupuesto, como condición sine qua non, tener razonablemente claro qué cosas son buenas y malas, qué hace al educando bueno o malo. Por eso en el relativismo es imposible educar.
Hoy la mayor dificultad para educar es que muchos de nosotros nos hemos dejado infectar por el virus del relativismo y ya no nos aclaramos sobre qué es una buena persona y así es imposible ayudar al niño y orientarle para llegar a ser buena persona que es en lo que consiste educar: ayudar al niño a extraer todo el potencial de bien y verdad que lleva dentro por ser un ser humano. Por lo tanto el problema hoy para educar no está en los niños; está en los adultos que se han dejado dominar por el relativismo moral y lo transmiten a los educandos. ¡A cuántos niños de hoy nadie les ha dicho jamás que existen cosas buenas y malas, que hay cosas que les hacen buenos y otras que les hacen malos y que podemos distinguir con razonable precisión y certeza unas y otras!. Tales niños no pueden ser buenos pues ser bueno no consiste en no hacer el mal; consiste en enamorarse del bien. Y para enamorarse del bien hay que conocerlo previamente; y para conocerlo alguien tiene que mostrárnoslo. En esto consiste la educación: en mostrar el bien haciéndolo atractivo, deseable, digno de esfuerzo.
Esta es precisamente la esencia de la educación: transmitir valores y hacer atractiva la virtud; poner delante del niño lo bueno, un proyecto ilusionante de ser humano, mostrarle en qué consiste ser bueno y —con gracia— animarle a intentar serlo. Para hacer bien eso basta con saber qué cosas son buenas y que cosas son malas. Quizá en épocas de una mayor solidez y vigencia social de la cultura cristiana resultaba más fácil educar porque, aunque había menos ciencia pedagógica, existía una mayor claridad sobre en qué consiste ser bueno y malo; hoy algunos padres no tienen esta claridad, y por eso encuentran dificultades suplementarias para educar bien. En definitiva, educar es bastante fácil si uno sabe en qué consiste ser buena persona; y es muy difícil o imposible si uno no se aclara al respecto.
Los jóvenes de hoy no tienen ningún problema singular con los valores, con el bien. Somos los adultos, una parte de nuestras instituciones sociales y educativas imbuidas de relativismo, quienes hacemos difícil o singularmente problemático a nuestros jóvenes llegar a enamorarse del bien, a ilusionarse con ser buenos, porque no les enseñamos en qué consiste ser bueno, no les hacemos atractivo el bien, les transmitimos dudas e incertidumbres en vez de certezas, no les damos ejemplo de lo feliz que se puede ser siendo bueno (o intentándolo, al menos).
Para que los jóvenes hagan suyos los valores positivos de la sana antropología cristiana es imprescindible ayudarles a descubrir que hay un orden objetivo de las cosas que nos muestra qué es bueno y qué es malo, qué nos hace buenos y qué nos hace malos; y que ese orden objetivo no se crea en nuestra subjetiva interioridad, no lo encontramos mirándonos a nosotros mismos, a nuestras apetencias y gustos, a nuestra sensibilidad, sino que está en nuestra naturaleza, en cómo somos, en algo que no depende de nosotros mismos sino de la propia realidad humana tal como es de hecho.
Esta es una de las convicciones más importantes que los cristianos podemos aportar a nuestro mundo: este mundo no es un caos, no es fruto del azar. El ser humano no es consecuencia de la evolución, algo sin sentido. Al revés, somos el fruto del acto singular creador y amoroso de un Dios inteligente; por tanto somos razonables; y como somos razonables, somos inteligibles; y como somos inteligibles, podemos conocernos. Y conociendo nuestra naturaleza, podemos identificar qué nos ayuda a ser buenos y felices y qué nos hace malos e infelices por placentero que sea. El mundo de los valores es objetivable porque “valor” es el nombre moderno y un poco decadente para lo que siempre se ha llamado “bien”.
Educar a un niño, abrirle al mundo de los valores, encariñarle con el bien de que es capaz, es ayudarle a mirar con cariño lo bueno existente en la realidad de las cosas, empezando por sí mismo; ayudarle a mirarse a sí mismo y descubrir la dignidad que tiene; ayudarle a aprender que si quiere ser feliz y llevar una vida plena no puede hacer cualquier cosa con su cuerpo; ayudarle s observar a los demás y ver todo el bien que hay en ellos y que por tanto debe cuidarlos, respetarlos y quererlos; ayudarle a contemplar la realidad que le rodea y descubrir que es buena y, por tanto, digna de respeto. ¿Cómo educamos? Con cariño, con ejemplo y con palabras. Educar es vivir, es convivir queriendo; si queremos a los que tenemos a nuestro lado utilizaremos espontáneamente y sin pensarlo el gran medio que tenemos los seres humanos para influir en los demás —en nuestros hijos, en nuestros amigos y en la sociedad en su conjunto—, que es mostrarles con nuestro ejemplo y nuestra palabra qué merece la pena. Educar consiste en mostrar con la propia conducta el bien posible y en hablar con cariño de lo bueno y valioso, porque a través del ejemplo y de la palabra nos metemos materialmente en el interior del corazón y la cabeza de ese niño al que queremos y depositamos allí con naturalidad el atractivo sugerente del bien (de eso que hoy llaman valores).
Para transmitir eficazmente valores a los chicos hay que hablar mucho con ellos desde muy pequeños y hablándoles siempre bien de las cosas buenas.
Según van creciendo, es fundamental que esa palabra con que les hablamos bien de las cosas buenas la vean ratificada en los hechos de nuestra vida y que nos vean felices viviendo conforme a los criterios que les decimos a ellos deben seguir. En la adolescencia especialmente el testimonio de vidas plenas y felices es de una inmensa fuerza pedagógica: nuestra propia vida puede hacer atractivos o sospechosos los valores que queremos transmitir a nuestros hijos.
Sería absurdo, por ejemplo, hablarles muy bien de Dios y que no nos vieran nunca rezar; sería una incongruencia que rompería la bondad del mensaje transmitido por la palabra. Un niño tendrá con naturalidad amistad desde pequeñito con Dios si, aparte de hablarle bien de Él, ve a sus padres rezar. Por la misma razón, si los niños ven a papá y mamá quererse y que son felices queriéndose, el mensaje sobre el valor del matrimonio les resultará especialmente convincente. ¿Dónde puede aprender un niño de hoy la convicción íntima de que es posible el matrimonio para toda la vida? Si ve a sus padres y a sus abuelos felices en un matrimonio para toda la vida. ¿Dónde va a aprender que es posible y gozoso quererse durante años y años aunque se envejezca? Si lo ve en sus padres, en sus abuelos. ¿Cómo transmitimos valores? Hablando bien de las cosas buenas y, en la medida de lo posible, mostrándolas hechas vida en nosotros mismos.
A partir de muy corta edad los niños empiezan a tener otras instancias educadoras distintas de la familia. Van a la guardería o al colegio, comienzan a salir de casa. En cuanto crecen un poco más, ya ven la tele y, un poco después, encienden el ordenador, acceden a Internet y hacen amigos. Todos esos lugares y medios se convierten en instancias educadoras que pueden ir en la misma línea de la familia o no. Por ello si la familia quiere seguir siendo responsable de la educación de sus hijos debe proyectarse en esas instancias; lo que al principio bastaba con vivirlo en el hogar, a partir de determinada edad hay que empezar a vivirlo en connivencia de los padres con otras instancias que también educan a los hijos, instancias que, según pasa el tiempo, adquieren cada vez mayor relevancia porque el niño está más horas en la escuela que en casa, porque cuando llega la adolescencia los amigos influyen más que los padres, porque con frecuencia hoy día Internet, la televisión, etc., pueden estar transmitiendo continuamente y de forma machacona un bagaje moral acorde o no con el que se transmite en la familia. Por tanto, unos padres que quieran educar, que quieran transmitir valores, tienen que hacerse presentes en esas instancias educadoras.
Más adelante los hijos ven proyectada su trayectoria vital en otros sitios, en otros focos de atención y de aprendizaje, y los padres debemos proyectarnos también en esos otros sitios y en esos otros focos de aprendizaje. Por supuesto, nos importa mucho la escuela de nuestros hijos, y por eso, si podemos, elegiremos la mejor para ellos que es aquella que tenga la misma visión del ser humano que tenemos nosotros., aquella que transmita los mismos valores que transmitimos nosotros en la familia. Y además nos haremos presentes en la escuela: conoceremos a los profesores de nuestros hijos y hablaremos con ellos para empujar, para rectificar, para reforzar, para sugerir; y participaremos por los mecanismos que permite el ordenamiento jurídico en la dirección de la escuela; y ojearemos los libros que estudian nuestros hijos, especialmente en las materias que pueden tener una dimensión moral, y si apreciamos en ellos cosas que no nos gustan, lo comentaremos con el hijo para darle criterio o para suministrarle el antídoto si fuese necesario. Debemos proyectar también nuestra responsabilidad educativa en el uso de Internet y el resto de las nuevas tecnologías al alcance de nuestros hijos y les enseñaremos a consumir estos productos y servicios con responsabilidad tanto en el tiempo como en los contenidos. Nuestros hijos deben saber desde muy pequeñitos que hay cosas que no merece la pena ver. Si nos preocupa su formación moral, no habrá en nuestra casa un ordenador conectado a Internet que no tenga un filtro contra contenidos indeseables. Tampoco dejaremos que haya en la habitación de nuestros hijos un ordenador conectado a Internet o un televisor; la televisión y los ordenadores estarán en sitios de uso común en casa pues así podemos educar a nuestros hijos para generar en ellos hábitos de consumo responsable. Desde pequeños tienen que aprender que en la televisión y en la red hay cosas que merece la pena ver y cosas que no, y tienen que ver a papá y a mamá que cambian de cadena o que apagan el aparato cuando salen porquerías, y así a ellos les parecerá normal hacer lo mismo. Las nuevas tecnologías no son ni buenas ni malas; como todo en esta vida, se pueden usar bien o mal, y educar es ayudar a usarlas bien para que sean instrumento de amor al bien y no de seducción por el mal.
Así iremos formando a nuestros hijos en el amor al bien, les haremos apreciar los valores positivos como algo deseable y digno de ser perseguido, les ayudaremos a llevar consigo su propio ambiente y a no dejarse arrastrar por el que encuentren en la calle. Tenemos que formar en ellos personalidades con mucho poso. No podemos tener miedo a la libertad de nuestros hijos; tenemos que amar su libertad y reforzársela dándoles criterio, ayudándolos desde pequeñitos a asumir su libertad y responsabilidad, a elegir, a optar, porque eso será lo que irá creando el hábito de decantarse por lo mejor, por lo valioso. Y sin escandalizarnos ni abatirnos si se equivocan una o muchas veces; de los errores también se aprende cuando las ideas están claras.
En nuestra época hay una dimensión de la personalidad en la que es absolutamente fundamental que nos esforcemos en educar en valores a nuestros hijos: la sexual. Los padres tenemos que hablar de sexo con nuestros hijos y desde muy pequeñitos porque hoy día la perversión sexual de los menores es algo que flota en el ambiente: ciertas modas, cierta educación sexual en la escuela, ciertas series de moda en la televisión, etc. Debemos ayudarles a dar sentido a todo aquello que les muestra el ambiente y que es precisamente lo que ese ambiente no les proporciona: el sentido de la sexualidad, la integración de la misma en una personalidad seria, arraigada.
La llamada «perspectiva de género y de la salud sexual y reproductiva» es un inmenso error antropológico en materia de sexualidad que hoy está omnipresente en nuestra sociedad y frente a la que tenemos que formar a nuestros hijos en una visión seria y responsable de la propia sexualidad. La ideología de género es una visión de la persona que consiste en afirmar que en materia de sexualidad no hay nada que sea natural y que, por tanto, todo lo que tiene que ver con la sexualidad es una construcción cultural; subjetivamente, nos dice esta ideología, uno no es ni hombre ni mujer, es la orientación afectivo-sexual que autónomamente decida; el único criterio moral es la libertad, todo lo que hacemos es bueno y, por tanto, para la ideología de género las conductas homosexuales, heterosexuales, transexuales o bisexuales son igual de valiosas, porque son el fruto de la autonomía operativa de cada persona que es el único criterio en esta materia. Por ello, en esa perspectiva todo lo que restrinja la posibilidad de experimentar en materia de sexualidad es ilícito, y todo lo que ate en materia de sexualidad es nocivo; por eso la maternidad es nociva y el aborto un derecho.
Para hacer frente a esta deformación axiológica de nuestros jóvenes, los padres debemos formarnos en materia de sexualidad; hay que formarse para hablar bien de sexo. Como padres, como madres, como abuelos, como profesores, tenemos obligación de saber hablar de sexo con nuestros hijos, con nuestros nietos, con nuestros amigos; del sentido humano de la sexualidad, de cómo se integra una sexualidad responsable en un proyecto personal serio y maduro, del valor de la vida y la maternidad. Y si no sabemos cómo hacerlo, hay que preguntar, porque gracias a Dios hoy día hay bastantes páginas web, cursos e instituciones que enseñan a las familias a hablar de sexualidad; entre otras el Foro de la Familia que está desplegando una amplia campaña formativa entre las familias españolas bajo el nombre “La sexualidad sí importa, sin ningún género de duda”.
Así pues, para transmitir valores, para educar, lo primero que hay que hacer es aclararse. Esa es la gran obligación nuestra como padres, como profesores y como ciudadanos responsables: saber cuál es el modelo ideal de persona que tenemos que poner delante de nuestros jóvenes para enamorarles, para que les guste ser así, para que vayan comprometiendo de forma progresiva y esforzada su personalidad y su libertad con los valores que merecen la pena. Si actuamos así, comprobaremos que los jóvenes de hoy son tan encandilables por los sanos valores —por el bien—como los de todas las épocas.
Benigno Blanco, Presidente del Foro Español de la Familia
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