Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Hoy recordamos la Dedicación de la catedral de esta diócesis. Nuestra iglesia catedral hoy celebra su consagración y es llamada, por ser la catedral de Roma, sede del primado, “madre de todas las iglesias”. Esto no debe ser motivo de orgullo, sino de servicio y de amor. Y pensando en la iglesia de Roma, en otras iglesias del mundo y en las lecturas de hoy, podemos hablar de tres palabras: edificar la Iglesia, custodiar la Iglesia y purificar la Iglesia.
En primer lugar, edificar la Iglesia. Pablo es claro (1Cor 3,9-11.16-17): «Conforme al don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento, otro levanta el edificio». ¿Y cuál es el cimiento de la Iglesia? Jesucristo. Quizá alguno puede decir: “Conozco a una señora que es vidente y se le ha aparecido la Virgen y le ha dicho tal cosa”: pues que los videntes hablen de sus cosas, ¡pero el fundamento es Jesucristo! Él es la piedra angular de ese edificio. Sin Jesucristo no hay Iglesia. ¿Por qué? Porque no tiene fundamento. ¿Y si se construye una iglesia —pensemos en una iglesia material— sin cimientos, qué sucede? Se cae, se hunde todo. Si no está Jesucristo vivo en la Iglesia, se viene abajo. Por eso Pablo dice: «Mire cada uno cómo construye. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo». El fundamento no se cambia.
Y nosotros, ¿qué somos? Somos piedras vivas —dice el apóstol Pedro— que hacen crecer el edificio. Y en una construcción, cuando se edifica una casa, un templo, se procura que las piedras estén bien puestas una sobre otra, alineadas: no iguales porque unas deben ser más pequeñas y otras más grandes. Por eso, cada piedra es diferente, y cada uno de nosotros es diferente; y esa es la riqueza de la Iglesia. Cada uno construye según el don que Dios le ha dado. En los días pasados, Pablo hablaba de carismas, y dice que cada uno tiene su carisma, su modo de ser: el que tiene el carisma de enseñar, que enseñe; el que tiene el carisma de santificar, que santifique; el que tiene otro, que lo haga. Como el cuerpo: la mano necesita de la nariz y de los ojos para ver cómo coger algo: se complementan. Por eso, la Iglesia no puede ser uniforme; debe ser diversa, pero en armonía, sobre el fundamento de Jesucristo. No hay que asustarse de las diferencias; al revés, asustarse cuando alguno quiera igualarlo todo. No llevamos la misma camiseta, como un equipo de fútbol; tenemos un espíritu y un carisma distinto, pero en unidad. Así se edifica la Iglesia: sobre la piedra angular que es Jesucristo —que no se puede cambiar—, y con diversidad armónica. La armonía es nuestra caridad: si nos queremos, habrá armonía; si nos peleamos uno contra otro, si murmuramos, no habrá armonía y el edificio se caerá.
Luego, custodiar la Iglesia. Pero custodiarla no significa darle cada año una mano de pintura. Custodiarla es otra cosa, es proteger la verdadera vida de la Iglesia. Pablo la presenta así: «¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu Santo habita en vosotros?». Se trata de proteger al Espíritu que habita en nosotros, en la Iglesia y en cada uno. Cuando Pablo llegó a una de las primeras comunidades cristianas, con mucha humildad preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo?». —¿Y ese quién es?, le respondieron, porque ni sabían que hubiera un Espíritu Santo. Cuántos cristianos, hoy, saben quién es Jesucristo, saben quién es el Padre, porque rezan el Padrenuestro. Pero cuando hablas del Espíritu Santo: “Sí, sí… ah, es la paloma, la paloma”, y se quedan ahí. Pues el Espíritu Santo es la vida de la Iglesia, es tu vida, mi vida… Somos templo del Espíritu Santo y debemos custodiar el Espíritu Santo, hasta tal punto que Pablo aconseja a los cristianos que “no entristezcan al Espíritu Santo”, o sea, no llevar una conducta contraria a la armonía que el Espíritu Santo hace dentro de nosotros y en la Iglesia. Él hace la armonía del edificio. Así que, el fundamento es Cristo, la armonía la pone el Espíritu Santo y la gloria es para el Padre.
Finalmente, purificar la Iglesia, empezando por nosotros mismos. El Evangelio (Jn 2,13-22) nos indica qué significa purificar la Iglesia: el Señor, cuando vio lo que pasaba en la entrada del templo, no habló: hizo un látigo con cuerdas, y los echó a todos fuera del templo. Todos somos pecadores: todos, todos. Si alguno no lo es, que levante la mano, porque sería algo muy curioso. Todos lo somos. Por eso debemos purificarnos continuamente. Y purificar la comunidad: la comunidad diocesana, la comunidad cristiana, la comunidad universal de la Iglesia, para hacerla crecer. El Evangelio cuenta que Jesús dice: «Quitad esto de aquí». ¿Y qué cosas eran? Los toros para el sacrificio, las palomas, el dinero de los cambistas. «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Es el mercado de la mundanidad, del dinero, de la vanidad: tantos mercados que entran, por nuestros pecados, en la Iglesia. Por eso hay que purificarla siempre, pero no mirando los pecados ajenos, sino mi pecado, y mi pecado es el que hace de la Iglesia un mercado.
No olvidemos estas tres palabras: edificar la Iglesia sobre el fundamento de Jesucristo; custodiar la Iglesia, o sea, salvaguardar el Espíritu Santo; y purificar la Iglesia, en nosotros y en las instituciones a las que vamos. Recemos por la Iglesia, porque es nuestra madre: somos hijos de la Iglesia, tanto que a San Ignacio le gustaba decir: “nuestra santa madre Iglesia jerárquica”.