La novedad conciliar consiste en honrar la verdad completa y restablecer las proporciones entre todos los elementos de la tradición, tras la acentuación unilateral de solo algunos de ellos
Los textos del Vaticano II fueron objeto de intensa lectura, asimilación y aplicación por las generaciones contemporáneas al evento conciliar. Pero esta tarea ha de ser proseguida una y otra vez por las nuevas generaciones, que corren el riesgo de mirar al Concilio como uno más entre muchos, e incluso no valorar el alcance de sus afirmaciones, que les pueden resultar muy obvias. En parte esa obviedad es algo positivo, pues significa un alto grado de asimilación del Vaticano II en la existencia cristiana. Pero esa obviedad también supondría desconocer la magnitud de la renovación que supuso el Concilio. Veamos algunos ejemplos.
A principios del siglo XX, como reacción ante el pensamiento antijerárquico protestante, se acentuaba la distinción entre pastores y fieles, hasta llegar a ser el punto de partida para describir a la Iglesia. Por ejemplo, en el primer esquema de Ecclesia preparado para el Vaticano I se leía: «La Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales, en la que todos los creyentes tuvieran los mismos derechos, sino que es una sociedad de desiguales, no solamente porque entre los creyentes unos son clérigos y otros son laicos, sino que, de una manera especial, porque en la Iglesia reside el poder de Dios, por el que a unos es dado el santificar, enseñar y gobernar y a otros no».
La idea se reitera luego en documentos oficiales de décadas posteriores. Compárese con la que ofrece el Vaticano II: «Saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común. […] [En la Iglesia] es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. […] Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (Lumen gentium, nn. 30.32).
Impulso al ecumenismo
¿Qué decir sobre los cristianos separados de la Iglesia católica? En un conocido manual de la primera mitad del siglo XX, se podía leer: «Todas las Iglesias disidentes [se refiere el autor a las Iglesias ortodoxas], precisamente en cuanto organismos religiosos, son totalmente inútiles en orden a la salvación; todavía más, han de ser consideradas como grandes obstáculos para la salvación e instrumentos de muerte, en cuanto retienen a los hombres lejos de la verdadera arca de salvación». Compárese con este texto de Unitatis redintegratio n. 3: «Aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia».
Otra afirmación central de Lumen gentium dice así: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, […] son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre. […]. Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (nn. 11.32). En su momento, Karl Rahner calificó estas palabras como «acontecimiento asombroso», a la vista de que durante siglos tal afirmación no era nada evidente. Por el contrario, era habitual distinguir dos vías o caminos de vida cristiana, la del cumplimiento de los diez mandamientos −los preceptos−, para la generalidad de los cristianos, y la de los consejos para los llamados al estado de perfección.
Sería simplista ver en estos ejemplos −podrían multiplicarse− una ruptura contradictoria con la tradición católica previa. El Vaticano II no pone en entredicho la vida consagrada, ni desconoce las serias deficiencias de las comunidades separadas de la Iglesia católica, ni ignora la diferencia entre pastores y fieles. La novedad conciliar consiste en honrar la verdad completa y restablecer las proporciones entre todos los elementos de la tradición, tras la acentuación unilateral de solo algunos de ellos. Este es el legado permanente del Vaticano II: ni revolución, ni anquilosamiento, sino renovación en fidelidad al Evangelio.
José Ramón Villar Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra