El secreto de su matrimonio es la presencia de Dios en su vida matrimonial
Ignoro si el título de este artículo suscitará cierta sorpresa o curiosidad, porque es evidente que cuando alguien invita a un amigo a un festejo o a un almuerzo o reunión familiar, una vez terminado el evento, llega la despedida y hasta la próxima. Sin embargo, la historia que recoge “Cuando el amor construye la familia”, sobre el hogar que formaron Tomás Alvira y su mujer Paquita, me ha llevado a concluir que allí, desde el principio, hubo un invitado a la boda que se quedó para siempre. Un invitado “de lujo”, como el que acudió a las bodas de Caná y recoge el Evangelio: Jesús de Nazaret. Pero vayamos por partes, aunque con esta referencia el lector ya habrá adivinado por dónde van a discurrir estas líneas.
Se conocen ya varios libros sobre la historia de la familia Alvira. El que ahora comento lo ha publicado Rialp en su sección de “testimonios”, escrito por una licenciada en Historia por la Universidad Complutense y doctora en Filosofía por la Universidad de París-Sorbonne: María Isabel, una hija de los nueve vástagos que tuvo el matrimonio de los Alvira. Esta particularidad tiene la ventaja de recoger, de primerísima mano, experiencias directas de quien ha compartido a lo largo de muchos años las vivencias de aquel hogar, construido día a día, como dice la autora, por el amor de los esposos. Su lectura hace ver que todos, directa o indirectamente, pusieron su granito de arena en aquella labor, empezando por los padres que, como es natural, llevaron siempre la parte más difícil y trabajosa de aquella casa.
Aunque solo María Isabel lleve la batuta, en realidad cada miembro de la familia contribuye, a su modo, para que la historia completa aparezca en sus páginas. Y esto porque va exponiendo comportamientos y reacciones de unos y otros a lo largo de los años: de los padres entre sí y con los hijos, sucesos de sus hermanos y hermanas en el día a día, relacionados con el quehacer educativo de los padres, dificultades que surgen, comentarios vivos, etc. Salen a escena numerosos momentos de la “vida real”, como los de cualquier familia, con sus luces y sombras, pero en aquella casa se diría que, al final, conformasen en su conjunto como un luminoso mosaico de lo que debe ser un hogar cristiano.
Con todo, lejos de pensar que la autora se hubiera dejado llevar por un excesivo afecto filial y fraterno, coloreando el cuadro y “barriendo para casa”, señalo que también ofrece numerosas aportaciones llegadas de fuera, de personas que trataron a la familia y que, con nombres y apellidos, han testimoniado de palabra y por escrito -como puede leerse-, las virtudes que fueron descubriendo en los padres y en la vida de aquel hogar. Y esto, desde amigos y colegas de trabajo de Tomás, amigas de Paquita, chicos y chicas compañeros de los hijos e hijas en sus respectivos colegios, hasta testigos “de visu” como las empleadas del hogar; unos y otros vienen a corroborar con sus testimonios que María Isabel no inventa nada.
En una de las solapas del libro destacan estas palabras: “Era evidente para mí que mis padres eran felices y creadores de felicidad a su alrededor. ¿Cuál era su secreto?”. Y en uno de sus capítulos que titula precisamente “El secreto de su matrimonio”, aborda lo que considera como el manantial oculto: el amor de los padres, trabajado día a día, para mantenerlo despierto y que pudiera irradiar paz y alegría a su alrededor, dentro y fuera de aquella casa. Ese manantial se nutría, a su vez, como leemos en el primer epígrafe de ese capítulo, de: “La presencia de Dios en su vida matrimonial”. O como señala en el capítulo siguiente, titulado: “Dios presente en todo”, y donde va describiendo la naturalidad con que sus padres vivían esa presencia, comenzando por su amor a la Eucaristía -fuente de unidad en la Iglesia y también en su versión doméstica que es la familia cristiana-, hasta llegar a las cosas más nimias de la diaria convivencia.
Tomás y Paquita, protagonistas centrales del libro, conocieron a san Josemaría Escrivá antes de contraer matrimonio; más tarde formaron parte del Opus Dei, cuyo espíritu trataron de vivir buscando la santidad en y a través de los quehaceres de la vida ordinaria. Se comprende que se haya iniciado el proceso de beatificación de los dos; sin embargo, esto no lo deberíamos ver como algo excepcional, sino lo ordinario en esposos y padres que se toman en serio su condición de cristianos y también, por tanto, la gracia del sacramento del matrimonio.
La familia que aparece en este libro vendría a ser un ejemplo más de esa santidad “de la puerta de al lado”, a la que hace referencia el papa Francisco: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa (…) Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (Exhort. Ap. ‘Alegraos y regocijaos’, 19-III-2018, n. 7). Por eso, cabe hablar de la santidad del matrimonio del 2º piso o del que vive en la puerta de al lado.
Para terminar, volvamos al ”invitado que se queda en casa”; como adelanté al principio, me refería a Jesús presente en las bodas de Caná. De no haber estado allí, aquella fiesta hubiera acabado mal. Por eso, dice el Catecismo: “La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.” (n. 1613). Esto, que sirve para todo matrimonio, aunque los contrayentes no sean cristianos, en el caso de los bautizados hay un “plus” maravilloso: la gracia del sacramento que confiere a los esposos lo específicamente necesario para que, junto con la gracia de los otros sacramentos, alcancen la meta de la santidad.
El mejor regalo de boda es la gracia del sacramento ofrecida por Cristo, que actúa misteriosamente en la vida de los esposos si ellos la saben apreciar, porque es como si Él se quedara ya en aquel hogar, como invitado permanente, y no solo el día de la boda. Sin llegar al milagro portentoso de convertir el agua en vino que hizo en Caná, el Señor ayudará con su presencia escondida a que las deficiencias y dificultades que nunca faltan en una familia, se tornen retos que acrecienten el amor entre todos sus miembros y ayuden a edificar la casa a la que siempre se desea volver.