“Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor Jesús”
¡Qué capacidad de convocatoria! Suele decirse de la persona, grupo social, etc., con fuerza para atraer a mucha gente al acto que protagonizan. En esta capacidad no tiene rival la celebración de los difuntos el 2 de noviembre. Lo hemos comprobado un año más en su víspera -festividad de Todos los Santos-, cuando muchos miles de personas han afluido a los cementerios. Pero propiamente, la fuerza de convocatoria ha sido, una vez más, el amor: en este caso, el cariño en los corazones de incontables personas hacia sus seres queridos que ya marcharon de esta vida. Este lazo común de amor por los suyos, que unía a todos los visitantes de cementerios, me sugería un modelo de concordia -etimológicamente: unión de corazones en un mismo sentir- para la vida de cada día, fuera ya de ese recinto. En otras palabras: que el amor que se respiraba allí presidiera también el diario quehacer.
Deseo compartir con el lector mi experiencia del pasado 1 de noviembre, en uno de los cementerios de la ciudad donde resido. Parecía que todos los que allí concurríamos, nos hubiésemos puesto de acuerdo -concordes- para que el reencuentro con nuestros difuntos resultase lo más sereno y reconfortante. Eran las 11 de la mañana y lucía un sol espléndido: a la entrada del cementerio la policía municipal realizaba su trabajo cuidando el orden y acceso de vehículos. Uno de los agentes, comprobada la matrícula del utilitario que conducía, permitió mi entrada y aparqué enseguida. Grupos de personas llegaban al mismo tiempo, desarrollándose todo con fluidez y concierto, gracias al buen hacer de los municipales.
La mascarilla no impedía apreciar mi indumentaria sacerdotal bien visible; al salir del coche, se me acercó una mujer también con mascarilla y, muy amablemente, se presentó como Yolanda, Concejala de Salud del Municipio en cuyo territorio se encontraba el cementerio. Intercambiamos breves palabras de saludo, agradecí su gesto y me alegré de nuevo por la diligencia, en este caso, de los servicios de Salud como lo probaba la presencia allí de su máximo responsable. ¡Qué organización!, me dije…
Tomé la subida escalonada y suave que conduce a la amplia Capilla del cementerio, donde iba a realizar mi trabajo. Antes, nueva sorpresa salía a mi encuentro: vi a una chica joven, sentada en un poyete y tecleando un ordenador. Al llegar a su altura, algo hizo que los dos nos detuviésemos. Y sin mediar palabra me dijo: estoy preparando la crónica para mi periódico. Gratamente sorprendido, le respondí: pues yo también he venido a trabajar y le expliqué: voy a la Capilla para rezar y confesar antes de la Misa, que celebrará el Obispo por todos los difuntos. Y Alba -así se llamaba- me contestó: yo también iré después. Y como para asegurarse del horario y no llegar tarde, añadió: es a las 12, ¿verdad…?
En la Capilla había ya buen número de personas rezando ante el Santísimo Sacramento, expuesto en la custodia, sobre el altar. Saludé a un matrimonio conocido. Revestido de alba blanca, ocupé el confesonario y comencé mi trabajo; los penitentes se acercaban pausadamente, uno tras otro. Cada uno al final de su confesión personal pudo oír las palabras del mismo Cristo que, por mis labios, les decía: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Gracias a Dios, tampoco a mí me estaba faltando trabajo.
A las 12 en punto el Obispo iniciaba la Misa. El organista y un magnífico coro contribuían con su arte musical a dar más realce aún a la ceremonia litúrgica, ofrecida por todos los difuntos, centro del evento, aunque más bien el corazón del encuentro en este caso, por tratarse de la Misa, lo ocupó el Protagonista por excelencia: Cristo Jesús que -por las palabras del celebrante- iba a actualizar sacramentalmente su Muerte y su Resurrección, en favor de todos los hombres. Así lo profesamos los creyentes cuando, al concluir la Consagración, decimos: “Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor Jesús”. Su sacrificio en el Calvario también fue un gran trabajo -humano y divino a la vez- que, ofrecido a Dios Padre por el perdón de nuestros pecados, se perpetúa hasta el final de los tiempos. Y en torno a ese trabajo de Cristo estábamos congregados vivos y difuntos.
Desde el confesonario distinguí a Alba que, durante la homilía, tomaba notas. Supongo que llevaría también alguna pequeña grabadora, a juzgar al menos por los amplios párrafos que publicó, entrecomillados, de la predicación, que no fue precisamente leída. Una homilía “fantástica”, me comentó más tarde el marido de la pareja matrimonial a que antes me referí.
Concluida la ceremonia, el Obispo agradeció nuestra presencia y colaboración. Me dirigí ya a la salida del cementerio; en la puerta, grupos de personas iban y venían, los municipales continuaban su trabajo, y me surgió espontánea esta reflexión: ¡Cuánta paz y qué experiencias tan reconfortantes, las vividas junto a los difuntos, en estas horas! Y ¿por qué Señor, en el ajetreo de nuestra vida diaria, los vivos no trabajamos con idéntica actitud, más unidos y hermanados entre nosotros? Algo de esto se dijo al final de la homilía; no pude seguirla estando en el confesonario, pero la leí al día siguiente en la crónica de Alba. El Obispo se había referido a la gente sencilla que, en su vida, encarnó las Bienaventuranzas y, ya difuntos, gozarían de la paz de Dios en el Cielo. Terminaba así la crónica periodística:
“Animó a ser como esas personas sencillas, a asumir los «difíciles retos que nos pone el Evangelio», como amar «al prójimo más que a nosotros mismos». Algunos, dijo el Obispo, «han cumplido con ello», y ahora «nos inspiran y nos hacen creer en la bondad, el sentido del sacrificio y en la construcción de la paz en una sociedad en la que hay tantos líos, tantas tensiones, tantas barreras que nos separan»”.
Regresando a la ciudad ese era mi pensamiento: ¡qué lección para la vida lo experimentado hoy en la ciudad de los difuntos! Que su intercesión en el Cielo nos ayude a promover la paz y la concordia en medio de la tierra.