Me gusta decir que debemos ir siempre como los taxis con la luz verde encendida, anunciando que queremos hacer nuevos amigos… y a quererlos y acogerlos en la intimidad de nuestra amistad
Leo en la novela Y después… del escritor francés Guillaume Musso, que me recomendó una estudiante: “Se es joven una sola vez, pero nos acordamos de ello toda la vida”. Se trata al parecer de un fragmento de un diálogo de la película Liberty Heights (1999) de Barry Levinson. Al adentrarme en los 60 van muriéndoseme los amigos de juventud con quienes tanto quería y a quienes tanto quise. A veces la primera noticia de ellos que recibo en años es la de su muerte y me reprocho el no haber salido a buscarlos.
Así me pasó hace unos pocos días con Alf a quien tanto traté entre 1973 y 1978: me vino su recuerdo a la cabeza no sé por qué, lo busqué en internet y encontré su esquela del pasado diciembre. No recuerdo que hubiera ningún hecho concreto que nos distanciara. Simplemente la vida nos separó cuando yo me vine a Navarra y no hice nada por cultivar su trato. Pasaron los años, vivíamos a varios cientos de kilómetros de distancia y la amistad se fue difuminando por la falta de trato. Algo parecido me ocurrió con muchos otros amigos de mi infancia y juventud más o menos inadvertidamente, quizá también porque, al cambiar de ciudad y de entorno profesional, fui conociendo nueva gente y haciendo nuevos y buenos amigos. Caigo de nuevo en la cuenta de la penetrante clarividencia de aquel dicho de Kierkegaard “Vivimos hacia adelante, pero comprendemos hacia atrás” y me lamento de tantos amigos perdidos.
Con palabras de un ilustre intelectual catalán me gusta repetir que “la amistad se nutre de cotidianeidad”. Si no se cultiva a diario, la amistad se pierde y queda solo un afectuoso recuerdo. En cambio, si se recupera el trato, quizá sea posible reanudar la amistad como si nunca se hubiera interrumpido. ¡Qué misterio este de la amistad! La amistad es cuestión de mutua dedicación de tiempo, pero también requiere una comunidad de intereses vitales y de sintonía de los corazones.
A menudo tengo la impresión de que la gente joven hoy en día sabe mucho de sexo y muy poco de amistad. Se trata, sin duda, de un fenómeno muy complejo, pero me parece que muchos jóvenes echan de menos una adecuada educación para la amistad, que a la larga puede mostrarse como mucho más necesaria incluso que la propia educación sexual. Invité hace unos días a la profesora Ana Mª Romero Iribas a que impartiera una sesión sobre esta materia en un curso de formación de profesores y quedé una vez más deslumbrado. Me parece que también quedaron impactados las dos docenas de profesores de secundaria que la escucharon atentamente durante hora y media.
Para Aristóteles la amistad era “lo más necesario para la vida, pues sin amigos nadie querría vivir, aun cuando poseyera todos los demás bienes; hasta los ricos y los que tienen cargos y poder parecen tener necesidad sobre todo de amigos”. Probablemente todos estemos de acuerdo con Aristóteles en la importancia de la amistad para que la vida tenga sentido, para que la sintamos de verdad llena. Por eso, me gusta decir que debemos ir siempre como los taxis con la luz verde encendida, anunciando que queremos hacer nuevos amigos, que estamos dispuestos a conocer a nuevas personas, y a quererlas y acogerlas en la intimidad de nuestra amistad.
Pero lo que quiero recalcar en esta ocasión es la importancia del cuidado de los amigos de la infancia y juventud. Me parece que merece la pena intentar recuperar el trato con aquellos cuya amistad se haya desvanecido con el paso del tiempo. Aquellos amigos a los que nos unieron los años compartidos en las aulas y en los juegos y, sobre todo, unos comunes anhelos de futuro. Con mis amigos de juventud queríamos cambiar el mundo y queríamos hacerlo juntos. Me escribía mi amigo Rafael Tomás Caldera de su agridulce experiencia a este respecto: “En ocasiones puede llevar más tiempo, pues hay que contarse tantas cosas… Y a veces se descubre que ya no vamos en la misma dirección y no hay interés en un nuevo encuentro”. Probablemente tiene toda la razón del mundo, pero no me conformo. Quiero recuperar −al menos quiero intentarlo− el trato afectuoso con mis amigos de juventud.