Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
En esta fiesta que la Iglesia celebra la conversión de San Mateo podemos destacar como tres etapas: encuentro, fiesta y escándalo. Jesús había curado a un paralítico y luego encuentra a Mateo, sentado en el banco de los impuestos. Cobraba las tasas al pueblo de Israel para dárselas, luego, a los romanos, y por eso era despreciado, considerado un traidor a la Patria.
El encuentro. Jesús lo miró «y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió», narra el Evangelio de hoy (Mt 9,9-13). Por una parte, la mirada de San Mateo, mirada desconfiada –miraba de lado, con un ojo a Dios y con otro al dinero–, apegado al dinero como lo pintó el Caravaggio, e incluso con mirada sombría. Por la otra, la mirada misericordiosa de Jesús que lo miró con tanto amor. La resistencia de aquel hombre que amaba el dinero, cae: se levantó y lo siguió. Es la lucha entre la misericordia y el pecado. El amor de Jesús pudo entrar en el corazón de aquel hombre porque sabía que era pecador, sabía que nadie le quería, e incluso lo despreciaban. Y precisamente esa conciencia de pecador abrió la puerta a la misericordia de Jesús. Entonces, dejó todo y se fue. Ese es el encuentro entre el pecador y Jesús. Es la primera condición para ser salvado: sentirse en peligro; la primera condición para ser curado: sentirse enfermo. Y sentirse pecador es la primera condición para recibir esa mirada de misericordia. Pensemos en la mirada de Jesús, tan hermosa, tan buena, tan misericordiosa. Cuando rezamos, también sentimos esa mirada sobre nosotros: es la mirada del amor, la mirada de la misericordia, la mirada que nos salva. ¡No tengamos miedo!
La fiesta. Como Zaqueo, también Mateo, sintiéndose feliz, invitó a Jesús a su casa a comer. La segunda etapa es precisamente la fiesta. Mateo invitó a sus amigos, a los de su sindicato, pecadores y publicanos. Seguramente en la mesa hacían preguntas al Señor y Él respondía. Esto hace pensar en lo que dice Jesús en el capítulo 15 de Lucas: «Habrá más fiesta en el Cielo por un pecador que se convierta que por cien justos que no la necesiten». Se trata de la fiesta del encuentro del Padre, la fiesta de la misericordia. Porque Jesús derrocha misericordia con todos.
El escándalo. Los fariseos, viendo que publicanos y pecadores se sientan en la mesa con Jesús, dicen a sus discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?». Siempre un escándalo empieza con esta frase: ¿Cómo es posible? Cuando oigáis esa frase, ¡apesta!, y después viene el escándalo. Se trataba, en definitiva, de la impureza de no seguir la ley. Conocían perfectamente la doctrina, sabían cómo ir por el camino del Reino de Dios, conocían mejor que nadie lo que había que hacer, pero habían olvidado el primer mandamiento del amor. Y se quedan encerrados en la jaula de los sacrificios, quizá pensando: “Hagamos un sacrificio a Dios, hagamos todo lo que hay que hacer, y así nos salvamos”. En síntesis, creían que la salvación venía de ellos mismos, se sentían seguros. ¡No, nos salva Dios, nos salva Jesucristo! Ese cómo es posible que tantas veces oímos entre fieles católicos cuando ven obras de misericordia: ¿Cómo así? Y Jesús es claro, muy claro: «Andad, aprended». Los mandó a aprender: «Andad, aprended lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Si quieres ser llamado por Jesús, reconócete pecador, pero no en abstracto sino con pecados concretos: muchos, que todos los tenemos. Dejémonos mirar por Jesús con esa mirada misericordiosa llena de amor.
Y volviendo al escándalo, hay tantos, tantos, también en la Iglesia de hoy. Dicen: “No, no se puede, está todo claro, no, no… Esos son pecadores, debemos alejarlos”. Tantos santos fueron perseguidos o cayeron en sospecha. Pensemos en Santa Juana de Arco, enviada a la hoguera, porque pensaban que era una bruja condenada. ¡Una santa! Pensad en Santa Teresa, sospechosa de herejía; pensad en el Beato Rosmini… «Misericordia quiero y no sacrificios». Pues la puerta para encontrar a Jesús es reconocerse como somos, la verdad: ¡pecadores! Y Él viene, y nos encontramos. ¡Es tan bonito encontrar a Jesús!