Nuestras raíces son apostólicas y que, a pesar de las distorsiones del tiempo, la planta de Dios crece y da frutos en el mismo Espíritu
Beatitud: «Gracia y paz de parte de Dios» (Rm 1, 7). Lo saludo con estas palabras del gran apóstol Pablo, las mismas con las que, mientras se encontraba en tierra griega, se dirigió a los fieles de Roma. Hoy nuestro encuentro renueva esa gracia y esa paz. Rezando ante los trofeos de la Iglesia de Roma, que son las tumbas de los apóstoles y de los mártires, me he sentido impulsado a venir aquí como peregrino, con gran respeto y humildad, para renovar esa comunión apostólica y alimentar la caridad fraterna. En este sentido deseo agradecerle, Beatitud, las palabras que me ha dirigido y que correspondo con afecto, saludando, por medio suyo, al clero, a las comunidades monásticas y a todos los fieles ortodoxos de Grecia.
Hace cinco años nos encontramos en Lesbos, en la emergencia de uno de los dramas más grandes de nuestro tiempo, el de tantos hermanos y hermanas migrantes que no pueden ser dejados en la indiferencia y vistos sólo como una carga que hay que gestionar o, todavía peor, que hay que delegar a otro. Ahora volvemos a encontrarnos para compartir la alegría de la fraternidad y mirar al Mediterráneo que nos rodea no sólo como un lugar que preocupa y divide, sino también como un mar que nos une. Hace un momento recordé los olivos centenarios que aúnan estas tierras. Volviendo a evocar esos árboles que nos vinculan, pienso en las raíces que compartimos: son subterráneas, están escondidas, a menudo descuidadas, pero existen y lo sostienen todo. ¿Cuáles son nuestras raíces comunes que han atravesado los siglos? Son las raíces apostólicas. San Pablo las ponía de manifiesto recordando la importancia de estar «edificados sobre el cimiento de los apóstoles» (Ef 2, 20). Esas raíces, que crecieron de la semilla del Evangelio, comenzaron a dar grandes frutos precisamente en la cultura helénica, pienso en tantos Padres y en los primeros grandes Concilios ecuménicos.
Lamentablemente, después hemos crecido alejados: nos han contaminado venenos mortales, la cizaña de la sospecha aumentó la distancia y dejamos de cultivar la comunión. San Basilio Magno afirmó que los verdaderos discípulos de Cristo están «modelados solamente en base a lo que ven en Él» (Moralia, 80, 1). Con vergüenza –lo reconozco por la Iglesia católica– acciones y decisiones que tienen poco o nada que ver con Jesús y con el Evangelio, basadas más bien en la sed de ganancias y poder, han hecho marchitar la comunión. De ese modo hemos dejado que la fecundidad estuviera amenazada por las divisiones. La historia tiene su peso y hoy aquí siento la necesidad de renovar la súplica de perdón a Dios y a los hermanos por los errores que han cometido tantos católicos. Pero es un gran consuelo la certeza de saber que nuestras raíces son apostólicas y que, a pesar de las distorsiones del tiempo, la planta de Dios crece y da frutos en el mismo Espíritu. Y es una gracia que reconozcamos los unos los frutos de los otros y que juntos agradezcamos al Señor por ello.
El fruto final del árbol de olivo es el aceite, ese aceite que tiempo atrás se contenía en preciosos vasos y recipientes, que abundan entre los tesoros arqueológicos de este país. El aceite ha proporcionado la luz que iluminó las noches de la antigüedad. Durante milenios fue el «sol líquido, el primer misterioso estado de la llama de las lámparas» (C. Boureux, Les plantes de la Bible et leur symbolique, París 2014, 65). A nosotros, querido hermano, el aceite nos evoca al Espíritu Santo, que dio a luz a la Iglesia. Sólo Él, con su esplendor que no conoce el ocaso, puede disipar las oscuridades e iluminar los pasos de nuestro camino.
Sí, porque el Espíritu Santo es, sobre todo, aceite de comunión. En la Escritura se habla del aceite que hace brillar el rostro del hombre (cfr. Sal 104, 15). Cuánto se necesita hoy reconocer el valor único que brilla en todo hombre, en cada hermano. Reconocer esta característica común de la humanidad es el punto de partida para edificar la comunión. Pero, lamentablemente –como ha escrito un gran teólogo–, «la comunión parece tocar una cuerda sensible», un tema delicado, no sólo en la sociedad, sino a menudo también entre los discípulos de Jesús «en un mundo cristiano nutrido de individualismo y de rigidez institucional». Con todo, si las tradiciones propias y las especificidades de cada uno llevan a atrincherarse y a tomar distancia de los demás, si «la alteridad no es algo cualificado por la comunión, difícilmente se puede dar vida a una cultura adecuada» (I. Zizioulas, Comunione e alterità, Roma 2016, 16). En cambio, la comunión entre los hermanos trae consigo la bendición divina. Los Salmos la comparan con un «perfume precioso que se derrama sobre la cabeza, que desciende sobre la barba» (Sal 133, 2). El Espíritu que se derrama en las mentes nos impulsa en efecto a una fraternidad más intensa, a estructurarnos en la comunión. Por eso, no nos tengamos miedo, ayudémonos a adorar a Dios y a servir al prójimo, sin hacer proselitismo y respetando plenamente la libertad de los demás, porque –como escribió san Pablo– «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3, 17). Rezo para que el Espíritu de caridad venza nuestras resistencias y nos haga constructores de comunión, porque «si el amor logra expulsar completamente al temor y éste, transformado, se convierte en amor, entonces veremos que la unidad es una consecuencia de la salvación» (S. Gregorio de Nisa, Homilía 15 sobre el libro del Cantar de los cantares). Por otra parte, ¿cómo podemos dar testimonio al mundo de la concordia del Evangelio si los cristianos todavía estamos separados? ¿Cómo podemos anunciar el amor de Cristo que reúne a las gentes, si no estamos unidos entre nosotros? Muchos pasos se han dado para encontrarnos. Invoquemos al Espíritu de comunión para que nos impulse en sus caminos y nos ayude a fundar la comunión no en base a cálculos, estrategias y conveniencias, sino sobre el único modelo al que hemos de mirar: la Santísima Trinidad.
En segundo lugar, el Espíritu es aceite de sabiduría. Él ungió a Cristo y desea inspirar a los cristianos. Dóciles a su sabiduría humilde, crecemos en el conocimiento de Dios y nos abrimos a los demás. Quisiera en este sentido expresar mi reconocimiento por la importancia que da esta Iglesia ortodoxa, heredera de la primera gran inculturación de la fe –la inculturación con la cultura helénica– a la formación y a la preparación teológica. También quisiera recordar la fecunda colaboración en el ámbito cultural entre la Apostolikí Diakonía de la Iglesia de Grecia –cuyos representantes tuve la alegría de encontrar en el 2019– y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, así como la importancia de los simposios inter-cristianos promovidos por la Facultad de Teología ortodoxa de la Universidad de Salónica junto a la Universidad Pontificia Antonianum de Roma. Son ocasiones que nos han permitido instaurar cordiales relaciones y llevar a cabo útiles intercambios entre los académicos de nuestras confesiones. Agradezco además la activa participación de la Iglesia ortodoxa de Grecia en la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico. ¡Que el Espíritu nos ayude a proseguir con sabiduría en estos caminos!
Por último, el mismo Espíritu es aceite de consolación, Paráclito que está cerca de nosotros, bálsamo del alma, curación de nuestras heridas. Él consagró a Cristo con la unción para que proclamara la buena noticia a los pobres, la liberación a los cautivos, la libertad a los oprimidos (cfr. Lc 4, 18). Y Él todavía nos impulsa para que nos hagamos cargo de los más débiles y los más pobres, y para que su causa –primordial a los ojos de Dios– se dé a conocer al mundo. Aquí, como en cualquier otro sitio, ha sido indispensable el apoyo ofrecido a los más necesitados durante los períodos más duros de la crisis económica. Desarrollemos juntos formas de cooperación en la caridad, abrámonos y colaboremos en cuestiones de carácter ético y social para servir a los hombres de nuestro tiempo y llevarles el consuelo del Evangelio. En efecto, el Espíritu nos llama, hoy más que en el pasado, a curar las heridas de la humanidad con el óleo de la caridad.
Cristo mismo pidió a los suyos, en el momento de la angustia, el consuelo de la cercanía y la oración. La imagen del aceite nos conduce así al huerto de los olivos. Dijo Jesús: «Quedaos aquí y vigilad» (Mc 14, 34). Su petición a los apóstoles fue en plural. También hoy desea que vigilemos y recemos. Para llevar al mundo el consuelo de Dios y sanar nuestras relaciones heridas se necesita que recemos unos por otros. Es indispensable que lleguemos «a la necesaria purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy» (S. Juan Pablo II, Ut unum sint, 2).
A esto nos exhorta, en particular, la fe en la Resurrección. Los apóstoles, temerosos y titubeantes, se reconciliaron con la lacerante desilusión de la Pasión cuando vieron al Señor resucitado delante de ellos. Precisamente de sus llagas, que parecían imposibles de cicatrizar, encontraron una esperanza nueva, una misericordia inaudita, un amor más grande que sus propios errores y miserias, que los transformaría en un solo Cuerpo, unido por el Espíritu en la multiplicidad de muchos miembros diferentes. Que venga sobre nosotros el Espíritu del Crucificado Resucitado, que nos conceda «una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad» (ibíd.); que nos ayude a no quedarnos paralizados por la negatividad y los prejuicios del pasado, sino a mirar la realidad con ojos nuevos. Entonces, las tribulaciones de ayer dejarán sitio a las consolaciones del presente, y seremos confortados por tesoros de gracia que redescubriremos en los hermanos. Como católicos, acabamos de comenzar un itinerario para profundizar la sinodalidad y sentimos que tenemos que aprender mucho de vosotros; lo deseamos con sinceridad. Es verdad que, cuando los hermanos en la fe se acercan, se derrama en los corazones el consuelo del Espíritu.
Beatitud, querido hermano, que en este camino nos acompañen los numerosos e insignes santos de estas tierras, y los mártires, que lamentablemente hoy en el mundo son más que en el pasado. De diversas confesiones en la tierra, habitan juntos el mismo Cielo. Que intercedan para que el Espíritu, óleo santo de Dios, se infunda sobre nosotros en un renovado Pentecostés como sobre los apóstoles de los que descendemos, que encienda en nosotros el deseo de la comunión, que nos ilumine con su sabiduría y que nos unja con su consolación.