“Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. S. Agustín
Noviembre siempre nos trae el recuerdo de los seres queridos que ya nos dejaron para marchar a la otra vida. Hace apenas dos días, una persona conocida me decía, entre lágrimas: “¡Qué nostalgia siento de mi hermano…!”, fallecido recientemente. Es una experiencia universal el despertar en nuestro corazón sentimientos contrastantes de alegría y tristeza, recordando el grato amor de los familiares ausentes, con quienes compartimos tantos momentos de paz y felicidad.
Con razón esa persona decía “nostalgia” porque, en efecto, esta palabra tiene su origen en dos términos griegos: “nóstos” que significa ‘regreso’, y “algía” que es ‘dolor’. Y expresa justamente eso: el dolor agridulce que despierta la ausencia de las personas amadas, que ya partieron. Por eso, alguien dijo que la nostalgia es lo que queda del amor. Parece ser que este término lo aplicaron por vez primera médicos suizos de finales del siglo XVII, para referirse a la añoranza, casi enfermiza, que sentían los soldados lejos del hogar.
Pensando ahora en eventuales lectores, ajenos tal vez a la fe cristiana, quisiera compartir con ellos -aunque no menos que con los creyentes-, la visión y raíces trascendentes que encierran esos sentimientos naturales que afloran y constituyen la nostalgia. Y es que sucede siempre lo mismo: todo lo bueno y natural de este mundo, encierra una dimensión superior que enlaza y tiene su fuente última en Dios porque, siendo Amor y suprema felicidad, suscita inevitablemente cuanto de positivo y bello hay en este mundo, máxime si se trata de sentimientos de amor.
Se explica así que, prácticamente, en todas sus parábolas para hablarnos nada menos que del Reino de los Cielos, el Señor tome pie de realidades terrenas, ya sea de los oficios y trabajos humanos, como de las cosas materiales más nimias; todo apunta a más y hacia arriba, desde la pequeña semilla de mostaza hasta el granito de trigo que, muriendo en la tierra, se llena de fruto en la espiga.
Si los amores humanos suscitan nostalgia y el deseo de reunirse nuevamente con nuestros amados difuntos, este anhelo de “retorno del pasado” tiene, en la fe cristiana, un claro origen y motivación divinos, y tiende a un fin mucho más grande y elevado que el del reencuentro con nuestros seres queridos, porque será ya el encuentro no solo con ellos, sino de todos juntos con el amor de Dios en su Trinidad de Personas.
Ese anhelo de plenitud hunde sus raíces en las semillas que Dios, con su Amor creador, ha sembrado en nuestras almas para que aspiremos al gozo imperecedero del Cielo. Lo expresó san Agustín en su famosa frase: “Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confes. Lib.1,1). Así es porque estamos “programados” para la plenitud en Dios, a la que responden las más excelsas manifestaciones de nuestra vida, que son como intuiciones de que Dios existe y ha sembrado esas semillas de eternidad. El Catecismo de la Iglesia lo expresa así: “Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.” (CEC 33)
La nostalgia, pues, nos remite y apunta, tanto desde la razón natural como desde la luz de la fe, a un amor sin límites, inmortal y eterno. Es justamente la meta a la que tiende la virtud de la esperanza cristiana que, como enseña de nuevo el Catecismo “responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; (…); protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna.” (CEC, n.1818).
La sintética sentencia de san Agustín, antes mencionada, la ha expresado Benedicto XVI en frases certeras como estas: “El hombre digital, al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena (…) El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto” (Audiencia 11-V-2011). Nuestro corazón abierto al infinito seguirá siempre inquieto porque “programado” para la belleza, el amor y la verdad, su anhelo de plenitud solo podrá colmarlo cuando descanse en Dios que es todo eso en grado infinito.
Las semillas de eternidad que toda persona recibe en su alma inmortal cobran en el cristiano, por la gracia de la caridad divina, una nueva intensidad que lo impulsa, como ha expresado san Josemaría, a dar “a cada instante -aun a los aparentemente vulgares- vibración de eternidad” (Forja, n. 917). Es tanto como animarnos a llenar de amor y de esperanza, la entera jornada plena de aparentes nimiedades; o lo que es lo mismo, a trabajar con los pies muy en la tierra y, a la vez, y por el amor de Dios, sin ataduras que impidan tener nuestro corazón en el Cielo.
Como cualquier mortal, el cristiano experimenta nostalgias; pero, al mismo tiempo, se sabe salvado por la esperanza en la vida eterna, nacida de su fe en Cristo; lo señala Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza; y para contrastar esta virtud con quienes acaban su vida sin esperanza alguna tras la muerte, recuerda el texto de una lápida mortuoria de los primeros siglos, donde podían leerse estas palabras: “En la nada, de la nada, qué pronto caemos” (Cf Corpus Inscriptionum Latinarum, vol VI, n. 26003). ¡Qué triste existencia cabe pensar, la de esa persona en cuya tumba figuraba semejante epitafio!
Los cristianos deseamos que, si escriben algo en el epitafio de la nuestra, responda a una vida transida de alegre esperanza; y, por tanto, que sea como un trasunto de las palabras del Prefacio en las misas de difuntos, donde confesamos: “La vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
A ese final glorioso parece apuntar la fe de Francisco de Quevedo, en su soneto “Amor constante más allá de la muerte”; lo concluye sublimando todos los componentes del cuerpo que, en su corrupción, “serán ceniza más tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. Por eso, concluimos nosotros, cenizas de un cuerpo que, en unión estrecha con su alma, desarrolló las semillas del amor divino, y que resucitará para la vida eterna del Cielo.