Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
¡Dios mío, qué grande eres! Lo acabamos de leer en el Salmo 103, un canto de alabanza a Dios por sus maravillas. El Padre trabaja para hacer esta maravilla de la creación (cfr. primera lectura: Gn 1,1-19) y para hacer con el Hijo la maravilla de la re-creación. Recuerdo que una vez un niño me preguntó qué hacía Dios antes de crear el mundo: ¡amaba!, le respondí.
Entonces, ¿para qué creó Dios el mundo? Simplemente para compartir su plenitud, para tener a alguien a quien dar y con quien compartir su plenitud. Y en la re-creación, Dios envía a su Hijo al mundo para “arreglarlo”: de lo feo hace algo bonito, del error algo verdadero, de lo malo algo bueno. Cuando Jesús dice: mi Padre actúa siempre; y yo también actúo siempre (cfr. Jn 5,17), los doctores de la ley se escandalizaron y querían matarlo por eso. ¿Por qué? ¡Porque no sabían recibir las cosas de Dios como don! Solo como justicia: “Estos son los Mandamientos. Pero son pocos; hagamos más”. Y en vez de abrir el corazón al don, se esconden, buscan refugio en la rigidez de los Mandamientos, que ellos habían multiplicado hasta 500 o más… No sabían recibir el don. Porque el don solo se recibe con libertad, y esos rígidos tenían miedo de la libertad que Dios nos da, ¡tenían miedo del amor!
Por eso dice el Evangelio que, después de que Jesús dijo eso, querían matarlo (cfr. Jn 5,18). Porque dijo que el Padre hizo esta maravilla como don. ¡Recibir el don del Padre! Y por eso hoy hemos alabado al Padre: ¡Dios mío, qué grande eres! Te quiero tanto, porque me has hecho este don. Me has salvado, me has creado. Esa la oración de alabanza, la plegaria de alegría, la oración que nos da la alegría de la vida cristiana. Y no aquella oración cerrada, triste, de la persona que nunca sabe recibir un don porque tiene miedo de la libertad que siempre porta consigo un don. Solo sabe cumplir el deber, pero el deber cerrado. Esclavos del deber, pero no del amor. Cuando te haces esclavo del amor, ¡eres libre! ¡Es una hermosa esclavitud! Pero aquellos no lo entendían.
Así pues, estas son las dos maravillas del Señor: la maravilla de la creación y la maravilla de la redención, de la re-creación. ¿Cómo recibo yo lo que Dios me ha dado –la creación– como don? Y si lo recibo como un don, ¿amo la creación, la protejo? ¡Porque es un don! ¿Cómo recibo yo la redención, el perdón que Dios me ha dado, el hacerme hijo con su Hijo, con amor, con ternura, con libertad? ¿O me escondo en la rigidez de los Mandamientos cerrados, que siempre son más seguros –entre comillas– pero no te dan alegría, porque no te hacen libre?
Cada uno puede preguntarse cómo vive estas dos maravillas, la maravilla de la creación y la aún más maravilla de la re-creación. Y que el Señor nos lo haga comprender y nos haga entender lo que Él hacía antes de crear el mundo: ¡amaba! Que nos haga entender su amor a nosotros y podamos decir –como hemos dicho hoy– ¡Dios mío, qué grande eres! Gracias, gracias. Y vayamos adelante así.