Supongo que, cuando tienes cierta edad y te da un ictus, caes de repente en la cuenta de que podías haberte quedado en el sitio (…) y resulta inevitable hacer un recuento…, y necesitas contárselo a alguien… Y aquel hombre me encontró a mí
Dijo muy burlona: «Sí, claro, un monitor y un jamón de jabugo, y…». Le expliqué que, si no me conectaba a un monitor, era inútil tenerme en aquella sala de vigilancia, que no quería un monitor para ver series, sino que volviera a conectarme el dedo y los diodos aquellos que se pegaban al pecho. Dejó de mirarme, algo avergonzada, y pidió a gritos un monitor. No volví a verla por mi lado. Tampoco la eché de menos. Era una auxiliar algo mayor que la enfermera que tenía enfrente, bronceada hasta el límite del cambio de raza, y que estaba lidiando con un drogadicto guapo, tatuado y hemipléjico que simulaba no valerse por sí mismo y que no quería irse de allí. La enfermera lo manejó como una auténtica gestora de humanos: es decir, con humanidad y sin concesiones. Espectacular.
A mi derecha se despertó un hombre sonriente que empezó a hablarme como si hubiéramos estado charlando hasta cinco minutos antes. Fue el primero que me contó su vida en este viaje hospitalario. Supongo que, cuando tienes cierta edad y te da un ictus, caes de repente en la cuenta de que podías haberte quedado en el sitio −de hecho, él se quedó en el sitio un buen rato, en medio de sus vides−, y entonces resulta inevitable hacer un recuento que viene solo, atropelladamente, en imágenes, y necesitas contárselo a alguien, necesitas encontrar un testigo de que has vivido. Y aquel hombre me encontró a mí.
Ahora sé muchas cosas de él, menos cómo se llamaba. De repente se quedó dormido en medio de una frase, como si lo hubieran desconectado de la corriente, y para cuando despertó yo ya estaba cinco pisos más arriba. Habían decidido monitorizarme en otra habitación, a solas. Quise saber su nombre, pero la enfermera no fue capaz de conseguírmelo. Es lo que recuerdo de ella. Eso y que una mañana, con otra enfermera y una auxiliar, salieron disparadas hacia la ventana para ver las maniobras de un helicóptero que llegaba con algún accidentado.
Las tres mujeres de blanco en la ventana, iluminadas por un sol de después del desayuno, parecían un cuadro de Sorolla. Pero no se lo dije. Quizá seguían enfadadas por algo que no quise hacer. Y yo estaba enfadado porque no hacían nada para conseguirme los datos de contacto, al menos el nombre, de aquel señor que tenía barca y pescaba, que había plantado la viña más septentrional de España y había producido un vino escaso y espléndido, que se negaba a comercializar. Y queso. Y muchas otras cosas, aunque su negocio era la venta de pinturas, pero ya estaba jubilado y se concentraba en los quesos, la pesca y el vino.
Me cambiaron de cuarto, porque dejaron de temer que me muriera, y me pusieron con otro señor, también con su ictus, su susto inmenso y su barca. Tenía este hombre la ventaja maravillosa de una mujer listísima que le quería como Dios manda y que el primer día apareció poco después del desayuno. No habíamos intercambiado ni una palabra y le pregunté:
−¿Nos has traído churros?
Lo dije por decir, no sé por qué. Y ella se asustó un poco, por lo menos de cara, y terminó por meter la mano en el bolso y decir con una sonrisa dudosa, para mi desconcierto completo:
−¡Sí!
Sacó dos churros de un paquetito y me ofreció uno. No quise robárselo al señor, porque era muy evidente que le pertenecían ambos. Quizá acepté al final. Aquí eran dos para contarme la historia de él, y otra vez resultaba muy interesante. Un relato de logros esforzados que también terminaba en jubilación y barca, en este caso, para pescar calamares. Se recuperó pronto y se fue. Quedamos en vernos y en ir juntos a los calamares. Me llamó un día. Pero no pude y no nos hemos vuelto a encontrar.
Apareció en su sitio un hombre muy grande con una cánula en la nariz. Hablaba mal. Estaba peor. Lloraba a veces. Tenía un currículum de albañilería por medio mundo: era una especie de soldado de fortuna, un mercenario, pero del ladrillo. Había trabajado en encargos muy raros, sobre todo en países árabes, pero entre que tenía dificultades para hablar y que elegía los aspectos menos interesantes de las cosas (si construyes un peculiar complejo para Gadafi, lo de menos son los turnos de los obreros, pero…), me hacía pasar una terrible hambre de detalles mientras me contaba su historia larguísima de trabajos y ausencias que también terminaban en una barca. Este, en realidad, tenía dos: una para pescar y otra, un bote salvavidas recuperado en un desguace, para subir el río en Os Caneiros de Betanzos.
Me fui antes que él, que no usaba móvil. Llamé unas semanas después al de su hijo, y me dijo que ya estaba de alta hospitalaria y casi bien. Pero tampoco he vuelto a verle. Quince meses después, me gustaría decirles que no perdieron el tiempo conmigo, que sí, que seré su cronista.