Necesitamos más Lupitas en nuestra Honduras y en todo el mundo, que con su trabajo ordinario y metidas en Dios nos acerquen mucho más al cielo, con alegría y buen humor
La semana pasada pude presenciar en la frontera de Corinto el retorno de decenas de compatriotas ante la casi absoluta certeza de la imposibilidad de cruzar al “sueño americano”.
En la escalera de uno de los autobuses vi a un fraile franciscano, seguramente acompañando a estas personas, brindándoles apoyo espiritual y humano, al mejor estilo de su fundador, digamos que con obras y con palabras. El apoyo del pueblo y de los gobiernos mexicanos y guatemaltecos ha sido también más que evidente. ¡Gracias!
Seguramente muy acomodados frente al televisor viendo el clásico español o la Serie Mundial enfrentando a los Dodgers contra los Medias Rojas, seguimos quejándonos de las condiciones que han obligado a nuestros compatriotas al éxodo rumbo a los EUA. Sin embargo, es el momento oportuno para preguntarse, sobre el papel que cada uno puede jugar para evitar decisiones tan extremas como la migración masiva o ayudar a los que están en el éxodo.
El mismo día de mi estadía en Corinto, a miles de kilómetros de distancia, en la ciudad de Roma, el Papa Francisco comunicó al prelado del Opus Dei, monseñor Fernando Ocáriz, la fecha de beatificación (18 de mayo del 2019) de la doctora en Química, Guadalupe Ortiz de Landázuri, la primera laica de esa institución elevada a los altares.
Guadalupe Ortiz de Landázuri, la búsqueda de Dios de una científica (36:06)
Lupita, como seguramente la llamaríamos en estas tierras, vino a México por invitación de San Josemaría Escrivá en la década de los cincuentas, para comenzar la labor del Opus Dei con mujeres en tierras mexicanas.
La futura beata, dejó la “comodidad” relativa de su país, para “complicarse” la vida en México. Como indican los testimonios de su proceso de canonización, “destacaba su preocupación por los pobres y ancianos. Entre otras iniciativas, creó con una amiga −médico de profesión− un dispensario ambulante: iban casa por casa en los barrios más necesitados, pasando consulta a las personas que allí vivían y facilitándoles los medicamentos gratuitamente. Impulsó la formación cultural y profesional de campesinas, que vivían en zonas montañosas y aisladas del país y que muchas veces no contaban con la instrucción más básica”.
Recuerda Beatriz Gaytán, historiadora: “Siempre que pienso en ella oigo, a pesar del tiempo transcurrido, su risa. Guadalupe era una sonrisa permanente: acogedora, afable, sencilla”. Fue una de las impulsoras de instituciones educativas como: el Colegio Montefalco y la escuela rural El Peñón.
Su vida está mucho más cercana a la del lector, ya que se trató de una excelente profesional que se tomó muy en serio su trabajo y a través de este, hacer lo que fuese necesario para ayudar a los demás, principalmente a los más necesitados. Seguramente que si viviera en estos tiempos la tendríamos −después de su trabajo diario en algún laboratorio− organizando brigadas médicas para atender a los de la caravana en Tapachula, con una comida para el camino y acompañándolos con su eterna y sincera sonrisa, fruto de su entrega y amor a Dios. Necesitamos más Lupitas en nuestra Honduras y en todo el mundo, que con su trabajo ordinario y metidas en Dios nos acerquen mucho más al cielo, con alegría y buen humor.
Álvaro Sarmiento Especialista Internacional en Comercio y Aduanas