Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Las lecturas de hoy presentan el anuncio del nacimiento de Sansón (Jue 13,2-7.24-25a) y de San Juan Bautista (Lc 1,5-25) hecho por el ángel a dos mujeres estériles o demasiado avanzadas en años, como en el caso de Isabel. Una vergüenza, la esterilidad en aquellos tiempos; una gracia y un don de Dios el nacimiento de un hijo. En la Biblia hay muchas mujeres estériles, que desean ardientemente un hijo, o madres que lloran la pérdida del hijo porque se han quedado sin descendencia: Sara, Noemí, Ana, Isabel, etc.
“¡Llenad la tierra, sed fecundos!”, fue el primer mandamiento que Dios dio a nuestros padres. Donde está Dios, hay fecundidad. Me vienen a la mente, así de paso, algunos países que han elegido la vía de la esterilidad y padecen esa enfermedad tan fea que es el invierno demográfico. Los conocemos... No tienen hijos. “Es que el bienestar, es que esto, es que lo otro…”. Países vacíos de niños, y eso no es una bendición. Pero eso es algo de paso. La fecundidad siempre es una bendición de Dios, la fecundidad material y espiritual. Dar vida. Una persona puede incluso no casarse, como los sacerdotes y los consagrados, pero debe vivir dando vida a los demás. ¡Ay de nosotros, si no somos fecundos con las buenas obras!
La fecundidad es un signo de Dios. Los profetas escogen símbolos bellísimos, como el desierto. Qué hay más estéril que un desierto; sin embargo, dicen que hasta el desierto florecerá, la aridez se llenará de agua. Es precisamente la promesa de Dios. Dio es fecundo. Es verdad, el diablo quiere la esterilidad, quiere que cada uno de nosotros no viva para dar vida, ni física ni espiritual, a los demás; que viva para sí mismo: el egoísmo, la soberbia, la vanidad. Engrasar el alma sin vivir para los demás. El diablo es el que hace crecer la cizaña del egoísmo y no nos hace fecundos.
Es una gracia tener hijos que nos cierren los ojos en nuestra muerte. Un anciano misionero de la Patagonia, con noventa años, decía que su vida se le había pasado en un soplo, pero tenía muchos hijos espirituales junto a sí en su última enfermedad.
Aquí hay una cuna vacía, la podemos ver. Puede ser símbolo de esperanza porque vendrá el Niño, o puede ser un objeto de museo, vacía toda la vida. Nuestro corazón es una cuna. ¿Cómo es mi corazón? ¿Está vacío, siempre vacío, o está abierto para recibir continuamente vida y dar vida? ¿Para recibir y ser fecundo? ¿O será un corazón conservado como un objeto de museo que nunca estuvo abierto a la vida ni a dar la vida?
Os sugiero mirar esta cuna vacía y decir: “Ven Señor, llena la cuna, llena mi corazón y empújame a dar vida, a ser fecundo”.