No logramos entender a Dios con nuestra mente ni escrutar sus misterios, pero podemos gritarle al cielo, abarrotando iglesias valencianas y templos del mundo para suplicarle que haga algo y que no se olvide del hombre
La semana pasada el azul mediterráneo se tiñó de rojo muerte en Valencia. El sol se ocultó. La tierra y el agua se tragaron la luz y la vida. El tiempo se paró y el mundo se detuvo en Paiporta, Sedaví, Chiva, Massanassa, Benetússer… Una impotencia se apoderó de todos y un funesto destino hizo explotar la pregunta: ¿por qué ha sucedido esta tragedia? Nadie lo sabe, nadie tiene una respuesta racional que satisfaga a la mayoría. Absurdo encontrar razones, rastrear culpables y multiplicar hipótesis. No hay culpa imputable al rugir de la Naturaleza y al descontrol de su fuerza; no podemos denunciarla por crímenes contra la humanidad, ni atribuirle una perversidad intrínseca por sus cataclismos periódicos.
El sufrimiento causado por la DANA no tiene sentido en sí mismo, ni puedo estrujarme la cabeza por averiguarlo porque es un callejón sin salida. Y por eso «libremente», la tragedia pide un parón para darle un sentido desde fuera, sobrevolando la situación, trascendiéndola para luego volver a atravesarla. Hay que salir de la DANA y regresar a ella cargados de sentido: ir más allá de la razón y de nuestras capacidades lógicas. La cruda realidad es que no podemos tener el control sobre los fenómenos naturales ni sobre nosotros mismos. Somos criaturas vulnerables microscópicas, motas de polvo pululando en un universo incomprehensible cuyo dominio está fuera de nuestro alcance. Somos seres mortales que en un instante inesperado podemos morir. Y lo único que nos queda tras la hecatombe es algo más grande que ella: la libertad interior de no condenar a la infelicidad total a los afectados, a la propia vida y a la sociedad. Las catástrofes podrán quitarnos todo y arruinarnos, pero ninguna DANA, tsunami u ola tienen tanta fuerza para arrastrarnos a una vida sin sentido. Sin huir de la dolorosa realidad podemos empezar a vivir otra vida nueva porque, de hecho, ni la DANA ni la muerte son el mal absoluto ni tienen la última palabra.
Y ¿dónde estaba Dios? Resulta banal un plan urdido por Dios descargando una venganza del Cosmos sobre la tierra valenciana. Absurdo plantearse que conviniera causar esta tragedia como un mal necesario. Algunos se desahogan culpándole, blasfemando contra su existencia, pero en absoluto esa ira calma el corazón inundado de dolor. No logramos entender a Dios con nuestra mente ni escrutar sus misterios, pero podemos gritarle al cielo, abarrotando iglesias valencianas y templos del mundo para suplicarle que haga algo y que no se olvide del hombre. Intranquiliza pensar en un Dios enviando este tipo de pruebas para a continuación mostrarnos lo bueno que es. Nos cuesta aceptar los desastres naturales aunque, en el fondo, lo que más cuesta es morir. Aunque sin fe es difícil, misteriosamente Dios está detrás de todo, entrando hasta el fondo de las tragedias porque también es humano. Dios estaba atrapado en la DANA, sufriéndola en Paiporta, a la deriva por lad calles inundadas de Sedaví y La Torre, bajo la tormenta de Chiva, ahogándose en los coches de Catarroja, hundiéndose en el barro de Alfafar.
Dios estaba perdiéndolo todo en medio de todos, jugándose la vida junto al vecino, el bombero y el soldado por salvar a familiares, amigos, incluso a animales; estaba de voluntario entre los voluntarios, mezclado entre los vivos y los que estaba muriéndose, consolándolos. Dios sigue dentro de las casas y negocios destrozados porque la DANA no lo ha matado. Está más vivo que nunca en cada uno de los que están sufriendo, sin abandonar a las familias de los muertos a un dolor insoportable. Él está calmando una DANA mayor causada por el miedo y el sufrimiento sin esperanza.
Entonces ¿dónde estaba Dios? Nunca se fue. En medio del diluvio, Dios, desangrándose en las cruces de las calles y plazas inundadas, estaba retransmitiendo en abierto que nuestra vida tiene un significado infinitamente mayor que las angustiosas consecuencias causadas por la DANA; que el verdadero peligro que se cierne sobre la humanidad no es la amenaza de la muerte sino vivir sin sentido; y que la mayor crisis existencial está en no creer que haya una plenitud mayor que la propia supervivencia, la salud y la calidad de vida. Además, solo Dios al asumir ese dolor como suyo puede transformarlo en redención humana, convirtiéndolo en un megáfono (C.S.Lewis) para despertar a un mundo de «sordos» que huyen del sufrimiento ajeno nadando en la abundancia de placeres. Solo Dios tiene el poder de sacar un bien de un mal incluso cegados por el barro del mal. Recuerda el filósofo Sánchez Cámara que no es fácil evaluar la cantidad de bien para la humanidad que se habría suprimido en el mundo si no hubiera existido el dolor, aunque esto no justifique que haya que provocarlo
La riada de solidaridad producida es el despertar de la conciencia de que todos somos responsables de todos, en lo bueno y en lo malo, y que no cabe la indiferencia ante las fragilidades, también las causadas por la naturaleza. El mal de la DANA ha activado una maravillosa maquinaria humana a máximo rendimiento de ayuda. Miles de personas están dando lo mejor de sí, perfeccionándose y encontrando mucha felicidad al hacerlo. Y ¿quién han depositado en ellas esos sentimientos de compasión que han explotado en esta ola solidaria? ¿un simple instinto de nuestra especie o la expresión genética? ¿No podría ser el mismo corazón de Dios latiendo en todos los corazones humanos?
La DANA pasará y pervivirán en nuestra memoria los rostros de los fallecidos, pero ojalá se haya abierto para siempre una fuente desbordante de compasión. Ojalá todos hubiesen sido salvados, rescatados de morir tragados por el agua, pero ojalá también todos seamos salvados y rescatados de vivir con la mayor angustia: el desamor, la insolidaridad y el olvido.