Discurso del Papa, el pasado 9 de enero, con ocasión de las felicitaciones del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede
“La paz es un don, un desafío y un compromiso” dijo el Papa hablando en la mañana del pasado lunes 9 de enero a los Embajadores acreditados ante la Santa Sede con ocasión de las felicitaciones por el año nuevo. En el extenso y rico discurso centrado en el tema de la paz el Santo Padre expresó su deseo de que en este año “crezcan en nuestros países y sus pueblos las oportunidades para trabajar juntos y construir una paz verdadera”.
Excelencias, estimados Embajadores, Señoras y Señores:
Les doy la bienvenida y les agradezco su presencia tan numerosa y fiel a esta cita tradicional, que nos permite manifestar recíprocamente el deseo de que el año apenas iniciado sea para todos un tiempo de alegría, de prosperidad y de paz. Me dirijo con un sentimiento de especial reconocimiento al Decano del Cuerpo Diplomático, el Excelentísimo Señor Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira, Embajador de Angola, por las deferentes palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que ha aumentado recientemente con el establecimiento de las relaciones diplomáticas con la República Islámica de Mauritania, hace apenas un mes. Deseo igualmente agradecer a los numerosos Embajadores residentes en la Urbe, cuyo número ha aumentado a lo largo del último año, así como a los Embajadores no residentes, que con su presencia en el día de hoy pretenden subrayar los vínculos de amistad que unen a sus pueblos con la Santa Sede. Igualmente, quiero dirigir de modo especial un mensaje de pésame al Embajador de Malasia, recordando a su predecesor, Dato’ Mohd Zulkephli Bin Mohd Noor, fallecido el pasado mes de febrero.
Durante el año transcurrido, las relaciones entre sus Países y la Santa Sede han tenido ocasión de profundizarse aún más gracias a las cordiales visitas de numerosos Jefes de Estado y de Gobierno, a veces en concomitancia con los diversos encuentros que han marcado el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, recientemente concluido. Han sido también varios los Acuerdos bilaterales firmados o ratificados, unos de carácter general, dirigidos a reconocer el estatuto jurídico de la Iglesia con la República Democrática del Congo, la República Centroafricana, Benín y con Timor Oriental; otros de carácter más específico, como el Avenant firmado con Francia, o la Convención en materia fiscal con la República Italiana, que ha entrado recientemente en vigor, a los que hay que añadir el Memorandum de Acuerdo entre la Secretaría de Estado y el Gobierno de los Emiratos Árabes Unidos. Además, en línea con el compromiso de la Santa Sede de cumplir con las obligaciones asumidas en los acuerdos subscritos, se ha dado también la plena actuación al Comprehensive Agreement con el Estado de Palestina, que entró en vigor hace un año.
Estimados Embajadores.
Hace un siglo, el mundo se encontraba en medio del primer conflicto mundial. Una inútil matanza[1], en la que las nuevas técnicas de combate sembraban muerte y causaban enormes sufrimientos a una población civil inerme. En 1917, el rostro del conflicto cambió profundamente, adquiriendo una fisonomía cada vez más mundial mientras surgían en el horizonte aquellos regímenes totalitarios que durante mucho tiempo fueron causa de lacerantes divisiones. Cien años después, muchas zonas del mundo pueden decir que se han beneficiado de prolongados períodos de paz, que han favorecido unas oportunidades de desarrollo económico y formas de bienestar sin precedentes. Si hoy para muchos la paz les parece de alguna manera un bien que se da por descontado, casi un derecho adquirido al que no se le presta demasiada atención, para demasiadas personas esa paz es todavía una simple ilusión lejana. Millones de personas viven hoy en medio de conflictos insensatos. Incluso en aquellos lugares que en otro tiempo se consideraban seguros se advierte un sentimiento general de miedo. Con frecuencia nos sentimos abrumados por las imágenes de muerte, por el dolor de los inocentes que imploran ayuda y consuelo, por el luto del que llora un ser querido a causa del odio y de la violencia, por el drama de los refugiados que escapan de la guerra o de los emigrantes que perecen trágicamente.
Por eso quisiera dedicar el encuentro de hoy al tema de la seguridad y de la paz, porque en el clima general de preocupación por el presente y de incertidumbre y angustia por el futuro, en el que nos encontramos inmersos, considero importante dirigir una palabra de esperanza, que nos señale también un posible camino para recorrer.
Hace tan sólo unos días hemos celebrado la 50 Jornada Mundial de la Paz, instituida por mi predecesor el beato Pablo VI, «como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura»[2]. Para los cristianos, la paz es un don del Señor, aclamada y cantada por los ángeles en el momento del nacimiento de Cristo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). Es un bien positivo, «el fruto del orden asignado a la sociedad humana»[3] por Dios y «no es la mera ausencia de la guerra»[4]. No se «reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias»[5], sino que más bien exige el compromiso de personas de buena voluntad «sedientos de una justicia más perfecta»[6].
En esa línea, manifiesto la viva convicción de que toda expresión religiosa está llamada a promover la paz. Lo he podido experimentar de manera significativa en la Jornada Mundial de Oración por la Paz, que se celebró en Asís el pasado mes de septiembre, durante la cual los representantes de las diversas religiones se han encontrado para «dar voz a los que sufren, a los que no tienen voz y no son escuchados»[7],así como en mi visita al Templo Mayor de Roma o a la Mezquita de Bakú.
Sabemos que se ha cometido violencia por razones religiosas, comenzando precisamente por Europa, donde las divisiones históricas entre cristianos han durado mucho tiempo. En mi reciente viaje a Suecia, quise recordar que tenemos una urgente necesidad de sanar las heridas del pasado y de caminar juntos hacia metas comunes. En la base de ese camino ha de estar el diálogo auténtico entre las diversas confesiones religiosas. Es un dialogo posible y necesario, como he tratado de atestiguar en el encuentro que he tenido en Cuba con el Patriarca Cirilo de Moscú, así como en los viajes apostólicos a Armenia, Georgia y Azerbaiyán, donde he percibido la aspiración de aquellos pueblos a solucionar los conflictos que desde hace años perjudican la concordia y la paz.
Al mismo tiempo, no debemos olvidar las muchas iniciativas, inspiradas en la religión, que contribuyen, incluso a menudo con el sacrificio de los mártires, a la construcción del bien común por medio de la educación y la asistencia, sobre todo en las regiones más desfavorecidas y en las zonas de conflicto. Tales obras contribuyen a la paz y dan testimonio concreto de que, cuando se coloca en el centro de la propia actividad la dignidad de la persona humana, es posible vivir y trabajar juntos, a pesar de pertenecer a pueblos, culturas y tradiciones diferentes.
Desgraciadamente, somos conscientes de que todavía hoy, la experiencia religiosa, en lugar de abrirnos a los demás, puede ser utilizada a veces como pretexto para cerrazones, marginaciones y violencias. Me refiero en particular al terrorismo de matriz fundamentalista, que en el año pasado ha segado la vida de numerosas víctimas en todo el mundo: en Afganistán, Bangladesh, Bélgica, Burkina Faso, Egipto, Francia, Alemania, Jordania, Irak, Nigeria, Pakistán, Estados Unidos de América, Túnez y Turquía. Son gestos viles, que usan a los niños para asesinar, como en Nigeria; toman como objetivo a quien reza, como en la Catedral copta de El Cairo, a quien viaja o trabaja, como en Bruselas, a quien pasea por las calles de la ciudad, como en Niza o en Berlín, o sencillamente celebra la llegada del año nuevo, como en Estambul.
Se trata de una locura homicida que usa el nombre de Dios para sembrar muerte, intentando afirmar una voluntad de dominio y de poder. Hago por tanto un llamamiento a todas las autoridades religiosas para que unidos reafirmen con fuerza que nunca se puede matar en nombre de Dios. El terrorismo fundamentalista es fruto de una grave miseria espiritual, vinculada también a menudo a una considerable pobreza social. Sólo podrá ser plenamente vencido con la acción común de los líderes religiosos y políticos. A los primeros les corresponde la tarea de transmitir aquellos valores religiosos que no admiten una contraposición entre el temor de Dios y el amor por el prójimo. A los segundos les corresponde garantizar en el espacio público el derecho a la libertad religiosa, reconociendo la aportación positiva y constructiva que ésta comporta para la edificación de la sociedad civil, en donde la pertenencia social, sancionada por el principio de ciudadanía, y la dimensión espiritual de la vida no pueden ser concebidas como contrarias. A quien gobierna le corresponde, además, la responsabilidad de evitar que se den las condiciones favorables para la propagación de los fundamentalismos. Eso requiere adecuadas políticas sociales que combatan la pobreza, y que requieren de una sincera valorización de la familia, como lugar privilegiado de la maduración humana, y de abundantes esfuerzos en el ámbito educativo y cultural.
En este sentido, acojo con interés la iniciativa del Consejo de Europa sobre la dimensión religiosa del diálogo intercultural, que el año pasado se ha centrado en el papel de la educación en la prevención de la radicalización, que conduce al terrorismo y al extremismo violento. Se trata de una oportunidad para profundizar en el papel que tiene el fenómeno religioso y la educación en la pacificación real del tejido social, necesaria para la convivencia en una sociedad multicultural.
A este respecto, deseo expresar la convicción de que la autoridad política no sólo debe garantizar la seguridad de sus propios ciudadanos −concepto que puede ser fácilmente reducido al de un simple «vivir tranquilo»−, sino que también está llamada a ser verdadera promotora y constructora de paz. La paz es una «virtud activa», que requiere el compromiso y la cooperación de cada persona y de todo el cuerpo social en su conjunto. Como advertía el Concilio Vaticano II, «la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer»[8], salvaguardando el bien de las personas y respetando su dignidad. Construirla requiere en primer lugar renunciar a la violencia en la reivindicación de los propios derechos[9]. Precisamente a este principio he dedicado el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2017, titulado: «La no violencia: un estilo de política para la paz», para recordar sobre todo cómo la no violencia es un estilo político basado en la primacía del derecho y de la dignidad de toda persona.
Construir la paz requiere también que «se desarraiguen las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras»[10], empezando por las injusticias. Existe, de hecho, una íntima relación entre la justicia y la paz[11]. «Pero, −observaba san Juan Pablo II− puesto que la justicia humana es siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y en cierto modo completarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas (...). El perdón en modo alguno se contrapone a la justicia, [sino] tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la tranquilidad del orden y que (...) pretende una profunda recuperación de las heridas abiertas. Para esta recuperación, son esenciales ambos, la justicia y el perdón»[12]. Estas palabras, hoy más actuales que nunca, se han encontrado con la disponibilidad de algunos Jefes de Estado o de Gobierno para acoger mi invitación a tener un gesto de clemencia a favor de los encarcelados. A ellos, como también a quienes trabajan para crear condiciones de vida digna para los detenidos y favorecer su reinserción en la sociedad, deseo expresarles mi especial reconocimiento y gratitud.
Estoy convencido de que para muchos el Jubileo extraordinario de la Misericordia ha sido una ocasión particularmente propicia para descubrir también la «incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social»[13]. Cada uno puede contribuir a dar vida a «una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos»[14]. Sólo así se podrán construir sociedades abiertas y hospitalarias para los extranjeros y, al mismo tiempo, seguras y pacíficas internamente. Esto es aún más necesario hoy en día en que siguen aumentando, en diferentes partes del mundo, los grandes flujos migratorios. Pienso sobre todo en los numerosos refugiados y desplazados en algunas zonas de África, en el Sudeste asiático y en aquellos que huyen de las zonas de conflicto en Oriente Medio.
El año pasado, la comunidad internacional se vio interpelada por dos importantes eventos convocados por las Naciones Unidas: la primera Cumbre Humanitaria Mundial y la Cumbre sobre los grandes Desplazamientos de Refugiados y Migrantes. Es necesario un compromiso común en favor de los inmigrantes, los refugiados y los desplazados, que haga posible el darles una acogida digna. Esto implica saber conjugar el derecho de «cada hombre (…) a emigrar a otros países y fijar allí su domicilio»[15] y, al mismo tiempo, garantizar la posibilidad de una integración de los inmigrantes en los tejidos sociales en los que se insertan, sin que éstos sientan amenazada su seguridad, su identidad cultural y sus propios equilibrios políticos y sociales. Por otra parte, los mismos inmigrantes no deben olvidar que tienen el deber de respetar las leyes, la cultura y las tradiciones de los países que los acogen.
Un enfoque prudente de parte de las autoridades públicas no comporta la aplicación de políticas de clausura hacia los inmigrantes, sino que implica evaluar, con sabiduría y altura de miras, hasta qué punto su país es capaz, sin provocar daños al bien común de sus ciudadanos, de proporcionar a los inmigrantes una vida digna, especialmente a quienes tienen verdadera necesidad de protección. No se puede de ningún modo reducir la actual crisis dramática a un simple recuento numérico. Los inmigrantes son personas con nombres, historias y familias, y no podrá haber nunca verdadera paz mientras quede un solo ser humano al que se le vulnere la propia identidad personal y se le reduzca a una mera cifra estadística o a objeto de interés económico.
El problema de la inmigración es un tema que no puede dejar indiferentes a algunos países mientras que otros sobrellevan, a menudo con un esfuerzo considerable y graves dificultades, el compromiso humanitario de hacer frente a una emergencia que no parece tener fin. Todos deberían sentirse constructores y corresponsables del bien común internacional, incluso a través de gestos concretos de humanidad, que son requisitos fundamentales para la paz y el desarrollo que naciones enteras y millones de personas siguen aún esperando. Por eso, estoy agradecido a todos los países que acogen generosamente a los necesitados, comenzando por algunas naciones europeas, especialmente Italia, Alemania, Grecia y Suecia.
Me quedará grabado para siempre el viaje que hice a la isla de Lesbos, junto a mis hermanos el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo Jerónimo, donde vi y toqué con la mano la dramática situación de los campos de refugiados, así como la humanidad y el espíritu de servicio de muchas personas comprometidas en su asistencia. Tampoco se debe olvidar la hospitalidad ofrecida por otros países europeos y de Oriente Medio, como Líbano, Jordania y Turquía, así como el compromiso de diferentes países de África y Asia. También en mi viaje a México, donde pude experimentar la alegría del pueblo mexicano, me sentí cerca de los miles de inmigrantes centroamericanos que sufren terribles injusticias y peligros en su intento de alcanzar un futuro mejor, y que son víctimas de extorsión y objeto de ese despreciable comercio −horrible forma de esclavitud moderna− que es la trata de personas.
Enemiga de la paz es una «visión reductiva» del hombre, que abre el camino a la propagación de la iniquidad, las desigualdades sociales y la corrupción. Justo con relación a este último fenómeno, la Santa Sede ha asumido nuevos compromisos, depositando formalmente, el 19 de septiembre, el instrumento de adhesión a la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 31 de octubre de 2003.
En la encíclica Populorum Progressio, que este año celebra su cincuenta aniversario, el beato Pablo VI recordó cómo estas desigualdades provocan discordias. «El camino de la paz pasa por el desarrollo»[16] que las autoridades públicas tienen la obligación de estimular y fomentar, creando las condiciones para una distribución más equitativa de los recursos e incentivando oportunidades de trabajo, sobre todo para los más jóvenes. En el mundo hay todavía muchas personas, especialmente niños, que aún sufren por causa de una pobreza endémica y viven en situaciones de inseguridad alimentaria −más bien, de hambre− mientras que los recursos naturales son objeto de la ávida explotación de unos pocos, desperdiciándose cada día enormes cantidades de alimentos.
Los niños y los jóvenes son el futuro, se trabaja y se construye para ellos. No podemos descuidarlos y olvidarlos egoístamente. Por esta razón, como he advertido recientemente en una carta enviada a todos los obispos, considero prioritaria la defensa de los niños, cuya inocencia ha sido frecuentemente rota bajo el peso de la explotación, del trabajo clandestino y esclavo, de la prostitución o de los abusos de los adultos, de los pandilleros y de los mercaderes de muerte[17]. Durante mi viaje a Polonia, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, me encontré con miles de jóvenes llenos de entusiasmo y ganas de vivir. He visto, en cambio, el dolor y el sufrimiento de muchos otros. Pienso en los chicos y chicas que sufren las consecuencias del terrible conflicto en Siria, privados de la alegría de la infancia y de la juventud: desde la posibilidad de jugar libremente a la oportunidad de ir a la escuela. A ellos, y a todo el querido pueblo sirio, dirijo constantemente mi pensamiento, a la vez que hago un llamamiento a la comunidad internacional para que trabaje con diligencia para poner en marcha una seria negociación, que ponga definitivamente fin a un conflicto que está provocando un verdadero desastre humanitario. Cada una de las partes implicadas ha de tener como prioridad el respeto del derecho humanitario internacional, asegurando la protección de la población civil y la necesaria ayuda humanitaria. El deseo común es que la tregua que se ha firmado recientemente sea para todo el pueblo sirio un signo de la esperanza que tanto necesita.
Esto requiere también que se hagan esfuerzos para erradicar el despreciable tráfico de armas y la continua carrera para producir y distribuir armas cada vez más sofisticadas. Causan un gran desconcierto las pruebas llevadas a cabo en la Península coreana, que desestabilizan a la región y plantean a la comunidad internacional unos inquietantes interrogantes acerca del riesgo de una nueva carrera de armamentos nucleares. Siguen siendo actuales las palabras de san Juan XXIII en la Pacem in terris cuando afirmaba que «la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas»[18]. En tal sentido, y también en vista de la próxima Conferencia de Desarme, la Santa Sede trabaja por promover una ética de la paz y de la seguridad que supere a la del miedo y de la «cerrazón» que condiciona el debate sobre las armas nucleares.
También por lo que respecta a las armas convencionales, hay que señalar que la facilidad con la que a menudo se puede acceder al mercado de las armas, incluso las de pequeño calibre, además de agravar la situación en las diversas zonas de conflicto, produce una sensación muy extendida y generalizada de inseguridad y temor, que es más peligrosa en los momentos de incertidumbre social y de profunda transformación como el que vivimos.
La ideología, que se sirve de los problemas sociales para fomentar el desprecio y el odio y ve al otro como un enemigo que hay que destruir, es enemiga de la paz. Desafortunadamente, nuevas formas de ideología aparecen constantemente en el horizonte de la humanidad. Haciéndose pasar por portadoras de beneficios para el pueblo, dejan en cambio detrás de sí pobreza, divisiones, tensiones sociales, sufrimiento y con frecuencia incluso la muerte. La paz, sin embargo, se conquista con la solidaridad. De ella brota la voluntad de diálogo y de colaboración, del que la diplomacia es un instrumento fundamental. La misericordia y la solidaridad es lo que mueve a la Santa Sede y a la Iglesia Católica en su compromiso decidido por solucionar los conflictos o seguir los procesos de paz, de reconciliación y la búsqueda de soluciones negociadas a los mismos. Llena de esperanza ver que algunos de los intentos realizados se deben a la buena voluntad de tantas personas diferentes que se empeñan de modo activo y eficaz en favor de la paz. Pienso en los esfuerzos realizados en los últimos dos años para un nuevo acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos. También pienso en el esfuerzo llevado a cabo con tenacidad, a pesar de las dificultades, para terminar con años de conflicto en Colombia.
Este planteamiento busca fomentar la confianza mutua, mantener caminos de diálogo y hacer hincapié en la necesidad de gestos valientes, que son muy urgentes también en la vecina Venezuela, donde las consecuencias de la crisis política, social y económica, están pesando desde hace tiempo sobre la población civil; o en otras partes del mundo, empezando por Oriente Medio, no sólo para poner fin al conflicto sirio, sino también para promover una sociedad plenamente reconciliada en Irak y en Yemen. La Santa Sede renueva también su urgente llamamiento para que se reanude el diálogo entre israelíes y palestinos, para que se alcance una solución estable y duradera que garantice la convivencia pacífica de dos Estados dentro de fronteras reconocidas internacionalmente. Ningún conflicto ha de convertirse en un hábito del que parece que nadie se puede librar. Israelíes y palestinos necesitan la paz. Todo el Oriente Medio necesita con urgencia la paz.
También espero que se cumplan plenamente los acuerdos destinados a restablecer la paz en Libia, donde es más urgente que nunca sanar las divisiones de los últimos años. Del mismo modo, animo todos los esfuerzos que en ámbito local e internacional estén destinados a restaurar la convivencia civil en Sudán y en Sudán del Sur, en la República Centroafricana, atormentados por continuos enfrentamientos armados, masacres y devastaciones, así como en otras naciones del Continente marcadas por tensiones e inestabilidad política y social. En particular, espero que el reciente acuerdo firmado en la República Democrática del Congo contribuya a hacer que los que tienen responsabilidades políticas se esfuercen diligentemente para promover la reconciliación y el diálogo entre todos los miembros de la sociedad civil. Mi pensamiento se dirige también a Myanmar, de modo que se promueva una convivencia pacífica y, con la ayuda de la comunidad internacional, no se deje de atender a aquellos que están en grave y urgente necesidad.
También en Europa, donde no faltan las tensiones, la disponibilidad al diálogo es la única manera de garantizar la seguridad y el desarrollo del Continente. Por tanto, celebro las iniciativas destinadas a promover el proceso de reunificación de Chipre, que hoy precisamente ve una reanudación de las negociaciones, mientras espero que en Ucrania se sigan buscando con determinación soluciones viables para la plena aplicación de los compromisos asumidos por las partes y, sobre todo, para que se le dé una pronta respuesta a una situación humanitaria que sigue siendo grave.
Toda Europa está atravesando un momento decisivo de su historia, en el que está llamada a redescubrir su propia identidad. Para ello es necesario volver a descubrir sus raíces con el fin de plasmar su propio futuro. Frente a las fuerzas disgregadoras, es más urgente que nunca actualizar la «idea de Europa» para dar a luz un nuevo humanismo basado en la capacidad de integrar, de dialogar y de generar[19] que han hecho grande al así llamado Viejo Continente. El proceso de unificación europea, que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial, ha sido y sigue siendo una oportunidad única para la estabilidad, la paz y la solidaridad entre los pueblos. Aquí sólo puedo reiterar el interés y la preocupación de la Santa Sede por Europa y su futuro, consciente de que los valores que han animado y fundado este proyecto, del que este año se cumple el sexagésimo aniversario, son comunes a todo el Continente y se extienden más allá de la misma Unión Europea.
Excelencias, señoras y señores.
Construir la paz significa también trabajar activamente para el cuidado de la Creación. El Acuerdo de París sobre el clima, que ha entrado recientemente en vigor, es un signo importante de nuestro compromiso común por dejar a los que vengan después de nosotros un mundo hermoso y habitable. Espero que los esfuerzos realizados en los últimos tiempos para abordar el cambio climático cuenten con una cooperación más amplia por parte de todos, ya que la Tierra es nuestra casa común, y es necesario tener en cuenta que las decisiones de cada uno repercuten sobre la vida de todos.
Sin embargo, es evidente también que hay fenómenos que sobrepasan la capacidad de la acción humana. Me refiero a los numerosos terremotos que han golpeado a algunas regiones del mundo. Pienso sobre todo en los que se produjeron en Ecuador, Italia e Indonesia, que han provocado numerosas muertes y donde todavía muchas personas viven en condiciones muy precarias. Pude visitar personalmente algunas zonas afectadas por el terremoto en el centro de Italia, donde he comprobado las heridas que el terremoto ha causado en una tierra rica en arte y cultura, he podido compartir el dolor de tanta gente, junto con su valor y determinación para reconstruir todo lo que se ha destruido. Espero que la solidaridad que ha unido al querido pueblo italiano en las horas siguientes al terremoto, siga animando a toda la Nación, especialmente en estos delicados momentos de su historia. La Santa Sede e Italia están particularmente ligadas por obvias razones históricas, culturales y geográficas. Ese vínculo se ha apreciado con claridad en el año jubilar y agradezco a todas las Autoridades italianas por su ayuda en la organización de este evento, también para garantizar la seguridad de los peregrinos que llegaron de todo el mundo.
Estimados Embajadores.
La paz es un don, un desafío y un compromiso. Un don porque brota del corazón de Dios; un desafío, porque es un bien que no se da nunca por descontado y debe ser conquistado continuamente; un compromiso, ya que requiere el trabajo apasionado de toda persona de buena voluntad para buscarla y construirla. No existe, por tanto, la verdadera paz si no se parte de una visión del hombre que sepa promover su desarrollo integral, teniendo en cuenta su dignidad trascendente, ya que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz»[20], como recordaba el beato Pablo VI. Por tanto, este es mi deseo para el próximo año: que crezcan en nuestros países y sus pueblos las oportunidades para trabajar juntos y construir una paz verdadera. Por su parte, la Santa Sede, y en particular la Secretaría de Estado, estarán siempre dispuestas a cooperar con todos los que trabajan para poner fin a los conflictos abiertos y para dar apoyo y esperanza a las poblaciones que sufren.
En la liturgia pronunciamos el saludo «la paz esté con vosotros». Con esta expresión, prenda de abundantes bendiciones divinas, les renuevo a ustedes, distinguidos miembros del cuerpo diplomático, a sus familias, a los países que representan, mis mejores deseos para el Año Nuevo.
Gracias.
Fuente: vatican.va.
[1] Benedicto XV, Carta a los jefes de los pueblos beligerantes, 1 agosto 1917: AAS IX (1917), 423.
[2] Pablo VI, Mensaje para la celebración de la I Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 1968.
[3] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (GS), 7 diciembre 1965, 78.
[7] Discurso en la Jornada Mundial de Oración por la Paz, Asís, 20 septiembre 2016.
[11] Cf. Sal 85, 11 e Is 32, 17.
[12] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de la Paz: No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón,1 enero 2002.
[13] Carta apostólica Misericordia et misera, 20 noviembre 2016, 18.
[15] Juan XXIII, Carta encíclica Pacem in terris, 11 abril 1963, 25.
[16] Pablo VI, Carta Encíclica Populorum Progressio, 26 marzo 1967, 83.
[17] Cf. Carta a los Obispos en la fiesta de los Santos Inocentes, 28 diciembre 2016.
[18] N. 112.
[19] Cf. Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno, 6 mayo 2016.
[20] Pablo VI, Populorum Progressio, 87.
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