No olvidemos que en el Portal de Belén la única riqueza era el mismo Niño Dios
He visto que, a estas alturas, ya hay gente saturada de Navidad: cenas de empresa, regalos, colas para la compra en los supermercados, encendido de las luces de Navidad... Se confunde el Adviento y diciembre con Navidad. Así, el día 25 ya estaremos cansados, hartos, atiborrados y nos perderemos lo mejor: el nacimiento de un Niño, de Jesús.
Hay una larga tradición entre los cristianos de preparar las fiestas, de disponernos para vivirlas y aprovecharlas bien. El Adviento y la Cuaresma preparan la Navidad y la Pascua. Son acontecimientos relacionados con la vida de Jesús y, por lo tanto, importantes para nosotros. Es un tiempo de espera paciente, ilusionada, de esperanza.
Dice el Catecismo de la Iglesia que “La venida del Hijo de Dios a la Tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos (…). Al celebrar anualmente la liturgia del Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida de el Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida”.
Con la cultura de la inmediatez hemos olvidado el valor de la espera. Si lo tengo todo ya, vivo sin esperanza. No se puede gozar, amar, disfrutar de lo que no cuesta. No se valora lo que es gratis, fácil, abundante. Si todos los días fueran Navidad, nos quedamos sin ella; también hay que esperar un largo año para celebrar el cumpleaños, para cantar cumpleaños feliz.
La espera aporta ilusión, ganas, sueños. Nos prepara para saborear lo que tanto deseamos. La esperanza nace de la “desesperación”, del dolor de no tener. Cuanto mayor sea el deseo, el ansia, el reto; cuanto más desesperados estemos más podemos esperar. Se la representa como un ancla: ese resorte que impide que vayamos a la deriva, que nos lleve la corriente.
La auténtica esperanza es una de las tres virtudes teologales, tiene su fundamento en Dios. En ella sí se puede hacer realidad lo del “cuánto peor, mejor”. Esta espera se fundamenta en lo divino, sabe a Dios. Es la que tuvo Abraham, que engendró a Isaac en su vejez. Fe y esperanza están relacionadas: nos hablan de lo que no se ve, ni se puede.
“Hermanos: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiance así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos”, nos dice san Pablo. También recoge la liturgia de hoy esta petición: “Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras al encuentro de Cristo que viene, para que, colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos”.
El Adviento nos prepara para un doble encuentro con Cristo: ahora con un Niño que nace en Belén y, en la segunda venida al final de los tiempos, como Juez y Señor. Él es nuestro único salvador, el motivo de nuestra esperanza. Es cierto que vivimos tiempos duros, tempestuosos. Parece que el mal y la mentira, la fealdad y la deslealtad, se apoderan de todo. Pero en medio de esto, incluso con las fuerzas de la naturaleza desatadas, surge el bien, la bondad, la belleza.
Es tiempo de penitencia, de sacrificio para caminar. No seamos conformistas, que no nos paralice el miedo. Siguen infundiéndonos miedo las noticias, el aparente futuro incierto, la guerra y los virus, el cambio climático. Hay pánico al fracaso y al compromiso, hay desconfianza. Esta combinación nos paraliza. Es lo que quieren “los malos”, que no hagamos nada; además, con una gran propaganda, nos hacen dudar de todo, empezando por nuestra identidad natural. Ya no sabemos ni lo que somos.
Es momento de velar, ya celebraremos. Pero ahora vamos a prepararnos. Dice el Papa: “El Adviento nos invita a un esfuerzo de vigilancia, mirando más allá de nosotros mismos, alargando la mente y el corazón para abrirnos a las necesidades de la gente, de los hermanos y al deseo de un mundo nuevo. Es el deseo de tantos pueblos martirizados por el hambre, por la injusticia, por la guerra; es el deseo de los pobres, de los débiles, de los abandonados. Este es un tiempo oportuno para abrir nuestros corazones, para hacernos preguntas concretas sobre cómo y por quién gastamos nuestras vidas”.
Pensar en los demás, ser sobrios en el comer y en el beber, ayudar a los que no tienen o lo han perdido todo. Buscar un tiempo para Dios en la oración, en el silencio, en la serenidad. Antes de elegir los regalos, pensar en lo que realmente necesitamos y en lo que podemos prescindir en provecho de los demás. No olvidemos que en el Portal de Belén la única riqueza era el mismo Niño Dios.