Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Evangelio (Lc 11,37-41) cuenta que Jesús, invitado a comer por un fariseo, es criticado por el dueño de la casa porque, antes de sentarse a la mesa, no hizo las abluciones rituales. Hay una actitud que el Señor no tolera: la hipocresía. Eso es lo que sucede hoy en el Evangelio. Invitan a Jesús a comer, pero para juzgarlo, no por amistad. La hipocresía es precisamente aparentar un cosa y ser otra. Es pensar a escondidas algo distinto de lo que se dice.
Jesús no soporta la hipocresía. Y a menudo llama a los fariseos hipócritas, sepulcros blanqueados. No es un insulto el de Jesús, es la verdad. Por fuera eres perfecto, incluso almidonado, precisamente con tu corrección, pero por dentro eres otra cosa. Y la actitud hipócrita nace del gran embustero, el diablo. Él es el gran hipócrita, y los hipócritas son sus herederos. La hipocresía es el lenguaje del diablo, es el lenguaje del mal que entra en nuestro corazón, sembrado por el diablo. No se puede convivir con gente hipócrita, pero existen. A Jesús le gusta desenmascarar la hipocresía. Él sabe que será esa actitud hipócrita la que le lleve a la muerte, porque el hipócrita no piensa si usa medios lícitos o no, sigue adelante: “¿La calumnia? Pues digamos una calumnia. ¿El falso testimonio? Busquemos un falso testigo”.
Alguno podría objetar que entre nosotros no existe una hipocresía así. Pero pensar eso es un error. El lenguaje hipócrita, no diré que sea normal, pero es común, es algo de todos los días. Parecer de un modo y ser de otro. En la lucha por el poder, por ejemplo, las envidias, los celos te hacen aparentar un modo de ser, pero por dentro está el veneno para matar, porque siempre la hipocresía mata, siempre, antes o después mata.
Es necesario curarse de esa actitud. ¿Y cuál es la medicina? Decir la verdad ante Dios. Es acusarse uno mismo. Tenemos que aprender a acusarnos: “He hecho esto, pienso así, malamente… Tengo envidia, me gustaría destruir a aquel…”, lo que haya dentro de nosotros, y decirlo delante de Dios. Eso es un ejercicio espiritual que no es común, no es habitual, pero procuremos hacerlo: acusarnos, vernos en el pecado, en las hipocresías, en la maldad que hay en nuestro corazón. Porque el diablo siembra maldad, y decir al Señor: “¡Mira Señor, cómo soy!”, y decirlo con humildad.
Aprendamos a acusarnos, porque —y esto es algo fuerte, muy fuerte, pero es así— un cristiano que no sabe acusarse no es un buen cristiano y corre el riesgo de caer en la hipocresía. Recordemos la oración de Pedro cuando dijo al Señor: “apártate de mí porque soy un pecador”. Pues aprendamos a acusarnos a nosotros mismos.