Ha llegado hasta la actualidad la idea de que para ser una mujer moderna es preciso liberarse del yugo de la feminidad, en especial de la maternidad, entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación
Desde la revolución del 68 hasta nuestros días, el concepto y la propia vivencia de la maternidad han experimentado fuertes cambios. La lucha por la igualdad en derechos y deberes entre los sexos fue, a lo largo de siglos, una batalla por la justicia y la dignidad de la mujer. Sin embargo, como afirmó Sigrid Undsted, «el movimiento feminista se ha ocupado tan sólo de las ganancias y no de las pérdidas de la liberación». En la década de los setenta, una vez alcanzada cierta igualdad, al menos formal, en derechos y deberes, comenzó un nuevo movimiento feminista de corte igualitarista cuya pretensión no era ya solo la igualdad jurídica, sino la identidad con el varón en todas las facetas de la vida. En expresión de Jutta Burgraff, reclamaban una «igualdad funcional de los sexos».
De las vindicaciones limitadas al ámbito público se pasó a la exigencia de igualdad también en el ámbito reproductivo y biológico. La mujer comenzó a renunciar a su propia esencia femenina, sin ser consciente del menoscabo que esto implicaría a largo plazo para su libertad y su pleno desarrollo personal. Al negar radicalmente la existencia de ciertos rasgos femeninos innatos, por vez primera en su historia, el movimiento feminista iba contra sí mismo, contra su propia razón de ser y se desnortaba, autolesionando a las mujeres a las que en un principio defendió. De este modo, ha llegado hasta la actualidad la idea, fuertemente implantada en la sociedad, de que trabajar en casa, ser buena esposa y madre, es atentatorio contra la dignidad de la mujer, algo humillante que la degrada, esclaviza e impide desarrollarse en plenitud. Y que, para ser una mujer moderna, es preciso previamente liberarse del yugo de la feminidad, en especial de la maternidad, entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación. Se entiende la negativa a procrear como algo intrínsecamente progresista.
Así, en la actualidad, como expone la neuropsiquiatra Mariolina Ceriotti (2019), «se está produciendo una transformación progresiva en nuestros principales códigos simbólicos» y nos encontramos con mujeres que renuncian abiertamente a tener hijos, porque entienden que «maternal es sinónimo de sacrificial», o mujeres que prefieren prescindir total y absolutamente de los varones, teniendo hijos en soledad, a los que condenan a la orfandad paterna antes de nacer.
La mujer-madre «equilibrada» es difícil de encontrar. Me refiero a ese modelo femenino-maternal de mujer que, habiendo sido madre, sabe guardar la medida adecuada de su parte «erótica», es decir, de su ser mujer, sin permitir que quede anulado o devorado por su lado maternal y viceversa. «Lo erótico y lo maternal, el amor de sí y el amor al otro, son dos componentes inescindibles de la condición femenina… ambos deben encontrar un equilibrio y una integración mutuas» (Ceriotti). Una mujer que además, valorando todo lo que tiene de bueno la identidad masculina, hace plenamente partícipe al padre de la crianza y educación de los hijos, sabiendo que, como señaló Blanca de Castilla (2002), «la única defensa eficaz de la maternidad es que haya varones que descubran la paternidad», conscientes de que la alteridad sexual es el fundamento esencial para el equilibrio personal de la descendencia.
La única defensa eficaz de la maternidad es que haya varones que descubran la paternidad (Blanca de Castilla)
Como afirma Ceriotti (2019), «cada cachorro humano necesita tanto de un padre como de una madre. Para el buen crecimiento son necesarios adultos dispuestos a madurar en la conciencia del deber específico de su propio código, aquel del que son portadores potenciales en base a su sexo». Este modelo de mujer será más libre y equilibrada y dará más libertad y autonomía a sus propios hijos.