Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Hay como tres grupos de personas en las lecturas de hoy (1Cor 15,1-11 y Lc 7,36-50): Jesús y sus discípulos; Pablo y la mujer pecadora, una de esas cuyo destino era ser visitada a escondidas –también por los fariseos– o ser lapidada; y los doctores de la Ley.
La mujer se deja ver con mucho amor a Jesús, sin esconder que es pecadora. Lo mismo que Pablo, quien afirma: “yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios”. Ambos buscaban a Dios con amor, pero con un amor a medias. Pablo pensaba que el amor era una ley y tenía el corazón cerrado a la revelación de Jesucristo: perseguía a los cristianos, pero por celo a la ley, por ese amor inmaduro. Y la mujer buscaba el amor, pero un amor con minúscula. Y los fariseos comentan, y Jesús explica: “sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”. “Pero, ¿qué amor? Si esas no saben amar”, piensan los fariseos. Pero Jesús, hablando de ellas, una vez dijo que los precederán en el Reino de los Cielos. “¡Pero qué escándalo!”, decían los fariseos. Jesús ve el pequeño gesto de amor, el pequeño gesto de buena voluntad, lo toma y lo lleva adelante. Es la misericordia de Jesús: siempre perdona, siempre recibe.
Respecto a los doctores de la Ley, tienen una actitud que solo los hipócritas usan con frecuencia: se escandalizan. Dicen: “¡Mira qué escándalo! ¡No se puede vivir así! Hemos perdido los valores… Ahora todos tienen el derecho a entrar en la iglesia, hasta los divorciados, todos. Pero, ¿dónde estamos?”. El escándalo de los hipócritas. Ese es el diálogo entre el amor grande que perdona todo, el de Jesús, y el amor a medias de Pablo y de la mujer, y también el nuestro, que es un amor incompleto, porque ninguno de nosotros es un santo canonizado. ¡Digamos la verdad! Es la hipocresía de los “justos”, de los “puros”, de los que se creen salvados por sus propios méritos externos. Jesús reconoce que esas personas muestran exteriormente todo bonito –habla de “sepulcros blanqueados”–, pero por dentro tienen podredumbre. Y la Iglesia, cuando camina por la historia, es perseguida por los hipócritas: hipócritas por dentro y por fuera. El diablo no tiene nada que hacer con los pecadores arrepentidos, porque miran a Dios y le dicen: “Señor soy pecador, ayúdame”. Ahí el diablo es impotente, pero es fuerte con los hipócritas. Es fuerte, y los usa para destruir, destruir a la gente, destruir la sociedad, destruir la Iglesia. El caballo de batalla del diablo es la hipocresía, porque es un embustero: se deja ver como príncipe poderoso, bellísimo, pero por detrás es un asesino.
No olvidemos que Jesús perdona, recibe, usa misericordia, una palabra tantas veces olvidada cuando hablamos mal de los demás. Por tanto, ser misericordiosos, como Jesús, y no condenar a los demás. Jesús en el centro. Cristo perdona tanto a Pablo, pecador, perseguidor, pero con un amor a medias, como a la mujer, pecadora, también ella con un amor incompleto. Solo así pueden encontrar el verdadero amor, que es Jesús, mientras los hipócritas son incapaces de encontrar el amor porque tienen el corazón cerrado. Pidamos a Jesús que proteja siempre con su misericordia y su perdón a nuestra Iglesia, que como madre es santa, pero está llena de hijos pecadores como nosotros.