Para llevar a cabo un acompañamiento espiritual que sea serio, claro y provechoso
─ Un planteamiento serio de un acompañamiento espiritual en el trabajo de la empresa requiere conocer los problemas morales más frecuentes que se presentan en ellas
─ La Doctrina Social de la Iglesia afirma que es posible el perfeccionamiento personal y la santidad en el mundo de la empresa. Pero ciertos enfoques y conductas pueden también alejar de Dios. De ahí la conveniencia de un acompañamiento espiritual que ofrezca criterios claros de justicia y caridad, y sugiera modos de vivir la espiritualidad cristiana en ese ámbito.
El trabajo en la empresa ocupa un lugar muy importante en la vida de muchas personas, tanto en tiempo dedicado como en aspectos existenciales. Este trabajo puede llenar gran parte de la mente de quienes participan de sus actividades –a veces también fuera del horario laboral–; puede generar también estados de ánimo en uno u otro sentido; afecta a la familia, tanto en términos económicos como en aportación personal; es fuente continua de relaciones con otras personas –compañeros, clientes, jefes–; y, lo que es más importante, el trabajo en la empresa afecta a las relaciones con Dios.
En efecto, ciertos enfoques, actitudes y conductas en la empresa pueden alejar de Dios o, por el contrario, pueden llevar a santificar esas realidades, a dar testimonio cristiano y santificarse uno mismo. Se aplican aquí unas luminosas palabras del último Concilio: “Aquellos que están dedicados a trabajos muchas veces fatigosos deben encontrar en esas ocupaciones humanas su propio perfeccionamiento, el medio de ayudar a sus conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación”. (Lumen Gentium, 41).
Todo ello lleva a afirmar que quienes, de diversos modos, trabajan en la empresa tienen necesidad de acompañamiento espiritual en aspectos relativos a esta faceta de su vida.
Un planteamiento serio de este acompañamiento espiritual en el trabajo de la empresa requiere conocer, aunque sea mínimamente, qué son y cómo funcionan las empresas, así como los problemas morales más frecuentes que se presentan en ellas.
De todo ello nos ocupamos a continuación, para concluir después con un conjunto de ideas que pueden ser útiles para un adecuado acompañamiento espiritual de personas en este ámbito empresarial.
La empresa tiene una razón de ser que le da legitimidad moral. Y esta razón de ser no es “ganar dinero”, sin más, como podría afirmarse desde una visión muy simplista de la empresa, y quizá un tanto cínica. La empresa debe ganar dinero por lo menos para sobrevivir, y también para crecer y seguir haciendo inversiones productivas y crear puestos de trabajo. Pero sólo “ganar dinero” –o dicho en términos más precisos “crear riqueza”– no es suficiente para dar legitimidad moral a la empresa. Eso también lo hacen y de modo muy eficaz las mafias de la droga.
La legitimidad de la empresa, como la de cualquier institución social, viene de su contribución al bien común. La Iglesia, como afirmaba san Juan Pablo II, “reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común” (Centesimus Annus, 43). En esta línea, añadía que “la finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera” (cf. ibid., 35).
Por su parte, el Papa Francisco no ha dudado en hablar de la vocación del empresario, añadiendo que esta vocación “es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii gaudium, 203). Y en su última encíclica, el Papa actual, al tiempo que condenaba no pocos abusos empresariales, insistía en que la actividad empresarial “es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos” (Laudato si’, 129). La empresa dirigida con criterios éticos y cristianos contribuye ciertamente al bien común y, en definitiva, mejora el mundo de diversos modos: produce con eficacia bienes y servicios realmente útiles; proporciona puestos de trabajo dignos que permiten el desarrollo personal y el sostenimiento del trabajador y su familia; hace posible la actividad de otras empresas y profesionales; crea riqueza que en parte pasa a la sociedad como rentas, impuestos y quizá donaciones; innova y genera conocimientos que, de algún modo, contribuyen al bien de toda la sociedad; y da un cauce eficaz para hacer fructificar los ahorros.
Quizá sea demasiado pretencioso hablar de la empresa actual en general, cuando en realidad cada empresa es un pequeño mundo. Pero sí cabe señalar algunas características y tendencias que pueden ayudar a entender un poco más cómo se articula la dirección de muchas empresas actuales.
La empresa se mueve entre cuatro polos: el mercado, el estado, las exigencias sociales y la cultura del entorno (a veces muy diversa, según sean los países y lugares en los que opera). El mercado canaliza la libre competencia llevada a cabo dentro de un marco jurídico. Las exigencias competitivas exigen un continuo esfuerzo por seguir vendiendo y mantener o aumentar los ingresos. El riesgo permanente que afrontan las empresas es no ver reducida su cuota de participación en el mercado o, incluso, ser eliminadas por falta de ventajas competitivas. Esto exige a las empresas buscar nuevas oportunidades, mantener y aun mejorar la relación calidad/precio, innovar, dar un servicio superior. Las leyes limitan también la acción empresarial, al tiempo que la sociedad presenta crecientes demandas (ética, responsabilidad empresarial, respeto al medio ambiente, contribuciones filantrópicas). La cultura es un cuarto polo que informa los anteriores, conformando ya sea demandas del mercado, regulaciones o expectativas sociales.
Todo lo anterior condiciona la actividad de la empresa, pero en el centro de tal actividad –y en permanente tensión con estos polos– están quienes gobiernan la empresa (consejo de administración), quienes la dirigen (directivos superiores e intermedios), los que aportan capital (accionistas) y quienes contribuyen con su trabajo.
La empresa actual suele encontrarse con fuertes presiones competitivas, situaciones difíciles derivadas de la crisis, necesidades de internacionalización con la consiguiente necesidad de viajes, a veces la exigencia de expatriar directivos y trabajadores de alta cualificación, relaciones sindicales no siempre razonables, leyes e impuestos exigentes. Todo ello, sin olvidar los requerimientos de accionistas e inversores que buscan obtener máximos beneficios o incrementar el valor de sus acciones. A todo ello hay que añadir la condición humana de quienes gobiernan o dirigen la empresa, de manera que en ellos pueden aparecer la codicia y el afán desmesurado de poder. Pero todos estos factores externos e internos, por lo general, no determinan completamente las decisiones y acciones de las personas involucradas en la empresa. Siempre existe cierta libertad en consejeros, directivos y empleados, que toman decisiones y actúan contando con su formación, experiencia y visión, así como con su conciencia moral, que no se pierde al entrar en la empresa.
Las empresas tienen modelos organizativos, procedimientos establecidos, sistemas gerenciales de evaluación, control y remuneración. Buscan una comunicación eficaz y lograr que todos en la empresa estén motivados para trabajar y alcanzar los objetivos propuestos. Además, en toda empresa hay cierto liderazgo con un estilo determinado que es clave para motivar y promover la cooperación. Todo ello puede ayudar al crecimiento de las personas o, por el contrario, influir en su deterioro moral. Esto último es particularmente relevante para el acompañamiento espiritual.
La Iglesia no tiene modelos de empresa ni entra, ni debe entrar, en aspectos técnicos o estratégicos de la dirección, pero a través de su doctrina social propone una visión de la empresa, al tiempo que ofrece principios, criterios y orientaciones morales basados en el Evangelio y la recta razón. Las diversas y ricas espiritualidades cristianas ofrecen, además, un bagaje interior que repercute en el modo de trabajar, dirigir y liderar empresas. Mons. Javier Echevarría habla de todo ello en un libro reciente publicado con un título significativo: Dirigir empresas con sentido cristiano (Eunsa, 2015). En él se habla de esta visión cristiana, así como de la justicia y de la caridad en el ámbito empresarial.
La doctrina social de la Iglesia, como señalaba Benedicto XVI, gira en torno a la caridad en la verdad, “un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral” (Caritas in veritate, 6).
Un primer criterio es actuar con justicia. Muchos de los problemas morales que surgen en la empresa tienen que ver con la justicia y, en relación con ella, con la veracidad. Veracidad en las relaciones empresariales, en primer lugar evitando el fraude (injustica con engaño) en todas sus formas.
El fraude puede aparecer en los productos producidos o distribuidos, ya sea utilizando la mentira, mediante formas engañosas en la información proporcionada al comprador o al consumidor, o bien ocultando información necesaria (falta de transparencia). En alguna ocasión hay fraudes flagrantes al falsificar documentos o utilizar facturas falsas, quizá para defraudar a Hacienda o a la Seguridad Social. Los fraudes pueden ocurrir también al no suministrar lo acordado, comprar o pedir un crédito falseando la solvencia para pagar o devolver el crédito. Otras veces hay promociones o publicidad engañosas que, sin decir mentiras evidentes, inducen a engaño a personas de buena fe. La manipulación contable sobrevalorando activos más allá de lo razonable y comúnmente aceptado o abusando de criterios de amortización y falsear pruebas para pasar revisiones, como el reciente caso de un fabricante de coches, son otros modos de actuación contrarios a la veracidad y la justicia.
Un aspecto crucial de la justicia es el cumplimiento de promesas y contratos. Y otro capítulo importante tiene que ver con la competencia desleal, que va desde el descrédito injustificado del competidor a prácticas bien conocidas que pervierten lo que la competencia tiene de aportación al bien común (proporcionar productos del modo más asequible posible). Incluyen abuso de posición dominante, acuerdos entre empresas de reparto de mercado, colusión de precios o cantidades ofrecidas entre competidores, rebajar momentáneamente los precios incluso por debajo del coste para hundir a un competidor pequeño y con el ánimo de subirlos después (dumping). Aunque todo esto se presta a una larga casuística en la que no podemos entrar aquí por falta de espacio.
Más importante aún, son las relaciones y el trato con las personas. Aunque es frecuente en el ámbito empresarial referirse a las personas como “recursos humanos”, las personas nunca son meros recursos. Es verdad que son recursos para el buen funcionamiento de la empresa y para obtener resultados, son mucho más. Son seres con dignidad y derechos innatos, cuya trato adecuado exige, como mínimo, un respeto incondicional a cada persona y un trato justo. Tratar a las personas con la indiferencia de un simple recurso o como un medio para satisfacer intereses no es éticamente aceptable y en modo alguno es cristiano.
Hay deberes elementales de justicia con los empleados derivados de leyes y contratos, pero la justicia va más allá. No todas las leyes son justas y lo acordado puede haberse obtenido de un modo abusivo. La justicia en la empresa exige, entre otras cosas, dar a cada uno lo suyo y eso afecta a acuerdos y a su cumplimiento, al modo de evaluar el desempeño en la empresa, en la distribución equitativa de beneficios y cargas, en no crear falsas expectativas ni manipular a las personas, en seguir un procedimiento justo para despidos o para reducción de personal. Todo ello sin olvidar la justicia exigida por el respeto a los derechos humanos que toda persona posee por ser persona.
Un segundo criterio derivado del “amor en la verdad” es la misericordia, manifestada en la empresas en el cuidado de las personas que cada uno tiene a su alrededor, en ser sensible a sus necesidades y tratar de ayudarles a resolver sus problemas y atender a sus legítimas demandas. El cuidado no es sólo una cuestión de empatía para sintonizar con los sentimientos de los otros, sino una cuestión de preocupación sincera y, en definitiva, de amor a los demás.
Un tercer criterio, muy importante, aunque aquí lo tratemos escuetamente, es ayudar a los demás a desarrollar sus capacidades, tanto profesionales como humanas. Esto exige espíritu de servicio. El trabajo es un gran lugar para el crecimiento personal, y encerrarse en uno mismo sin considerar cómo fomentar el desarrollo de los otros es una actitud egocéntrica que ni siquiera ayuda al propio desarrollo: el hombre “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, 24).
La justicia en su aspecto formal puede coincidir en gran medida con las exigencias legales. Pero la justicia no basta ni dentro ni fuera de la empresa si queremos vivir en cristiano. El cuidado y la preocupación por el desarrollo de los demás exige una mayor sensibilidad moral, que el acompañamiento espiritual puede fomentar.
Por último, pero también muy relevante, están las cuestiones ecológicas relacionadas con el cuidado de la “casa común”, en lo que tanto han insistido los últimos Papas y en particular el Papa Francisco (Laudato si’).
Sin buscar remedios técnicos ni entrar en soluciones concretas, el acompañamiento espiritual debe considerar la realidad empresarial y dar criterios claros y precisos, sin quedarse en vaguedades. Debe ayudar también a vivir las virtudes en el contexto empresarial y sugerir modos de vivir la espiritualidad cristiana en el lugar de trabajo.
Para quienes son emprendedores o se proponen serlo convendrá recordar, con el Papa Francisco, que ésta es una noble tarea. Al emprender se ponen en ejercicio talentos peculiares y se contribuye a crear puestos de trabajo y a servir a la sociedad. La Iglesia siempre ha defendido la libre iniciativa y el principio de subsidiariedad, también en la actividad económica.
Convendrá recordar la recta jerarquía de valores: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). Pero sí podemos servirnos del dinero para servir a Dios. En una empresa rectamente orientada, conseguir beneficios es instrumental, no el fin supremo. Buscar beneficios o ganancias personales es legítimo, pero nunca lo es la codicia que antepone tener más a ser mejor. Es importante compaginar esta búsqueda con el desprendimiento personal de los bienes materiales y con la generosidad en el buen uso de las riquezas adquiridas. En este sentido conviene recordar un sabio consejo de la Iglesia: “Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta” (Lumen Gentium, 42).
Conviene insistir en la unidad de vida. El Concilio Vaticano II constataba que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Gaudium et spes, 43). Esta afirmación sigue teniendo una gran actualidad y se puede dar en no pocos personas en el ejercicio de su actividad empresarial. A veces el ambiente tampoco ayuda. El domingo uno puede escuchar en la homilía la necesidad de amar a los demás y al día siguiente, en la reunión de empresa, dar oídos al valor supremo de los resultados con un lenguaje y unos modos que lleven a pensar en las personas como meros recursos. Por suerte, no siempre es así, pero la presión para conseguir objetivos empresariales no puede hacer perder de vista el valor intrínseco de las personas.
El sentido de la justicia debe estar presente en toda la actuación. Más arriba hemos hablado de deberes concretos de justicia en la actividad empresarial, y también de la necesidad de actuar más allá de la justicia, con una caridad que incluye la misericordia ante las necesidades ajenas. La caridad, empezando con la justicia, incluye también el trato habitual con las personas: desterrar la maledicencia, tener buenas maneras y esmerarse en el trato, tener paciencia…
Todas las virtudes encuentran su lugar en el trabajo en la empresa. La actitud de servicio, la lealtad a la palabra dada, la gratitud por los servicios recibidos, la fortaleza y en particular el coraje para actuar correctamente, la constancia en las tareas emprendidas, son virtudes especialmente recomendadas en el ámbito empresarial.
En el trabajo en la empresa puede haber grandes altibajos en la situación anímica debidos a la gran influencia por la valoración de logros y reconocimiento de la valía personal o de los objetivos alcanzados. Uno puede pasar del sentimiento de una gran satisfacción a la frustración. El acompañamiento espiritual ayudará a mantener la visión sobrenatural y a trabajar cara a Dios, con fe y con esperanza, más allá de los reconocimientos humanos. También a la hora de reconocer la cruz en el cumplimiento de los deberes del trabajo, en el trato con personas molestas o inoportunas en el ámbito empresarial, o al afrontar pequeños o grandes sinsabores, faltas de reconocimiento o actitudes indiferentes. Siempre en unión con Cristo Redentor, participando de su Cruz.
Un último apunte. Es evidente que las empresas no se crean para evangelizar, y si alguien quisiera utilizar los medios de la empresa para hacer proselitismo podría ser seriamente reprimido o incluso expulsado. Pero nada impide evangelizar, hacer apostolado con ocasión del trabajo en la empresa. La ejemplaridad y también la palabra en conversaciones privadas es medio de evangelización. En este sentido se puede recordar que los fieles laicos, “incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo” (Lumen gentium 35).
Domènec Melé
Profesor emérito de Ética Empresarial.
IESE Business School, Universidad de Navarra
Fuente: Revista Palabra.
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