El momento culminante del Jubileo dedicado a los sacerdotes fue en la plaza de San Pedro. El Papa celebró esta misa en el día que la Iglesia celebra el Sagrado Corazón de Jesús
Con anterioridad, el día 2 de junio, el Papa celebró el Jubileo de los sacerdotes impartiendo tres meditaciones en tres de las basílicas mayores de Roma:
1ª Meditación: De la distancia a la fiesta.
2ª Meditación: El receptáculo de la misericordia.
3ª Meditación: El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia.
Celebrando el Jubileo de los Sacerdotes en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, estamos llamados a mirar al corazón, o a la interioridad, a las raíces más robustas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy dirigimos la mirada a dos corazones: el Corazón del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores.
El Corazón del Buen Pastor no es solo el Corazón que tiene misericordia de nosotros, sino que es la misma misericordia. Ahí brilla el amor del Padre; ahí me siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con todas mis limitaciones y pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Mirando ese Corazón renuevo el primer amor: la memoria de cuando el Señor me tocó el almo y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes de la vida en su Palabra (cfr. Lc 5,5).
El Corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene fronteras, no se cansa ni se rinde nunca. Ahí vemos su continuo darse, sin límites; ahí encontramos la fuente del amor fiel y manso, que deja libres y hace libres; ahí descubrimos cada vez que Jesús nos ama «hasta el fin» (Jn 13,1) −no se queda antes, hasta el fin−, sin imponerse nunca.
El Corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, “polarizado” especialmente a quien está más distante; ahí apunta obstinadamente le aguja de su brújula, ahí revela una debilidad de amor particular, porque desea alcanzar a todos sin perder a ninguno.
Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿Adónde está orientado mi corazón? Pregunta que los sacerdotes debemos hacernos muchas veces, cada día, cada semana: ¿Adónde está orientado mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo exponen a tantos frentes: desde la catequesis a la liturgia, a la caridad, a los compromisos pastorales y también administrativos. En medio de tantas actividades permanece la pregunta: ¿dónde está fijo mi corazón? Me viene a la memoria aquella oración tan bonita de la Liturgia: “Ubi vera sunt gaudia…”[1]. ¿Adónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque −dice Jesús− «donde está tu tesoro, ahí estará tu corazón» (Mt 6,21). Hay debilidades en todos nosotros, también pecados. Pero vayamos al fondo, a la raíz: ¿dónde está la raíz de nuestras debilidades, de nuestros pecados, o sea, dónde está ese “tesoro” que nos aleja del Señor?
Los tesoros insustituibles del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Sus días transcurrían entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. No la distancia, el encuentro. También el corazón del pastor de Cristo conoce solo dos direcciones: el Señor y la gente. El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor; por eso, ya no se mira a sí mismo −no debería mirarse a sí mismo− sino que se dirige a Dios y a sus hermanos. No es ya “un corazón bailarín”, que se deja atraer por la sugestión del momento o que va de aquí allá en busca de consensos y pequeñas satisfacciones. Es, en cambio, un corazón afianzado en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible a los hermanos. Y ahí resuelve sus pecados.
Para ayudar a nuestro corazón a arder de la caridad de Jesús Buen Pastor, podemos entrenarnos en hacer nuestras tres acciones, que las Lecturas de hoy nos sugieren: buscar, incluir y gozar.
Buscar. El profeta Ezequiel nos ha recordado que Dios mismo busca a sus ovejas (34,11.16). Él, dice el Evangelio, «va en busca de la perdida» (Lc 15,4), sin asustarse de los riesgos; sin rémoras se aventura fuera de los lugares del pasto y fuera de los horarios de trabajo. Y no se hace pagar los extraordinarios. No retrasa la búsqueda, no piensa: “hoy ya he cumplido mi deber, y si acaso me ocuparé mañana”, sino que se pone a la obra en seguida; su corazón está inquieto hasta que encuentre a aquella única oveja extraviada. Una vez encontrada, olvida el cansancio y la carga sobre sus hombros todo contento. A veces debe salir a buscarla, a hablar, persuadir; otras veces debe quedarse ante el sagrario, luchando con el Señor por aquella oveja.
He aquí el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos ni los espacios. ¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio! No es celoso de su legítima tranquilidad −legítima, digo, ni de esa−, y nunca pretende no ser molestado. El pastor según el corazón de Dios no defiende su comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, aunque sea calumniado, como Jesús. Sin temer las críticas, está dispuesto a arriesgarse, con tal de imitar a su Señor. «Bienaventurados cuando os insulten y os persigan…» (Mt 5,11).
El pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus cosas, no vive llevando cuenta de lo que tiene ni de las horas de servicio: no es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien lo necesita. Es un pastor, no un inspector del rebaño, y se dedica a la misión no al cincuenta o al sesenta por ciento, sino con todo su ser. Yendo en busca encuentra, y encuentra porque se arriesga. Si el pastor no se arriesga, no encuentra. No se para después de las desilusiones, y las fatigas no le rinden; es obstinado en el bien, ungido por la divina obstinación de que nadie se pierda. Por eso, no solo tiene abiertas las puertas, sino que sale en busca de quien ya no quiere entrar por la puerta. Y como todo buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, está siempre en salida de sí. El epicentro de su corazón se halla fuera de él: es un descentrado de sí mismo, centrado solo en Jesús. No es atraído por su yo, sino por el tú de Dios y el nosotros de los hombres.
Segunda palabra: incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, por ellas da la vida y ninguna le es extraña (cfr. Jn 10,11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el Pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cfr. Jn 10,3-4). Y desea reunir a las ovejas que aún no viven con Él (cfr. Jn 10,16).
Así también el sacerdote de Cristo: está ungido para el pueblo, no para elegir sus proyectos, sino para estar cerca de la gente concreta que Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno está excluido de su corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amable y corazón de padre acoge, incluye y, cuando debe corregir, es siempre para acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos. ¡El Buen Pastor no conoce los guantes! Ministro de la comunión que celebra y que vive, no espera saludos y agradecimientos de los demás, sino que es el primero en ofrecer la mano, rechazando los chismorreos, los juicios y los venenos. Con paciencia escucha los problemas y acompaña los pasos de las personas, repartiendo el perdón divino con generosa compasión. No grita a quien deja o pierde el camino, sino que siempre está dispuesto a reinsertar y solucionar los conflictos. Es un hombre que sabe incluir.
Gozar. Dios está «lleno de gozo» (Lc 15,5): su alegría nace del perdón, de la vida que resurge, del hijo que respira de nuevo el aire de casa. La alegría de Jesús Buen Pastor no es un gozo para sí, sino una alegría para los demás y con los demás, el gozo verdadero del amor. Esa es también la alegría del sacerdote. Queda trasformado por la misericordia que gratuitamente da. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno interiormente, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre al Corazón de Dios. La tristeza para él no es normal, sino solo pasajera; la dureza le es extraña, porque es pastor según el Corazón manso de Dios.
Queridos sacerdotes, en la Celebración eucarística hallamos cada día esta identidad nuestra de pastores. Cada vez podemos hacer de verdad nuestras sus palabras: «Esto es mi cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros». Es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar diariamente las promesas de nuestra Ordenación. Os agradezco vuestro “sí”, y todos los “síes” escondidos de todos los días, que solo el Señor conoce. Os agradezco vuestro “sí” a dar la vida unidos a Jesús: ahí está la fuente pura de nuestra alegría.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Misal Romano, XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Colecta (ndt).
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