El Papa concluye sus catequesis sobre las 14 obras de misericordia y recuerda que aunque las catequesis hayan terminado "la misericordia continúa” y que "debemos ponerla en práctica”
Queridos hermanos y hermanas:
Concluimos este ciclo de catequesis reflexionando sobre dos obras de misericordia: una espiritual que pide rogar a Dios por vivos y difuntos, y otra corporal que invita a enterrar a los muertos.
Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad y de fe, pues esperamos en «la resurrección de la carne». Durante la Eucaristía confiamos a los difuntos a la misericordia de Dios con un recuerdo sencillo pero lleno de significado. Rezamos para que estén con él en el paraíso y con la esperanza de que un día también nosotros nos encontremos con ellos en ese misterio de amor que, si bien no comprendemos plenamente, sabemos que es verdad porque Jesús nos lo ha prometido.
Este recuerdo de rogar por los difuntos está unido también al de rogar por los vivos, que junto con nosotros cada día enfrentan las dificultades de la vida. Todos, vivos y difuntos, estamos en comunión; en esa comunidad de quienes han recibido el bautismo, se han nutrido del Cuerpo de Cristo y hacen parte de la gran familia de Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a rezar unos por otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales se conviertan cada vez más en el estilo de nuestra vida. Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado a la misericordia. ¡Pero, aunque las catequesis acaben, la misericordia debe continuar! Demos gracias el Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón como consuelo y alivio.
La última obra de misericordia espiritual pide rezar por los vivos y difuntos. A ella podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a enterrar a los muertos. Puede parecer una petición rara esta última; en cambio, en algunas zonas del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos que día y noche siembran miedo y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia contiene un buen ejemplo a este propósito: el del viejo Tobías, quien, a riesgo de la propia vida, sepultaba a los muertos a pesar de la prohibición del rey (cfr. Tb 1,17-19; 2,2-4).
También hoy hay quien arriesga la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las guerras. Así pues, esta obra de misericordia corporal no es tan lejana a nuestra existencia ordinaria. Y nos hace pensar en lo que pasó el Viernes Santo, cuando la Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban junto a la cruz de Jesús. Después de su muerte, vino José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín, que se había hecho discípulo de Jesús, y ofreció para él su sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue personalmente a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia hecha con gran valentía (cfr. Mt 27,57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, y también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (cfr. 1Cor 15, 1-34). Es un rito muy fuerte y sentido en nuestro pueblo, y que tiene resonancias especiales en este mes de noviembre dedicado en particular al recuerdo y a la oración por los difuntos.
Rezar por los difuntos es, ante todo, un signo de reconocimiento por el testimonio que nos han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos dado y por su amor y amistad. La Iglesia reza por los difuntos de modo particular durante la Santa Misa. Dice el sacerdote: «Acuérdate, Señor, de tus hijos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Un recuerdo sencillo, eficaz, cargado de significado, porque encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Rezamos con esperanza cristiana que estén con Él en el paraíso, a la espera de volver a encontrarnos juntos en aquel misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdadero porque es una promesa que Jesús hizo. Todos resucitaremos y todos estaremos para siempre con Jesús, con Él.
El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar rezar también por los vivos, que junto a nosotros cada día afrontan las pruebas de la vida. La necesidad de esa oración es aún más evidente si la ponemos a la luz de la profesión de fe que dice: «Creo en la comunión de los santos». Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia que Jesús nos reveló. La comunión de los santos indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión, es decir, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo, y de los que se han alimentado con el Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran familia de Dios. Todos somos la misma familia, unidos. Y por eso, rezamos los unos por los otros.
¡Cuántos modos diversos hay para rezar por nuestro prójimo! Son todos válidos y agradables a Dios si se hacen con el corazón. Pienso de modo particular en las madres y padres que bendicen a sus hijos por la mañana y por la noche. Todavía existe esa costumbre en algunas familias: bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por las personas enfermas, cuando vamos a verlas y rezamos por ellas; en la intercesión silenciosa, a veces con lágrimas, en tantas situaciones difíciles por las que rezar.
Ayer vino a misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Ese hombre joven tiene que cerrar su fábrica porque no puede más y lloraba diciendo: “No soy capaz de dejar sin trabajo a más de 50 familias. Podría declarar la quiebra de la empresa e irme a casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por esas 50 familias”. Este es un buen cristiano que reza con las obras: vino a misa a rezar para que el Señor le dé una vía de salida, no solo para él, sino para las 50 familias. Este es un hombre que sabe rezar, con el corazón y con los hechos, sabe rezar por el prójimo. Está en una situación difícil. Y no busca la escapatoria más fácil: “Que se apañen ellos”.
Eso es un cristiano. ¡Me hizo mucho bien escucharle! Y quizá hay tantos así, hoy, en este momento en que tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el agradecimiento por una bonita noticia que se refiere a un amigo, un pariente, un colega…: “¡Gracias, Señor, por eso tan bonito!”, ¡eso también es regar por los demás! Agradecer al Señor cuando las cosas van bien. A veces, como dice San Pablo, «no sabemos cómo pedir de modo conveniente, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Es el Espíritu el que reza dentro de nosotros. Abramos, pues, nuestro corazón, de modo que el Espíritu Santo, escrutando los deseos que están en lo más hondo, los pueda purificar y llevar a cumplimiento.
En todo caso, para nosotros y para los demás, pidamos siempre que se haga la voluntad de Dios, como en el Padrenuestro, porque su voluntad es con toda seguridad el bien más grande, el bien de un Padre que nunca nos abandona: rezar y dejar que el Espíritu Santo rece en nosotros. Y eso es bonito en la vida: reza agradeciendo, alabando a Dios, pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como aquel hombre. Pero que el corazón esté siempre abierto al Espíritu para que rece en nosotros, con nosotros y por nosotros.
Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, comprometámonos a rezar los unos por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales sean cada vez más el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho al principio, acaban aquí. Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua y debemos ejercerla de esos 14 modos. Gracias.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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