Esto no va de numerarios. Esto va de todo aquel que entrega su vida a Dios y a los demás. De si es aceptable vivir entregado del todo, hasta el sacrificio personal, o si debemos sospechar siempre que es el resultado de una manipulación, de una estrategia de poder y de control
Se acaba de publicar un libro que denuncia al Opus Dei como una organización criminal, cuyo futuro depende de que gane Trump. ¿A que esto no le suena a nuevo? Es lógico, porque esta «investigación» no es más que la enésima encarnación de un subgénero del periodismo basura: leña al opus, que algo vende. Una de esas formas de conspiranoia que tienen un pase de respetabilidad en la opinión pública ilustrada, tan preocupada con las fake news. Es este un producto patrio, con ramificaciones internacionales (como es el caso) y egregios precedentes: desde el antisemitismo a la literatura anti-jesuita. Esto no debe ser confundido con las críticas y denuncias honradas, que ─aunque cueste aceptar─ siempre ayudan a corregirse. Este tipo de relatos formulan una enmienda a la totalidad que no admite falsación: detrás de un buen contraargumento o una razonable explicación alternativa sólo puede haber una siniestra oligarquía.
Pero el lector se preguntará: «¿y a mí qué? No soy del Opus. Preocúpese usted, que sí lo es». Este es mi punto: que esto le afecta a usted y muchas de las personas a las que más quiere y a las que más debe.
Esto no va del Opus. Esto va de si es aceptable vivir una vida de sacrificio personal, o si debemos sospechar siempre que sólo puede ser el resultado de una instrumentalización, de una estrategia de poder y de control. Estas narrativas rayan en la paranoia y atribuyen motivaciones psicopáticas a cualquier forma de bondad desinteresada. Su lógica se aplica también de la pobreza de un franciscano de la Custodia de la Tierra Santa; del trabajo manual de un benedictino sedentario; de la obediencia rendida de un jesuita que cambia de destino; del silencio de las contemplativas; de la mortificación del asceta o la audacia del misionero; de un obispo que cuida de sus sacerdotes mayores; de la abnegación de la consagrada que atiende a enfermos terminales o que limpia llagas en un slum de cualquier lugar del mundo, lejos de su familia y de una brillante carrera profesional. Esto va de todos ellos.
Esto va de todos los católicos que ponen sus vidas al servicio del prójimo. Va de esas formas de bondad que vistas desde fuera a veces resultan incomprensibles o excesivas. Pero que sólo podemos agradecer cuando hemos sido el objeto de sus atenciones. Por eso deberían sentirse cuestionadas también todas las personas de buena voluntad, creyentes o no, que se sacrifican abnegadamente por otros. Los padres de familia numerosa que son felices sin tiempo para sí mismos; los padres de niños enfermos y dependientes, de paciencia infinita; las amas de casa y de las trabajadoras del hogar, que cuidan a otros con cariño; los abuelos que trabajan a destajo por sus nietos cuando ya estaban jubilados; los hijos que renuncian a su vida para cuidar a sus padres; los cónyuges que perdonan y mantienen el hogar unido; los educadores incansables, el personal sanitario y los servidores públicos. Si además de hacer ese bien a sus ojos inexplicable, tienen la intención de transformar el mundo, entonces se hacen acreedores de las acusaciones más fantasiosas.
En particular estas acusaciones conciernen a quienes dan dinero para causas nobles y a quienes lo gestionan. Es obvio que el dinero tiene sus peligros, que requieren vigilancia y que no faltan los errores. Pero estas narrativas recurrentes quieren poner en tela de juicio las intenciones de cualquiera que done o administre los recursos materiales que toda iniciativa evangelizadora o de asistencia social necesita. Si usted deja un piso a las monjas de su pueblo, sépalo bien, ha caído en una trama mafiosa de tentáculos internacionales. ¡Las sonrisas de las monjas eran las del mismísimo Maquiavelo!
Para estos conspiranoicos tristes no cabe alternativa: quien ama y sirve, o es parte del núcleo duro de una maquinaria de dominio mundial; o es una víctima abobada y dócil, que contribuye sin saberlo a los mefistofélicos designios de otros. No nos han aclarado en qué puesto se ubican ellos mismos, ni por qué suponen que las mujeres son siempre dominadas. No quiero imaginar qué experiencia de la vida les ha llevado a esta visión tan deprimente. Quizá es que ellos mismos actúan siempre por interés, o incluso con engaño y manipulación, y entonces es preciso desvelarlos, denunciarlos… y protegerse.
«Bueno, pero algo habrá de verdad, ¿no?». Sin duda: como sabe todo el que ha intentado hacer el bien a personas y con personas, siempre hay errores, incomprensiones, conflictos. Pero el periodista ─que ha tenido acceso a personas y archivos de la Obra: esa conocidísima y opaca organización secreta─ no ha respetado el acuerdo de revisión del manuscrito en lo que pudiera ser controvertido. Y aplica siempre la más retorcida de las interpretaciones posibles. Falta así ─y con acusaciones graves─ a la más elemental norma de justicia: permitir que el acusado de su versión de los hechos y su interpretación.
En fin, esto no va de si a usted le gusta el Opus o no cómo hacen las cosas, de si es verdad esta denuncia o aquella. Por eso le propongo que contribuya a crear un punto de inflexión. No puede salir gratis arrojar basura sobre quienes intentan ─como buenamente pueden─ hacer el bien, motivados por sus creencias más profundas. Cosa distinta es contribuir a denunciar e investigar acciones inaceptables, que suceden en todos lados, o establecer los controles que sean razonables. Pero la proyección interesada de sospechas no puede encontrar complicidad en nosotros. Ha llegado la hora de hablar bien de quienes nos han hecho el bien y no dar pábulo a las insidias que no vengan con pruebas y recta intención de hacer justicia. ¿O cree que estas campañas se contentan con hacer daño al Opus? ¿Quién piensa que será el siguiente?