Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Jesús envía a sus discípulos a curar, igual que Él vino al mundo a curar, curar la raíz del pecado en nosotros, el pecado original. Curar es como recrear, Jesús nos ha recreado desde la raíz y luego nos ha llevado adelante con su enseñanza, con su doctrina, que es una doctrina que siempre cura. Pero el primer mandato es la conversión. La primera curación es la conversión en el sentido de abrir el corazón para que entre la Palabra de Dios. “Convertirse” es girarse, mirar a otro lado, darse la vuelta. Y eso abre el corazón para ver otras cosas. Pero si el corazón está cerrado no se puede curar. Si uno está enfermo y por terco no quiere ir al médico, no se curará. A ellos les dice primero: “Convertíos, abrid el corazón”. Por eso, aunque los cristianos hagamos muchas cosas buenas, si el corazón está cerrado es solo barniz exterior, y con la primera lluvia se irá. Por eso: ¿siento esa invitación a convertirme, a abrir el corazón para ser curado, para encontrar al Señor, para seguir adelante?
Pero para proclamar que la gente se convierta, hace falta autoridad. Y para ganarla Jesús dice “que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero”. O sea, la pobreza: el apóstol, el pastor que no busca la leche de las ovejas, ni la lana de las ovejas. San Agustín, hablando de esto, dice que el que busca la leche, busca el dinero y al que busca la lana, le gusta vestirse con la vanidad de su oficio. Es un busca-honores. Al revés, se nos pide pobreza, humildad, mansedumbre. Y, como dice Jesús, “si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos”, pero con mansedumbre y humildad, pues esa es la actitud del apóstol. Si un apóstol, un enviado, alguno de nosotros –estamos tantos enviados aquí–, se cree superior a los demás o busca algún interés humano o –no sé– busca puestos en la Iglesia, nunca curará a nadie, no conseguirá abrir el corazón de nadie, porque su palabra no tendrá autoridad. La autoridad la tendrá si sigue los pasos de Cristo. ¿Y cuáles son los pasos de Cristo? La pobreza: ¡siendo Dios se hizo hombre! ¡Se anonadó! ¡Se despojó! La pobreza lleva a la mansedumbre, a la humildad. Jesús humilde que va por la vida curando. Y un apóstol con esa actitud de pobreza, de humildad, de mansedumbre, es capaz de tener la autoridad para decir: “Convertíos”, y abrir los corazones.
Después de haber exhortado a la conversión, los enviados expulsaron muchos demonios, con la autoridad de decir: “No, eso es un demonio. Eso es pecado. Esa es una actitud impura. No puedes hacerlo”. Pero hay que decirlo con la autoridad del ejemplo, no con la autoridad de quien habla desde arriba y no está interesado en la gente. Eso no es autoridad: es autoritarismo. Ante la humildad, ante el poder del nombre de Cristo con el cual el apóstol hace su trabajo si es humilde, los demonios huyen, porque no soportan que se curen los pecados.
Y los enviados curaban también el cuerpo, ungiendo con aceite a muchos enfermos. La unción es la caricia de Dios. El aceite es siempre una caricia, suaviza la piel y hace estar mejor. Los apóstoles deben aprender esa sabiduría de las caricias de Dios. Así un cristiano cura, no solo un sacerdote o un obispo: cada uno tiene el poder de curar al hermano o la hermana con una buena palabra, con paciencia, con un consejo a tiempo, con una mirada, pero como el aceite, humildemente. Todos necesitamos ser curados, todos, porque todos tenemos enfermedades espirituales. Pero, también, tenemos todos la posibilidad de curar a los demás, pero con esa actitud. Que el Señor nos dé esta gracia de curar como curaba Él: con mansedumbre, con humildad, con la fuerza contra el pecado, contra el diablo, y seguir adelante con ese bonito “oficio” de curarnos entre nosotros. “Yo curo a otro y me dejo curar por otro”. Entre nosotros. Eso es una comunidad cristiana.