Hoy la Iglesia Católica celebra la III Jornada Mundial de los Pobres. El Santo Padre advierte de dos tentaciones a las que se enfrenta el cristiano en nuestro tiempo: el afán por el “ahora mismo” y la hipocresía del “yo”
En el evangelio de hoy, Jesús sorprende a sus contemporáneos, y también a nosotros. En efecto, justo cuando se alababa el magnífico templo de Jerusalén, dice que «no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras hacia una institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué profetizar que la sólida certeza del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué el Señor deja al final que se desmoronen las certezas, cuando el mundo las necesita cada vez más?
Buscamos respuestas en las palabras de Jesús. Él nos dice hoy que casi todo pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, Él explica que lo que se derrumba, lo que pasa son las cosas penúltimas, no las últimas: el templo, no Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no el hombre. Pasan las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero no lo son. Son realidades grandiosas, como nuestros templos, y espantosas, como terremotos, signos en el cielo y guerras en la tierra (cfr. vv. 10-11). A nosotros nos parecen hechos de primera página, pero el Señor los pone en segunda página. En la primera queda lo que no pasará jamás: el Dios vivo, infinitamente más grande que cada templo que le construimos, y el hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas las crónicas del mundo. Entonces, para ayudarnos a comprender lo que importa en la vida, Jesús nos advierte acerca de dos tentaciones.
La primera es la tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no hay que ir detrás de quien dice que el final está cerca, que «está llegando el tiempo» (v. 8). Es decir, que no hay que prestar atención a quien difunde alarmismos y alimenta el miedo del otro y del futuro, porque el miedo paraliza el corazón y la mente. Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa de querer saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de la curiosidad, por la última noticia llamativa o escandalosa, por las historias turbias, por los chillidos del que grita más fuerte y más enfadado, por quien dice “ahora o nunca”. Pero esa prisa, ese todo y ahora mismo, no viene de Dios. Si nos afanamos por el ahora mismo, olvidamos al que permanece para siempre: seguimos las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por el último grito, no encontramos tiempo para Dios y para el hermano que vive a nuestro lado. ¡Qué verdad es esta hoy! En el afán de correr, de conquistarlo todo y rápidamente, el que se queda atrás molesta y se considera como descarte. Cuántos ancianos, niños no nacidos, personas discapacitadas, pobres considerados inútiles. Se va de prisa, sin preocuparse de que las distancias aumentan y la codicia de pocos aumenta la pobreza de muchos.
Jesús, como antídoto a la prisa propone hoy a cada uno la perseverancia: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v. 19). Perseverancia es seguir adelante cada día con los ojos fijos en lo que no pasa: el Señor y el prójimo. Por eso, la perseverancia es el don de Dios con que se conservan todos los demás dones (cfr. San Agustín, De dono perseverantiae, 2,4). Pidamos por cada uno y por todos como Iglesia para perseverar en el bien, para no perder de vista lo importante.
Hay un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar, cuando dice: «Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy” […]; no vayáis tras ellos» (v. 8). Es la tentación del yo. El cristiano, al no buscar el ahora mismo sino el siempre, no es discípulo del yo, sino del tú. Es decir, no sigue las sirenas de sus caprichos, sino el reclamo del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se distingue la voz de Jesús? “Muchos vendrán en mi nombre”, dice el Señor, pero no hay que seguirlos. No basta la etiqueta “cristiano” o “católico” para ser de Jesús. Es necesario hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la lengua del tú. No habla la lengua de Jesús quien dice yo, sino quien sale del propio yo. Y, sin embargo, cuántas veces, aun al hacer el bien, reina la hipocresía del yo: hago lo correcto, pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a cambio; ayudo, pero para atraer la amistad de esa persona importante. Así habla la lengua del yo. La Palabra de Dios, en cambio, impulsa a un «amor no fingido» (Rm 12,9), a dar al que no tiene para devolvernos (cfr. Lc 14,14), a servir sin buscar recompensas ni contrapartidas (cfr. Lc 6,35). Entonces podemos preguntarnos: ¿Ayudo a alguien de quien no podré recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos un pobre como amigo?
Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua del yo; no se sostienen solos, con sus propias fuerzas, necesitan alguien que los lleve de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos lleva al clima del Evangelio, donde son «bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5,3). Entonces, más que sentir fastidio cuando oímos que golpean a nuestra puerta, podemos acoger su grito de auxilio como una llamada a salir de nuestro yo, acogerlos con la misma mirada de amor que Dios tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si los pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios! Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa.
Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas, que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para siempre. Es el amor, porque «Dios es amor» (1Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une cielo y tierra, y por la que verdaderamente vale la pena vivir: el amor.
El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico (cfr. Lc 21, 5-19) nos presenta el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos. Jesús lo pronuncia delante del templo de Jerusalén, edificio admirado por la gente por su imponencia y esplendor. Pero profetiza que de toda esa belleza del templo, de esa grandiosidad «no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida» (v. 6). La destrucción del templo preanunciada por Jesús es figura no tanto del fin de la historia, sino del final de la historia. Pues, ante los oyentes que quieren saber cómo y cuándo serán esas señales, Jesús responde con el típico lenguaje apocalíptico de la Biblia.
Usa dos imágenes aparentemente contrarias: la primera es una serie de eventos pavorosos: catástrofes, guerras, carestías, disturbios y persecuciones (vv. 9-12); la otra es tranquilizadora: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18). Primero hay un mirada realista a la historia, marcada por calamidades y violencias, traumas que hieren la creación, nuestra casa común, y también a la familia humana que ahí habita, y a la misma comunidad cristiana. Pensemos en tantas guerras de hoy, tantas calamidades de hoy. La segunda imagen –implícita en la afirmación de Jesús– nos dice la actitud que debe asumir el cristiano al vivir esa historia, caracterizada por violencia y adversidad.
¿Y cuál es la actitud del cristiano? Es la actitud de la esperanza en Dios, que permite no dejarnos abatir por esos trágicos eventos. Es más, son «ocasión para dar testimonio» (v. 13). Los discípulos de Cristo no pueden ser esclavos de miedos y angustias; por el contrario, están llamados a vivir la historia, a detener la fuerza destructiva del mal, con la certeza de que para acompañar su acción de bien está siempre la próvida y consoladora ternura del Señor. Esa es la señal elocuente de que el Reino de Dios viene a nosotros, o sea que se está acercando la realización del mundo como Dios lo quiere. Es Él, el Señor, quien conduce nuestra existencia y conoce el fin último de las cosas y de los acontecimientos.
El Señor nos llama a colaborar en la construcción de la historia, siendo, con Él, agentes de paz y testigos de la esperanza en un futuro de salvación y de resurrección. La fe nos hace caminar con Jesús por las sendas tantas veces tortuosas de este mundo, con la certeza de que la fuerza de su Espíritu doblegará las fuerzas del mal, sometiéndolo al poder del amor de Dios. El amor es superior, el amor es más poderoso, porque es Dios: Dios es amor. Nos sirven de ejemplo los mártires cristianos –nuestros mártires, también en nuestros tiempos, que son más que los de los inicios– los cuales, a pesar de las persecuciones, son hombres y mujeres de paz. Ellos nos entregan una herencia para guardar e imitar: el Evangelio del amor y de la misericordia. Ese es el tesoro más precioso que se nos ha dado y el testimonio más eficaz que podemos dar a nuestros contemporáneos, respondiendo al odio con el amor, a la ofensa con el perdón. También en la vida cotidiana: cuando recibimos una ofensa, sentimos dolor; pero hay que perdonar de corazón. Cuando nos sentimos odiados, regar con amor por la persona que nos odia. Que la Virgen María sostenga, con su materna intercesión, nuestro camino de fe diario, siguiendo al Señor que guía la historia.
Queridos hermanos y hermanas, ayer en Riobamba, Ecuador, fue proclamado Beato el padre Emilio Moscoso, sacerdote mártir de la Compañía de Jesús, asesinado en 1897 en el clima persecutorio contra la Iglesia Católica. Que su ejemplo de religioso humilde, apóstol de la oración y educador de la juventud, sostenga nuestro camino de fe y de testimonio cristiano. ¡Un aplauso al nuevo Beato!
Hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres, que tiene por tema las palabras del salmo “La esperanza de los pobres nunca se frustrará” (Sal 9,19). Mi pensamiento va a cuantos, en las diócesis y parroquias de todo el mundo, han promovido iniciativas de solidaridad para dar concreta esperanza a las personas más desventajadas. Agradezco a los médicos y enfermeras que han prestado servicio en estos días en el Recinto Médico aquí en la Plaza de San Pedro. Agradezco tantas iniciativas en favor de la gente que sufre, de los necesitados, y esto debe manifestar la atención que nunca debe faltar a nuestros hermanos y hermanas. He visto recientemente, hace pocos minutos, algunas estadísticas sobre la pobreza. ¡Hacen sufrir! La indiferencia de la sociedad con los pobres… Recemos.
Saludo a todos los peregrinos venidos de Italia y de diversos países. En particular, saludo a la Comunidad Ecuatoriana de Roma, que celebra la Virgen del Quinche; a los fieles de New Jersey y a los de Toledo; a las Hijas de María Auxiliadora provenientes de varios países y a la Asociación Italiana de Acompañantes a Santuarios Marianos del Mundo. Saludo a los grupos de Porto d’Ascoli y de Angri; y a los participantes en la peregrinación de las Escuelas de La Salle de Turín y Vercelli por la clausura del tercer centenario de la muerte de San Juan Bautista de la Salle.
El martes comenzaré el viaje a Tailandia y Japón: os pido una oración por este viaje apostólico. Y deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta pronto!
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya
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