Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
La Primera Lectura (1S 15,16-23) recoge el rechazo de Saúl como rey por parte de Dios, profecía confiada a Samuel. El pecado de Saúl fue la falta de docilidad a la Palabra de Dios, pensando que su propia interpretación de la misma fuese más correcta. Esa es la sustancia del pecado contra la docilidad: el Señor le había dicho que no tomara nada del pueblo que había sido vencido, pero no fue así. Cuando Samuel va a reprocharle de parte del Señor, él se excusa: “Pero mira, había bueyes y muchos animales cebados y buenos, y con esos he hecho un sacrificio al Señor”. Él no se llevó nada, los demás sí. Es más, con esa actitud de interpretar la Palabra de Dios como a él le parecía correcta permitió que los demás se llevasen en los bolsillos algo del botín. Son los pasos de la corrupción: se empieza con una pequeña desobediencia, una falta de docilidad, y se sigue adelante, adelante…
Después de haber exterminado a los amalecitas, «el pueblo tomó del botín ovejas y vacas, lo más selecto del anatema, para ofrecérselo en sacrificio al Señor». Samuel le dice: «¿Le complacen al Señor los sacrificios y holocaustos tanto como obedecer su voz?», aclarando la jerarquía de valores: es más importante tener un corazón dócil y obedecer que hacer sacrificios, ayunos, penitencias. El pecado de la falta de docilidad está en preferir lo que yo pienso y no lo que me manda el Señor y que quizá no entiendo: cuando nos rebelamos a la voluntad del Señor no somos dóciles, es como si fuese un pecado de adivinación. Como si, a pesar de decir que creemos en Dios, vamos a la adivina a que nos lea las manos, por seguridad. No obedecer al Señor, faltar a la docilidad es como una adivinación. Cuando te obstinas ante la voluntad del Señor eres un idólatra, porque prefieres lo que piensas tú, ese ídolo, a la voluntad del Señor. Y a Saúl esa desobediencia le costó el reino: «Por haber rechazado la palabra del Señor, te ha rechazado como rey». Esto nos debe hacer pensar un poco en nuestra docilidad. Muchas veces preferimos nuestras interpretaciones del Evangelio o de la Palabra del Señor al Evangelio y a la Palabra del Señor. Por ejemplo, cuando caemos en la casuística, en la casuística moral... Esa no es la voluntad del Señor. La voluntad del Señor es clara, la hace ver con los mandamientos en la Biblia y te la hace ver con el Espíritu Santo dentro de tu corazón. Pero cuando soy obstinado y transformo la Palabra del Señor en ideología soy un idólatra, no soy dócil. La docilidad, la obediencia.
En el Evangelio (Mc 2,18-22) los discípulos son criticados porque no ayunaban. El Señor explica que «nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto (…) y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos». La novedad de la Palabra del Señor –porque la Palabra del Señor siempre es nueva– nos lleva adelante, vence siempre, es mejor que todo. Vence la idolatría, vence la soberbia y vence esa actitud de estar demasiado seguros de sí mismos, no por la Palabra del Señor sino por las ideologías que me he construido en torno a la Palabra del Señor. Hay una frase de Jesús (Mt 9,13) muy buena que explica todo esto y que viene de Dios, sacada del Antiguo Testamento: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6).
Ser un buen cristiano significa entonces ser dócil a la Palabra del Señor, escuchar lo que el Señor dice sobre la justicia, sobre la caridad, sobre el perdón, sobre la misericordia, y no ser incoherentes en la vida, usando una ideología para poder ir adelante. Es verdad que la Palabra del Señor a veces nos pone en apuros, pero también el diablo hace lo mismo, engañándonos. Ser cristiano es pues ser libres, mediante la confianza en Dios.