Homilía del Papa en Santa Marta
El cristiano vive en la alegría y en el asombro gracias a la Resurrección de Jesucristo. Como vemos en la Primera Carta de San Pedro (1,3-9), aunque seamos afligidos por las pruebas, nunca se nos quitará la alegría de lo que Dios ha hecho en nosotros, que nos ha regenerado en Cristo y nos ha dado una esperanza.
Podemos ir a esa esperanza que los primeros cristianos llamaban un ancla en el cielo. Cogemos la cuerda y vamos allí, a la esperanza que nos da alegría. Un cristiano es un hombre y una mujer de alegría, un hombre y una mujer con alegría en el corazón. ¡No existe un cristiano sin alegría! ¡Pues yo he visto muchos! ¡No son cristianos! Dicen que lo son, pero no lo son. Les falta algo. El carnet de identidad del cristiano es la alegría, la alegría del evangelio, la alegría de haber sido elegidos por Jesús, salvados por Jesús, regenerados por Jesús; la alegría por la esperanza de que Jesús nos espera, la alegría que –incluso en las cruces y en los sufrimientos de esta vida– se expresa de otro modo, que es paz con la seguridad de que Jesús nos acompaña, está con nosotros. El cristiano hace crecer esa alegría con la confianza en Dios. Dios se acuerda siempre de su alianza. Y, a su vez, el cristiano sabe que Dios le recuerda, que Dios le ama, que Dios le acompaña, que Dios le espera. Esa es la alegría.
En el evangelio de hoy se narra el encuentro de Jesús y el joven rico (Mc 10,17-27). Un hombre que no fue capaz de abrir el corazón a la alegría y escogió la tristeza, porque tenía muchas posesiones. ¡Estaba apegado a los bienes! Jesús ya había dicho que no se puede servir a dos señores: o sirves al Señor o sirves a las riquezas. Las riquezas no son malas en sí mismas, pero servir a la riqueza sí es malo. El pobrecillo se fue triste… Frunció el ceño y se marchó pesaroso. Cuando en nuestras parroquias, comunidades e instituciones encontramos gente que se dice cristiana, y quiere ser cristiana, pero está triste, algo le pasa que no está bien. Debemos ayudarles a hallar a Jesús, a quitar esa tristeza, para que puedan gozar del evangelio, tener la alegría propia del evangelio.
Y luego el asombro. El asombro bueno ante la revelación, ante el amor de Dios, ante las emociones del Espíritu Santo. El cristiano es un hombre, una mujer que se asombra. Una palabra que hoy sale al final, cuando Jesús explica a los Apóstoles que aquel chico tan bueno no fue capaz de seguirle porque estaba apegado a las riquezas. Entonces, ¿quién puede salvarse?, se preguntan los Apóstoles. Y el Señor les responde: Es imposible para los hombres, no para Dios.
Por tanto, la alegría cristiana, el asombro de la alegría, vernos libres de vivir apegados a otras cosas, a la mundanidad –tantas mundanidades que nos separan de Jesús– solo se puede con la fuerza de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo. Pidamos hoy al Señor que nos dé el asombro ante Él, ante tantas riquezas espirituales que nos ha dado; y con ese asombro no dé la alegría de nuestra vida y de vivir en paz dentro de tantas dificultades; y nos proteja de buscar la felicidad en tantas cosas que al final nos entristecen: prometen mucho, ¡pero no nos darán nada! Acordaos bien: un cristiano es un hombre y una mujer de alegría, de alegría en el Señor; un hombre y una mujer del asombro.