Desde la noción de valor de Saussure, hasta las perspectivas psicológicas, no es lo mismo decir "perdón" que "te pido mil disculpas". ¿Por qué la elección de términos no es inocente? Una reflexión sobre cómo puede repercutir cada uno.
El disco Blue Moves (1976) de Elton John nos supo regalar canciones que son obras maestras, no sólo en materia de melodías e interpretación, sino también por las letras de Bernie Taupin. Uno de sus temas inolvidables es “Sorry seems to be the hardest word”, que si bien Pedro Aznar popularizó en español con el nombre de “Ya no hay forma de pedir perdón”, la traducción literal es “Perdón parece ser la palabra más difícil”.
Así como hay discos que no envejecen –un ejemplo es Blue Moves– tampoco lo hacen algunas premisas. En tiempos de pandemia, en donde la diplomacia perdió por cansancio (como dice otra canción de The Smiths, ‘se necesita fuerza para ser gentil y amable’), los conflictos afloraron. Nos hemos comportado mal y se han comportado mal con nosotros. Pero cuando la ira se disipa, prima buscar soluciones. Ahí aparece la necesidad de la palabra más difícil.
Probemos recordar las veces en que se portaron mal con nosotros (solo porque nos será más fácil evocar esos momentos antes que asumir nuestras culpas). Y pensemos: ¿Cuántas veces nos dijeron ´perdón´ o un más personalizado ´perdoname´? ¿Cuántas otras nos dedicaron un ‘te pido mil disculpas’ o su versión digna de la neolengua de George Orwell ‘te pido mildis’? ¿Y cuántas otras escuchamos una palabra que ya no parece ser la más difícil cuando es intrusa en otro idioma: ‘sorry’?
Las opciones que se emplean para sustituir la palabra perdón llaman a recordar la noción de valor Ferdinand de Saussure, en la que el padre de la lingüística muestra cuán ilusorio es considerar que un término (signo lingüístico) es simplemente la unión entre un sonido (significante) con cierto concepto (significado). Ejemplifiquemos: si hablamos de nieve, hielo o glaciar, todas remiten a agua congelada. Lo mismo si decimos río, riacho o canal, que hablan de un curso de agua. Por ende el valor lingüístico, se define por oposición recíproca: un término es lo que otro término no es. O dicho de otra forma, el valor se define no positivamente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los demás términos del sistema.
Los reemplazos de la palabra más difícil también parecerían evocar la teoría de la enunciación de Saussure, en la que se concluye que la pertinencia de lo que se dijo se basa no tanto en lo que fue dicho como en lo que no fue dicho. Así, vemos el principio del carácter diferencial del signo aplicado al análisis del discurso en tanto que el objeto de análisis se estudia no en su valor inherente, sino en su relación con otros objetos que podrían haber ocupado su lugar.
Dicho esto, ¿suenan igual el ´perdón’, el ‘te pido mil disculpas’, el ‘te pido mildis’ o el ‘sorry’? O si subimos la apuesta, ¿son lo mismo? Cada uno puede pensar en su caso particular. Por mi parte, voy a pedirles perdón por tomarme una licencia para apreciaciones personales derivadas de conflictos en pandemia. Cuando recibí del otro la palabra ‘perdón’ o ‘perdoname’, le asigné un valor: el del dolor de quien sin querer (o queriendo, en un rapto de ira) infligió dolor; incluso el ´perdoname’ se pareció más a un deseo, a una urgencia de recibir esa palabra necesaria para seguir con la rutina más o menos igual que antes, sin peso agregado. Distinto me sonó el ‘te pido mil disculpas’, con una distancia más marcada entre lo que se dice y quién lo dice, como si se buscara un una solución, pero sin el precio de la libra de carne en caso de no obtenerla. Cuando recibí un ‘sorry’ lo percibí ficcional, quizá con la misma distancia que el ‘te pido mil disculpas’, pero sin el afán de buscar soluciones. El término extranjero pareció ser emitido para la tranquilidad del emisor y no para un efecto en el receptor. Algo así como cumplir, pero sin comprometerse a decir la palabra en el idioma de origen. Por fortuna, nadie se atrevió al ‘te pido mildis’, salvo para hacer un chiste.
Pero por fuera de las teorías lingüísticas y las apreciaciones personales, el tema del perdón (con sus sesgos y sus dificultades) también fue abordado desde la psicología social y se analizaron sus efectos en el cerebro, su papel en la salud mental y hasta en la salud pública.
Uno de los que escribió (aunque indirectamente) sobre el tema fue el psicólogo social estadounidense David G. Myers, quien escribió sobre el sesgo egoísta, el fenómeno por el cual la mayoría de nosotros se atribuye una buena reputación, por la que aceptamos más la responsabilidad en el éxito que en el fracaso y nos sentimos “más autores de las buenas acciones que de las malas”. Myers, quien también es autor del libro A Friendly Letter to Skeptics and Atheists, detalló que en experimentos psicológicos, la gente se asigna de muy buena gana el mérito ante el éxito, pero suelen achacar el fracaso a factores externos, como “la mala suerte” o la “imposibilidad” de resolver el problema.
Postula que el orgullo precede a la caída: “El hecho de que nos percibamos favorablemente a nosotros mismos nos protege de la depresión, amortigua el estrés y mantiene nuestras esperanzas”. ¿Recuerdan cuando en el tercer párrafo de esta nota planteé el ejercicio de recordar cuando nos pidieron perdón de alguna forma u otra? Ahora, si nosotros fuimos los que nos equivocamos, ¿podemos recordar si variamos la palabra usada si realmente nos sentimos culpables o si quisimos salir de la situación? ¿Alguna vez, como dice Myers, nos excusamos ante la “imposibilidad” de resolver el problema?
Es cierto que cuesta esfuerzo, pero cobrar conciencia de nuestra falibilidad (o de nuestras ganas de ser falibles en momentos de enojo) brinda sus recompensas en el largo plazo. “El hecho de cobrar conciencia del sesgo egoísta no nos aboca a adoptar posturas próximas a la falsa modestia, sino a un tipo de humidad que constata tanto nuestros auténticos talentos y virtudes como los méritos de los demás”, cierra Myers.
Además de reconocer ese sesgo egoísta, desde la perspectiva evolutiva algo que también cuesta es perdonar, o al menos, cuesta más que castigar. Un estudio titulado “The Neural Systems of Forgiveness: An Evolutionary Psychological Perspective” (Los sistemas neuronales del perdón: una perspectiva psicológica evolutiva) parece sugerir que castigar es más “automático” que perdonar, acción que implica una conducta más reflexiva. Sus postulados radican en que el castigo parece estar asociado evolutivamente con los circuitos de recompensa o de refuerzo, mientras que el perdón es una capacidad inhibitoria con participación activa de la corteza cerebral (es un esfuerzo deliberado que debe inhibir circuitos automáticos para ejercer el castigo).
Por último, el Dr. Tyler J. VanderWeele, del departamento de Epidemiología y Bioestadísticas de la Escuela se Salud Pública T.H. Chan, de la Universidad de Harvard, se pregunta si el perdón es un asunto de salud pública. En una editorial, citó estudios sobre “intervenciones del perdón” orientado a víctimas de incesto, con el único fin de disminuir en quien perdona los niveles de depresión, ansiedad, hostilidad y otros de síntomas en materia de salud física. En estos casos, profesionales entrenados ayudaban a perdonar (por el tiempo que pudieran) a los agresores solo como herramienta para quien recibió el daño. Pero recordaban la clara diferencia entre perdón y reconciliación y contemplaban que este acto podía no durar indefinidamente. Lo que se buscó con este abordaje era alejar a las víctimas de las rumiaciones del pasado, cortar la dependencia con el agresor y ayudar a que pudiera mantener vínculos sanos con otras personas. Y así, mejorar su salud.
Estos casos, por supuesto, son extremos. No por nada existen frases como “lo que hizo no tiene perdón”. Más allá de la inmensa escala de gravedad de un hecho, el punto en común parece radicar en que perdonar (y no de la boca para afuera) cuesta. A algunos más y a otros menos, pero en todo caso, la acción dista de ser automática. Elegir la palabra correcta puede ayudar a alivianar la carga a quien perdona y al autoconocimiento de quien quiere ser perdonado. Aunque no siempre lo querramos, a veces vale la pena pronunciar la palabra más difícil.
Celina Abud Fuente, en intramed.net/
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