Desde la óptica cristiana la persona humana no se agota en su existencia social, sino que la trasciende
Diario de Navarra
El autor señala que la vida de fe entraña una imprescindible dimensión social, pero desde la óptica cristiana la persona humana no se agota en su existencia social, sino que la trasciende
«No soy creyente, pero el nuevo Papa me está emocionando», escribe Jacques Le Goff, conocido medievalista y biógrafo de San Francisco de Asís. La renuncia de Benedicto XVI y la elección de Francisco han suscitado el interés de la opinión pública mundial. ¿Cómo se explica que el Papa fascine al mundo?, se pregunta el ‘Wall Street Journal’. Francisco, con sus gestos y con sus palabras, se ha ganado los corazones de todos, católicos y no creyentes, intelectuales y personas sin especial formación.
Este idilio con la opinión pública se probará cuando el Papa empiece a gobernar −nombramientos, decisiones− y cuando las verdades de siempre que salgan de su boca choquen frontalmente con el discurso políticamente correcto. Entonces recordará las palabras de Léon Bloy: «¿Por qué la Iglesia es tan odiada? Porque es la conciencia del género humano». Pero entretanto la religión recupera actualidad. «Dios está de vuelta», declaraba recientemente John Micklethwait, director de The Economist.
Encuentro certero el diagnóstico del sociólogo Guillaume Paoli: «El premoderno sabe que cree; el moderno cree que sabe; el postmoderno cree que no cree». Parecía que el proceso de secularización, compañero del desarrollo de la ciencia moderna, iba a borrar todo vestigio religioso de la faz de la tierra. Y con la idea de Dios iban a desaparecer las de ‘verdad’ y ‘bien’, para dar paso a una mezcla de relativismo y escepticismo, al "todo vale".
No ha sido así. Incluso en el descreído Occidente la religión mantiene una considerable presencia social, aunque haya cedido abundante terreno. El moderno, ebrio de saber y de poder, pensó que podría echar a Dios de su pedestal para ocupar ese puesto. En palabras de Nietzsche: «No hay Dios porque, de haberlo, yo no soportaría no serlo». La expulsión de Dios no nos ha traído el paraíso terrenal, más bien al contrario. La política y la economía dejadas a su libre curso, sin criterios morales, se han vuelto contra el propio hombre: afán de poder, corrupción, codicia sin límites.
La Realpolitik y la maximización del beneficio se dan la mano para explotar a la gente de a pie. «La peor crisis no es económica, sino ética», declaraban recientemente Pepu Hernández, Valero Rivera y Vicente del Bosque, entrenadores de selecciones campeonas mundiales y modelos de buen hacer, también en sentido moral (siempre es comprometido canonizar a la gente en vida, pero me arriesgo: necesitamos referentes). La ética vive, sin duda, una coyuntura alcista. Las cátedras se multiplican en las universidades, al igual que los comités deontológicos en los diferentes ámbitos profesionales.
Destacados pensadores agnósticos reclaman un poco de trascendencia como remedio contra el cinismo que nos domina. Edgar Morin postula «una fe en la posibilidad de mejorar la convivencia humana, una fe en los valores de la fraternidad». Marcello Pera, filósofo y expresidente del Senado italiano, sugiere «una religión cristiana no confesional». Los intentos actuales de elaborar una religión civil remiten, en última instancia, a Voltaire: «Si Dios no existiera, habría que inventarlo. ¿Qué genio puede con sus creaciones suplir en un instante esa gran idea protectora del orden social y de todas las virtudes sociales?».
No creo que una religión meramente civil, tal como la conciben Morin o Pera, vaya a sacarnos del atolladero moral. ¿Qué sentido tiene hablar de fraternidad universal si no tenemos un padre común? La Iglesia es mucho más que una cualificada agencia de servicios sociales o de beneficencia, aun siendo muy estimable lo que aporta en este campo (¿Quién hace más que Cáritas por las víctimas de la crisis económica?). Una fe cristiana reducida a simple moralismo probablemente acabaría ahuyentando a los fieles y perdería todo el interés.
Si es verdad que Dios existe y se ha revelado en Jesucristo, lo decisivo no es la contribución que la fe en él puede significar para el orden social, sino lo que el hombre puede y debe hacer por su Creador −entre otras cosas, por supuesto, contribuir a una ordenación justa de la sociedad: el amor a Dios se prolonga necesariamente en el amor al prójimo−. Como ha recordado el papa Francisco en sus primeras palabras, la Iglesia no es una simple ONG. Su misión no consiste en asegurar el buen funcionamiento de la sociedad ni en salvar el mundo, sino en llevar a las personas a la unión con Dios, que culminará en el cielo.
La vida de fe entraña una imprescindible dimensión social, pero desde la óptica cristiana la persona humana no se agota en su existencia social, sino que la trasciende. Cada creyente, ya sea pastor o fiel, tiene que acertar en la síntesis de los tres elementos básicos de la existencia cristiana: liturgia (vida sacramental y de oración), kerigma (anuncio del Evangelio, con el ejemplo y con la palabra) y diaconía (servicio a los más necesitados). Cualquier reduccionismo falsearía la fe y prestaría un flaco servicio al mundo, pues le ofrecería una mercancía adulterada.
Alejandro Navas García. Profesor de Sociología, Facultad de Comunicación. Universidad de Navarra